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Un representante de la casa Buick, llamado David Bloomberg, hizo donación, en memoria de sus padres, de casi dos hectáreas de tierra para la erección del templo. Cuando Michael y los miembros del comité visitaron el lugar, se dieron cuenta de que era una zona ideal, completamente boscosa, situada en la cumbre de un elevado montículo de las afueras de la ciudad y a menos de un kilómetro de la universidad. Hacia el este se divisaba una dilatada pradera, atravesada por un serpenteante arroyo que desaparecía entre un grupo de árboles.

—Di Napoli puede edificar su templo sobre una altura y de frente al sol, como Salomón —dijo Sommers.

Michael asintió con la cabeza, mostrando su satisfacción con su silencio mejor de lo que hubiera podido hacerlo con palabras…

La adquisición del solar suministró a Kahners un nuevo tema de conversación, y programó una serie de fiestas para facilitar la colecta.

La primera fue un desayuno dominical para hombres, al que Michael no pudo asistir por tener que oficiar un funeral.

La segunda fue un champagne party en casa de Felix Sommers. Cuando llegaron los Kind, la sala de estar se hallaba atestada de personas que permanecían de pie bebiendo champaña. Michael cogió al paso dos copas de una bandeja, mientras se sumergían en el murmullo de conversaciones. Él y Leslie se encontraron charlando con un joven biólogo y un médico especialista en alergia.

—Hay un doctor en Cambridge —decía el biólogo— que se halla trabajando en técnicas de hibernación en un intento de conseguir una rápida congelación de los seres humanos. Ya sabe, suministrarles una violenta ráfaga de frío y mantenerlos en un estado de vida en suspenso.

—¿Y para qué diablos? —preguntó Michael, probando el champaña. Estaba caliente y flojo.

—Piense en las enfermedades incurables —repuso el biólogo—. ¿Que algo no se puede curar? Pues se congela al individuo y se le mantiene así hasta que se encuentra un remedio. Luego, se le despierta y se le cura.

—Es lo que nos faltaba; eso, y la explosión demográfica —intervino el alergista—. ¿Dónde iban a guardar a todos los individuos congelados?

El biólogo se encogió de hombros.

—Frigoríficos. Almacenes. Casas de huéspedes refrigeradas, la respuesta natural a la escasez de clínicas.

Leslie hizo una mueca y tragó un sorbo de champaña caliente.

—Piense en un corte de la energía eléctrica. ¿Qué pasaría con todos los inquilinos despertándose a derecha e izquierda y golpeando los radiadores para pedir menos calor?

Como un efecto de sonido, alguien empezó a golpear una cucharilla contra una jarra de cristal en petición de silencio. Leslie se sobresaltó, y los tres hombres se echaron a reír.

—Ahora viene el discurso —anunció el biólogo.

—La parte comercial —dijo el médico—. Ya la he oído, rabbi.

Hice mi oferta en el desayuno del domingo. Estoy aquí esta noche sólo de gancho.

Michael no le comprendió, pero la gente se estaba moviendo hacia la habitación contigua, en la que habían sido dispuesta largas mesas. Sobre ellas se habían colocado tarjetas individuales para impedir que los concurrentes se sentaran de una forma desordenada. Encontraron sus nombres junto a un matrimonio que les agradaba, Sandy Berman, profesor ayudante de inglés en la universidad, y su esposa June. Felix pronunció una breve bienvenida y, luego, presentó a Kahners («un experto financiero que nos está ayudando desinteresadamente en la campaña»), el cual habló de la importancia de sus aportaciones y pidió que se hicieran ofertas verbales. El primero que se puso en pie fue el alergista. Ofreció tres mil dólares. Fue seguido por otros tres hombres, ninguno de los cuales ofreció menos de 1200 dólares.

Cada una de las cuatro ofertas fue hecha rápida y animosamente. Demasiado deprisa y demasiado a propósito, obra de actores aficionados. Un embarazoso silencio quedó suspendido en la habitación, como el pecho de una opulenta señora. Michael vio que Leslie le estaba mirando y se dio cuenta de que ella también comprendía ahora lo que había querido significar el médico al decir que era un gancho. Cada una de esas ofertas había sido hecha antes. Y se estaban repitiendo en un esfuerzo mecánico de crear una atmósfera de generosidad.

—Bien —dijo Kahners—. No sean vergonzosos, amigos míos.

Ahora es la oportunidad. Ahora existe la necesidad de sacrificio.

