35

Ruthie llegó diez horas después de haberse celebrado el funeral. Estaban sentados en taburetes en la salita de estar de los Kind cuando sonó el timbre. Ella entró y rodeó con sus brazos a Abe, que empezó a sollozar convulsivamente.

—No sé por qué he tocado el timbre —dijo.

Luego, empezó a llorar mansamente, con la cabeza apoyada en el hombro de su padre.

Cuando se calmó, besó a su hermano, quien le presentó a Leslie.

—¿Qué tal está tu familia? —preguntó.

—Muy bien. —Se sonó y miró a su alrededor. Todos los espejos habían sido tapados a petición de Abe, pese a la insistencia de Michael de que no era necesario—. Ha terminado, ¿no?

Michael asintió con un movimiento de cabeza.

—Esta mañana. Te llevaré allí mañana.

—De acuerdo.

Tenía los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Estaba muy morena, y sus cabellos negros estaban surcados de hebras grises. La combinación de piel oscura y pelo entrecano resultaba muy atractiva, pero había engordado, y bajo la barbilla se le marcaba la papada. Y tenía las piernas más gruesas.

Michael observó con desaliento que ya no era su esbelta hermana americana.

Empezó a llegar gente.

A las ocho, el aposento estaba lleno. Las mujeres cubrieron la mesa de cosas para comer. Michael fue a su antigua habitación en busca de cigarrillos, y vio a dos de los clientes de su padre, sentados en la amplia cama, de espaldas a la puerta y bebiendo whisky.

—Es rabino y se casa con una schckseh. ¿Cómo se puede compaginar eso?

—¡Dios mío, vaya combinación!

Cerró suavemente la puerta, volvió a sentarse al lado de Leslie y la cogió de la mano.

A la una de la madrugada, cuando, por fin, todos se hubieron marchado, se sentaron solos en la cocina y tomaron café.

—¿Por qué no te vas a la cama, Ruthie? —dijo Abe—. Has hecho un largo viaje en avión. Tienes que estar agotada.

—¿Qué vas a hacer, papá? —le preguntó ella.

—¿Hacer? —repuso Abe. Sus dedos desmigajaron un pastelillo casero que había sido preparado por la mujer de uno de sus cortadores—. No hay problema. Mi hija, su marido y sus hijos van a trasladarse aquí desde Israel, y seremos muy felices. Voy a vender la fábrica. Habrá dinero suficiente para que Saul emprenda cualquier negocio. Socios a partes iguales. O, si quiere consagrarse a la enseñanza, puede dedicarse a acrecentar sus conocimientos. Tenemos aquí chicos que necesitan profesores.

—Papá —dijo ella.

Cerró los ojos y movió la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó él.

—Para vivir en Israel no hace falta ser un pionero. Tú serías como Rockefeller. Si vienes conmigo, hay una casita cerca de la nuestra, con un pequeño patio encalado a la sombra de unos olivos —dijo—. Puedes tener un jardín. Puedes hacer ejercicio al sol con tus pesas. Tus nietos irán todos los días a enseñarte hebreo.

Abe rio sin alegría.

—Deja que tu hija se case con un extranjero. —La miró—. Escribiría montones de cartas. Demasiadas cartas. Tardaría diez días en saber si los Yankees ganan a los Red Sox o los Red Sox ganan a los Yankees. Y a veces juegan dos partidos en un mismo día.

—Ni siquiera se puede adquirir allí un ejemplar del Women’s Wear Daily. Lo sé; lo intentamos la última vez mamá y yo…

Se puso en pie y se dirigió rápidamente al cuarto de baño.

Nada más cerrar la puerta a su espalda, oyeron el ruido del agua.

Hubo un silencio.

—¿Qué tal está ahora la instalación de fontanería por allí? —preguntó Michael.

Ruthie no sonrió.

A Michael le pareció que no recordaba, pero sí lo recordó enseguida.

