29

Los premios anuales de hermandad del templo Sinaí, dos bellas placas de madera de nogal recubiertas por una lámina de plata, llegaron en el correo de Atlanta. En una reunión de la junta directiva, se instó a Michael a que escribiera sin demora el discurso del Día de Hermandad.

—Estoy un poco turbado por la epidemia nacional de judíos que dan premios de hermandad a los Goyim —dijo Michael, pensativamente—. ¿Por qué los Goyim no dan nunca premios de hermandad a los judíos? O, mejor aún, ¿por qué los judíos no dan premios de hermandad a otros judíos?

En el primer momento, los miembros de la junta parecieron desconcertados; luego, se echaron a reír.

—Usted escriba ese discurso, rabbi —dijo Schoenfeld—. Primero les damos una buena cena; después, usted les habla y yo entrego los premios.

Fijaron una fecha para la noche de un domingo, seis semanas después.

Dos días más tarde, mientras Michael se hallaba sentado en su estudio, puliendo su sermón para la semana siguiente, tuvo una visita.

Billie Joe Raye se sentó en el borde de la silla, con los pies apoyados en el suelo y el sombrero sobre los muslos. Sonrió.

—He pensado que ya era hora de que le hiciese una visita de cortesía como vecino, rabbi —dijo—. Le he traído un pequeño regalo.

Era un ejemplar del Nuevo Testamento en hebreo.

—Lo he mandado imprimir especialmente para nuestros amigos judíos —dijo Billie Joe.

—Bien —dijo Michael—. Gracias.

—El otro día me encontré con un joven amigo suyo en la calle.

Richard no sé cuántos.

—¿Kramer?

—El mismo. Me dijo que ya no iba a venir a verme más. Me dijo que usted y él tuvieron una larga conversación.

—En efecto.

—Un buen muchacho. Un muchacho excelente. Me da mucha pena. —Bajó la mirada y movió la cabeza—. Naturalmente, quisiera que comprendiese que yo no traté de obligarle a que acudiese a mis reuniones. Nunca le había visto antes de que fuera a mi carpa.

—Lo sé —dijo Michael.

—Sí. Bien sabe Dios que las personas como usted y como yo tenemos ya bastante trabajo sin necesidad de robarnos uno a otro el rebaño como dos negros disputándose unas gallinas.

Rio entre dientes, y Michael sonrió pensativamente mientras se ponía en pie para acompañarle a la puerta.

Transcurrieron tres semanas antes de que se obligara a sí mismo a pensar en los premios de hermandad. Durante los diez días siguientes, escribió tres borradores del discurso, trabajando lenta y laboriosamente. No se sintió satisfecho con ninguno de ellos y rompió los tres.

Dos días antes de la cena de la ceremonia, se sentó y escribió el discurso, rápidamente y con pocas correcciones. Era breve y conciso, pensó al releerlo. Y, con un estremecimiento de zozobra, llegó a la conclusión de que era justo.

Cuando fueron retirados los platos de postre y las tazas de café, se puso en pie y saludó a todos, a los miembros de su sinagoga, a los hombres que estaban siendo agasajados y a los eminentes gentiles sentados a la cabecera de la mesa.

—Cuando un clérigo llega a una ciudad extraña, siente preocupación por la atmósfera religiosa que va a encontrar —dijo.

—Debo confesar que yo estaba preocupado cuando llegué a Cypress.

—He aquí lo que encontré.

—Encontré una comunidad en la que las diversas Iglesias se comportan entre sí de una manera notablemente civilizada —añadió.

El juez Boswell miró a Nance Grant y sonrió, moviendo afirmativamente la cabeza.

—Encontré una comunidad —prosiguió Michael— en la que los baptistas permiten a los judíos utilizar su iglesia, y en la que los metodistas compran bonos para las obras sociales de los baptistas.

