La congregación quería una escuela de hebreo cuyas clases se limitasen a los domingos por la mañana. Cuando Michael insistió en que las clases se celebraran también los lunes y los miércoles, después de las sesiones de la escuela pública, se opusieron débilmente y acabaron transigiendo. Fue la única fricción, y la victoria, aunque pequeña, le hizo sentirse seguro de sí mismo.
Comenzó a desarrollarse la vida social de los Kind. Las noches de Michael eran muy atareadas, y nunca sabía lo que habían de depararle, y trataron de limitarse. Se hicieron socios de tres clubes de bridge, y Leslie empezó a jugar a la canasta con Sally Levitt y otras seis mujeres los miércoles por la noche, en que Michael dirigía en el templo un cursillo sobre judaísmo.
Una noche, en un cóctel ofrecido por los Larry Wolfson en honor de su hermana y cuñado de Chicago, le preguntaron a Leslie a qué se dedicaba antes de casarse, y ella mencionó su empleo en la revista.
—Podríamos tener una buena colaboradora en el News —dijo Dave Schoenfeld, cogiendo hábilmente al paso una copa de la bandeja que llevaba un camarero—. No podemos pagar precios como los de Nueva York, naturalmente, pero me agradaría que lo intentara.
—Ya tiene usted una chica —dijo ella—. ¿Cuáles son sus temas tabúes?
—Puede escribir acerca de cualquier cosa, excepto sobre los embarazos precoces y los negros de las Naciones Unidas.
—Eso es demasiado restrictivo para mí —repuso ella.
—Venga al despacho mañana por la mañana —dijo él, alejándose—. Le prepararemos su primer trabajo.
Aquella noche, mientras Michael y Leslie se disponían a acostarse, ella le habló del asunto.
—Suena bien —dijo Michael—. ¿Aceptarás?
—Supongo que sí —repuso Leslie—. Pero no sé si tendré éxito. Son enormemente quisquillosos en lo que se refiere al color de la piel. El miércoles pasado, durante la partida de bridge, las chicas se pasaron media hora contándose una a otra lo imposibles que se habían vuelto los Schwartzen, después de la guerra. Y no se molestaron en bajar la voz a pesar de que la criada de Lena Millman estuviera trabajando en la habitación de al lado. La pobre chica prosiguió su tarea con cara completamente inexpresiva, como si estuviesen hablando en indostaní.
—O en Yiddish —suspiró Michael—. La verdad es que algunos de nuestros miembros observan actitudes muy elogiables respecto a la cuestión racial.
—En privado. Muy en privado. Se sienten tan intimidados que tienen miedo a hablar de ello, a menos que estén cerradas todas las ventanas. Querido, ¿no tendrás, tarde o temprano, que enfrentarte con esto desde el púlpito? —dijo ella.
—Más adelante —respondió Michael, cerrando tras de sí la puerta del cuarto de baño.
Había admitido ya su derrota en el campo de las relaciones interraciales.
El shamus, o portero, del templo Sinaí, que en Brooklyn habría sido un piadoso y viejo judío que utilizaría el empleo como excusa para dedicarse a una vida de estudio y oración, era un rollizo negro llamado Joe Williams.
Michael observó desde el principio que el cubo de la basura no era vaciado nunca, que las piezas de metal no brillaban nunca, que los suelos permanecían sin limpiar y sin encerar, a menos que él insistiese repetidamente en que se hiciera. Williams también era poco dado a hacer otras cosas, como lo demostraba el acre olor que exhalaba su cuerpo y que hacía juego con las manchas de blanquecinos bordes que aparecían en los dos sobacos de su camisa.
—Deberíamos despedirle y coger a otra persona —insistió Michael a Saul Abelson, presidente del comité de conservación.
Abelson sonrió con tolerancia.
—Todos son iguales, rabbi —dijo—. El siguiente sería tan malo como éste. Siempre hay que estar encima de ellos.
—¿Pretende decirme que no veo todos los días negros limpios, cuidadosos y esmerados en esta ciudad? ¿Por qué no intentamos contratar a alguien así?
—Aún no comprende —dijo pacientemente Abelson—. Si Joe se ha mostrado perezoso, tendré que hablar con él.
