La vida, empezaba a comprender, era una serie de compromisos. El rabinato del templo Isaías no había dado los resultados que esperara, con enjambres de personas sentadas a sus pies para escuchar sus brillantes interpretaciones actualizadas de la sabiduría talmúdica. Su esposa era ya madre, y, a veces, buscaba subrepticiamente en sus ojos a la muchacha con la que se había casado, la que se había estremecido cuando él la miraba de cierta manera. Ahora, cuando por las noches hacían el amor, se oía a veces un débil llanto en la otra habitación. Entonces, Leslie se apartaba con brusquedad y corría hacia el niño, y él se quedaba tendido en la oscuridad, odiando a la criatura que amaba.
Llegaron las grandes festividades, y el templo desbordó de personas que recordaron súbitamente que eran judías y que había llegado el momento de henchirse de arrepentimiento para otro año. La vista del abarrotado templo le excitó y le colmó de nueva esperanza y de la firme resolución de acabar ganándoselos a todos al fin.
Decidió realizar un nuevo intento mientras estaba todavía fresco en sus mentes el sermón de Yom Kippur. Uno de sus antiguos profesores, el doctor Hugo Nachmann, estaba pasando una temporada en la sección de Los Ángeles del Instituto rabínico. El doctor Nachmann era un experto en el período de los manuscritos del mar Muerto. Michael le invitó a que acudiera a San Francisco para dar una conferencia en el templo.
Asistieron a la conferencia dieciocho personas. Michael observó que menos de la mitad de ellas eran miembros del templo. Dos de los asistentes resultaron ser periodistas científicos que habían acudido para entrevistar al doctor Nachmann sobre los aspectos arqueológicos del descubrimiento de los manuscritos.
El doctor Nachmann hizo fáciles las cosas para los Kind.
—Esto no es nada raro, ya saben —dijo—. Simplemente, en ciertas noches, la gente no siente ningún interés por las conferencias. Ahora, si se les hubiera ofrecido una cena con baile…
A la mañana siguiente, apoyado en la cerca que rodeaba a la semiterminada iglesia, Michael se encontró a sí mismo hablándole de ello al padre Campanelli.
—Sigo fracasando —dijo—. No hago nada que les haga entrar en el templo.
El sacerdote se acarició la sonrosada marca que tenía en la cara.
—Muchas mañanas, doy gracias a Dios por los días de precepto —dijo con suavidad.
Una mañana, varias semanas después, Michael yacía tendido en la cama, ligeramente abatido ante la perspectiva de un nuevo día. Sabía lo suficiente acerca de la psicología de la frustración personal para comprender que su estado de ánimo era un remanente del funeral de su madre, pero ello no le servía de consuelo mientras yacía con el pensamiento ausente, buscando alivio en el cálido muslo de su mujer y mirando una grieta que había en el techo de la habitación.
Había pocas cosas en el templo Isaías que le atrajesen lo suficiente como para hacerle saltar de la cama; ni siquiera un suelo limpio, se dijo a sí mismo.
Justo antes de las fiestas, el celador del templo, un desdentado mormón que durante tres años había cuidado de la limpieza del local, había anunciado que se retiraba a la casa de su hija, en Utah, para calmar su ciática y reavivar su espíritu. El Consejo del templo, con el que se reunía muy raramente, no se había mostrado muy activo en la tarea de reemplazarle. Mientras Phil Golden rezongaba y se encolerizaba, la plata y el bronce permanecían sin abrillantar y la cera amarilleaba en los suelos. Michael podía haber contratado un celador, seguro de que los cheques de su sueldo habrían sido extendidos por orden del rabino. Pero contratar un nuevo celador era misión del consejo del templo. «Por lo menos, mantendrían ese compromiso con el templo», pensó sombríamente.
—Levántate —dijo Leslie, encogiendo la cadera.
—¿Por qué?
Pero setenta minutos después estaba aparcando su coche a la puerta del templo. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta. Dentro, oyó el ruido de un cepillo de fregar contra el linóleo y, siguiendo el sonido escaleras abajo, vio al hombre que, vestido con un mono blanco manchado de pintura, fregaba el suelo, apoyado en las manos y las rodillas.
