Una despejada mañana de otoño, Dick Kramer supo por primera vez que no había escapado totalmente ileso de en medio de los pinares situados en las afueras de Athens. Él y su primo Sheldom habían estado adiestrando metódicamente a sus perros por varias pequeñas colinas. Como figuraban entre los mejores tiradores de la universidad, el comité de residencia de la fraternidad les había asignado la misión de suministrar pichones y codornices a su cocina, relevándoles de otros deberes menos atractivos para que pudiesen cazar. Los dos muchachos competían desde hacía tiempo entre sí en cuestiones cinegéticas, y ahora Dick se sentía especialmente en forma. Había contado solamente tres disparos desde el lugar en que se encontraba Sheldom, y sabía que, aunque cada disparo significase un pájaro en el zurrón de su primo, él le llevaba mucha ventaja. Era su primera salida con una Browning nueva del calibre 20. Su anterior escopeta había sido del 16, y había tenido miedo de que la menor amplitud de dispersión de sus perdigones supusiera un handicap para él; pero tenía ya un par de pichones y dos palomas en su zurrón, y, mientras se sentía confortado al pensar en esto, otra paloma remontó el vuelo con un rápido batir de alas que se recortaban borrosas, a causa del movimiento, contra el azul del cielo. Se llevó la escopeta al hombro y, en el instante preciso, oprimió el gatillo; sintió la sacudida del arma y vio cómo el pájaro detenía su ascendente vuelo y caía luego como una piedra.
Redhead recuperó la paloma. Dick cogió el pájaro, dio unas palmaditas al perro y rebuscó en su bolsillo. Su mano derecha se cerró en torno a un terrón de azúcar, pero cuando la sacó del bolsillo se encontró con que no podía abrir los dedos para darle a Red su premio.
Sheldom apareció caminando con dificultad, y con aire turbado, desde el otro lado de la colina. Su perro Bessie le seguía, jadeando y con la lengua fuera.
—¡Qué barbaridad! —exclamó—. Si esto sigue así, esos tipos van a tener que abrir un par de latas de judías. —Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa—. Sólo he cogido dos. ¿Cómo te ha ido a ti?
Dick mostró la paloma que acababa de coger del hocico de Redhead. Lo que creyó decir luego fue: «He cazado cuatro, además de esta». Pero su primo le miró sonriendo.
—¿Qué?
Lo repitió, y la sonrisa se borró lentamente del rostro de Sheldom.
—Oye, Dick. ¿Estás bien?
Dijo algo más, y Sheldom le cogió por el codo y le sacudió ligeramente.
—¿Qué te pasa, Dickie? —dijo—. Estás blanco como el papel.
Siéntate aquí mismo.
Se sentó en el suelo. Redhead se le acercó y frotó contra su cara su húmedo morro. A los pocos minutos, sus dedos se abrieron, y pudo darle al perro el terrón de azúcar. Su mano continuaba curiosamente entumecida, pero no dijo nada de ello a Sheldom.
—Creo que ahora me encuentro mejor —dijo.
Al oír el sonido de su voz, Sheldom pareció aliviado.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí.
—De todas maneras —dijo Sheldom—, será mejor que volvamos.
—Estoy muy bien —protestó Dick—. ¿Por qué hemos de irnos tan pronto?
—Dickie, hace unos minutos, cuando estabas tan pálido, ¿recuerdas lo que me estabas diciendo?
—Sí. Creo que sí. ¿Por qué?
—Porque era…, completamente ininteligible. Decías incoherencias.
Sintió una punzada de temor, que como un fastidioso insecto ahuyentó con una carcajada.
—Bueno, te estás burlando de mí, ¿verdad?
—No. En serio.
—Ahora me encuentro bien. Me comprendes, ¿verdad?
—Te has sentido bien últimamente, ¿no? —preguntó Sheldom.
—Ya lo creo. Hace ya cinco años que me operaron —respondió Dick—. Tengo tanta salud como un caballo, y tú deberías saberlo. ¿Cuándo deja una persona de ser inválida?
—Quiero que vayas a ver a un médico —dijo Sheldom.
Su primo era un año mayor y era casi un hermano para él.
—Si eso te complace, no hay inconveniente —dijo Dick—. Mira esto. —Levantó el brazo derecho. No había el menor indicio de temblor—. Nervios de plutonio —concluyó, sonriendo.
Pero el entumecimiento continuaba, observó, mientras con Sheldom y los perros cruzaba los pinos en dirección al coche.
A la mañana siguiente fue a visitar al médico y le contó lo que había sucedido.
—¿Has sentido alguna otra molestia?
Vaciló, y el viejo doctor le miró apreciativamente.
—Has perdido peso, ¿no? Ponte en la báscula —cuatro kilos y medio—. ¿No has tenido otros dolores?