Un día, irritado porque los objetos de plata destinados al culto no habían sido abrillantados, Michael invadió los dominios del shamus.
El sótano era sombrío y olía a humedad y a periódicos mohosos. Encontró a Joe Williams durmiendo borracho sobre un mugriento catre del Ejército. Le sacudió; el hombre murmuró algo y se humedeció los labios con la lengua, pero no se despertó. A su lado, en el suelo, había un cuaderno de notas y un trozo de lápiz. Michael lo recogió.
Leyó solamente la única línea garrapateada en la primera página.
El negro tiene dos metros de estatura. Él mundo es como una habitación con el techo a una altura de metro y medio.
Dejó el cuaderno donde lo había encontrado y no volvió a molestar más a Joe Williams.
En vez de ello, todos los viernes por la tarde se encerraba durante media hora en su estudio. Extendiendo varios periódicos sobre la mesa, utilizaba un trapo y el sistema internacional de pulimento para dejar resplandeciente el cáliz de plata del Shabbat que había de usar en el servicio de la noche. Y, a veces, mientras frotaba y sentía dentera al metérsele entre las uñas la arenilla, oía algún ruido o una esporádica maldición, proveniente de los dominios del shamus y que indicaban que Joe Williams continuaba vivo.
Leslie escribía un artículo para cada edición del News. Eran artículos ligeros, humorísticos o históricos, enfocados siempre desde un ángulo de interés humano. Recibía por cada uno de ellos siete dólares y cincuenta centavos y un ejemplar que su marido miraba con cierto temor.
Sus vidas se desarrollaban en medio de una rutina que ambos encontraban agradable. Los días iban cayendo del mismo predecible modo que los patos de metal en una galería de tiro. Ambos sentían la impresión de que siempre habían estado casados el uno con el otro. Ella empezó a hacerle un grueso jersey de punto, como regalo de su primer aniversario de boda, que él no tardó en descubrir escondido en el armario trastero, del cual procuró en lo sucesivo mantenerse alejado.
Al sucederse las estaciones, las hojas fueron adquiriendo nuevos colores, no los brillantes de los árboles que se extendían a lo largo del Hudson y el Charles, sino desvalidos marrones y anémicos amarillos. Luego, en vez de las nieves de inviernos anteriores, llegaron las lluvias, la clase de lluvias a que estaban acostumbrados.
Un día, al caer la tarde, Leslie se vio sorprendida por un súbito aguacero cuando se dirigía, por delante de la estatua del general, hacia las oficinas del News. Echó a correr hasta que cruzó la puerta y se detuvo en el interior, chorreando agua y jadeando. La pequeña sala editorial estaba desierta, a excepción de Dave Schoenfeld, que estaba apagando las luces y se disponía a marcharse a casa, como había hecho ya el resto del personal.
—¿No ha aprendido a nadar? —pregunto, sonriendo.
Leslie se sentó a una mesa, ladeando la cabeza y sacudiéndose el agua del pelo.
—El océano Atlántico entero acaba de caer del cielo en trocitos no mayores que monedas de cinco centavos —dijo.
—Es una noticia, pero la edición está cerrada ya —contestó Schoenfeld—. Tendremos que hablar de ello el jueves.
Leslie se quitó el empapado abrigo y sacó su artículo del bolsillo. Varias de las páginas se habían mojado. Ella las alisó sobre un archivador y empezó a hacer una copia. El artículo trataba de un hombre que había sido guardafrenos de la Atlantic Coast Line durante treinta años. Al retirarse —le había confiado a ella—, había estado tres meses borracho en un vagón de mercancías situado en un apartadero de las afueras de Macon, bajo los cuidados y protección de sus anteriores colegas. «No publique eso, por favor —había dicho con gran dignidad—; diga sólo que pasé el tiempo recorriendo mi pasado ferroviario». Y Leslie se lo había prometido, pese a experimentar la vaga sensación de que estaba infringiendo un código periodístico. Recuperado ya el estado de sobriedad, el hombre había cogido un día un trozo de madera de pino y una navaja y, por puro aburrimiento, había empezado a tallar. Ahora, sus águilas americanas se vendían a la misma velocidad con que podía tallarlas, y a sus setenta y ocho años todavía estaba constituyendo depósitos bancarios.
