34

Cuando, por la tarde, volvió al hospital, encontró a Leslie despierta. Se había maquillado, llevaba puesto un camisón adornado con lazos y lucía una cinta azul en sus bien peinados cabellos.

—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó mientras la besaba.

—¿Qué te parece Max?

—Es el nombre más feo e inadecuado que se me ocurre —respondió él, tremendamente complacido.

—A mí me gusta.

Volvió a besarla.

Una enfermera introdujo al niño en la habitación. Leslie le cogió cuidadosamente.

—¡Qué guapo es! —musitó, mientras Michael la miraba lleno de compasión.

Pero, a los pocos días, el aspecto del niño se modificó. Desapareció la hinchazón de sus párpados, dejando al descubierto unos ojos grandes y azules. La nariz, menos aplastada, adquirió más aspecto de nariz. El color rojizo que cubría su cuerpo fue sustituido por una delicada tonalidad blanco rosada.

—No es nada feo —dijo Michael, asombrado, una noche, con lo que le dio a su mujer algo en qué pensar.

El Plymouth fue, por fin, hallado con ayuda de la policía de San Francisco, aparcado donde lo habían abandonado. Sólo le faltaban los tapacubos, cuyo coste, además de la multa de quince dólares que tuvo que pagar tres días después por aparcamiento en zona prohibida (parada de taxis), Michael lo anotó jocosamente como gastos de parto.

Abe y Dorothy Kind no pudieron llegar a California a tiempo para presenciar la circuncisión de su nieto. Pero, si se perdieron el bris, no se perdieron el Pidyón haben. Dorothy se negó a subir en avión. Tomaron un departamento en el tren Ciudad de San Francisco. Durante tres noches y dos días, Dorothy hizo labor de punto a través de todo el país. Tres pares de botitas y un gorrito. Abe leía revistas, bebía whisky, discutía de la vida y de política con un pecoso empleado del coche cama llamado Oscar Browning y como estudioso del comportamiento humano, observaba con interés y admiración los progresos de un cabo de las Fuerzas Aéreas que, dos horas después de haber salido el tren de Nueva York, se sentó en el coche restaurante junto a una altiva rubia y al llegar a San Francisco estaba compartiendo ya su departamento.

Dorothy pareció sumirse en éxtasis al ver a su nieto.

—Parece un pequeño artista de cine —dijo.

—Tiene las orejas como Clark Gable —asintió Abe.

El abuelo tomó a su cargo la tarea de canturrear a Max después de cada toma, extendiendo cuidadosamente un paño limpio sobre el hombro y la espalda para protegerse de los posibles vómitos, y terminando invariablemente con un manchón húmedo en su manga, a la altura del codo.

—Pisherké —le decía al niño, pronunciando la palabra con cariño y encono a partes iguales.

Dorothy y él se quedaron diez días en California. Asistieron a dos servicios del viernes por la noche en el templo, sentados muy tiesos, con su nuera entre los dos, haciendo como si no existieran los asientos vacíos que había a su alrededor.

—Debería haber sido locutor de radio —dijo Abe a Leslie en voz baja, después del primer sermón.

La noche anterior a su regreso a Nueva York, Michael y su padre salieron a dar una vuelta.

—¿Vienes, Dorothy? —preguntó Abe.

—No, id vosotros. Yo me quedaré con Leslie y Max —respondió ella, llevándose una mano al pecho.

—¿Qué pasa? —preguntó el padre de Michael frunciendo el ceño—. ¿Lo mismo que antes? ¿Quieres que llame a un médico?

—No necesito un médico —respondió Dorothy—. Iros, iros.

—¿Qué es lo mismo de antes? —preguntó Michael, cuando él y su padre estuvieron en la calle—. ¿Se ha encontrado mal?

—Ah —suspiró Abe—. Ella kvtjes. Yo kvetj. Nuestros amigos kvetj. ¿Sabes lo que es? Nos estamos haciendo viejos.

—Todos nos hacemos viejos —dijo Michael—. Pero mamá y tú no sois viejos. Apuesto a que todavía levantas pesas en tu dormitorio.

—Así es —admitió Abe, golpeándose el liso vientre con la mano.

—Me ha alegrado mucho estar contigo, papá —dijo Michael—. Me da pena que te vayas. No nos vemos con la suficiente frecuencia.

—Nos veremos más a partir de ahora —dijo Abe—. Voy a vender la fábrica.

Michael se llevó una gran sorpresa.

—Vaya, eso es grande —dijo—. ¿Qué vas a hacer?