—Hace un par de meses se me hinchó un tobillo. La hinchazón desapareció al cabo de unos días. Y he tenido dolor aquí —se señaló la ingle derecha.
—Sospecho que has estado retozando con las chicas —dijo el médico, y se sonrieron los dos.
No obstante, el doctor descolgó el teléfono e hizo que le admitieran en el hospital de la Universidad de Emory, en Atlanta, para observación.
—¿La tarde del partido del Alabama? —se quejó Dick.
Pero el médico se limitó a mover la cabeza.
En el hospital, el médico que le atendió observó en la hoja de inscripción que el paciente era un varón de unos veinte años, bien desarrollado, ligeramente pálido, con cierta debilidad facial y una expresión un tanto confusa. Vio, con un estremecimiento de entusiasmo, que había una interesante historia clínica. Los datos registrados mostraban que había sido practicada una laparotomía exploratoria cuando el paciente tenía quince años, la cual había dado como resultado el descubrimiento de un adenocarcinoma de la parte superior del páncreas. Se había practicado la resección del duodeno, la porción distal del conducto biliar, la cabeza del páncreas y un pequeño trozo del yeyuno.
—Te quitaron unas cuantas tripas cuando eras pequeño, ¿eh? —dijo.
Dick asintió con la cabeza y sonrió.
La mano del paciente ya no estaba entumecida. Había un signo de Babinski en el lado derecho; el examen neurológico, por otra parte, no reveló nada.
—¿Puedo salir de aquí a tiempo para ver el partido? —preguntó Dick.
El médico frunció el ceño.
—No lo sé —respondió.
Su estetoscopio reveló que un suave soplo sistólico era audible sobre la región precordial. Hizo tenderse al paciente y empezó a explorar su abdomen con inquisitivos dedos.
—¿Crees que podemos ganar al Alabama este año? —le preguntó.
—Ese Stebbins los volverá locos —repuso Dick.
Los dedos localizaron una firme masa lobulada que se palpaba en la mitad y a la izquierda de la zona situada entre el ombligo y el cartílago xifoides. Parecía hallarse sobre la aorta. A cada latido del corazón, latía también la masa, hasta que fue como si, bajo las manos del médico, estuvieran latiendo dos corazones en el cuerpo del muchacho.
—No me importaría ver ese partido —dijo el doctor.
Fueron a visitarle Sheldom, varios de los chicos de la residencia y Betty Ann Schwartz, que llevaba un ajustado suéter blanco con largos mechones de lana. Nadie más fue a verle la tarde que ella estuvo allí, así que no podía mirar a ningún otro sitio, y la vista de la muchacha casi le descompuso.
—No importa lo que le digan —dijo—, aquí no echan nada en el café.
Había esperado que la observación resbalara sobre ella, pero la muchacha le miró a los ojos y sonrió, como si lo que acababa de decir la hubiese complacido.
—Tal vez puedas resolver el problema con una enfermera —dijo.
Dick tomó nota mentalmente de que tenía que citarse con ella en cuanto le dieran de alta.
La quinta noche de su estancia en el hospital llegó su tío Myron.
—¿Por qué tenía que decirte nada Sheldom? —exclamó Dick con fastidio—. Me encuentro perfectamente.
—Esto no es una visita a un enfermo —dijo Myron—. Se trata de una reunión de negocios.
Durante largos años, Myron Kramer y su hermano Aaron habían estado al frente de sendos negocios idénticos en ciudades diferentes. Fabricaban muebles de comedor. Estando Myron en Emmetsburgh y Aaron en Cypress, disfrutaban de la independencia que supone el no estar ligados por lazos de sociedad; sin embargo, como eran hermanos, se sentían facultados para hacer economías tales como utilizar los mismos diseños de muebles y emplear un solo representante de ventas para la promoción de sus estilos en las exposiciones nacionales. Cuando, dos años atrás, Aaron falleció de trombosis coronaria, Myron se hizo cargo de la administración del negocio de su hermano, en la inteligencia de que Dick asumiría esta responsabilidad cuando se graduara en la universidad.
—¿Pasa algo malo con el negocio, tío Myron? —preguntó.
—El negocio marcha muy bien —repuso su tío—. ¿Qué de malo va a pasar?
Hablaron de fútbol, tema del que el mayor de los Kramer apenas sabía nada.
Myron Kramer buscó al médico de su sobrino antes de marcharse de Atlanta.
—Su madre murió cuando él era pequeño. Cáncer. Mi hermano murió hace un par de años —dijo—. El corazón. Así, pues, yo soy el único que queda y quiero que me diga cómo está mi sobrino.
—Me temo que hay una masa mediastina.
—Explíqueme qué quiere decir esto —dijo pacientemente Myron.