Un hombre llamado Abramowitz se levantó y ofreció mil dólares. El rostro de Kahners se iluminó, hasta que consultó la lista que tenía en la mano y trazó una señal junto a su nombre. Evidentemente, había esperado más del señor Abramowitz. Cuando Abramowitz se sentó, otro hombre que estaba en su misma mesa se inclinó hacia delante y se enzarzó con él en una animada conversación. En todas las mesas, un hombre situado al efecto dio comienzo a su labor de captación. En la mesa de Michael, nadie urgía a nadie para que hiciese una oferta. Permanecían sentados, mirándose unos a otros en medio de un violento silencio. ¿Podría ser, se preguntaba Michael, que el comité hubiese esperado que él tomase la palabra para colaborar en la colecta? Pero Kahners se acercaba ya a ellos, con una amplia sonrisa en su rostro.

—La frustración llena la tierra, el apresuramiento frustra el botín allá donde la riqueza se acumula y degeneran los hombres.

—Goldsmith —dijo sombríamente, Sandy Berman.

—Ah, un erudito.

Kahners colocó delante de él una tarjeta de suscripción en blanco.

—Peor, un profesor.

Berman no hizo ningún movimiento para coger la tarjeta.

Kahners sonrió. Depositó una tarjeta delante de cada uno de los hombres sentados a la mesa.

—¿Qué temen, caballeros? —dijo—. Sólo son promesas. Saquen sus plumas y firmen. ¡Firmen!

—Mejor es no prometer que dejar de cumplir lo prometido —sentenció Berman.

—Eclesiastés —dijo Kahners, esta vez sin sonreír. Paseó la vista por la mesa—. Escuchen —agregó—, hemos estado trabajando como mulas en esta campaña. Como mulas. Para ustedes. Para ustedes y para sus hijos. Para su comunidad.

—Hemos recibido aportaciones de importantes donantes que podrían abrirles los ojos. Solamente de un hombre, de Harold Elkins, hemos recibido cincuenta mil dólares. Cincuenta mil. Así, pues, sean justos. Sean justos con ustedes mismos. Es un templo democrático el que estamos tratando de edificar. Tiene que ser mantenido por los pequeños, tanto como por los grandes.

—Lo malo es que no es democrático en absoluto —dijo un joven de cara de lechuza que estaba sentado a la cabecera de la mesa—. Cuanto más pequeño económicamente sea uno, más carácter de carga personal tendrá su aportación.

—Todo es proporcionado —dijo Kahners.

—No, no lo es. Mire, yo soy contable. A sueldo. Mi sueldo es de diez mil dólares al año, por ejemplo. Eso me sitúa en un escalón impositivo de un veinte por ciento. Si doy al templo quinientos dólares, puedo deducir cien dólares en impuestos, por lo que mi donación me cuesta en realidad cuatrocientos.

—Pero tomemos a otro individuo, un negociante que gana cuarenta mil dólares al año —siguió diciendo, ajustándose nerviosamente las gafas—. En su escalón deduce el 44,5%. Si da dos mil dólares, lo que le hace cuatro veces más generoso que yo, se ahorra casi la mitad de su donación.

Los que estaban sentados cerca de él empezaron a discutir este fenómeno.

—Eso es un sofisma. Las matemáticas pueden decir lo que uno quiera. Caballeros —dijo Kahners—. ¿Hay alguien dispuesto a firmar ahora su tarjeta de suscripción?

Nadie se movió.

—Entonces, dispénsenme. Ha sido un placer conocerles.

Se fue hacia otra mesa. A los pocos minutos, la reunión empezó a disgregarse.

—¿Vamos a tomar café? —dijo Leslie a June Berman—. ¿Al Howard Johnson’s?

June miró a su marido y, luego, asintió.

Al pasar junto a Kahners, Michael observó que estaba hablando con Abramowitz, el hombre que había prometido mil dólares.

—¿Vendrá mañana, a las ocho y media de la noche, a casa de David Binder? —estaba diciendo—. Es muy importante; si no, no se lo pediríamos. Muchas gracias.

En el restaurante, encargaron sus consumiciones sin entusiasmo.

—Rabbi —dijo Sandy—, no quiero turbarle, pero no me ha parecido nada bien.

Michael hizo un gesto de asentimiento.

—Los ladrillos y el cemento cuestan dinero. Procurar sacarlo de alguna parte es un trabajo penoso y desagradecido. Pero tienen que hacerlo.

—No dejen que les impongan nada —intervino Leslie—. Sólo ustedes pueden decir lo que pueden dar. Den lo que puedan permitirse, y olvídenlo.