—Encontré una comunidad en la que los episcopalinos respetan a los congregacionalistas, y en la que los luteranos trabajan en armonía con los presbiterianos.

—Encontré una comunidad que reconoce el Sabbat y lo tiene en muy alta estima. Una comunidad en la que todo hombre es animado a rendir culto a Dios a su propia manera.

El juez Boswell levantó las cejas en dirección a Dave Schoenfeld e inclinó la cabeza lenta y aprobadoramente, adelantando ligeramente el labio inferior, como hacía en el tribunal mientras escuchaba el justo veredicto de un jurado.

—Encontré que, en Cypress, la hermandad fluye desde una denominación a otra, como pozos de agua dulce otorgada por Dios que están conectados entre sí por túneles fabricados por el hombre —siguió diciendo Michael.

—Pero encontré también una cosa sorprendente.

—Estos túneles excluyen de su red casi al sesenta por ciento de la población de esta comunidad.

El juez Boswell, sonriente, se había llevado a los labios un vaso de agua. Cuando volvió a dejarlo sobre la mesa, la sonrisa continuaba todavía en su rostro, como pintada sobre él. Fue desvaneciéndose lentamente, como una flor que se cierra.

—En Cypress, la hermandad es como una sustancia química selectiva que se desvanece, ¡puf!, cuando entra en contacto con una piel de color —dijo Michael.

—Esta es mi impresión del macrocosmos.

—En cuanto al microcosmos, conozco bien a mi propia congregación.

—Consideremos a las cincuenta y tres familias que forman el templo Sinaí de Cypress, Georgia.

—Tres miembros de esta congregación poseen establecimientos que se niegan a vender alimentos o bebidas a todo hombre, mujer o niño cuya piel no sea tan blanca como lo era la piel de la mujer de Moisés.

—Dos miembros de esta congregación poseen negocios que rehúsan dar cobijo y alojamiento a una persona de color.

—Varios de nuestros miembros venden artículos de mala calidad a los negros, estipulando el pago aplazado y recargando por ello el precio en una cuantía que mantiene constantemente en deuda a sus clientes.

—Uno de nuestros miembros es propietario de un periódico que identifica a cada persona por el título de señorita, señora o señor, a no ser que tenga la piel de color.

—La congregación entera patrocina una línea de autobuses que obliga a los negros a sentarse en la parte posterior o permanecer de pie mientras hay asientos vacíos en la parte delantera.

—Esta congregación vive en una ciudad en la que existe un distrito negro, la mayoría de cuyas viviendas alquiladas deberían ser derribadas y vueltas a edificar por razones de salubridad.

—Esta congregación ayuda a mantener un sistema educativo en el que los niños negros son enviados cada mañana a escuelas miserables que suponen un desafío a la supervivencia de las mentes ávidas de conocimientos.

Hizo una pausa.

—¿Qué diablos…? —dijo Sunshine Janes el sheriff.

—Nos hemos reunido hoy para otorgar a dos eminentes miembros de la comunidad unos premios de hermandad —continuó Michael—. Pero ¿Poseemos nosotros títulos suficientes para concederlos?

—El acto de otorgarlos implica que nosotros mismos nos encontramos en un estado de hermandad.

—Yo os digo con toda seriedad que no es así. Y, hasta que nosotros mismos logremos la hermandad, no creo que seamos capaces de reconocerla en los demás.

—Aplaudo la intención de lo que nos hemos propuesto hacer aquí hoy. Sin embargo, como pone de relieve el único y grandísimo peligro que amenaza a nuestras almas humanas en los días y los años futuros, me veo obligado a manifestar una solemne advertencia. Mientras no podamos mirar al negro y ver en él al Hombre, estamos marcados con el signo de Caín.

—Dostoievski dijo: «Mientras no os convirtáis real y verdaderamente en hermanos los unos para los otros, no existirá la hermandad».