—Hay una excrecencia. En la espalda, detrás del corazón.
Myron hizo una mueca y cerró los ojos.
—¿Puede usted hacer algo?
—No sé hasta qué punto, con un tumor de este tipo —dijo cuidadosamente el doctor—. Y puede que haya otros. El cáncer desarrollado es una planta que rara vez arroja una sola semilla. Necesitamos averiguar qué otros puntos del cuerpo de su sobrino pueden estar también afectados.
—¿Se lo dirá a él? ¿Sabrán?
—No; todavía no. Esperaremos algún tiempo y le observaremos.
—¿Y si hay otras… cosas? —preguntó Myron—. ¿Cómo lo sabrán?
—Si se ha producido una metástasis —repuso el doctor—, será demasiado fácil decirlo, señor Kramer.
Al noveno día, Dick fue dado de alta del hospital. Antes de que se vistiera, el médico le dio unos frascos de complejos vitamínicos y enzimas pancreáticas.
—Esto te vigorizará —dijo. Luego añadió otro frasco de cápsulas—. Estas rosadas son Darvon. Toma una siempre que sientas dolor. Cada cuatro horas.
—No tengo ningún dolor —dijo Dick.
—Ya lo sé —contestó el médico—. Pero es conveniente tenerlas en casa, por si ocurre algo.
Había perdido seis días de clases y tenía que recuperar el tiempo desperdiciado. Durante cuatro días estudió con ahínco. Luego, su ímpetu decreció. Aquella tarde, telefoneó a Betty Ann Schwartz, pero ella tenía un compromiso.
—¿Y mañana por la noche?
—También tengo una cita, Dick. Lo siento.
—Bueno, está bien.
—Dick, no te estoy dando calabazas. Tengo unas ganas terribles de salir contigo. El viernes por la noche estoy libre. ¿Qué te parece? Podemos hacer todo lo que quieras.
—¿Todo lo que quiera?
Ella se echó a reír.
—Casi todo.
—Te he oído la primera vez. De acuerdo.
La tarde siguiente, se sentía demasiado agitado para estudiar. Aunque sabía que no podía permitirse ese lujo después de haber estado ausente toda la semana anterior, dejó de asistir a dos clases y se fue en coche al club de tiro. Allí, utilizando por primera vez su nueva escopeta en competición, derribó 48 pichones de barro de cincuenta, de pie bajo el cálido sol y abatiéndolos uno a uno, bam, bam, bam, bam, bam, hasta ganar el primer premio. Cuando volvía, sintió que le faltaba algo y se esforzó por descubrir lo que era. Luego, con una sonrisa, se dio cuenta de que era la sensación de júbilo que generalmente acompañaba a la victoria. Se sentía decaído sin saber por qué. Notaba un ligero latido en la ingle derecha.
A las dos de la madrugada, el latido se había convertido en dolor. Abrió el cajón de su mesa y sacó el frasco de las cápsulas rosadas. Se echó una en la palma de la mano y la miró.
—Al diablo —dijo.
Volvió a meterla en el frasco y guardó éste de nuevo en el cajón. Se tomó dos tabletas de aspirina, y el dolor desapareció.
Dos días después, se presentó de nuevo.
Aquella tarde salió con Redhead al bosque a cazar pájaros, pero se volvió a casa porque tenía tan entumecida la mano que no podía cargar la escopeta.
Aquella noche se tomó una cápsula.
El viernes por la mañana fue al hospital. Betty Ann Schwartz le visitó por la tarde. Pero no pudo quedarse mucho tiempo.
El viejo doctor se lo explicó con mucha suavidad.
—¿Me operará igual que antes? —dijo Dick.
—Es una situación algo distinta —repuso el doctor—. Hay una cosa nueva que ha tenido cierto éxito en algunos casos. Se trata del gas mostaza, que en otro tiempo se utilizó en la guerra. Sólo que éste mata al cáncer, no a los soldados.
—¿Cuándo quiere empezar los tratamientos?
—Enseguida.
—¿Puede esperar a mañana?
El doctor titubeó y, luego, sonrió.
—Desde luego. Tómate un día de asueto.
Dick salió del hospital antes de comer y recorrió en coche el casi centenar de kilómetros que le separaban de Athens. Se detuvo en un restaurante, pero no tenía hambre y, en vez de pedir comida, entró en la cabina telefónica y llamó a Betty Ann Schwartz a la residencia femenina. Tuvo que esperar mientras la iban a buscar al comedor. Aquella noche estaba libre, le dijo, y le encantaría salir con él.