Era un buen tema, y pensó que podría tratar de vendérselo a la Associated Press o a la North American Newspaper Alliance y sorprender a Michael con el cheque. Lo copiaba cuidadosamente, emitiendo un leve gemido cada vez que la punta del lápiz se hundía en un lugar húmedo del papel.
Dave Schoenfeld se acercó a ella y estuvo unos minutos leyendo por encima de su hombro.
—Parece un tema muy bonito —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Ha estado muy ocupado el rabino estas noches?
Leslie asintió de nuevo, sin dejar de leer.
—Debe de sentirse muy sola.
Ella se encogió de hombros.
—Tengo tiempo para escribir estos artículos.
—Hay una errata en el penúltimo párrafo —dijo él, señalándosela con el dedo.
Ella asintió e hizo la corrección. Estaba tan absorta copiando el artículo que tardó unos momentos en darse cuenta de que lo que sentía era el contacto de la mano de Schoenfeld. Cuando, por fin, estuvo dispuesta a admitir este un tanto asombroso hecho, él se había inclinado ya sobre ella, aplicando su boca contra la de Leslie. Ella permaneció completamente inmóvil, con los labios cerrados y las manos, en las que sostenía todavía el lápiz y una hoja de papel, colgando inertes a los costados, hasta que él retiró su boca.
—No se asuste —dijo Schoenfeld.
Leslie recogió cuidadosamente las páginas del artículo y se dirigió al lugar en que estaba su abrigo, sobre el mostrador de la sección de publicidad. Se lo puso y guardó el artículo en el bolsillo.
—¿Cuándo puedo verla? —preguntó él.
Leslie se limitó a mirarle fríamente.
—Cambiará de opinión —dijo él—. Tengo varias cosas que enseñarle, y pensará en ellas.
Leslie dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Yo no diría nada a nadie —dijo el hombre—. Puedo destrozar a su pequeño párroco Yiddish de una forma que jamás podría imaginar.
Una vez fuera, Leslie caminó muy despacio bajo la lluvia. No creía estar llorando, pero su rostro quedó de pronto tan mojado que no podía estar segura de ello. Deseó haber dejado el artículo. Pensó en el pobre viejo de la navaja y los trozos de madera esperando ver en el periódico su nombre y su fotografía.
Su aniversario cayó en domingo. Tuvieron que levantarse temprano, porque Michael daba una clase en el templo a las nueve. Durante el desayuno, intercambiaron sus regalos. Él se puso su jersey y ella se sintió muy contenta con los pendientes que él la había comprado hacía varios meses.
Después de comer, Michael cogió un rastrillo y se puso a trabajar en el jardín, sacando un cubo tras otro de hojas secas. Había terminado con un macizo y se hallaba ocupado en otro, cuando empezó el desfile de coches.
Esta vez se hallaba en un lugar adecuado de observación y tenía tiempo de sobra. Se olvidó del jardín y se sentó a observar a los coches.
Los enfermos estaban generalmente sentados en el asiento posterior.
Muchos de ellos llevaban muletas. Algunos coches llevaban sillas de ruedas sujetas en la baca o sobresaliendo del portamaletas.
De vez en cuando, pasaba una ambulancia alquilada.
Por fin, no pudo aguantar más. Dejó caer el rastrillo y entró en la casa.
—Ojalá tuviéramos un aparato de televisión —dijo a Leslie—. Me gustaría ver qué tiene ese individuo para atraer a tanta gente todos los domingos.
—Está a menos de cuatro kilómetros —dijo ella—. ¿Por qué no te das una vuelta hasta su carpa?
—¿En nuestro primer aniversario?
—Oh, no importa —respondió Leslie—. Será sólo para una o dos horas.
—Creo que iré —dijo Michael.
No tenía ni idea de dónde se celebraba la reunión, pero no era difícil encontrar el lugar. Esperó a que se produjera el primer claro en la hilera de vehículos y, luego, salió con su coche. La hilera serpenteaba por la sinuosa carretera, pasaba por delante de la estatua del general, salía al otro extremo de la ciudad, atravesaba un distrito negro de destartaladas casas y cabañas sin pintar y confluía en la autopista del Estado. En ella se unía a otra serpiente motorizada que llegaba de la dirección opuesta. Michael observó que la nueva hilera contenía, además de coches de Georgia, unos cuantos vehículos con matrículas de Carolina del Norte y Carolina del Sur.