Dos cosas percibió con claridad mientras abandonaba el Bemá. Una, la mirada que brillaba en los ojos del juez Boswell. La otra, el sonoro y solitario aplauso de su mujer, que formaba como un faro de sonido para guiarle hasta el hogar.

Dos noches después, Ronnie y Sally Levitt rompieron el muro de silencio que el resto de la comunidad había edificado en torno a los Kind.

—Debo admitir —dijo Ronnie Levitt— que yo estaba de acuerdo con todos los demás hasta hace unas horas. Después de todo, con mi dinero se compró y pagó esos malditos premios. Tiene usted que recordar que Cypress no es Nueva York —manifestó a Michael—. No, tampoco es Atlanta o Nueva Orleans. En esas grandes ciudades se podría, tal vez, mezclar a la gente y conservar todavía una oportunidad. Si aquí mezclamos a la gente, ya podemos ir cerrando nuestros negocios. Y no estamos dispuestos a dejar que usted nos prive de nuestro sustento.

—Me hago cargo, Ronnie —dijo Michael.

—Ahora bien, yo creo que todo esto puede arreglarse si usted actúa con habilidad. No creo que deba excusarse, como dicen algunos. Eso no haría más que empeorar las cosas. Explicaremos privadamente que es usted joven y procedente del norte y que de ahora en adelante vigilará cuidadosamente lo que dice, y tal vez acabe olvidándose el asunto.

—No, Ronnie —dijo Michael con suavidad.

Sally Levitt rompió a llorar.

Lo dejaron casi todo en la casa y sólo se llevaron consigo unas pequeñas maletas.

—Hace demasiado calor para ir conduciendo todo el camino —dijo Michael.

Habían ahorrado algo de dinero, y Leslie se mostró de acuerdo. Fueron en coche hasta Atlanta y allí cogieron el avión para Nueva York.

El rabino Sher suspiró al oír su relato.

—Nos haces muy difícil la vida a todos —dijo—. Si por lo menos estuvieses equivocado… —Le prohibió a Michael reanudar las clases—. Si no tienes cuidado, te pasarás toda la vida enseñando hebreo a los niños —añadió—. ¡Y qué horrible paz disfrutaría todo el mundo fuera de su clase!

Después de tres semanas de entrevistas, Michael fue a California para predicar un sermón como invitado. Luego, fue contratado como rabino del templo Isaías, de San Francisco.

—Allí, todos son inconformistas, y está a mil quinientos kilómetros de distancia de este despacho —dijo el rabino Sher—. Deberías quedarte allí hasta que te llegue la muerte en tu ancianidad.

Volvieron en avión a Augusta y entraron en Cypress conduciendo el Plymouth azul, exactamente once meses y dieciséis días después de haber llegado por vez primera a la ciudad.

La casa de Piedmont Road estaba tal como la habían dejado tres semanas antes.

Empaquetaron sus libros. Michael llamó a las oficinas del Railway Express y dispuso el traslado a California de la mesa y los libros. Habían comprado una alfombra y una lámpara y, después de mucha discusión, expidieron la alfombra y dejaron la lámpara.

—Voy a limpiar mi despacho del templo —dijo Michael a Leslie.

Lo primero que observó al aparcar su coche ante el templo Sinaí fueron los restos de la cruz que yacía sobre el césped. Salió del coche y la estuvo mirando largo tiempo. Luego, abrió la puerta. No había ni rastro de Joe Williams, el shamus. Michael supuso que Williams no encontraría muy agradables las faenas de limpieza después del paso del Ku Klux Klan o su equivalente. Encontró en el cobertizo un rastrillo y una azada; retiró cuidadosamente las cenizas y los chamuscados trozos de madera, cargó los despojos en una carretilla y los echó en el ya lleno cubo de basura que había en el patio trasero. Después, volvió a la parte delantera e inspeccionó lo que quedaba. Evidentemente, la parte superior de la cruz se había consumido antes de que toda la llameante estructura hubiera caído y ardido en el suelo. El resultado era una cicatriz en forma de T marcada en negro sobre el césped. Cada uno de los brazos de la T tenía tres metros y medio de longitud. Michael hundió la azada en el suelo y empezó a levantar el césped a lo largo de las líneas quemadas. Era un césped viejo, con una profunda capa de raíces entrecruzadas que cedía como una esponja antes de que pudiera cortarlo el filo de la azada. Al poco, comenzó a sudar.

