V. Alcolea del Campo

Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo.

El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.

Por falta de instinto colectivo el pueblo se había arruinado.

En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales, y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica…; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar el pueblo, a nadie se le ocurrió decir: Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy. Nada.

El pueblo aceptó la ruina con resignación.

—Antes éramos ricos —se dijo cada alcoleano—. Ahora seremos pobres. Es igual; viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades.

Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.

Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos.

Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las tinajas.

Andrés se preguntaba: ¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo pasan las horas de sus días? Difícil era averiguarlo.

Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección.

Esta perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano.

Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre españoles no era raro. Por aquella selección a la inversa, resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos.

En Alcolea había pocos robos y delitos de sangre: en cierta época los había habido entre jugadores y matones; la gente pobre no se movía, vivía en una pasividad lánguida; en cambio los ricos se agitaban, y la usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad.

El labrador, de humilde pasar, que durante mucho tiempo tenía una casa con cuatro o cinco parejas de mulas, de pronto aparecía con diez, luego con veinte; sus tierras se extendían cada vez más, y él se colocaba entre los ricos.

La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo.

Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores.

En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio.

El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos.

Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios.

Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo.

A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones, formas violentas de la vida.

¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra manera?, se preguntaba. ¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra aquel estado de cosas violentamente? Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular.

Ella decía que no; que defraudar a la comunidad, no podía ser tanto como robar a una persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les tenía por ladrones.

Andrés trataba de convencerla, de que el daño hecho con el robo a la comunidad, era más grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no se convencía.

—¡Qué hermosa sería una revolución —decía Andrés a su patrona—, no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad! Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aquí no hay árboles; y luego lo almacenado por la moral católica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los hombres, las mujeres, el dinero, el vino; todo a la calle.

Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.

Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado.

Los del Centro republicano le habían dicho que diera conferencias acerca de higiene; pero él estaba convencido de que todo aquello era inútil, completamente estéril.

¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y prefería no ocuparse de ellas.

Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos.

—No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que puede ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo es que sea otra banda de Mochuelos o de Ratones.

—¡Pero, don Andrés! Algo hay que hacer.

—¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes hacer es marcharse de aquí.

El tiempo en Alcolea le resultaba a Andrés muy largo.

Por la mañana hacía su visita; después volvía a casa y tomaba el baño.

Al atravesar el corralillo se encontraba con la patrona, que dirigía alguna labor de la casa; la criada solía estar lavando la ropa en una media tinaja, cortada en sentido longitudinal que parecía una canoa, y la niña correteaba de un lado a otro.

En este corralillo tenían una sarmentera, donde se secaban las gavillas de sarmientos, y montones de leña de cepas viejas.

Andrés abría la antigua tahona y se bañaba. Después iba a comer.

El otoño todavía parecía verano; era costumbre dormir la siesta.

Estas horas de siesta se le hacían a Hurtado pesadas, horribles.

En su cuarto echaba una estera en el suelo y se tendía sobre ella, a oscuras. Por la rendija de las ventanas entraba una lámina de luz; en el pueblo dominaba el más completo silencio; todo estaba aletargado bajo el calor del sol; algunos moscones rezongaban en los cristales; la tarde bochornosa, era interminable.

Cuando pasaba la fuerza del día, Andrés salía al patio y se sentaba a la sombra del emparrado a leer.

El ama, su madre y la criada cosían cerca del pozo; la niña hacía encaje de bolillos con hilos y unos alfileres clavados sobre una almohada; al anochecer regaban los tiestos de claveles, de geranios y de albahacas.

Muchas veces venían vendedores y vendedoras ambulantes a ofrecer frutas, hortalizas o caza.

—¡Ave María Purísima! —decían al entrar. Dorotea veía lo que traían.

—¿Le gusta a usted esto, don Andrés? —le preguntaba Dorotea a Hurtado.

—Sí, pero por mí no se preocupe usted —contestaba él.

Al anochecer volvía el patrón.

Estaba empleado en unas bodegas, y concluía a aquella hora el trabajo.

Pepinito era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. Cuando explicaba algo bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal, que a Andrés le daban ganas de extrangularle.

Pepinito trataba muy mal a su mujer y a su hija; constantemente las llamaba estúpidas, borricas, torpes; tenía el convencimiento de que él era el único que hacía bien las cosas.

—¡Que este bestia tenga una mujer tan guapa y tan simpática, es verdaderamente desagradable! —pensaba Andrés.