—Viajar. Disfrutar de la vida. Proporcionar a tu madre alguna satisfacción. —Abe quedó unos momentos silencioso—. Ya sabes que nuestro matrimonio fue de esos que tardan en empezar a funcionar. Nos costó mucho tiempo llegar a apreciarnos el uno al otro. —Se encogió de hombros—. Quiero que ahora disfrute. Florida en invierno. En verano, pasaremos unas semanas con vosotros. Cada par de años un viaje a Israel para ver a Ruthie, si nos dejan los malditos árabes.

—¿Quién va a comprar la fábrica?

—Dos grandes empresas me han hecho ofertas en los dos últimos años. La venderé al mejor postor.

—Me alegro por vosotros —dijo Michael—. Parece perfecto.

—Lo imaginaba —dijo Abe—. Pero no se lo digas a tu madre.

Quiero que sea una sorpresa.

Por la mañana, se suscitó una discusión sobre si Michael debía llevarles al tren.

—No me gustan las largas despedidas en la estación —dijo Dorothy—. Dame un beso aquí, como un buen hijo, y deja que tomemos un taxi como personas razonables.

Pero Michael impuso su voluntad. Les llevó a la estación, y compró revistas y cigarros para su padre y una caja de bombones para su madre.

—¡Pero si no puedo comer bombones! —objetó—. Estoy a régimen. —Le dio un pequeño empujón—. Ahora, vete a casa —dijo—. O a tu templo. Márchate.

Él la miró, y decidió que sería mejor hacer lo que le decía.

—Adiós, mamá. Adiós, papá —dijo, besándoles en la mejilla. Se alejó rápidamente.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Abe, molesto—. Podría haberse quedado con nosotros otros diez o quince minutos.

—Porque no quiero echarme a llorar en una estación —respondió ella, echándose a llorar.

Se sentía mejor cuando subieron al tren. Dorothy estuvo haciendo punto, sin hablar apenas, hasta la hora de comer. Cuando se dirigían al coche restaurante, Abe vio que Oscar Browning, el mozo pecoso, iba también en el mismo tren.

—Hola, señor Kind —dijo el mozo—. Me alegro de que vuelva con nosotros.

—¿Cuánto le diste de propina al venir? —preguntó Dorothy al llegar al coche siguiente.

—No más de lo acostumbrado.

—Entonces, ¿cómo es que te recuerda?

—Sostuvimos una larga conversación. Es un hombre inteligente.

—Seguro que sí —dijo ella.

En el restaurante, Abe pidió un filete y una botella de cerveza; Dorothy, sólo té y tostadas.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

Dorothy cerró los ojos. Tenía una línea blanca alrededor de la boca.

—No me encuentro bien. Náuseas. Es este tren. No deja de bambolearse de un lado a otro.

—Ya te dije que debíamos ir en avión —dijo Abe. La miró ansiosamente. Al poco rato, desapareció la línea blanca, y su rostro recuperó el color normal—. ¿Estás bien?

—Estoy bien.

Dorothy le dirigió una sonrisa y le dio unas palmaditas en la mano.

Llegó el camarero y dejó sobre la mesa lo que habían pedido.

Dorothy miró cómo comía Abe.

—Ahora me está entrando hambre —dijo.

—¿Quieres un filete? —preguntó Abe, aliviado—. ¿O un poco de éste?

—No —respondió ella—. Pídeme unas fresas, ¿quieres?

Abe lo hizo, y las fresas llegaron cuando él estaba terminando su solomillo.

—Cuando te veo comer fresas pienso en aquella cesta y el ovillo de cuerda —dijo él.

—¿Te acuerdas, Abe? Entonces, tú me estabas cortejando, y salíamos siempre con aquella Helen Cohen, que vivía en la casa de al lado, y su amigo… ¿Cómo se llamaba?

—Pulda. Herman Pulda.

—Eso es, Pulda. Le llamaban Herky. Después, rompieron, y él entró en la carnicería de la avenida 16 y la calle 54. Carne no permitida. Pero, todas las noches, los dos solíais traernos una bolsa de fruta, no sólo fresas, sino también cerezas, melocotones, peras, piñas, todas las noches algo diferente. Y tú silbabas, y echábamos la cesta, sujeta con la cuerda, desde la ventana del tercer piso. Oh, me daba saltos el corazón.

—La ventana de tu habitación.

—A veces la de Helen. Era una chica muy guapa. Deslumbrante.

—No podía compararse contigo. Ni siquiera hoy.

—Bueno. No tienes más que mirarme —suspiró—. Parece que fue ayer, pero mírame, el pelo completamente gris y cuatro veces abuela.

—Preciosa. —Le pellizcó la polke por debajo de la mesa—. Eres una mujer muy hermosa.

