Michael y Kahners fueron juntos a visitar a Harold Elkins. La puerta de la remozada casita de campo en que vivía el fabricante de tejidos les fue abierta por la señora Elkins, una mujer rubia vestida con una bata de seda rosa.
—El rabbi —dijo, estrechándole la mano. Su apretón fue firme y frío.
Michael presentó a Kahners.
—Hal le está esperando. Está en la parte de atrás, dando de comer a los patos. ¿Por qué no van a verle allí mismo?
Les condujo alrededor de la casa. Andaba con paso desenvuelto, exento por completo de artificiosidad, pensó Michael. Bajo el oscilante borde de su bata, vio ahora que estaba descalza. Sus pies eran esbeltos y alargados, con una palidez que destacaba blanquecina en la penumbra del crepúsculo y pintadas uñas que semejaban pequeñas conchas rojas.
Les llevó hasta donde estaba su marido, y, luego, regresó a la casa.
Elkins era un anciano de cabello gris y redondas espaldas, sobre las que se había echado un grueso jersey, pese al calor del atardecer. Estaba echando maíz a unos cincuenta bulliciosos patos a la orilla de un pequeño estanque.
Continuó echando maíz mientras ellos se presentaban. Los patos eran soberbios, grandes, con iridiscentes plumas y patas y picos rojos.
—¿Qué son? —preguntó Michael.
—Patos de bosque —repuso Elkins, sin dejar de arrojar maíz.
—Son magníficos —dijo Kahners.
—Hum.
Uno de ellos se alzó con un ruidoso batir de alas, pero se separó muy poco del agua.
—¿Son salvajes? —preguntó Michael.
—Tanto como pueda imaginar.
—¿Por qué no huyen?
Los ojos de Elkins brillaron.
—Tienen las alas atadas y recortadas.
—¿No les hace daño eso? —preguntó Michael, aún contra su voluntad.
Elkins resopló despreciativamente.
—¿Qué notó usted la primera vez que le recortaron las alas? —sonrió—. Ellos también se sobreponen.
Se colocó un grano de maíz entre sus incoloros labios y se agachó. Un gran pato, con brillos de arco iris en sus plumas, se acercó anadeando, estiró majestuosamente el cuello y cogió el maíz de la boca del anciano.
—Los quiero mucho —dijo—. Me encantan. Me encantan en salsa de naranja. —Les arrojó los últimos granos de maíz y, luego, hizo una pelota con la bolsa y la tiró. Se frotó las palmas de las manos en el jersey—. Ustedes no han venido aquí para admirar mis patos.
Le explicaron su misión.
—¿Por qué quieren hacerme presidente? —preguntó, mirándoles desde debajo de sus alborotadas cejas.
—Queremos su dinero —dijo claramente Kahners—. Y su influencia.
Elkins sonrió.
—Entren en la casa —dijo.
La señora Elkins estaba tendida en el sofá, leyendo una novela que mostraba un cuerpo desnudo en la portada. Levantó la mirada y les dirigió una sonrisa. Sus ojos encontraron los de Michael y sostuvieron su mirada. A pesar de la presencia de Kahners a su derecha y de la del señor Elkins a su izquierda, perversamente, no apartó la vista. Después de lo que pareció mucho tiempo pero no fue sino unos breves instantes, ella volvió a sonreír y rompió el contacto reanudando su lectura. Tenía un buen tipo bajo la bata rosa, pero había pequeñas arrugas en las comisuras de sus párpados, y, a la amarillenta luz de la lámpara de la salita, sus pálidos cabellos parecían de paja.
Elkins se sentó a una mesa Luis XIV y abrió un gran talonario de cheques.
—¿Cuánto quieren? —preguntó.
—Cien mil —repuso Kahners.
Sonrió. Levantó el talonario de cheques y sacó una lista de los miembros del templo Emeth.
—He echado un vistazo a esto antes de que vinieran ustedes.
Trescientos sesenta y tres miembros. Entre ellos, algunos hombres que conozco. Hombres como Ralph Plotkin, Joe Schwartz, Phil Cohen y Hyman Pollock. Hombres que pueden dar un poco de dinero para apoyar una buena causa. —Extendió un cheque y lo arrancó—. Es por cincuenta mil dólares —dijo, entregándoselo a Michael—. Si estuvieran intentando recaudar un millón, lo habría extendido por cien mil. Pero, para cuatrocientos mil, que todos contribuyan con su parte.
Michael se guardó el cheque.
—Quiero una placa en la galería principal —dijo Elkins—. «En memoria de Martha Elkins, nacida el 6 de agosto de 1888 y muerta el 2 de julio de 1943». Mi primera esposa —dijo.
En el sofá, la señora Elkins volvió una página de su libro.
Se estrecharon la mano y se dieron las buenas noches.
Fuera ya, cuando se disponían a subir al coche, oyeron un portazo.
—¡Rabbi Kind! ¡Rabbi Kind! —llamó la señora Elkins.
Esperaron, mientras ella corría hacia el lugar donde se encontraban, levantándose el vuelo de la bata para no tropezar.
—Ha dicho —informó, jadeando— que quiere ver el modelo exacto de la placa antes de que sea fundida.
Michael prometió que así se haría, y ella dio media vuelta y volvió a la casa.
Puso el motor en marcha. A su lado, Kahners rio brevemente, como un hombre que acaba de sacar un as a los dados.
—Así es como se hace, rabbi.
—Sólo ha conseguido la mitad de lo que quería —dijo Michael—. ¿No reducirá esto a la mitad todas las aportaciones importantes?
—Le dije que pediríamos, cien de los grandes —dijo Kahners—. Esperaba conseguir cuarenta.
Michael permaneció silencioso e inexplicablemente deprimido, sintiendo la presencia de los cincuenta mil dólares en su cartera.
—Llevo aquí de rabbi dos años y medio —dijo finalmente—. Esta noche ha sido la tercera vez que le he puesto los ojos encima a Harold Elkins. Durante todo este tiempo, ha estado dos veces en el interior del templo. En bar misvás, me parece. O, tal vez, en bodas. —Condujo un rato en silencio—. La gente que utiliza el templo… —prosiguió—, los que asisten a los servicios y envían a sus hijos a la escuela hebrea… Me sentiré mucho mejor recibiendo dinero de ellos.
Kahners le dirigió una sonrisa, pero no dijo nada.
A la mañana siguiente, sonó el teléfono en su despacho del templo, y una voz femenina, vacilante, un poco apagada y ligeramente ronca, preguntando por el rabino.
—Soy Jean. Jean Elkins —añadió, revelando que había reconocido la voz de Michael.
—Oh, señora Elkins —dijo Michael, consciente de que Kahners había levantado la mirada al oír el nombre y que estaba sonriendo—. ¿En qué puedo servirla?
—La cuestión es en qué puedo servirle yo a usted —repuso ella—. Me gustaría ayudarle en la recaudación de fondos.
—Oh —dijo él.
—Sé mecanografía y puedo hacer labor de archivo y manejar una sumadora. Harold piensa que es una buena idea —añadió, tras una breve pausa—. Va a emprender un viaje y piensa que esto me impedirá hacer travesuras.
—¿Por qué no viene por aquí siempre que quiera? —dijo Michael.
Mientras colgaba el aparato, observó que persistía la misma sonrisa en el rostro de Kahners, sonrisa que le turbaba por razones que no acertaba a definir.