Mucho antes de que se divisara la gran carpa, los coches empezaron a salirse de la carretera y, dando tumbos por los campos, aparcaban siguiendo las instrucciones de jóvenes negros y muchachos campesinos con sombreros de paja, que cogían el dinero y daban el cambio, de pie junto a unos letreros cuyos precios eran mayores cuanto más próximos estaban a la carpa.
APARCAMIENTO, 50 centavos.
APARQUE SU COCHE, 75 centavos.
APARQUE aquí, 1 dólar.
Varios de los coches, entre ellos el de Michael, continuaron por la autopista hasta llegar a una gran zona de aparcamiento que había sido terraplenada en torno a la iglesia de lona. La zona de aparcamiento estaba separada de la autopista por unas cuerdas. Se entraba a través de una estrecha abertura por la que justamente cabía un coche, guardada por un hombre calvo que vestía pantalones negros brillantes, camisa blanca y corbata negra de algodón.
—Dios le bendiga, hermano —dijo a Michael.
—Buenas tardes.
—Son dos dólares y cincuenta centavos.
—¿Dos cincuenta? ¿Por aparcar?
El hombre sonrió.
—Procuramos mantener reservada esta zona para los cojos y los lisiados —dijo—. Para lograrlo, nuestro método consiste en cobrar dos dólares y cincuenta centavos por coche. El dinero se destina al Fondo de Predicadores Fundamentalistas para fomentar la obra del Señor. Si prefiere usted no pagarlo, puede volver y aparcar en uno de los campos.
Michael miró hacia atrás por encima del hombro. A la espalda del rabino la carretera estaba completamente bloqueada.
—Insisto —dijo.
Sacó el dinero que llevaba en el bolsillo y separó dos billetes de un dólar y una moneda de cincuenta centavos.
—Dios le bendiga —dijo el hombre, sin dejar de sonreír.
Michael aparcó su coche y echó a andar en dirección a la carpa. Delante de él, un chiquillo delgado y de carnoso rostro se apoyo contra el guardabarros de un coche, emitiendo gorgoteantes sonidos.
—Oye, Ralphie Johnson, quítate de ahí —dijo una mujer de edad madura, acercándose al muchacho—. Hemos recorrido todo el camino hasta aquí, y ahora que tenemos a ese predicador a un paso te pones a hacer el mono. Sigue adelante, ¿me oyes?
El chico se echó a llorar.
—No puedo —murmuró.
Tenía los labios azulados, como si hubiera estado demasiado tiempo metido en el agua.
Michael se detuvo.
—¿Puedo ayudarle?
—Si quisiera llevarle… —dijo la mujer en tono vacilante.
El muchacho cerró los ojos cuando Michael le levantó. Dentro, la carpa estaba ya llena de gente. Michael dejó su carga sobre una de las sillas plegables de madera.
—Dale las gracias a este caballero tan amable, Ralphie —dijo con tono animado la mujer.
Los azulados labios no se movieron. Los ojos continuaron cerrados.
Michael hizo una inclinación de cabeza a la mujer y se alejó.
Las primeras filas estaban todas ocupadas. Se dirigió a una fila vacía del tercio posterior del recinto y se sentó en una silla del centro. A los tres minutos, estaba sentada una mujer gruesa cuya cabeza se movía a sacudidas, a la izquierda, a la derecha, espasmódicamente y con ritmo regular, como accionada por un muelle.
En la silla de su izquierda se había sentado un hombre ciego, de edad madura. Estaba comiendo un bocadillo, que sostenía en sus largas y delgadas manos, engarfiadas como garras por la artritis.
A su derecha, se hallaba sentada una mujer atractiva y bien vestida que parecía sana y cuerda. Estaba frotándose el pecho con la mano. Al poco rato, empezó a dar golpecitos con los dedos sobre el hombro de Michael.
—Joy —dijo suavemente la mujer sentada a su lado—. Deja en paz a ese caballero.