—Phil —dijo Michael.
Golden se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Me he olvidado de traer los periódicos —dijo—. Cuando usted era niño, ¿fregaba su madre los suelos los jueves por la tarde y extendía luego periódicos?
—Los viernes —repuso Michael—. Los viernes por la mañana.
—Los viernes por la mañana, ella preparaba chaleh.
—¿Qué está usted haciendo? ¿Un decrépito momser como usted fregando suelos? ¿Quiere que le dé un ataque al corazón?
—Tengo un corazón de toro —replicó Golden—. Un templo tiene que estar limpio. No puede tener usted un templo sucio.
—Pues que contraten un celador. Contrate uno usted mismo.
—Ya cuidarán de ello al cabo de algún tiempo. Empiece a hacer cosas por ellos, y nunca se molestarán en pensar en el templo. Entretanto, los suelos estarán limpios.
Michael movió la cabeza.
—Phil, Phil…
Dio media vuelta y subió la escalera. En su despacho se quitó la chaqueta y la corbata y se remangó la camisa. Luego, rebuscó en varios armarios, hasta que encontró otro cubo con su cepillo.
—Ustedes, no —protestó Golden—. ¿Quién necesita ayuda?
¡Usted es el rabino!
Pero ya estaba arrodillado en el suelo, haciendo girar el cepillo en el agua jabonosa. Suspirando, Golden volvió a su cubo. Fregaron juntos. Los dos cepillos sonaban amistosamente. Golden empezó a cantar trozos de ópera en voz baja.
—Le hago una carrera hasta el final del pasillo —dijo Michael—. El que pierda irá a buscar café.
—Nada de carreras —dijo Phil—. Eso son juegos de chicos. Hay que trabajar.
Golden llegó el primero al final del corredor y, de todas formas, salió a buscar café. Pocos minutos después, sentados en un aula vacía, de las destinadas a las clases de hebreo, lo tomaron lentamente, y se miraron el uno al otro.
—Esos pantalones —dijo Phil—. Que no los vea la rabbitzen, la esposa del rabino.
—Así verá que por fin me gano el dinero que me da el rabinato.
—Se lo está ganando usted todos los días.
—No. Vamos, Phil. —Agitó el café en su vaso de papel—. No hago otra cosa que estudiar el Talmud. Me paso todo el día con los libros, buscando a Dios.
—¿Y?
—Si lo encuentro, mi congregación no se enterará hasta el próximo Yom Kippur.
Golden sonrió y, luego, suspiró.
—Ah, intenté decírselo —dijo—. Es esa clase de congregación. —Puso la mano sobre el hombro de Michael—. Le quieren. Tal vez no lo crea, pero le quieren mucho. Van a ofrecerle un contrato por bastante tiempo. Con un sustancioso aumento anual.
—¿Para qué?
—Para que esté aquí. Para que sea su rabino.
Tal como ellos lo entienden, desde luego, pero su rabino. ¿Es mala cosa para un rabino tener seguridad económica y poder dedicar todavía al estudio la mayor parte de su tiempo?
Cogió el vaso de papel de la mano de Michael y lo echó al cesto, juntamente con el suyo.
—Permítame que le hable como si fuera usted uno de mis hijos —dijo—. Ésta es una buena posición. Descanse. Viva cómodamente. Enriquézcase. Deje que su hijo crezca con el resto de los lujuriosos y vaya a Stanford y desee solamente que viva bien.
Michael no dijo nada.
—Dentro de otro par de años, le compraremos un coche. Y después una casa.
—¡Dios mío!
—¿Quiere trabajar? —dijo Golden—. Pues vamos a fregar más suelos. —Su risa sonaba como un redoble de tambor—. Le garantizo que cuando diga a ese piojoso consejo quién ha hecho hoy de celador, se apresurarán a contratar mañana mismo a un hombre con carácter permanente.