No quería encontrarse con ninguno de sus compañeros de residencia, y tenía por delante toda la tarde. Así que se fue al cine. En Athens había tres cinematógrafos, sin contar el reservado a los negros. En dos de ellos se proyectaban películas de horror, y en el tercero, Días sin huella, que ya había visto. Sin embargo, volvió a verla, comiendo palomitas de maíz en la oscuridad, sentado en su butaca. La primera vez, había disfrutado con la película, pero, la segunda, las escenas dramáticas parecían ridículas, y despreciaba a Ray Milland por perder todo aquel tiempo buscando botellas de whisky escondidas, cuando podía haber estado con Jane Wyman y escribiendo artículos para The New Yorker.
Al terminar la película, todavía era demasiado temprano. Compró una botella de whisky, sintiéndose como Milland, y salió de la ciudad. Buscó cuidadosamente en los alrededores y encontró un lugar ideal de aparcamiento en los bosques que dominaban el río Oconee, donde permaneció largo rato. El dolor era ahora muy intenso, y se sentía débil. Eso era porque no había comido, se dijo a sí mismo, sólo aquellas malditas palomitas de maíz, y le mortificó el pensar que a veces se comportara tan neciamente.
Cuando recogió a Betty Ann, la llevó a un buen restaurante, un lugar llamado Maxés, y tomaron un par de copas cada uno y un magnífico solomillo. Después de cenar, bebieron coñac. Al salir del restaurante, él condujo el coche directamente al lugar en que había estado antes, sobre el río.
Dick sacó la botella de whisky, la abrió, y ella bebió un trago y se la devolvió a él que bebió también Dick conectó la radio, cuya música sonaba suavemente. Bebieron otro trago, y, luego, él empezó a besarla. No hubo resistencia por parte de ella. Por el contrario, le animó más, mordisqueándole suavemente en la cara y en el cuello; y él se dio cuenta, con cierta incredulidad, de que aquello era lo que finalmente iba a suceder, pero, cuando llegó el momento, no reaccionó como debería haber reaccionado, nada sucedió, y dejó, por fin, de intentarlo.
—Creo que será mejor que me lleves a casa —dijo ella, y encendió un cigarrillo.
Dick puso el motor en marcha, pero no hizo arrancar al coche.
—Necesito explicarte —dijo.
—No tienes que explicar nada —repuso ella.
—Hay algo que marcha mal en mí —dijo.
—Ya me he dado cuenta.
—No, algo realmente grave. Tengo cáncer.
La muchacha permaneció en silencio, fumando. Luego, dijo:
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Es alguna nueva clase de broma?
—Esto habría sido importante para mí. Si muero, tú podrías haber sido la única.
—¡Santo Dios! —exclamó Betty Ann en voz baja.
Dick acercó la mano a la palanca de cambios, pero ella le tocó con las yemas de dos dedos.
—¿Quieres probar otra vez?
—No creo que sirviera de nada —respondió él. Pero apagó el contacto—. Me gustaría saber realmente cómo está hecha una chica —dijo—. ¿Puedo mirarte?
Ella levantó los talones hasta el borde del asiento y se echó hacia atrás, con los ojos cerrados.
—No me toques —dijo.
Al cabo de un rato, Dick puso de nuevo el motor en marcha.
Cuando sintió que el coche empezaba a moverse, ella bajó los pies.
Mantuvo cerrados los ojos hasta que hubieron recorrido la mitad del camino y apartó el cuerpo mientras terminaba de vestirse.
—¿Quieres tomar un café? —preguntó Dick, al pasar junto a un restaurante.
—No, gracias —contestó la muchacha.
Cuando llegaron a la residencia de Betty Ann, Dick empezó a decir algo, pero ella no quiso escucharle.
—Adiós —dijo—. Buena suerte, Dick.
Abrió la portezuela del coche y salió. Él se quedó mirando cómo corría por el sendero, subía los escalones de piedra y cruzaba el amplio porche, hasta que la puerta se cerró de golpe tras ella. No quería ir a su residencia, y le parecía absurdo irse a un hotel, así que volvió al hospital.
Permaneció en el hospital los diez días siguientes.
Una bella enfermera, de cabellos castaños cortados a la italiana, le administraba todos los días una inyección intravenosa. El primer día, él bromeó con ella, contempló su hermoso cuerpo y confió en que el fracaso de la noche anterior hubiese sido un error, una alteración transitoria de tipo psicológico, algo que no fuera consecuencia de su enfermedad. Al tercer día, ni siquiera se daba cuenta de que ella estaba en la habitación. El gas mostaza le mareaba y le daba náuseas. Llegó el médico y rectificó la dosis, pero siguió sentándole mal.
Su tío Myron acudía a Atlanta tres veces a la semana. Se sentaba a su lado y se limitaba a mirarle, hablando muy poco.
Sheldom fue a verle una vez. Se quedó mirando fijamente a Dick y finalmente se marchó, murmurando que tenía que preparar los exámenes. No volvió más.
Al final del décimo día, fue dado de alta.