—Las hormigas… —dijo ella—. Ahora están todas sobre él.
—Déjale. A él le gustan.
La mujer hizo una mueca.
—A mí no —dijo, volviendo a frotarse el pecho y estremeciéndose.
El recinto se iba llenando rápidamente. Un hombre de rostro colorado y vestido con un traje de lino blanco pasó por el pasillo central, dirigiendo a dos negros que portaban una camilla. Sobre ésta yacía la rígida forma de una muchacha paralítica de unos veinte años de edad.
Un acomodador se acercó presuroso a ellos.
—Dejadla en el pasillo, junto a los asientos, y sentaos a su lado. Para eso se reservan las sillas de los extremos —dijo.
Los negros depositaron la camilla en el suelo y se marcharon El hombre rebuscó en su bolsillo y sacó un billete.
—Dios le bendiga —dijo el acomodador.
En la parte delantera del recinto había una cortina y un escenario, del que bajaba hasta la sala una especie de pasillo.
Aparecieron después dos cámaras de televisión, conducidas por operadores que las cabalgaban como jockeys. Las enfocaron hacia el público, y los rostros pasaron como bandadas de peces por las pantallas de los aparatos monitores. Los espectadores se contemplaban a sí mismos. Algunos silbaban y agitaban las manos. El ciego sonrió.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Michael se lo explicó.
Luego, un elegante joven de oscuros cabellos se adelantó de entre la cortina con una trompeta en la mano. No usaban chaqueta. Su blanca camisa estaba almidonada, y lucía una corbata de seda azul con nudo Windsor. Llevaba el pelo cuidadosamente alisado, y sus dientes relucían al sonreír.
—Soy Cal Justice —dijo ante el micrófono—. Algunos de vosotros tal vez me conozcáis mejor como «El trompetero de Dios». —Sonaron unos aplausos—. Billie Joe saldrá dentro de unos minutos. Entretanto, me gustaría tocar una pequeña canción que todos conocéis.
Interpretó Los noventa y nueve. Sabía tocar la trompeta. Al principio, las notas eran lentas y tristes; pero, luego, la melodía se hizo más animada. Alguien empezó a llevar el ritmo con las palmas, y pronto el público que llenaba el recinto estaba batiendo palmas y cantando al compás de la vivaz melodía que iba creciendo en intensidad. Delante de Michael, la señora gruesa se había convertido en un metrónomo humano; su tic se acoplaba al ritmo de las palmadas.
Los aplausos que rubricaron la música fueron estruendosos y prolongados, pero su intensidad aumentó al salir de detrás de la cortina otro hombre en mangas de camisa, corpulento, de anchos hombros, cabeza grande y manos grandes. Tenía la nariz carnosa y la boca ancha, y los párpados parecían pesarle sobre los ojos.
El trompetero abandonó el escenario. El hombre corpulento se situó en el centro, sonriendo, mientras los espectadores batían con fuerza las manos y gritaban palabras de alabanza.
Luego, levantó las dos manos hacia el cielo, con los dedos extendidos. Se acalló el ruido. Desde arriba le fue acercado un micrófono sujeto al extremo de una pértiga, hasta que estuvo lo bastante cerca de su cara como para que un sonido de ronca y sobrehumana respiración llenase el recinto.
—Aleluya —dijo Billie Joe Raye—. Dios os ama.
—Aleluya —dijo el público que llenaba el local.
—Amén —murmuró el ciego.
—Dios os ama —repitió Billie Joe—. Decidlo tres veces conmigo: Dios me ama.
—Dios me ama.
—Dios me ama.
—Dios me ama.
—Muy bien —dijo Billie Joe, moviendo alegremente la cabeza—. Sé por qué estáis aquí, hermanos y hermanas. Estáis aquí porque os encontráis enfermos de cuerpo, mente y alma y necesitáis el salutífero amor de Dios.
Silencio. Se oyó, amplificado, el sonido de la respiración.
—Pero ¿sabéis por qué estoy yo aquí? —preguntó la boca del predicador desde el escenario y desde las dos docenas de aparatos de televisión colocados en la sala.
—¡Para curarnos! —gritó alguien cerca de Michael.
—¡Para devolverme la salud!