—¿Qué podemos permitirnos? —dijo June. Esperó a que se marchara la camarera, después de haber dejado el café y los emparedados—. No es ningún secreto cuánto se paga en Wyndham a los profesores ayudantes. Sandy recibe 5100 de la universidad.

—Junie… —dijo Sandy.

—$5100, más otros $1200 por dar clases durante el verano.

Como necesitamos un coche, este otoño llevará dos clases nocturnas de inglés comercial; otros $1800. Eso supone unos ingresos anuales de 8100 dólares, y esos… necios… sugieren que aportemos 750 dólares para el templo.

—Eran sugerencias preliminares —dijo Michael—. Sé con certeza que el comité se sentiría encantado recibiendo menos.

Mucho menos.

—250 dólares —propuso Sandy.

—Si es eso, entonces extiéndales el cheque y, cuando le den las gracias, dígales que está a su disposición —dijo Leslie.

Michael movió la cabeza.

—Van a fijar un mínimo de 750 dólares.

Se produjo un breve silencio.

—Yo no aceptaré, rabbi —dijo Sandy.

—¿Y qué hará respecto a las clases de hebreo para sus hijos?

—Pagaré las clases, como he hecho siempre. Ciento cincuenta dólares al año por los tres, más treinta dólares al mes por el transporte.

—No puede. El comité ejecutivo ha acordado que sólo los miembros que efectúen su aportación podrán enviar a sus hijos a la escuela hebrea.

June Berman soltó una exclamación.

—¿Qué ha sido de la antigua gran idea de que la shul era un lugar en que cualquier hombre, aunque fuese pobre, podía buscar a Dios? —preguntó Sandy.

—Estamos hablando de la cualidad de miembro, Sandy. Usted no será expulsado nunca del templo.

—Pero puede que no haya un asiento para mí.

—Puede que no.

—¿Y si alguien no puede, simplemente, pagar 750 dólares? —preguntó June.

—Han nombrado un comité de penuria —dijo Michael con voz cansada—. No será una prueba difícil. Yo figuro en él. Y su amigo Murray Engel, Felix Sommers, el jefe de su marido, Joe Schwartz. Todos personas razonables.

Leslie había estado observando el rostro de Berman.

—Es horrible —dijo en voz baja.

Sandy se echó a reír.

—Comité de penuria. ¿Sabe lo que puede hacer el comité ejecutivo? Yo no soy un caso de penuria. Soy un profesor. Un profesor universitario.

Terminaron el café y los emparedados. Cuando llegó la cuenta, Michael trató de hacerse cargo de ella. Por fin, sabiendo que esa noche Sandy insistiría interminablemente, le dejó pagar.

Una hora después, Leslie y él discutían mientras se disponían a acostarse.

—No critiques la colecta delante de los miembros de la congregación —dijo él.

—¿Tiene que ser esta clase de colecta? Los cristianos recaudan dinero para sus edificios sin esta… pérdida de dignidad. ¿No podían fijar diezmos, o algo?

—No son cristianos. Yo soy un rabbi, no un sacerdote.

—Pero es un sistema equivocado. Yo creo que los métodos que están utilizando son ofensivos. Un insulto a la inteligencia de los miembros de la comunidad.

—No hagas las cosas peor de lo que son.

—¿Por qué no se lo dices, Michael?

—Saben cómo pienso. El recaudar dinero es responsabilidad suya. Están convencidos de que éste es el único medio de lograrlo. Si me mantengo en un segundo plano, el templo será finalmente construido, y tal vez entonces pueda hacer algo muy bueno.

Ella no respondió. Dejó a un lado el cepillo. Michael se dio cuenta de que estaba sacando el termómetro, y algo en su interior le hizo echarse hacia atrás.

—No me esperes levantada —dijo—. Tengo que trabajar.

—Está bien.

Estuvo leyendo hasta las dos de la madrugada. Al irse a la cama, tenía la seguridad de que su mujer estaría durmiendo, y concilió el sueño casi inmediatamente. Pero, cuando se despertó, las agujas luminosas del reloj de la mesilla de noche señalaban las tres y veinte, y reparó en que ella no estaba ya tendida a su lado. Se hallaba sentada junto a la ventana abierta, fumando y mirando a la oscuridad. Se oía el penetrante chirrido de los grillos, y se dio cuenta de que había sido ese agudo sonido lo que le había despertado.

—Son estridentes, ¿verdad? —dijo. Saltó de la cama y se sentó en la repisa de la ventana, frente a Leslie—. ¿Qué estás haciendo?

—No podía dormir.

Cogió uno de los cigarrillos de Leslie, quien se lo encendió con su mechero. La llama iluminó sus dilatados ojos y su rostro triste y desvelado, resaltando en él suaves superficies y oscuros hoyos.

