En aquel primer Shabbat en su nuevo templo, comprendió, con un estremecimiento de triunfo, que Phil Golden estaba equivocado.
Su sermón había sido breve, brillante e inteligente, y había destacado en él la importancia de la identificación y la participación de todos los miembros.
Los asientos estaban ocupados en sus cuatro quintas partes y la congregación se mantuvo atenta. Después del servicio, manos amistosas estrecharon la suya y cálidas voces acariciaron sus oídos con palabras de apoyo, incluso de incipiente afecto. Tuvo casi la seguridad de que la mayoría de los miembros de su congregación volverían.
Muchos de ellos lo hicieron a la semana siguiente.
La noche del tercer viernes asistieron menos.
Cuando llevaba ya seis semanas como rabino del templo Isaías, los asientos vacíos se distinguían con toda claridad desde el Bemá. Los respaldos de los asientos eran de chapa de madera pulimentada que reflejaba las luces, semejando una multitud de burlones ojos amarillos.
Michael hacía caso omiso de ellos, centrando su atención en los fieles que ocupaban los otros asientos. Pero el número de fieles disminuía cada semana y aumentaba el número de asientos vacíos, tantos ojos de mirada fija y amarilla en los respaldos de las sillas que ya no pudo ignorarlos por más tiempo, y comprendió finalmente que Phil Golden tenía razón.
Sus enemigos.
Leslie y él se dieron cuenta de que era fácil convertirse en californianos.
Aprendieron a no circular detrás de los funiculares que subían las empinadas colinas.
Visitaban el parque de Golden Gate los domingos por la tarde, cuando el aire era de color de polen, se sentaban en el suelo, manchándose la ropa de hierba, y miraban a las parejas de enamorados que paseaban haciéndose caricias, mientras a su alrededor los niños jugaban, reían y gritaban.
El vientre de su mujer aumentaba de volumen, pero no se convertía en la cosa hinchada y horrible que había temido. Florecía como un grande y cálido capullo de carne, empujado hacia fuera por la vida que crecía en su interior. A veces, Michael retiraba por la noche las sábanas de la cama, encendía la luz de la mesilla y lo contemplaba mientras ella dormía, sonriendo en silencio y conteniendo la respiración cuando veía estremecerse súbitamente el vientre al agitarse dentro de él la criatura. Se sentía obsesionado por pensamientos de cosas terribles, de abortos fatales, hemorragias, manos en forma de garras, muñones en vez de piernas, mentes débiles, y pasaba largas e insomnes noches rogando a Dios que no les enviara nada así.
El tocólogo se llamaba Lubowitz. Era un rechoncho abuelo de mucha experiencia y sabía cuándo mostrarse cariñoso y cuándo áspero. Ordenó a Leslie un régimen de paseos y ejercicio que le daba un apetito voraz, y, luego, le impuso una dieta que la tenía hambrienta todo el tiempo.
A medida que progresaba su embarazo, Michael le hablaba lo menos posible acerca del templo, para no perturbarla. Él mismo se iba sintiendo cada vez más perturbado.
Su congregación le desconcertaba.
Podía confiarse en que la familia de Phil Golden y un puñado más de personas asistiesen regularmente a los servicios. Pero continuaba sin existir casi contacto alguno con el grueso de la gente que formaba parte de su templo.
Iba diariamente a los hospitales, en busca de judíos enfermos a los que pudiera confortar y llegar a conocer. Encontró algunos, pero rara vez eran de su congregación.
Al visitar las casas de los miembros del templo, los encontró corteses y amistosos, pero extrañamente remotos. En un apartamento de Russian Hill, por ejemplo, un matrimonio llamado Sternbane le miró con embarazo después de haberse presentado a sí mismo. Oscar Sternbane era importador de curiosidades orientales y poseía una pequeña participación en un café de la calle de Geary. Su esposa, Celia, daba lecciones de declamación. De cabellos negros y piel sonrosada, se sentía arrogantemente consciente de su tipo, con un pecho que abultaba suavemente el escotado suéter, flancos que merecían ser ceñidos por ajustados pantalones azules de Pucci y aletas de la nariz que costaban seiscientos dólares cada una.
—Estoy tratando de reorganizar la Hermandad —dijo Michael a Oscar Sternbane—. He pensado que podríamos empezar celebrando desayunos dominicales en el templo.