Al día siguiente, sus músculos se resentían del desacostumbrado ejercicio. Se detuvo en Santa Margarita y se apoyó en la valla, mirando a los obreros que hormigueaban por el nuevo edificio. Los agarrotados tendones de sus muslos le hacían sentir una nueva afinidad con los trabajadores del mundo. El padre Campanelli no estaba allí. Ahora, el sacerdote salía raras veces a vigilar el trabajo; permanecía dentro de la vieja iglesia, atento al momento en que oyera el sonido de la bola de hierro.
Michael no podía censurarle. La iglesia nueva tenía un tejado que parecía un sombrero hongo de cemento. Sus paredes, de vidrio coloreado, se inclinaban hacia dentro en ángulo agudo, haciendo que aquella parte del edificio semejara un gigantesco cucurucho de helado con la punta rota. Un corredor de aluminio y cristal conducía a una edificación circular que tenía todo el aspecto espiritual de una central eléctrica. Sobre el tejado de la redonda estructura, los obreros estaban levantando una reluciente cruz de aluminio.
—¿Cómo está? —gritó uno de los hombres que se hallaban en el tejado.
Un hombre que se encontraba cerca de Michael se echó hacia atrás el sombrero y levantó la mirada.
—Muy bien —respondió.
«Muy bien», pensó Michael.
Ahora, nadie podría distinguirlo de un puesto de venta de salchichas.
Se alejo, sabiendo que no volvería por la misma razón por la que el sacerdote no iba ya a contemplar los trabajos. Era una casa de culto concebida sin el más mínimo gusto.
De todas maneras, no había nada más que mirar; estaba terminada.
También su investigación sobre arquitectura religiosa estaba terminada. Había obtenido lo que le parecía una razonable imagen verbal de lo que debía ser una moderna casa de oración. Puesto que la antigua iglesia de San Jeremías podía hacer frente cómodamente a las poco exigentes necesidades del templo Isaías, no parecía haber nada más que hacer con los datos acumulados: sólo publicarlos. Escribió un artículo que envió al periódico de la Conferencia Central de Rabinos Americanos, donde posteriormente fue publicado. Remitió ejemplares del periódico a su padre, a Atlantic City, y a Ruthie y Saul, a Israel; luego, metió todas sus notas en una caja de cartón y las llevó a casa, donde las guardó en el pequeño desván, de la cómoda del apartamento de sus padres, que Leslie y él no habían podido decidirse a vender.
Terminado su proyecto, se encontró con más tiempo libre que nunca. Una tarde, llegó a casa a las dos y media, y encontró a Leslie confeccionando la lista de compras.
—Hay carta —dijo ella.
Había llegado el nuevo contrato, tal como había aventurado Phil Golden. Lo examinó y vio que era muy generoso; abarcaba un lapso de tiempo de cinco años, y contenía un sustancioso aumento de sueldo al comienzo de cada año. Michael comprendió que al término de los cinco años habría un contrato vitalicio.
Leslie lo leyó sin hacer ningún comentario cuando él lo dejó sobre la mesa.
—Es tan bueno como una renta vitalicia —dijo Michael—. He estado pensando en empezar a escribir un libro. Tengo tiempo de sobra.
Ella asintió con la cabeza y volvió a ocuparse de la lista de compras.
Michael no firmó el contrato. En vez de ello, lo guardó en el cajón superior de la cómoda, en el dormitorio, debajo de su caja de gemelos.
Volvió a la cocina y se sentó a la mesa con Leslie, fumando y mirándola.
—Iré yo a hacer las compras —dijo.
—Puedo ir yo. Debes de tener muchas cosas que hacer.
—No tengo nada que hacer.
Leslie le miró y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión.
—Está bien —dijo.
La carta llegó dos días después.
Rabbi Michael Kind
Templo Isaías
20103 Hathaway Street
San Francisco, California
Estimado rabbi Kind:
23 Park Lane
Wyndham, Pensilvania
3 de octubre de 1953
El consejo ejecutivo del templo Emeth, de Wyndham, ha leído con interés su sugestivo articulo publicado en el excelente periódico de la CCRA, recientemente fundado.