—¿Qué pasa, Leslie? —preguntó con suavidad.

—No lo sé. Insomnio, supongo. Últimamente no puedo dormir con facilidad. —Permanecieron unos momentos en silencio—. Ah, Michael —agregó—, nos hemos vuelto agrios, ¿verdad? Demasiado agrios para hacer nada tan dulce como un niño.

—¿De qué estás hablando? —exclamó él ásperamente, y, al instante, se sintió descubierto como un mentiroso y un hipócrita, consciente de que ella le conocía demasiado bien para pretender disimular—. Es una gran teoría. Muy científica.

—Pobre Michael.

—Dará resultado —dijo—. Y siempre queda la adopción.

—No creo que me mostrara justa con el niño. —Levantó la mirada hacia él en la oscuridad—. ¿Sabes dónde radica realmente la raíz de nuestro mal?

—Ve a acostarte.

—Tú ya no eres el joven Lochinvar judío de las montañas. Y yo no soy ya la muchacha para la que pescaste aquel gran pez.

—¡Por amor de Dios…! —exclamó él, irritado.

Se volvió solo a la cama, pero, mientras ella continuaba sentada en la oscuridad, fumando, él permaneció tendido en el lecho, sin poder dormir, contemplando el rojizo fulgor de la brasa de su cigarrillo, recordando a aquella desvanecida muchacha con un evocado amor tan intenso que no pudo ser borrado por la almohada que se echó sobre el rostro como una tosca máscara de sueño.

Kahners había llegado a un punto de la campaña en el que estaba dispuesto a vender a trozos el templo. Se multicopió una lista titulada «Memoriales vivos y aportaciones» con destino a los miembros de la congregación. Les recordaba que era mejor la elección de un buen nombre que la posesión de grandes riquezas, y la amorosa protección mejor que el oro y la plata. «Ciertamente, la más alta virtud —decía— es un nombre que se agrega al mejoramiento de la comunidad, la educación de la juventud y el modelado del buen carácter». Ofrecía la oportunidad única de inscribir el nombre del miembro o el de un ser querido en un edificio que serviría a lo largo de los años como inspiración para las generaciones venideras.

Por veinticinco mil dólares se daría a la sinagoga el nombre de la persona que se especificase.

La capilla salía por diez mil dólares. Y también el auditorio, mientras que la escuela religiosa podía ser denominada por siete mil quinientos, juntamente con la sala de recreo y el sistema de aire acondicionado.

Podía darse nombre al Bemá por seis mil dólares. La Torá, a dos mil quinientos dólares, era una ganga comparada con la placa de bronce que sería colocada a la puerta de la vivienda del celador por tres mil quinientos.

La lista comprendía cuatro páginas mecanografiadas, cosidas con grapas. Kahners utilizaba la misma lista para todas las campañas judías. Se había traído varios paquetes de ellas en una de las cajas, por lo que bastaba con escribir el nombre del templo Emeth en la parte superior de la primera página y llenar las direcciones en los sobres.

Kahners se acercó quejumbroso a Michael.

—Las dos chicas han estado trabajando hasta muy tarde esta noche, poniendo direcciones. Pero las listas… Dependen de los ricos voluntarios. Esa mujer, Elkins, se las llevó ayer a casa para cortar estarcidos, y ahora dice que no puede venir hoy. Un resfriado de verano.

—Trataré de encontrar a alguien que pueda ir a buscarlas esta tarde —dijo Michael.

—Las necesitamos para las siete. Para las siete y media lo más tarde —repuso Kahners, separándose para atender a una consulta de sus secretarias.

El constante repiqueteo de los teléfonos, el monótono zumbido de la multicopista y el rápido tableteo de las dos máquinas de escribir se fundieron en una garra de sonido que le hurgaba incesantemente en el cerebro. Hacia media mañana, le dolía sordamente la cabeza y empezó a pensar en algo que tuviera que hacer y que le permitiera salir del despacho. A las once y media se escapó. Se detuvo en una cafetería a comer un emparedado y se dedicó luego a hacer visitas pastorales, en una de las cuales le invitaron a comer.

A las dos y media, entró en el hospital y estuvo con una mujer que acababa de ser objeto de la extracción de tres cálculos biliares, con la cual permaneció hasta las 2.48, cuatro minutos después de que ella le enseñara las piedras, colocadas como gemas sobre un paño de terciopelo negro, futura herencia familiar.