—Tendrás que volver al hospital dos veces a la semana, como paciente externo —dijo el viejo doctor.
—Vivirá en mi casa —dijo su tío Myron.
—No —replicó él—. Me quedaré en la universidad.
—Me temo que la universidad queda excluida —dijo el médico.
—También tu casa —le dijo a Myron—. Voy a ir a Cypress. No soy un inválido.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quién piensa que lo seas? —preguntó Myron—. ¿Por qué tienes que ser tan obstinado?
Pero el médico comprendió.
—Déjele. Estará perfectamente solo durante algún tiempo todavía —dijo el médico.
Recogió sus cosas a eso del mediodía, cuando la residencia estaba casi desierta. Ni siquiera se despidió de Sheldom. Puso sus bultos en el coche, y a Redhead encima de los bultos, colocó la escopeta sobre una manta tendida en el suelo, detrás del asiento delantero, y condujo unos momentos por los terrenos de la universidad. Las hojas empezaban a cambiar de color. En una de las residencias femeninas, las chicas habían salido con cubos y brochas para pintar su edificio y habían atraído a una multitud de chicos que gritaban y silbaban.
Salió a la autopista. A los pocos minutos, la aguja del cuentakilómetros señalaba los ciento treinta kilómetros por hora. Los neumáticos rechinaban en las curvas, y se lanzaba a toda velocidad en las rectas. Mientras, a su espalda, Redhead gemía débilmente. Él esperaba que el coche patinara en una curva y se estrellara contra un árbol, una tapia o un poste de teléfonos. Pero nada interrumpió su carrera, ni la muerte, ni siquiera un policía para multarle por exceso de velocidad, y, como un hombre que cabalgara sobre un cohete, cruzó como una centella a través de medio Estado de Georgia.
Abrió de nuevo la casa de su padre y contrató a una mujer de color para hacer la limpieza y ocuparse de la cocina; era la mujer de uno de los camioneros que transportaban los muebles. El segundo día, bajó a la fábrica. Dos de los empleados le dijeron que tenía mal aspecto, y otro se le quedó mirando. Después de aquello, se mantuvo alejado de la fábrica de muebles. A veces, paseaba por el bosque con Redhead; el perro gemía y saltaba cuando veía codornices o palomas, pero Dick no manifestaba deseos de cazar. Hubo días en que podía haberlo hecho, cuando el entumecimiento y el dolor no se dejaban sentir. Pero ya no le apetecía matar seres vivientes. Por primera vez, se le ocurrió pensar en que había estado destruyendo la vida de los pájaros que derribaba del cielo, y ya no disparaba ni siquiera a los pichones de barro.
Dos veces a la semana, hacía el largo viaje hasta Atlanta y el hospital, pero conducía lentamente, casi descuidado, sin tratar ya de apresurar nada.
Empezaba a hacer frío. Desaparecieron los grillotalpas que había en los campos situados detrás de la casa. ¿Habían desaparecido realmente, se preguntaba, o se recluían en alguna madriguera oculta para revivir de nuevo en la primavera?
Empezó a pensar en Dios.
Empezó a leer. Leía durante toda la noche, cuando no podía dormir, y durante casi todo el día, acabando por quedarse dormido sobre el libro al caer la tarde. Leyó en el News de Cypress que se iba a celebrar un servicio religioso judío, y asistió a él. Cuando empezaron a celebrarse servicios regularmente todos los viernes, Dick se convirtió en uno de los asistentes habituales. Sabía que la mayoría de la gente estaba enterada de que había vuelto de la universidad porque estaba enfermo. Todo el mundo le demostraba gran deferencia, y las mujeres flirteaban con él y le trataban maternalmente, asediándole con ofertas de refrescos en el Oneg Shabbat.
Pero no encontraba respuestas en los servicios. Quizá si tuviesen un dirigente religioso, pensó, un rabino que pudiera ayudarle a descubrir algunas de las respuestas… Por lo menos, un rabino podría decirle qué podía él, como judío, esperar de la muerte.
Pero, cuando el rabino llegó a Cypress, Dick vio que Michael Kind era joven y no parecía muy seguro de sí mismo. Aunque asistía puntualmente a todos los servicios celebrados en el templo, sabía que no podía esperar de un hombre tan común la clase de milagro que necesitaba.
Un domingo, sentado ante el aparato de televisión mientras esperaba a que comenzase el programa deportivo, Dick vio los diez últimos minutos de la función de Billie Joe Raye, transmitida en diferido. Vio a continuación a unos pescadores del lago Michigan cogiendo salmones a través del hielo y, luego, a bronceados hombres y doradas muchachas practicando el surf en Catalina, y se obligó a sí mismo a no pensar en el programa religioso anterior. Pero, el domingo siguiente, sin pensar reflexivamente en ello, se afeitó y se vistió cuidadosamente y, en vez de quedarse viendo la televisión, se introdujo con su coche en la hilera de vehículos que se dirigía hacia la carpa del curandero.