Entre las manías de Pepinito estaba la de pasar por tremendo.

Le gustaba contar historias de riñas y de muertes. Cualquiera al oírle hubiese creído que se estaban matando continuamente en Alcolea; contaba un crimen ocurrido hacía cinco años en el pueblo, y le daba tales variaciones y lo explicaba de tan distintas maneras, que el crimen se desdoblaba y se multiplicaba.

Pepinito era del Tomelloso, y todo lo refería a su pueblo. El Tomelloso, según él, era la antítesis de Alcolea; Alcolea era lo vulgar, el Tomelloso lo extraordinario; que se hablase de lo que se hablase, Pepinito le decía a Andrés:

—Debía usted ir al Tomelloso.

Allí no hay ni un árbol.

—Ni aquí tampoco —le contestaba Andrés, riendo.

—Sí. Aquí algunos —replicaba Pepinito—. Allí todo el pueblo está agujereado por las cuevas para el vino, y no crea usted que son modernas, no, sino antiguas. Allí ve usted tinajones grandes metidos en el suelo. Allí todo el vino que se hace es natural; malo muchas veces, porque no saben prepararlo, pero natural.

—¿Y aquí? —Aquí ya emplean la química —decía Pepinito, para quien Alcolea era un pueblo degenerado por la civilización—; tartratos, campeche, fuchsina, demonios le echan éstos al vino.

Al final de septiembre, unos días antes de la vendimia, la patrona le dijo a Andrés:

—¿Usted no ha visto nuestra bodega? —No.

—Pues vamos ahora a arreglarla.

El mozo y la criada estaban sacando leña y sarmientos, metidos durante todo el invierno en el lagar; y dos albañiles iban picando las paredes. Dorotea y su hija le enseñaron a Hurtado el lagar a la antigua, con su viga para prensar, las chanclas de madera y de esparto que se ponen los pisadores en los pies y los vendos para sujetárselas.

Le mostraron las piletas donde va cayendo el mosto y lo recogen en cubos, y la moderna bodega capaz para dos cosechas con barricas y conos de madera.

—Ahora, si no tiene usted miedo, bajaremos a la cueva antigua —dijo Dorotea.

—Miedo, ¿de qué? —¡Ah! Es una cueva donde hay duendes, según dicen.

—Entonces hay que ir a saludarlos.

El mozo encendió un candil y abrió una puerta que daba al corral. Dorotea, la niña y Andrés le siguieron. Bajaron a la cueva por una escalera desmoronada. El techo rezumaba humedad. Al final de la escalera se abría una bóveda que daba paso a una verdadera catacumba húmeda, fría, larguísima, tortuosa.

En el primer trozo de esta cueva había una serie de tinajones empotrados a medias en la pared; en el segundo, de techo más bajo, se veían las tinajas de Colmenar, altas, enormes, en fila, y a su lado las hechas en el Toboso, pequeñas, llenas de mugre, que parecían viejas gordas y grotescas.

La luz del candil, al iluminar aquel antro, parecía agrandar y achicar alternativamente el vientre abultado de las vasijas.

Se explicaba que la fantasía de la gente hubiese transformado en duendes aquellas ánforas vinarias, de las cuales, las ventrudas y abultadas tinajas toboseñas, parecían enanos; y las altas y airosas fabricadas en Colmenar tenían aire de gigantes. Todavía en el fondo se abría un anchurón con doce grandes tinajones. Este hueco se llamaba la Sala de los Apóstoles.

El mozo aseguró que en aquella cueva se habían encontrado huesos humanos, y mostró en la pared la huella de una mano que él suponía era de sangre.

—Si a don Andrés le gustara el vino —dijo Dorotea—, le daríamos un vaso de este añejo que tenemos en la solera.

—No, no; guárdelo usted para las grandes fiestas.

Días después comenzó la vendimia. Andrés se acercó al lagar, y el ver aquellos hombres sudando y agitándose en el rincón bajo de techo, le produjo una impresión desagradable. No creía que esta labor fuera tan penosa.

Andrés recordó a Iturrioz, cuando decía que sólo lo artificial es bueno, y pensó que tenía razón.

Las decantadas labores rurales, motivo de inspiración para los poetas, le parecían estúpidas y bestiales. ¡Cuánto más hermosa, aunque estuviera fuera de toda idea de belleza tradicional, la función de un motor eléctrico, que no este trabajo muscular, rudo, bárbaro y mal aprovechado!