Estaba subiéndose a su coche, en la zona de aparcamiento del hospital, cuando se acordó de las listas. Se quitó la chaqueta, se remangó la camisa, bajó las ventanillas del coche y se puso en marcha hacia las afueras de la ciudad, entornando los ojos para protegerlos del relumbrante sol de la tarde.

Al llegar a la casa de campo, tocó el timbre de la puerta principal, pero no salió nadie a abrirle. Se puso la chaqueta y dio la vuelta a la casa. La señora estaba reclinada en una tumbona a la sombra de un corpulento roble, con las plantas de los pies apoyadas en aquélla y las rodillas separadas, de modo que, a través de la y de sus piernas, podía ver el cuenco de maíz que tenía sobre el desnudo estómago. Los patos estaban agrupados a su alrededor graznando mientras ella les echaba maíz con pequeños movimientos de sus largos dedos. Sus pantalones cortos revelaban lo que los diseñadores de vestidos ocultaban fácilmente, el principio de las motas que tenía en la parte posterior de los muslos. Los pantalones eran blancos; la anudada blusa, azul, y los hombros, redondos pero llenos de pecas. Mas fue su cabello lo que lo sorprendió; en vez de un color rubio pajizo, tenía un suave y brillante color castaño.

—Rabbi —dijo.

Separó el cuenco de su estómago y se puso en pie, metiendo los pies en unas babuchas.

—Hola. El señor Kahners quiere las listas de los miembros —dijo Michael.

—Ya están terminadas. ¿Puede esperar unos momentos, mientras doy de comer a estos monstruos?

—Siga. Tengo tiempo de sobra.

Mientras ella echaba los granos de maíz, avanzaron por entre el grupo de voraces patos hacia una jaula de alambre colocada a la sombra de la casa. La puerta se abrió con un rechinar de oxidados goznes. La señora Elkins introdujo la mano por la abertura y depositó en el suelo el cuenco con el maíz que quedaba, cerrando la puerta a tiempo para impedir la huida de un enorme pato que se lanzó hacia ellos con un rápido movimiento de sus palmeados pies y con un convulsivo batir de alas.

—¿Por qué está enjaulado éste? —preguntó Michael.

—Acabamos de adquirirlo, y todavía no se le han recortado las alas. Harold lo hará cuando vuelva a casa. Siéntese, por favor. Es sólo un momento.

Se dirigió hacia la casa. Evitando cuidadosamente mirarla mientras se alejaba, Michael se acercó a la tumbona. Había unos cuantos nubarrones en el cielo, y, al sentarse, sonó un trueno lejano, coreado con algarabía por los patos. Ella volvió al poco rato, pero no llevaba las listas, sino una gran bandeja conteniendo hielo, vasos y líquidos en botellas.

—Tome. Pesa bastante —dijo ella—. Déjela sobre la hierba.

Él la cogió y la depositó en el suelo.

—No había necesidad de esto —dijo—. Estoy portándome como un intruso, y usted no se encuentra bien hoy. Su resfriado.

—¡Oh! —exclamó, echándose a reír—. No tengo ningún resfriado, rabbi. Le mentí al señor Kahners para poder ir a mi peluquero. —Le miró—. ¿Usted no ha mentido nunca?

—Supongo que sí.

—Yo miento mucho. —Se acarició los cabellos castaños—. ¿Le gusta este color?

—Mucho —repuso él, con toda sinceridad.

—Le he visto mirarlos. Antes, quiero decir, la primera noche, cuando estuvo aquí, y después, cuando fui al templo. Me di cuenta de que no le gustaba el otro color.

—Oh, era muy bonito —dijo él.

—Ahora está mintiendo, ¿verdad?

—Sí —respondió Michael, sonriendo.

—¿Pero es mejor éste?, ¿le gusta?

Volvió a tocarle la mano.

—Sí, lo es. ¿Cuándo vuelve el señor Elkins? —preguntó, dándose cuenta demasiado tarde de que la pregunta no era la más adecuada a sus deseos de cambiar de tema.

—Tardará varios días. Tal vez se vaya a Chicago desde Nueva York. —Empezó a entrechocar botellas—. ¿Qué quiere tomar? ¿Ginebra con tónica?

—No, gracias —respondió él con viveza—. Sólo algo fresco.

Cerveza, si tiene.

La tenía, y se la dio. Como no había más sillas, ella se sentó a su lado en la tumbona. Se sirvió un whisky con hielo.

Tomaron sus bebidas; luego, ella dejó su vaso sobre el césped y le dirigió una sonrisa.

—Tenía intención de pedirle una cita —dijo.

—¿Para qué? —preguntó Michael.