—Ya no me importa en absoluto —repuso—. No sé si eso quiere decir que ha mejorado o que me he acostumbrado. —Miró en la dirección por la que había salido su padre y movió la cabeza—. ¿Qué sabéis vosotros? —prosiguió en voz baja—. ¿Qué sabéis realmente vosotros? Si supieseis, si comprendieseis realmente, estarías allí en vez de aquí.

—Papá lo ha dicho —dijo Michael—. Somos americanos.

—Pues mis hijos son judíos lo mismo que vosotros americanos —respondió ella—. Sabían lo que había que hacer cuando llegaron los aviones. Corrieron como diablos hacia el refugio y entonaron canciones hebreas.

—Gracias a Dios que ninguno de vosotros resultó herido —dijo Michael.

—¿Dije yo eso? —exclamó ella—. No, sé que no. Yo dije que estábamos todos bien, y lo estamos ahora. Saul perdió un brazo. El derecho.

Leslie dio involuntariamente un respingo. Michael se sintió cansado y enfermo.

—¿Dónde? —preguntó.

—En el codo.

Había querido decir dónde había ocurrido, y así lo comprendió ella al ver que no decía nada.

—En un lugar llamado Petá Tikvá. Estaba con los Irgun Zve Leumí.

Leslie se aclaró la garganta.

—¿Los terroristas? Quiero decir… ¿No eran una especie de organización clandestina?

—Lo eran al principio, con los ingleses. Después, durante la guerra, pasaron a formar parte del ejército regular. Fue entonces cuando Saul estuvo con ellos. Por muy poco tiempo.

—¿Vuelve a dedicarse a la enseñanza? —preguntó Leslie.

—Oh, sí. Casi siempre. La falta de un brazo le permite imponerse más fácilmente a los niños. A sus ojos, es un gran héroe.

Apagó su cigarrillo y les dirigió una inexpresiva sonrisa.

La mañana siguiente a la terminación del período de Shivá, Abe y Michael acompañaron a Ruthie a Idlewild.

—¿Vendrás de visita por lo menos? —preguntó Ruthie a Abe mientras le besaba.

—Veremos. Recuerda la fecha. No te olvides de decir el yahrzeit. —Ella le abrazó—. Iré —afirmó.

—Es una pena —dijo Ruthie al abrazar a Michael, poco antes de subir al avión—. No te conozco a ti ni a tu familia, y tú no me conoces a mí ni a mi familia. Tengo la impresión de que nos encontraríamos agradables unos a otros.

Le besó en la boca.

Se quedaron mirando hasta que el avión desapareció en el firmamento. Luego, volvieron al coche.

—¿Y ahora? —preguntó Michael, mientras marchaban por la carretera—. ¿Qué te parece California? Serás bien recibido en nuestra casa. Ya lo sabes.

Abe sonrió.

—¿Te acuerdas de tu Zaydeh? No. Pero…, gracias.

Michael no apartó la vista del tráfico.

—Entonces…, ¿qué? ¿Florida?

Su padre suspiró.

—Sin ella, no. Sería incapaz. Iré a Atlantic City.

Michael emitió un gruñido.

—¿Qué hay allí?

—Conozco a gente que se ha retirado y vive allí. Conozco a otras personas que no se han retirado todavía, pero que van allí a pasar el verano. Fabricantes de ropas. Gente de mi clase. Acompáñame allí mañana —añadió—. Ayúdame a elegir un lugar para vivir.

—De acuerdo —dijo Michael.

—Me gustan las olas. Y toda esa maldita arena.

Le encontraron un dormitorio, cocina, pequeña sala de estar y cuarto de baño en un hotel residencial, pequeño pero bueno, de Ventnor, a dos manzanas de distancia de la playa. Estaba amueblado.

—Es caro, pero ¡qué diablos! —dijo Abe. Sonrió—. Tu madre se había vuelto un poco tacaña los últimos cuatro o cinco años. ¿Lo sabías?

—No.

—¿Quieres las cosas que hay en el apartamento? —preguntó Abe.

—Escucha… —dijo Michael.