—Voy a serle franco, rabbi —dijo Sternbane—. Estamos muy contentos de pertenecer al templo. Nuestro hijo puede aprender hebreo todos los sábados por la mañana y todo lo referente a la Biblia. Eso está bien, eso es cultura. Pero ¡esos desayunos! Nos alegramos de vernos libres de ellos cuando llegamos aquí desde Teaneck, Nueva Jersey.
—Olviden las cosas que se comen en ellos —dijo Michael—. Tenemos gente en el Templo. ¿Conocen a los Barrons?
Oscar se encogió de hombros. Celia movió la cabeza.
—Creo que les gustarían. Y hay otros. Los Pollock. Los Abelson.
—¿Freddy y Jan Abelson?
—¡Vaya! —dijo, complacido—. ¿Conocen a los Abelson?
—Sí —repuso Celia.
—Nosotros hemos estado allí una vez, y ellos han estado aquí otra —dijo Oscar—. Son muy buenas personas, pero…, para decirle la verdad, rabbi, demasiado formales. No… —Levantó la mano y la hizo girar lentamente, como si estuviera enroscando una bombilla invisible—, no se mueven lo bastante para nosotros. ¿Comprende? Mire —dijo amablemente—, todos tenemos nuestros propios grupos de amigos, nuestros intereses y aficiones, y no giran exclusivamente en torno al templo. Pero ¿a qué hora empiezan los desayunos? Veré si puedo ir.
No fue. El domingo por la mañana sólo se presentaron ocho hombres, cuatro de ellos apellidados Golden. Solamente Phil y sus hijos volvieron a la semana siguiente.
—Quizás un baile —sugirió Leslie, cuando él le confió, por fin, sus problemas después de haberse bebido tres Martinis una noche antes de cenar.
Pasaron cinco semanas entregados a los preparativos. Dispusieron un estrado, enviaron dos correos, dedicaron la primera página del boletín del templo al acontecimiento, alquilaron una orquesta, encargaron bebidas y, la noche del baile, contemplaron con heladas sonrisas cómo once parejas arrastraban los pies por el suelo de la amplia sala del templo.
Michael continuó visitando los hospitales. Dedicaba mucho tiempo a sus sermones, como si la gente se disputara cada una de las sillas del templo.
Pero esto le dejaba mucho tiempo libre. Había una biblioteca pública a dos manzanas de distancia. Tomó una tarjeta de lector y empezó a sacar libros. Al principio, volvió a los filósofos, pero pronto le tentaron las portadas de las novelas. No tardó en intercambiar sonrisas e inclinaciones de cabeza con las empleadas de la biblioteca.
Volvió al Talmud y a la Torá. Cada mañana estudiaba una parte diferente y la repasaba con Leslie cada noche. En la quietud de las tardes, cuando el edificio del templo yacía silencioso con el peso muerto del aire inmóvil, empezó a experimentar con la teosofía mística de la Cábala, como un chiquillo que metiera el pie en unas aguas peligrosamente profundas.
Santa Margarita, la parroquia católica en que vivían los Kind, estaba construyendo una nueva iglesia. Una mañana, al pasar por delante del lugar, detuvo el coche unos minutos para contemplar la excavadora, que arrancaba trozos gigantescos de tierra y rocas del agujero de los cimientos.
Volvió al día siguiente. Y al otro. Siempre que tenía un rato libre, cogió la costumbre de acercarse a mirar a los obreros de acerados cascos. Le resultaba sedante apoyarse contra la cerca de madera y contemplar los estruendosos monolitos mecánicos y el ajetreo de los obreros. Inevitablemente, conoció al párroco de Santa Margarita, el reverendo Dominic Angelo Campanelli, un viejo sacerdote de entornados ojos y un antojo de fresas, como un signo de divinidad, en la mejilla derecha.
—El templo Isaías —dijo, cuando Michael se presentó—. Antes era San Jeremías. Yo me eduqué en esa parroquia.
—¿De veras? —dijo Michael, añadiendo diez años a su primitiva estimación de la edad del templo.