—Tengo… algo que quiero contarle. Discutir con usted. Un problema.

—¿Le gustaría discutirlo ahora?

Ella apuró su vaso, se acercó a la bandeja y volvió a llenarlo. Esta vez, volvió con la botella y la puso junto a ellos. Se quitó las babuchas y recogió las piernas; una fina capa de polvo cubría el rojo esmalte de las uñas de sus pies, a unos centímetros de la rodilla de Michael.

—¿Va a decirle al señor Kahners que he mentido? —preguntó—. No se lo diga.

—Usted no debe ninguna explicación a nadie.

—He disfrutado trabajando cerca de usted.

Las puntas de los dedos de sus pies le tocaron la rótula; contacto, pero no presión.

—El señor Kahners dice que es usted una de las mejores mecanógrafas que ha conocido.

—No lo parecía —dijo ella.

Machacó un trocito de hielo entre los dientes y alargó el vaso hacia la botella. Con una pequeña sensación de alarma, Michael vio que estaba otra vez vacío.

Le sirvió poco whisky, añadiendo los dos cubos de hielo más grandes que pudo encontrar. «Debo marcharme de aquí», se dijo, y empezó a levantarse, pero ella le puso de nuevo la mano en el brazo.

—Antes, era de este color —dijo.

Comprendió que se refería a su pelo. Apoyó su mano en la de ella, para quitársela del brazo, y se encontró con que la señora Elkins había girado la muñeca, de modo que sus palmas se emparejaron y se tocaron sus dedos.

—Mi marido es mucho más viejo que yo —dijo—. Cuando una chica joven se casa con un viejo no se da cuenta de eso. De los años que quedan por delante. De cómo son.

—Señora Elkins… —dijo él.

Ella le soltó súbitamente la mano y echó a correr hacia la jaula. Rechinó la puerta, y el pato se lanzó hacia la abertura; luego, se detuvo, confuso al ver que no había sido echada la barrera para impedirle el paso.

—¡Adelante! ¡Sal, ya, bicho estúpido! —dijo la mujer.

El pato saltó ágilmente, impulsándose con sus grandes pies rojos, mientras sus coloreadas alas azotaban ya el aire. Permaneció un instante suspendido sobre sus cabezas, en un fugaz destello de blanco vientre y larga cola negra. Luego, sus alas batieron con más fuerza, y se elevó en un arco de proyectil que le llevó, emitiendo triunfantes sonidos, a los bosques que se extendían más allá de la casita.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Michael.

—Quiero que todo lo que existe en el mundo sea libre. —Se volvió hacia él—. Él. Usted. Yo.

Levantó los brazos y los enlazó en torno a su cuello. Michael la sintió contra sí, y sintió también el calor y la movilidad de su boca, pero con un sabor a hielo de frigorífico y a whisky. La empujó para apartarla, pero ella continuó aferrándose a él, como si se estuviera ahogando.

—Señora Elkins —dijo él.

—Jean.

—Jean, eso no es libertad.

La mujer frotó su mejilla contra el pecho de él.

—¿Qué voy a hacer respecto a ti?

—Para empezar, serenarse un poco.

Ella le miró un momento, y de nuevo rodó sobre sus cabezas el rumor del trueno.

—No te interesa, ¿verdad?

—No es que no tenga interés —dijo él.

—No estás interesado en absoluto. ¿Es que no eres un hombre?

—Soy un hombre —repuso Michael con suavidad, dos pasos por delante de ella, para que no le afectara la burla.

La señora Elkins dio media vuelta y regresó a la casa. Esta vez, él se la quedó mirando apreciativamente, sintiendo en su fuero interno que se había ganado ese privilegio. Luego, recogió su chaqueta y, bordeando la casa, se dirigió a su coche. Al abrir la portezuela, algo silbó junto a su cabeza, tan cerca que lo sintió pasar, y chocó contra la capota del coche, abollándola. Se abrió la caja. Al caer en el suelo, la caja se abrió, desperdigándose parte de su contenido; pero, afortunadamente, la mayoría de las fichas estaban ordenadas y sujetas con gomas. Por un momento, bizqueó al sol, dirigiendo la vista hacia la mujer, asomada a la ventana del segundo piso.

—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que haga venir aquí a alguien para que se quede con usted?

—Quiero que se vaya al infierno —dijo ella, con toda claridad.

Cuando la señora Elkins desapareció en el interior, Michael se arrodilló, recogió las listas y volvió a guardarlas en la caja de madera, un costado de la cual se había resquebrajado. Luego, subió al coche, puso el motor en marcha y se alejó.