—Yo no las quiero. Ninguna. Si las quieres tú, llévatelas. Un agente venderá el apartamento.

—Está bien —asintió Michael al cabo de un rato—. Quizá la cama del Zaydeh.

Se sentía furioso, sin saber por qué.

—Lo demás también. Lo que no puedas usar, regálalo.

Después de comer, dieron un largo paseo. Se detuvieron un rato en una subasta simulada, donde se vendían objetos a tres veces su valor; luego, se sentaron bajo un deslumbrante sol de mediodía, contemplando el río de gente que pasaba ante ellos.

A quince metros de distancia, dos buhoneros, separados por un puesto de cervezas, libraban una batalla de simbolismo sexual. Un hombre en mangas de camisa y tocado con sombrero de paja pregonaba sus perritos calientes.

—Aquí está la salchicha más grande del mundo, caliente y con cuarenta y cinco deliciosos centímetros de longitud —gritaba el hombre.

—Globos de todos los colores, redondos, atractivos, saltarines, alegres y bellos —le respondía un hombre de baja estatura y aire de italiano, que llevaba un jersey azul roto.

Un negro sudoroso empujaba una silla de ruedas, en la que estaba sentada una señora muy gruesa con un niño desnudo en brazos.

Una banda de muchachitas pasó en traje de baño, haciendo oscilar sus esqueléticas caderas en una imitación patética de la voluptuosa rotación que imprimían a sus grupas sus artistas favoritas de Hollywood.

En alas de la brisa salina llegó desde un kilómetro y medio de distancia el rumor ronco de una multitud lejana y gritos apagados de terror.

—Ha saltado al yam, al mar, en su caballo —dijo Abe, con satisfacción. Hizo una profunda inspiración—. Un verdadero placer —agregó.

—Quédate aquí —dijo Michael—. Pero, cuando te aburras, recuerda que también tenemos playas en California.

—Iré a visitaros —dijo Abe. Encendió un cigarro—. No olvides que aquí puedo montar en el coche y visitar su tumba cuando quiera. Eso no lo puedo hacer en California.

Quedaron unos momentos en silencio.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Abe.

—Mañana —repuso Michael—. Tengo una congregación. No puedo dejarla desatendida. —Hizo una pausa—. Si es que estás bien.

—Estoy perfectamente.

—Papá, no vayas continuamente a visitar la tumba.

Abe no contestó.

—No le hará ningún bien a nadie. Sé lo que me digo.

Abe le miró y sonrió.

—¿A qué edad tiene que empezar el padre a obedecer al hijo?

—A ninguna —respondió Michael—. Pero yo veo la muerte, en ocasiones, hasta media docena de veces por semana. Sé que no compensa a los vivos que se sacrifiquen. No puedes volver atrás el reloj.

—¿No te deprime tu oficio?

Michael miró a un turco sudoroso, tocado con un Fez que parecía demasiado pequeño para su cabeza rechoncha y calva, que rodeaba con su brazo a una delgada pelirroja que aparentaba dieciséis años. Mientras andaban, la muchacha levantaba la mirada hacia el hombre gordo. «Su padre, tal vez», pensó esperanzadamente Michael.

—A veces —repuso.

—La gente acude a ti acosada por la muerte y la enfermedad.

Un muchacho que se encuentra en dificultades con la lev. Una muchacha que se ha quedado embarazada detrás del granero.

Michael sonrió.

—Ya no, papá. Hoy sucede eso, pero no detrás del granero. En los coches.

Su padre agitó la mano, haciendo caso omiso de la distinción.

—¿Y cómo ayudas a esa gente?

—Hago lo que puedo. A veces, consigo ayudar. Muchas otras veces, no. A veces, nadie puede ayudar. Sólo el tiempo y Dios.

Abe asintió con la cabeza.

—Me alegro de que lo comprendas.

—Pero siempre escucho. Eso es algo. Puedo ser un oído.