—Canté en el coro para el padre Gerald X. Minehan, que después fue nombrado obispo coadjutor en San Diego —dijo el padre Campanelli. Movió la cabeza—. San Jeremías. Grabé mis iniciales en el campanario de esa iglesia. —Su mirada se perdió en lo lejos—. Justo debajo de una vieja lámpara de gas que colgaba de una de las paredes. —Se ruborizó y pareció hacer un esfuerzo por alejar sus recuerdos—. Sí —añadió—. Me alegro de conocerle.
Y se alejó, una ensotanada figura cuyos dedos se movían incansablemente sobre las ciento cincuenta cuentas del cordón que rodeaban su cintura.
Aquella tarde, Michael volcó sobre su mesa una vieja caja de zapatos, y fue examinando una a una las llaves que había contenido hasta que encontró una en cuya etiqueta ponía «campanario».
La estrecha puerta se abrió con un satisfactorio chirrido. El interior estaba oscuro, y se veía un tramo de escalones de madera, uno de los cuales crujió alarmantemente bajo su peso. «Resultaría muy embarazoso —pensó—, que se hundiera la escalera y me rompiese una pierna… o me ocurriera algo peor. ¿Cómo se lo explicaría a su congregación?».
La escalera de madera conducía a un descansillo. Una difusa luz gris penetraba a través de los sucios cristales de las ventanas, dejando ver pequeños platillos redondos de cebo para ratas, colocados en el suelo junto a las cuatro paredes.
Una escalera de caracol de hierro ascendía hasta una trampa en el techo que se abrió ruidosamente, pero sin dificultad. Varios pájaros aleteaban a su alrededor mientras subía. Contuvo el aliento ante el hedor que allí se respiraba. Las paredes estaban cubiertas de guano. Tres nidos de ramitas incrustadas de excrementos contenían gran cantidad de pajarillos increíblemente feos. Carecían de plumas, y eran del tamaño de un puño y con picos bulbosos.
La campana colgaba todavía. Era una campana grande. La golpeó con el dedo medio, consiguiendo solamente magullarse una uña y producir una sorda vibración. Al asomarse por un lado, cuidando de no tocar la sucia barandilla, divisó a sus pies la extensión de San Francisco, que le pareció más viejo de lo que le había parecido antes. Dos de los pájaros adultos regresaron aleteando ansiosamente a la par que emitían alarmados sonidos.
—Está bien —les dijo, caminando por entre la inmundicia.
Cerró sobre él la trampa mientras descendía, resoplando en un intento de ahuyentar de su nariz el penetrante hedor.
En el descansillo del campanario, se detuvo a mirar con más detenimiento. La vieja lámpara de gas continuaba todavía en la pared. Hizo girar la pequeña llave y se sintió alarmado al oír el silbido del gas y percibir su olor.
—Habrá que hacer algo respecto a esto —murmuró, volviendo a cerrarla.
La luz era demasiado escasa para que pudiese ver si continuaban allí las iniciales del sacerdote, pero sacó unas cerillas y, después de agitar enérgicamente las manos para dispersar el gas que pudiera quedar, encendió una.
Mientras sostenía la cerilla, vio a su oscilante llama un corazón grabado en la pared. Era un corazón muy grande. En su centro, figuraban, en efecto, las iniciales D. A. C.
—Dominic Angelo Campanelli —dijo, complacido, en voz alta.
Debajo de ellas, había otro grupo de iniciales. Pero habían sido tachadas con un lápiz negro, cuyos trazos mantenían su intensidad a lo largo de los años. En vez de ellas, escrita dentro del corazón con las iniciales de Dominic Campanelli, se veía la palabra Jesús.
La cerilla le quemó los dedos, y la dejó caer con un gruñido. Se llevó las yemas de los dedos a la boca hasta que desapareció el dolor y, luego, las pasó sobre las borradas iniciales. Aún se notaban las hendiduras. La primera letra era, sin lugar a dudas, una M. Había otra letra, una C o una O, no estaba seguro.
¿Cuál había sido su nombre?
¿María? ¿Myra? ¿Margarita?
Permaneció allí, preguntándose si el joven Dominic Campanelli habría llorado mientras tachaba las iniciales.
Después, bajó de la torre de la iglesia, salió del templo y se fue a casa para mirar el vientre de su mujer, cómicamente hinchado como un globo.