Condujo durante un rato; luego, sin saber por qué, detuvo el coche a un lado de la carretera, encendió un cigarrillo y permaneció inmóvil, tratando de no pensar en lo fácil que sería dar media vuelta al coche y volver. A los pocos minutos, aplastó el cigarrillo en el cenicero, bajó del coche y echó a andar por el bosque. La penetrante fragancia de las bayas azules le hizo sentirse mejor. Siguió caminando hasta que empezó a sudar, y ya no pensaba en Jean Elkins, ni en Leslie, ni en el templo. No tardó en llegar a un riachuelo de aguas cristalinas y poco profundas y una anchura de unos dos metros y medio. El fondo era de arena y hojas. Se quitó los zapatos y, con ellos en la mano, chapoteó en la fría agua. En el centro, le llegaba justo por encima de las rodillas. No vio ningún pez, pero, debajo de una roca, descubrió un cangrejo, al que siguió durante unos pocos metros antes de que desapareciese bajo otra roca. Sobre unos rápidos en miniatura, había una gran araña con franjas amarillas situada sobre su red, y pensó súbitamente en la araña del barracón que había visto el verano anterior a su ingreso en la universidad, cuando había estado trabajando en Cape Cod, la araña con la que había hablado. Consideró brevemente la posibilidad de hablar a esta araña, pero la verdad era que se sentía ahora demasiado viejo, o quizá era, simplemente, que esa araña y él no tenían nada que decirse.

—¡Eh! —dijo una voz.

Un hombre se alzaba en la orilla, mirándole. Michael ignoraba cuánto tiempo hacía que estaba allí vigilándole.

—Hola —dijo.

El hombre vestía como un granjero, jersey azul desvaído, botas manchadas de leche y una camisa azul con manchas de sudor. La barba que le crecía en el rostro tenía el mismo color grisáceo que el maltratado sombrero que llevaba y que le estaba demasiado grande, de tal modo que el ala del mismo descansaba casi sobre sus orejas.

—Éste es terreno acotado —advirtió.

—Oh, lo siento —dijo Michael—. No he visto ningún cartel.

—Mala excusa. El cartel está bien visible. No está permitido cazar ni pescar en este terreno.

—Yo no estaba cazando ni pescando —arguyó Michael.

—Saque sus cochinos pies de mi arroyo antes de que le suelte los perros —amenazó el granjero—. Conozco a la gente de su calaña. No respetan la propiedad ajena. ¿Qué diablos está haciendo con sus malditos pantalones remangados, como un crío de cuatro años?

—He entrado en el bosque —dijo Michael—, porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar y no descubrir, en la hora de la muerte, que no había vivido.

Salió del riachuelo y se detuvo cerca del granjero para secarse lentamente los pies con su pañuelo, que, afortunadamente, estaba limpio. Luego, volvió a ponerse los calcetines y los zapatos y se bajó las perneras de los pantalones, que estaban completamente arrugadas. Echó a andar por el bosque, pensando en Thoreau y en lo que él habría dicho al granjero.

Cuando había recorrido la mitad del camino que le separaba de la carretera, empezó a llover. Continuó andando durante unos momentos y, luego, al arreciar la lluvia a medida que los árboles se distanciaban unos de otros, echó a correr. Hacía mucho tiempo que no corría, y, aunque no tardó en jadear y respirar con dificultad, siguió corriendo hasta que salió del bosque y tuvo que bajar la cabeza para no tropezar con un gran cartel que anunciaba al mundo que aquella tierra era propiedad de Joseph A. Wentworth, y que quienes transpusieran sus límites serían perseguidos por la ley. Jadeante y empapado, subió a su coche. Sentía una punzada en el costado, una pequeña palpitación en la boca del estómago y la impresión de que se había salvado por un pelo.

Tres noches después, él y Leslie asistieron a un seminario que se celebraba en la Universidad de Pensilvania. El coloquio versaba sobre La religión en la era nuclear y reunió a teólogos, científicos y filósofos en una atmósfera de prudente camaradería de la que surgieron respuestas a las cuestiones morales planteadas por la fisión nuclear. Max había quedado a cargo de una alumna de Wyndham que había accedido a pasar la noche en la casa. Así, pues, no tenían prisa por regresar. Después de la reunión, aceptaron la invitación de un rabino de Filadelfia para ir a tomar café a su casa.

Eran las dos de la madrugada cuando se acercaban en el coche a las proximidades de Wyndham.

Michael creía que Leslie estaba dormida. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, pero, de pronto, habló.

—Es como si todo el mundo se hubiese vuelto judío —dijo—. Sólo que, en vez de los hornos crematorios, nos enfrentamos ahora a la bomba.