El templo Emeth es una congregación Reformista establecida hace sesenta y un años en la comunidad universitaria de Wyndham, a cuarenta kilómetros al sur de Filadelfia. El número de sus miembros no es muy extenso, pero durante los últimos años hemos desbordado las posibilidades de nuestro edificio, construido hace veinticinco años. Enfrentados a la necesidad de decidir lo que debería ser un nuevo templo, hemos encontrado su articulo particularmente fascinante. Desde su publicación, ha sido aquí el tema de numerosas discusiones.
El 15 de abril de 1954, el rabbi Philip Kirschner, nuestro dirigente religioso durante los últimos dieciséis años, comienza lo que espera haya de ser un feliz y sosegado retiro en su ciudad natal de St. Louis, Missouri Estamos buscando para sustituirle a quien sea, a la vez, un inspirado dirigente religioso y un hombre que haya reflexionado sobre la clase de lugar que debe ser un templo judío en la América moderna.
Le quedaríamos sumamente agradecidos si nos dispensara una oportunidad de tratar este tema con usted. Yo estaré en Los Ángeles del 15 al 19 de octubre para asistir a la reunión anual de la Asociación de Idiomas Modernos. Si usted pudiera acudir a Los Ángeles durante este periodo, a expensas del templo Emeth, le agradeceríamos que lo hiciese. Si ello es imposible, tal vez pueda ir yo a San Francisco.
He notificado al Comité de Colocación de la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas nuestra intención de tratar con usted acerca de nuestra necesidad de un rabino. En espera de sus noticias, le saluda muy atentamente.
(Firmado) Dr. FELIX SOMMERS
Presidente
Templo Emeth
—¿Vas a ir? —preguntó Leslie, cuando le enseñó la carta.
—Supongo que no pasaría nada si fuera a verle —repuso Michael.
La noche en que regresó de Los Ángeles entró sigilosamente, esperando que estuviese dormida, y la encontró tendida en el sofá, viendo el programa final de la televisión. Leslie le hizo sitio, y él se echó a su lado y le dio un beso.
—¿Bien? —dijo ella.
—Serían mil dólares menos de lo que gano ahora. Y el contrato sería por un año.
—Pero puedes tenerlo, si quieres.
—Habría el acostumbrado sermón de prueba. Pero puedo tenerlo, si quiero.
—¿Qué vas a hacer?
—Leslie, ¿qué quieres tú que yo haga? —preguntó Michael.
—Eso tienes que decidirlo tú mismo —respondió Leslie.
—¿Sabes lo que les ocurre a los rabinos que recorren una serie de contratos a corto plazo? Se convierten en pelotas de fútbol. Solamente les aceptarán las congregaciones problema, y eso con sueldos mínimos. Como la de Cypress, Georgia.
Leslie no respondió.
—Le he dicho ya que iremos.
Leslie volvió bruscamente la cara, de modo que lo único que él podía verle era la nuca. Alargó la mano y le acarició el pelo.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿La idea de enfrentarte con otro lote de mujeres?, ¿los yentehs?
—Al diablo los yentehs —dijo ella—. Siempre habrá gente para la que tú y yo seamos dos ejemplares raros. Eso no importa. —Se volvió y le rodeó con sus brazos—. Lo que importa es que harás algo más que recibir un buen sueldo por ser rabino sólo de nombre. Porque tú eres mucho mejor que eso, ¿no lo comprendes?
Michael notaba en el cuello el húmedo contacto de su mejilla y se sintió lleno de admiración.
—Tú eres la parte mejor de mí mismo —dijo—. Lo más excelente.
Estaba rodeándola también con sus brazos, para impedir que se cayera del estrecho sofá, y la apretó con fuerza.
Leslie le puso las yemas de los dedos sobre la boca.
—Lo que importa es que se trata de algo que quieres realmente hacer.
—Así es —respondió él, acariciándola.
—Estoy hablando de Pensilvania —dijo ella, al cabo de un rato.
Pero dio la vuelta en sus brazos y levantó ansiosamente la cara.
Más tarde, en la cama, cuando él se estaba quedando dormido, ella le tocó en el hombro.
—¿Le has hablado de mí? —preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir.
—Oh. —Levantó la vista hacia el techo, en la oscuridad—. Sí, lo hice.
—Eso está bien. Buenas noches, Michael.
—Buenas noches, Leslie.