—¡Para ayudar a mi hijo a vivir! —gritó una mujer, echando hacia atrás su silla y dejándose caer de rodillas.
—Amén —dijo el ciego.
—No —dijo Billie Joe—. Yo no puedo curaros.
Una mujer sollozó.
—No digas eso —gritó otra mujer—. No digas eso, ¿oyes?
—No, hermana, yo no puedo curaros —repitió Billie Joe.
Se oyeron más sollozos.
—Pero Dios sí puede curaros. A través de estas manos.
Las levantó, con los dedos extendidos, para que todos pudiesen verlas.
Se reavivó la esperanza en medio de una oleada de hosannas.
—Dios puede hacerlo todo. Decidlo conmigo —dijo Billie.
—Dios puede hacerlo todo.
—Así que Dios puede curaros.
—Así que Dios puede curarme.
—Porque Dios os ama.
—Porque Dios me ama.
—Amén —susurró el ciego, llenándosele de lágrimas los ojos sin vista.
Billie Joe tomó aliento en un murmullo electrónicamente amplificado.
—Una vez, yo fui un muchacho agonizante —declaró.
Lenta y triste, sonaba ahora su respiración en los altavoces.
—El Diablo tenía ya mi alma, y los gusanos se disponían a abalanzarse sobre mi carne. Mis pulmones estaban devorados por la tuberculosis. Mi sangre se hallaba corrompida por la anemia. Mis padres sabían que me estaba muriendo. Yo sabía que me estaba muriendo y tenía miedo.
Respiraba como un ciervo perseguido, forcejeando por introducir un poco más de aire en los pulmones.
—Yo me había revolcado en el pecado. Había bebido whisky barato. Había jugado como los soldados que se sortearon la túnica del Hijo de Dios. Había fornicado con mujeres turbulentas y enfermas, tan lascivas como las meretrices de Babilonia.
—Pero, un día, mientras me hallaba tendido en la cama, lleno de desesperación, sentí que algo extraño sucedía dentro de mí. Algo en mi interior empezaba a agitarse, como el primer suave rebullir de un polluelo cuando sabe que tiene que empezar a salir de la dura cáscara del huevo.
—Y las yemas de los dedos de las manos y las puntas de los dedos de los pies me empezaron a hormiguear, y el lugar en que primero sentí aquella agitación se llenó de un ardiente calor que ningún whisky destilado por el hombre podría producir. Sentí que la luz de Dios me deslumbraba los ojos y salté de la cama y grité, henchido de júbilo y lleno de salud: «¡Mamá! ¡Papá! ¡El Señor me ha tocado! ¡Y estoy salvado!».
Por todo el recinto cruzó un estremecimiento de esperanza y de felicidad, y los concurrentes levantaron sus ojos y dieron gracias a su Dios.
Junto a la señora gruesa se hallaba sentado un joven que tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas.
—Por favor, Dios —estaba diciendo—. Por favor. Por favor.
Por favor. Por favor. Por favor. Por favor.
Michael vio entonces por primera vez la cara del joven y, con una sensación de irrealidad, se dio cuenta de que era Dick Kramer, un miembro de la congregación del templo Sinaí.
Desde el escenario, Billie Joe miró con benevolencia a los asistentes.
—A partir de aquel día, aunque no era más que un mozalbete, prediqué la palabra de Dios. Al principio, en reuniones celebradas en esta región, y, luego, como algunos de vosotros sabéis, como pastor de la Santa Iglesia Fundamentalista por todo Whalensville.
—Y hasta hace dos años no supe que yo no podía ser otra cosa que un predicador de la Palabra de Dios.
—Varios de nuestros hombres estaban construyendo un campo de baloncesto para los jóvenes de la escuela dominical en un terreno situado detrás de la iglesia. Y, llevado de su bondad de corazón, Bert Simmons había llevado su tractor y estaba nivelando unos montículos. De pronto, el tractor tropezó con una roca no mayor que una colmena y volcó, atrapando la mano del hermano Simmons bajo su terrible peso.