Permaneció sentado e inmóvil cuando Billie Joe preguntó por los que se habían hecho adeptos de Jesús, pero aceptó firmar una tarjeta solicitando una entrevista personal con el curandero. Mientras, de pie en la cola, avanzaba lentamente hacia el escenario, observó a la gente que bajaba de la plataforma. Un hombre y, luego, una mujer arrojaron sus muletas en medio de una cacofonía de gritos triunfales, la mujer bailando realmente a lo largo del pasillo. Otros subían los escalones, lisiados, consumidos o delirantes, y no se advertía en ellos ningún cambio cuando bajaban los siete peldaños de madera situados al otro extremo de la plataforma. Una mujer dio dos vacilantes pasos y, luego, con los ojos brillantes, arrojó sus muletas, lanzando un grito. Dos minutos después, con el rostro contorsionado por el dolor, se arrastraba hacia el lugar en que habían caído las muletas. Pero no era ella, ni ninguno de los demás fracasos, lo que retenía la mente de Dick. Había visto el milagro de las manos de Billie Joe, y allí había nuevas pruebas.
Justamente delante de Dick, estaba una niña de diez años. Era sorda, y, después de haber rezado sobre ella, Billie Joe la volvió de cara a la multitud de modo que no pudiese ver los labios del curandero.
—Di «Te amo, Señor» —dijo a su espalda.
—Te amo, Señor —dijo la niña.
Billie Joe le cogió la cabeza con las dos manos.
—Ved lo que ha hecho Dios —dijo solemnemente a la multitud que aplaudía.
Ahora le tocaba el turno a Dick.
—¿Qué te pasa, hijo? —preguntó el curandero.
Dick sintió el objetivo de la cámara fijo sobre su rostro como un ojo acusador, y vio la pequeña manivela que giraba sin cesar con ligero zumbido.
—Cáncer.
—Arrodíllate, hijo.
Vio los zapatos del hombre, de piel de cerdo color oscuro, los calcetines de seda, estirados como sólo las ligas pueden conseguirlo, y los dobladillos del pantalón, que parecía hecho a medida. Luego, la enorme mano del hombre le cubrió la cara y los ojos. Las puntas de los dedos se hincaron en sus pómulos y en su cuero cabelludo, y la palma de la mano, que olía al sudor de otras caras de tal modo que Dick sintió una ligera náusea, le oprimió la nariz y la boca, haciéndole echar hacia atrás la cabeza.
—Señor —exclamó Billie Joe, apretando los ojos—, este hombre está siendo devorado por los demonios de la corrupción. Célula a célula, le están devorando.
—Señor, muestra a este hombre que le amas. Salva su vida para que pueda ayudarme a realizar tu obra. Detén dentro de su cuerpo el progreso de la impura corrupción. Elimina la enfermedad con una oleada de tu amor e impide nuevos daños causados por el cáncer, el tumor u otra diabólica podredumbre.
—Señor…
Los dedos grandes, como salchichas y llenos de fuerza, se convirtieron en una dolorosa garra sobre el rostro de Dick.
—¡Cúrale! —ordenó Billie Joe.
Extrañamente, aquella noche, ni durante el día siguiente, no sintió ningún dolor. Esto solía ocurrir a veces, y no se atrevió a albergar esperanzas hasta que pasó otro día y otra noche, y, luego, dos días más, unas vacaciones del sufrimiento.
Aquella semana, fue a Atlanta dos veces y se dirigió al hospital, donde dejó que un médico le insertara una cánula en las venas y esperó, mientras el gas mostaza goteaba en su corriente sanguínea. El domingo siguiente, volvió a la carpa y vio de nuevo a Billie Joe. Aquel martes no fue al hospital, ni tampoco el jueves. No recibió gas mostaza, pero el dolor continuaba ausente, y de nuevo empezó a sentirse fuerte. Rezaba mucho. Echado delante del fuego, rascándole a Redhead entre las orejas, prometió a Dios que, si le salvaba, se haría discípulo de Billie Joe Raye; y pasaba largas horas imaginándose a sí mismo dirigiendo reuniones de oración con la ayuda del Trompetero de Dios y de una muchacha. La cara de la muchacha cambiaba de un sueño a otro, y también el color de sus cabellos. Pero siempre era bien formada y hermosa, una muchacha a la que Billie Joe había salvado también y con la que Dick experimentaría la alegría de vivir para Dios.
Aquel domingo, después de la función, Dick se dirigió a uno de los ujieres.
—Quiero hacer algo para ayudar —dijo—. Efectuar una aportación, quizá.