Un Chevrolet verde, viejo, pero limpio y reluciente, se acercó lentamente. Tres casas más allá del templo, el conductor detuvo el coche y, luego, hizo marcha atrás. Se apeó de él un hombre muy negro que, subiéndose las mangas de su camisa azul, se apoyó en el guardabarros delantero. Era alto, delgado y con una incipiente calva. El pelo que le quedaba tenía una tonalidad gris. Contempló unos minutos a Michael en silencio y, luego, carraspeó.

—Lo malo de eso —dijo— es que los sitios que usted ha levantado tendrán que ser sembrados otra vez. Luego, quedarán con un verde más claro que el resto de la hierba. La cruz continuará ahí.

Michael se detuvo y se apoyó en la azada.

—Tiene razón —dijo, frunciendo el ceño. Miró a la T—. ¿Por qué no uno las puntas? —preguntó—. Así no quedará más que un triángulo verde.

El hombre asintió con la cabeza. Metió la mano por la ventanilla del coche, cogió las llaves del encendido, abrió la trasera del coche y sacó una azada. Se acercó al lugar donde había sido quemada la cruz y empezó a hincar la hoja en el césped. Trabajaron juntos en silencio hasta que quedó completado el triángulo. Por el rostro del negro corrían pequeñas gotas de sudor que hacían brillar oscuramente su piel. Sacó un pañuelo del bolsillo posterior del pantalón y se secó cuidadosamente la cara, el cuello, la calva, el pequeño círculo de pelo y, luego, las palmas de las manos.

—Me llamo Lester McNeil —dijo.

Michael le tendió la mano, y se dieron un firme apretón.

—Yo me llamo Michael Kind.

—Sé quién es usted.

—Gracias por su ayuda —dijo Michael—. Ha hecho usted un buen trabajo.

El hombre agitó una mano.

—No tiene nada de particular. Soy jardinero de oficio. —Bajó la vista hacia el triángulo—. Voy a decirle una cosa —agregó—. Ahora, lo único que nos hace falta es añadir tres puntas más y convertir esto en una de esas estrellas de ustedes.

—Una estrella de David, sí —dijo Michael.

Se pusieron de nuevo a trabajar, y pronto quedó terminada.

McNeil se dirigió a su coche y regresó con una caja de cartón llena de paquetes de semillas.

—Las compro a precio de coste —dijo—. No es una tierra muy buena. Muchas no prenderán, pero otras sí. ¿Qué clase de flores plantamos?

Hicieron el centro de la estrella con verbenas blancas y las seis puntas con alisos azules.

—Un poco tarde para que empiecen a brotar —dijo McNeil—. Pero supongo que saldrán perfectamente si les echa usted mucha agua.

—Yo no estaré aquí —dijo Michael.

—Algo de eso habíamos oído —dijo McNeil—. Bueno, quizá llueva mucho. —Volvió a llevar la azada y las semillas al coche—. Voy a decirle una cosa —añadió—. Me dejaré caer de vez en cuando por aquí para echarles un poco de líquido.

—Será estupendo —dijo Michael. De pronto, se sintió animado—. Tal vez estemos inaugurando una costumbre. En todo lugar donde sea quemada una cruz, brotará un macizo de flores.

—Será bueno para mi negocio —dijo McNeil—. Y, a propósito, ¿qué le parece si tomamos un trago? Cuando trabajo se me seca la garganta.

—Desde luego —asintió Michael.