En la sosegada quietud de la madrugada, Michael y el sacerdote empezaron a hablar mientras se apoyaban en la cerca de madera, dejando que el humo de sus pipas se perdiera en la bruma y contemplando cómo la gigantesca excavadora arrancaba enormes pedazos de la colina. Mantenían su conversación al margen de la religión. Los deportes constituían un tema adecuado y nada peligroso; dependían de la forma de los Seals y de los partidos del equipo contra Los Ángeles. Mientras hablaban de tanteos y de goleadores, de la gracia animal de Williams y de la galantería de DiMaggio, contemplaban cómo iba tomando forma el agujero y se construían las estructuras.
—Interesante —dijo Michael, viendo emerger el esbozo de las formas: un cuadrilátero que conducía a un círculo mucho mayor.
El padre Campanelli no hizo ninguna indicación.
—Un alejamiento de lo estereotipado —dijo.
Y su cabeza se volvió involuntariamente para mirar a la calle donde la vieja iglesia de Santa Margarita marcada por el paso del tiempo y demasiado pequeña, pero construida de rojos ladrillos en líneas hermosas y sencillas, se alzaba en su majestuosa dignidad cubierta de yedra. Levantó la mano, y empezó a acariciarse con los dedos el antojo de fresas que manchaba su aquilino rostro Michael había observado ya en él este gesto siempre que trataban temas que proyectaban ominosas sombras: los Seals en una racha de partidos perdidos; Williams mancillando su magnificencia con un dedo erguido para sus hinchas; un decadente DiMaggio dejando oscurecerse su fulgor con un amor sin esperanzas hacia Marilyn Monroe.
Un domingo, yendo en coche con Leslie por la península de Monterrey, vio, a la dorada luz de la tarde, un templo que había sido construido sobre un rocoso acantilado asomado al océano Pacifico.
El emplazamiento era magnífico. El edificio, no. Construido con roja madera de pino y cristales, parecía fruto de un matrimonio entre una barraca y un castillo de hielo.
—¿No es horrible? —preguntó a Leslie.
—Hum.
—Me pregunto cómo irá a ser esa iglesia que están construyendo en la ciudad.
Ella se encogió de hombros con aire soñoliento.
Unos momentos después, Leslie se estiró y le miró.
—Si tuvieras que solicitar a un arquitecto que te diseñara un nuevo templo, ¿qué le pedirías?
Esta vez fue él quien se encogió de hombros. Pero reflexionó largo tiempo sobre aquella cuestión.
A la mañana siguiente, después de haber estudiado el Talmud, se sentó en su despacho, tomó una taza de café y empezó a bosquejar el templo ideal.
Descubrió que era más divertido que leer, pero estaba lleno de frustraciones, como una partida de ajedrez con uno mismo. Trabajó con papel y lápiz, trazando toscos planos que desechaba al instante, estableciendo listas de cosas que había de tener en cuenta. Acudió a la biblioteca y retiró varios libros de arquitectura. Se encontraba constantemente metido en callejones sin salida que le obligaban a revisar su imagen de lo que debía ser el templo; hizo tantas revisiones que vació todo un archivador de su despacho para guardar las notas, volúmenes y los toscos dibujos que hacía una y otra vez. Ahora, llenaba fácilmente las horas vacías, pero con una especie de personal juego de salón, una versión rabínica de los solitarios.
De vez en cuando se producía alguna interrupción. Una mañana, un marinero borracho, sin afeitar y con un corte debajo de un ojo, cruzó la puerta.
—Quiero confesarme, padre —dijo, derrumbándose en una silla con los ojos cerrados.
—Lo siento.
El marinero abrió un ojo.
—No soy sacerdote.
—¿Pues dónde está?
—Esto no es una iglesia.
—Déjese de bromas. Me he confesado aquí durante la guerra.
Lo recuerdo perfectamente.
—Era una iglesia antes.
Empezó a explicarle los hechos concernientes a la transformación del edificio, pero el marinero le interrumpió.
—Está bien —dijo—. Jesucristo. —Se puso en pie y se alejó con paso vacilante—. Si esto no es una iglesia, ¿qué diablos hace usted aquí?
Michael se quedó inmóvil, mirando a la puerta por la que había salido tambaleándose el hombre a la radiante luz del sol que brillaba en el exterior.
—No es una broma —murmuró, finalmente—. No estoy muy seguro de saberlo.