—Cuando me llevaron a la iglesia, vi que salía sangre de su guante de trabajo. Cuando conseguimos separar la máquina, comprendí, por la forma en que el guante estaba aplastado y liso, que a Bert habría que cortarle la mano. Me postré de hinojos sobre la tierra removida, levanté los ojos al cielo y dije: «Señor, ¿debe ser castigado este buen servidor por haber ayudado en Tu obra?». De pronto, mis manos empezaron a agitarse, sentí en ellas un poder que bullía y crepitaba como la electricidad y que brotaba de las puntas de mis dedos; cogí en la mía la aplastada mano del hermano Simmons y dije: «Dios, cura a este hombre».
—Y, cuando el hermano Simmons se quitó el guante, su mano estaba entera e ilesa, y yo no pude negar que había tenido lugar un milagro.
—Y me pareció oír la voz de Dios que decía: «Hijo mío, una vez te curé yo a ti. Ahora, lleva tú mi poder de curación entre la familia de los hombres».
—Y, desde entonces, el Señor ha curado a miles de personas a través de mis manos. Por su bondad, los paralíticos han andado, los ciegos han visto y los afligidos se han visto aliviados de la carga del dolor.
Billie Joe inclinó la cabeza.
Un órgano empezó a tocar suavemente.
Luego, levantó la mirada.
—Quiero que todos los presentes toquen el respaldo de la silla que tienen delante e inclinen su cabeza.
—Vamos, bajad esas cabezas. Todos.
—Ahora, quiero que todo el que desee en lo profundo de su corazón encontrar a Jesucristo levante la mano. Mantened inclinadas las cabezas, pero levantad la mano.
Michael miró a su alrededor y observó unas veinticinco manos levantadas.
—Gloria, gloria, hermanos y hermanas —dijo Billie Joe—. En toda la extensión de este recinto, cientos de manos están apuntando hacia Dios.
—Ahora, los que tenéis la mano levantada poneos en pie. Poneos derechos. Todos los que tengan la mano levantada.
—Caminad ahora hacia delante, y diremos una oración especial.
Unas doce o quince personas, hombres, mujeres, tres jovencitas y un muchacho se dirigieron a la parte delantera del recinto. Fueron recibidos detrás de la cortina por uno de los ayudantes del predicador.
Luego, mientras sonaba el órgano, Billie Joe recorrió los pasillos, rezando sobre las camillas.
Mientras lo hacía, un equipo de acomodadores pasaba las bandejas de colecta, al tiempo que otro facilitaba tarjetas a todos los que querían ver al sanador. Por todo el recinto, los asistentes empezaron a firmar tarjetas.
—¿Quieres indicarme dónde? —preguntó el ciego.
Mientras el hombre firmaba, Michael leyó la tarjeta. Era una autorización para que la fotografía del firmante fuera utilizada en los periódicos y la televisión.
Cal Justice y el invisible organista tocaron dos himnos más, El rey del amor es mí pastor y Roca de los tiempos. Luego, Billie apareció de nuevo en el escenario.
—Si os ponéis en fila a lo largo del pasillo y tenéis paciencia hasta que os llegue el turno —dijo—, rezaremos a Dios para que alivie vuestras aflicciones.
En toda la extensión del recinto, numerosas personas se pusieron en pie.
Delante de Michael, Dick Kramer se levantó también. Miró a su alrededor mientras esperaba a que salieran los demás ocupantes de su fila, y sus ojos se encontraron con los de su rabino.
Por un momento, se miraron el uno al otro, y algo en el rostro del muchacho le hizo a Michael contener el aliento. Luego Kramer se volvió y se abalanzó ciegamente hacia el pasillo, dando un codazo en el costado a la señora gruesa.
—¡Eh! —exclamó ella, volviendo a sentarse.
—¡Dick! —llamó Michael—, ¡espérame!
Empezó a moverse en dirección al pasillo, repitiendo excusas al tiempo que empujaba a la gente.
Pero, al llegar, se encontró con que le bloqueaba el paso la camilla de la muchacha paralítica. El hombre colorado, con labios temblorosos, estaba inclinado sobre ella.
—¡Maldita sea, Evelyn —decía—, mueve esas piernas! Puedes moverlas, si quieres. —Se volvió hacia el acomodador—. Vete a llamar al señor Raye, muchacho. Dile que vuelva aquí a rezar un poco más.