En la cocina, miró en el frigorífico, pero sólo encontró media botella de naranjada que había quedado de un Bar misvá celebrado hacía seis semanas. Estaba pasada.

—Me temo que no va a haber más que agua —dijo, vertiendo la rancia naranjada por la fregadera.

—Nunca he bebido nada con burbujas, excepto una botella de cerveza todas las noches después de trabajar para desempolvar la garganta —dijo McNeil.

Dejaron correr el agua del grifo hasta que salió fresca. Luego, Michael bebió dos vasos y McNeil cuatro.

—Espere un momento —dijo Michael.

Se dirigió al Bemá, apartó la cortina de terciopelo negro que había detrás del facistol y sacó media botella de oporto.

Echó un poco en cada uno de sus vasos. Los entrechocaron y se sonrieron el uno al otro.

Lejáyim! —dijo Michael.

—No sé lo que ha dicho, pero el doble por mi parte —dijo McNeil.

Volvieron a chocar los vasos y se bebieron de un trago los tres dedos de Manischewitz puro y caliente.

Cuando llegó el momento de marcharse, Leslie fue a ver a Sally Levitt. Las dos se echaron la una en brazos de la otra y lloraron y prometieron escribirse. Ronnie no salió, ni tampoco nadie más. A Michael no se le ocurría pensar en nadie a quien quisiera realmente ver, excepto Dick Kramer, y se dirigieron a su casa al salir de la ciudad. Estaba cerrada y tenía corridas las persianas. Una nota clavada en la puerta rogaba que el correo fuese remitido a Myron Kramer, calle de Laurel, 29, Georgia.

Con Leslie al volante, pasaron por delante de la estatua, mancillada por las palomas, del general Thomas Mott Lainbridge, por el distrito negro, enfilaron la autopista, dejaron atrás la carpa de Billie Joe Raye y salieron de los límites de la ciudad.

Michael apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se durmió. Cuando despertó, habían salido ya de Georgia. Permaneció largo rato en silencio, contemplando el paisaje de Alabama que desfilaba lentamente ante sus ojos.

—No fue acertada la manera de abordar el problema —dijo, finalmente.

—Olvídalo. Ya ha pasado —le aconsejó Leslie.

—Nunca debí haberlo atacado de frente. Si hubiera tenido un poco más de tacto, podríamos habernos quedado allí y haberlo ido socavando lentamente a lo largo del tiempo.

—De nada sirve pensar en lo que podría haber sido —dijo ella—. Es asunto terminado. Tú eres un buen rabino, y estoy orgullosa de ti.

Guardaron silencio durante varios kilómetros. Luego, ella empezó a reír entre dientes.

—Me alegro de que nos hayamos marchado —dijo.

Y le contó cómo se había comportado con ella Dave Schoenfeld la noche en que había llovido tanto.

Michael golpeó el salpicadero del coche con la palma de la mano.

—No lo habría intentado con la mujer del rabino, si tú hubieras sido una muchacha judía —dijo.

—Soy una muchacha judía.

—Sabes lo que quiero decir —replicó él al cabo de un rato.

—Demasiado bien —dijo ella.

La cuestión quedó establecida entre ellos, como un pasajero no invitado y odiado, y durante casi dos horas intercambiaron sólo breves y contadas frases. Luego, después de detenerse en un surtidor de gasolina de las afueras de Anniston para que ella pudiera ir al cuarto de baño, Michael se puso al volante y, cuando estuvieron de nuevo en la carretera, le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia sí. Al poco rato, Leslie le dijo que iba a tener un hijo, durante los treinta kilómetros siguientes, de nuevo permanecieron en silencio. Pero esta vez se trataba de una clase distinta de silencio. Michael seguía enlazándola con el brazo, aunque se le había quedado dormido hacía tiempo, y Leslie apoyaba su mano izquierda, con los dedos extendidos, en el muslo de él, en una especie de ofrenda de amor.