—Estáte quieto —le reconvino ella.

Pero Abe se dio cuenta de que no le molestaba, y le dio otro pellizco antes de retirar la mano.

Después de comer, conversaron un rato, hasta que ella empezó a bostezar.

—¿Sabes qué me gustaría? —dijo Dorothy—. Echar una siesta.

—Pues échate una siesta —repuso Abe.

Dorothy se quitó los zapatos y se tumbó sobre el asiento.

—Espera un momento —dijo él—. Llamaré a Oscar para que te prepare la litera.

—No hace falta —respondió ella—. Tendrás que darle una propina.

—Se la daré de todos modos —dijo él, incomodado.

Dorothy se tomó dos tabletas de Bufferin y, después de que Oscar le hubo preparado la litera, se quitó el vestido y la faja, se acostó en ropa interior y durmió hasta que sonó la última llamada para la cena, cuando él la despertó con la mayor suavidad que pudo. En el coche restaurante, Dorothy pidió pollo frito, pastel de manzana y café. Por la noche, sin embargo, se agitaba y daba vueltas, impidiéndole también dormir a él.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Abe.

—No debería comer cosas fritas. Tengo acidez —respondió ella.

Abe se levantó y le dio un Alka Seltzer. Por la mañana se encontraba mejor. Fueron muy pronto al coche restaurante y tomaron zumo de frutas y café. Luego, volvieron a su departamento. Dorothy cogió de nuevo su labor de punto. Tenía un ovillo enorme de lana azul.

—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó él.

—Ganchillo, para Max.

Abe intentó leer mientras ella hacía punto, pero no era muy aficionado a la lectura y, además, estaba cansado de leer. Al poco rato, dio una vuelta por el traqueteante tren, terminando en el salón de caballeros, donde Oscar Browning estaba amontonando toallas y contando pequeñas pastillas de jabón.

—No tardaremos mucho en llegar a Chicago, ¿verdad? —preguntó, sentándose junto al mozo.

—Unas dos horas, señor Kind.

—Yo vendía en esa ciudad hace años —dijo—. Marshal Field.

Carson, Pirie y Scott, Goldblatts. Es toda una ciudad.

—Sí, señor —dijo el mozo—. Yo vivo allí.

—¿Sí? —dijo Abe. Reflexionó unos momentos—. ¿Tiene hijos?

—Cuatro.

—Debe de ser duro estar viajando siempre.

—No es muy cómodo —convino el mozo—. Pero cuando vuelvo a casa, Chicago sigue en el mismo sitio.

—¿Por qué no se coloca en el mismo Chicago?

—Saco más en el ferrocarril de lo que podría ganar en Chicago.

Prefiero reunirme con mis cuatro chicos de vez en cuando, llevando dinero para comprarles zapatos, que verles todos los días, sin dinero para comprar zapatos. ¿No le parece?

—Me parece —dijo Abe.

Se echaron a reír.

—Debe de ver usted mucho mundo en un oficio como éste, —dijo Abe—. Hombres y mujeres de todas clases.

—A algunas personas, el viajar les produce desasosiego. Y un tren es peor que un barco. No hay muchas otras cosas que hacer.

Durante un rato, se estuvieron contando anécdotas y curiosidades de sus respectivas profesiones. Luego, Oscar acabó con las toallas y los jabones, y Abe volvió al departamento.

El ovillo de lana azul había rodado hasta la puerta al caerse del regazo de Dorothy.

—¡Dorothy! —dijo. Lo recogió y se lo llevó—. ¡Dorothy!

—Volvió a decir, sacudiéndola.

Pero se dio cuenta inmediatamente de lo que ocurría y se abalanzó sobre el timbre, llamando al mozo. Habría parecido que estaba dormida, si no fuese porque tenía los ojos abiertos. Miraban sin ver a la pared lisa y verde que tenían delante.

Oscar cruzó la abierta puerta.

—Diga, señor Kind. —Se quedó mirando un momento—. ¡Cristo bendito! —exclamó en voz baja.

Abe puso el ovillo sobre el regazo de su mujer.

—Señor Kind —dijo Oscar—. Será mejor que se siente, señor.

Cogió a Abe por el codo, pero Abe se soltó bruscamente.

—Voy a buscar un médico —dijo el mozo en tono vacilante.

Abe le oyó alejarse y, luego, se dejó caer de rodillas. A través de la alfombra que cubría el suelo, podía sentir la vibración de los raíles y las oscilaciones del tren. Cogió la mano inerte de su mujer y se la apoyó contra su húmeda mejilla.

—Voy a retirarme de los negocios, Dorothy —dijo.