Michael pensó en ello, pero no respondió. Conducía lentamente y, sin pensar en ello, trató de olvidar el problema de si Dios estaría allí Si el mundo se disolviera súbitamente en polvo atómico Era una noche serena, y una luna de agosto brillaba baja en el cielo como una rodaja de zanahoria. Permanecieron en silencio, y, al poco rato, ella empezó a canturrear. El no tenía ganas de volver a casa.

—¿Quieres ver el emplazamiento del templo?

—Sí —repuso ella, incorporándose al instante.

La asfaltada carretera que serpenteaba colina arriba se estrechaba, convirtiéndose en polvoriento sendero, a la mitad del camino, y desaparecía poco antes de llegar a los terrenos del templo. Condujo el coche hasta donde le fue posible, poco más allá de una casa, en la que la luz de uno de los dormitorios se encendió para apagarse luego al pasar el coche.

Ella se echó a reír, con un cierto deje de amargura.

—Deben de creer que somos amantes —dijo.

Michael detuvo el coche al final de la carretera, franquearon una valla, pasaron junto a la fantasmal sombra que proyectaba un montón de apiladas maderas y se encontraron en el terreno del templo. La luna proyectaba su acogedora luz, pero el suelo estaba resbaladizo por las hojas caídas en años pasados y presentaba una superficie irregular, por lo que ella tuvo que detenerse y quitarse los zapatos. Michael se metió uno en cada uno de los bolsillos de la chaqueta y la cogió de la mano. Vieron un sendero y lo siguieron lentamente; al poco rato, estaban en la cumbre de la colina. Él la levantó hasta una roca, y ella permaneció allí, en pie, con la mano apoyada en el hombro de su marido, contemplando el oscuro paisaje que se extendía a sus pies, sobre el que descendía la luz de la luna, como el escenario de un buen sueño. Leslie no dijo nada, pero su mano se cerró con fuerza sobre el hombro de Michael hasta hacerle daño. Y él la deseó como mujer por primera vez en muchos meses.

La hizo descender de la roca y la besó, sintiéndose joven. Y ella correspondió a su beso, hasta que vio lo que él estaba haciendo y le empujo hacia atrás.

—Tonto —dijo—, no somos chiquillos que necesiten adentrarse en los bosques en medio de la noche. Soy tu mujer, tenemos una amplia cama en casa y sitio de sobra para luchar desnudos, si es eso lo que quieres.

Pero no era eso lo que él quería. Luchó contra las manos de ella, que se agitaban rechazándole, primero riendo y, luego, repentinamente serio, hasta que ella dejó de resistir. Le cogió la cara entre las manos y le besó como una novia, deteniéndose sólo para hablarle en un susurro de la gente que estaba en la casa. Pero a su marido no le importaba nada.

Al principio, Leslie empezó a seguir las instrucciones del doctor Reisman, pero él la contuvo ásperamente.

—Esto no es para tener un hijo. Es para que tú y yo experimentemos un cambio —dijo.

Y se entregaron al amor a la sombra de la roca, sobre las crujientes hojas secas, dulcemente, pero como dos animales salvajes, como una pareja de patos, como leones. Después, ella volvió a ser su amada, su bebelé, su nena, su novia, la dorada muchacha para la que había cogido el gran pez.

Regresaron al coche con una cierta sensación de culpabilidad. Michael escudriñaba las oscuras ventanas de la casa en busca de posibles curiosos insomnes. Durante el viaje de vuelta, ella se mantuvo muy cerca de él. Cuando llegaron a la casa, Michael insistió en que se cepillaran concienzudamente antes de entrar; y estaba quitándole trocitos de hojas y ramitas del vestido, con los zapatos asomándole todavía de los bolsillos, cuando se encendió la luz de la puerta y la muchacha que se había quedado de niñera les dijo, temblorosa, que había creído que eran ladrones. Diez días después, Leslie se acercó a él y le pasó la mano por la nuca.

—Me ha faltado la regla —dijo.

—Se te habrá retrasado unos días. Suele ocurrir.

—La mía llega con toda puntualidad. Y me siento como la chica del «antes de» de los anuncios de vitaminas.

—Vas a coger un resfriado —dijo él con ternura.

Dos días después, por la mañana, las náuseas le hicieron entrar precipitadamente en el cuarto de baño para vomitar.

Cuando la hormona de su orina hizo a una rana de laboratorio tan viril como un toro en primavera, el doctor Reisman, lleno de júbilo, dio pleno crédito a su embarazo. A ellos no les importó.