—Un oído. —Abe miró al mar, donde se veía un barco aparentemente inmóvil, una manchita negra en el horizonte azul—. Supón que acudiese a ti un hombre y te dijese que estaba viviendo con sus rodillas hundidas entre cenizas. ¿Qué le dirías?

—Tendría que saber más —dijo Michael.

—Imagina un hombre que hubiera vivido como un animal la mayor parte de su vida. Luchando como una fiera para ganar dinero. Precipitándose tras las mujeres. Corriendo como un caballo de carreras, dando vueltas continuamente sin tener un jockey encima.

—Y supón —añadió en voz baja— que despertase una mañana y descubriese que se había convertido en un viejo, que todo lo que quería había muerto y que no tenía a nadie que le quisiera realmente.

—¡Papá!

—Digo que le quisiera realmente, de tal modo que él fuese lo más importante en la vida de la otra persona.

A Michael no se le ocurría nada que decir.

—Tú me viste una vez en un momento terrible para ti —dijo su padre.

—No empieces otra vez con eso.

—No. No —dijo Abe, hablando rápidamente—, pero sólo quiero decirte que no fue la primera vez que poseía a otras mujeres mientras estaba casado con tu madre. Ni la última. Ni la última.

Michael agarraba con fuerza, con sus nudillos, los bordes de su silla.

—¿Por qué sientes la necesidad de descargar eso sobre mí? —dijo.

—Quiero que comprendas —repuso Abe—. En un momento determinado, todo aquello cesó. —Se encogió de hombros—. Quizá mis glándulas, quizás el cambio de vida. Se me ocurren hasta media docena de posibilidades. Pero me detuve y me enamoré de tu madre.

—Nunca tuviste oportunidad de conocerla, de conocerla realmente. Ni tampoco Ruthie. Pero ahora es peor para mí. ¿Puedes comprender eso, rabbi? ¿Puedes comprenderlo, melumad, mi hombre sabio? No la tuve durante mucho tiempo, la tuve luego por un poco de tiempo solamente, y ahora se ha ido ya.

—¡Papá! —exclamó Michael.

—Cógeme la mano —dijo su padre.

Michael vaciló. Abe alargó el brazo y cogió la mano de su hijo en la suya.

—¿Qué pasa? —preguntó con aspereza—. ¿Temes que nos tomen por invertidos?

—Te quiero, papá —dijo Michael.

Abe le apretó la mano.

—Calla —dijo.

Las gaviotas describían círculos en el aire. Pasaba la gente. Se veían muchos feces, toda una convención de turcos. Poco a poco, se iba acercando el barco negro.

«Hay muchos pretendientes al título, pero sólo ésta es la mayor salchicha del mundo».

La muchacha del caballo debía de haber saltado de nuevo al mar. Se oían, lejos, débiles gritos. Frente a ellos, sus sombras se iban haciendo más largas y menos nítidas.

Cuando llegó el momento de marcharse, Abe llevó a Michael al puesto de cervezas y levantó dos dedos. Detrás del mostrador había una muchacha de pelo castaño y aire aburrido, una chica ordinaria, de unos dieciocho años, de tipo atractivo, pero con dientes torcidos y facciones irregulares.

Abe la miró mientras retiraba los vasos de la bandeja y accionaba la espita.

—Me llamo Abe.

—¿Sí?

—¿Cómo te llamas tú?

—Sheila. —Tenía hoyuelos en las mejillas.

Los midió con el pulgar y el índice; luego, se acercó al hombre de los globos, compró uno de un vivo color rojo, volvió y ató el hilo en torno a la muñeca de la muchacha, de modo que el globo flotaba sobre ellos como un ensangrentado astro.

—Éste es mi hijo. Mantente alejada de él. Está casado.

Ella cogió fríamente el dinero que le tendía y le dio la vuelta. Cuando se separó de la caja registradora, reía y se movía más sinuosamente que antes, con el globo balanceándose sobre ella, un poco hacia atrás.

Abe acercó a Michael un vaso grande de cerveza.

—Para la carretera —dijo.