El hombre le condujo a un pequeño despacho situado detrás del tabique divisorio. Era el tercero de la cola, y, cuando le llegó su turno, un hombrecillo rollizo, de rostro amable, le indicó dónde debía firmar para convertirse en «Amigo de la Salud por la Fe» y comprometerse a pagar seiscientos dólares durante los doce meses siguientes.
El martes siguiente, el médico telefoneó varias veces, comunicando a su tío Myron que Dick había interrumpido su tratamiento. Myron fue a la casa y hubo una escena entre los dos. Dick no quedó afectado por el incidente, diciéndose a sí mismo que, después de todo, era él quien estaba siendo salvado.
El sábado por la tarde, se desmayó. Al recuperar el conocimiento, apareció otra vez el dolor, más intenso que antes.
El domingo, había aumentado. Dentro de su pecho había algo que parecía empujar hacia el exterior, contra sus pulmones tal vez, haciéndole difícil la respiración. Se sentía débil.
Acudió a la reunión de la carpa, se sentó en la dura silla plegable de madera y rezó.
Al levantarse para aguardar su turno con el fin de entrevistarse con Billie Joe, se dio cuenta de que en la fila de atrás estaba sentado el rabino.
Al diablo con él, pensó. Pero, aun antes de acabar de pensarlo, estaba corriendo fuera de la carpa a través de la amplia zona de aparcamiento, con los codos torpemente levantados por el dolor que sentía bajo las costillas y notando una gran pesadez en las piernas, que apenas podía levantar. Se daba cuenta de que no había realmente ningún sitio al que correr.
Cuando Michael llegó a la casa del muchacho, no había nadie en ella. Era una buena casa, anticuada, pero sólidamente construida. No estaba descuidada, pero parecía incompleta; era la clase de casa que debía haber sido ocupada por una gran familia.
Se sentó en los escalones que había en la puerta. Al poco rato, un setter irlandés que andaba como un león huraño dio la vuelta a la esquina y se acercó a unos pasos de él.
—Hola —dijo Michael.
El perro le miró sin moverse. Luego, aparentemente satisfecho, se aproximó más y se echó en uno de los escalones, apoyando su hocico pardo rojizo sobre la rodilla de Michael. Estaban así, rascando el rabino las orejas del perro, cuando llego el coche azul.
Durante unos momentos, Dick Kramer permaneció dentro del automóvil, mirándoles. Luego, salió y, cruzando el césped, se dirigió al porche.
—Esto le encantaba al chucho —dijo.
Saco del bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta. Sin esperar la invitación a hacerlo, el rabino y el perro le siguieron al interior.
El cuarto de estar era amplio y confortablemente amueblado más parecido a un cuarto de portero que a una salita de estar, con astas de ciervo sobre la gran chimenea de piedra y una vitrina de cristal en la que se veían varias escopetas.
—¿Una copa? —preguntó Dick.
—Si bebes tú también —dijo Michael.
—Oh, beberé. Dicen que un trago de vez en cuando es bueno para mis nervios. Tengo whisky. ¿Un poco de agua?
—Excelente.
Bebieron el licor y permanecieron sentados con los vasos vacíos en las manos. Luego Dick volvió a llenarlos.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Michael.
—Si quisiera hablar de ello, habría ido a verle, maldita sea. ¿No se le había ocurrido?
—Se me pasó por la imaginación —repuso, levantándose—. En ese caso, me voy. Gracias por la copa.
La voz del muchacho le detuvo en la puerta.
—Lo siento, rabbi. No se marche.
Volvió y se sentó. El perro se acurrucó a los pies de su amo y gimió suavemente. Michael cogió su vaso y bebió un largo trago. Al poco rato, Dick empezó a hablar.
Cuando terminó, hubo otro breve silencio.
—¿Por qué no acudiste a mí? —preguntó Michael, con humildad.
—Usted no tenía nada que ofrecerme —repuso Dick—. No lo que yo estaba buscando. Billie Joe, sí. Durante algún tiempo pareció como si lo hubiera conseguido. De haber sido cierto, no hay nada que yo no hubiese hecho por él.
—Creo que deberías volver a tu médico —dijo Michael—. Eso es lo primero.
—¿Pero no cree que deba volver a Billie Joe Raye?
—Eso es algo que sólo tú puedes decidir —respondió Michael.
Dick Kramer sonrió.
—Creo que si realmente hubiera podido creer, tal vez lo hubiera hecho. Pero mi escepticismo judío me mantenía apartado de él.
—No censures tu judaísmo. La medicina religiosa es un viejo concepto judío. Cristo fue miembro de los esenios, un grupo de santos hombres judíos que se consagraron a la tarea de curar. Y hace solamente unos años, los judíos enfermos de Europa y Asia recorrían largas distancias y soportaban grandes penalidades para ser tocados por las manos de rabinos que se suponía tenían grandes poderes curativos.
Kramer cogió la mano derecha de Michael, que sostenía el vaso. La levantó y miró los dedos encorvados en torno al cristal.
—Tóqueme —dijo.
Pero Michael movió la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Yo no puedo ayudarte de esa manera.
No tengo línea directa con Dios.
El muchacho sonrió y apartó de un empujón la mano del rabino. El licor se derramó por el borde del vaso.
—¿De qué manera puede ayudarme? —preguntó.
—Trata de no tener miedo —dijo Michael.
—Es algo más que tener miedo. Tengo miedo, lo reconozco.
Pero es saber todas las cosas que nunca haré. Nunca he poseído a una mujer. Nunca he ido a lugares lejanos. Nunca he hecho nada que deje en el mundo una huella de mi paso, nada que lo convierta en un lugar mejor de lo que era antes de llegar yo aquí.
Michael hizo un esfuerzo por pensar, lamentando haber bebido aquel licor.
—¿Has sentido alguna vez amor hacia alguien?
—Desde luego —murmuró Dick.
—Entonces, has incrementado el valor del mundo. Inconmensurablemente. En cuanto a la aventura, si lo que temes es verdad, pronto tendrás la mayor aventura que le es posible al hombre.
Dick cerró los ojos.
Michael pensó en su aniversario y en Leslie, que le estaba esperando, pero algo le retuvo en su silla. Se dio cuenta de que estaba contemplando los rifles de la vitrina y una escopeta apoyada contra una esquina de la chimenea, de cuyo cañón emergía un trapo manchado de grasa. Estaba recordando una noche en Miami Beach, y al hombre que empuñaba una pistola alemana. Cuando levantó la mirada, Dick tenía los ojos abiertos y estaba sonriendo.
—No lo haré —dijo.
—Estoy seguro de ello —replicó Michael.
—Déjeme que le cuente una cosa —dijo Dick—. Hace dos años, yo tenía que salir a las marismas con un grupo de compañeros, que tenían allí un campamento de caza, para la apertura de la temporada del ciervo. Cuando llegó el momento, cogí un resfriado y les dije que no se preocuparan de mí. Pero, el día de la apertura, me entró el prurito de la caza y me levanté temprano, cogí el rifle y me adentré en los bosques, a no más de medio kilómetro de donde estamos sentados. Y, no me había separado de la carretera más de tres pasos, cuando vi un gamo y le descerrajé un tiro que le derribó. Cuando llegué a su lado, aún estaba vivo, así que saqué mi cuchillo de monte y le abrí la garganta. Pero continuaba con vida. Me miraba con sus grandes ojos oscuros, con la boca abierta y emitiendo sonidos que recordaban el balido de una oveja. Finalmente, apoyé el cañón del rifle en su cabeza y disparé. Pero, aún no estaba muerto, y yo no sabía qué otra cosa hacer. Le había herido muy cerca del corazón, le había disparado en la cabeza y le había cortado la garganta. No podía abrirle el vientre y despellejarle mientras todavía estuviera vivo. Y, mientras estaba allí tratando de decidirme a hacer algo, se incorporó y desapareció entre los árboles. Empezó a llover, y tardé dos horas en encontrarle en el lugar en que finalmente había caído muerto. Estuve a punto de coger una pulmonía.
—He pensado mucho en aquel viejo gamo —dijo.
Michael esperó hasta que llegó la mujer negra para preparar la cena del muchacho. Luego, se marchó, dejándole solo con el perro delante de la fría chimenea, bebiendo whisky.
Fuera, el aire era cortante y estaba lleno de un aroma dulzón. Se dirigió lentamente a casa, rezando y, al mismo tiempo, observando las sombras, las formas geométricas y las variaciones de color y tonalidad. En la casa, Leslie estaba de pie ante el fogón. Él se acercó y la rodeó con sus brazos, cogiéndole un pecho con cada mano y hundiendo el rostro en sus cabellos. Ella no opuso resistencia; luego, se volvió para besarle. Michael apagó el quemador del puchero y la empujó en dirección al dormitorio.
—¡Qué tonto eres! —rio ella—. La cena.
Pero él continuó empujándola hacia la cama.
—Por lo menos, déjame… —dijo ella, mirando hacia la mesa en donde guardaba el diafragma.
—Esta noche, no.
El pensamiento la excitó y dejó de forcejear.
—Vamos a tener un hijo —dijo, con los ojos relucientes a la débil luz que llegaba desde la cocina.
—Un rey de los judíos —dijo él, acariciándola—. Un Salomón.
Un Saul. Un David.
Ella se levantó para unirse a él, y, mientras Michael la besaba, estaba hablando.
—Un David no —pareció que dijo.