El templo Emanuel, de Miami Beach, era un gran edificio de ladrillo con blancas columnas georgianas y anchos escalones de mármol blanco. Con el paso de los años, los cristales del mármol habían sido desgastados por los pies de los fieles hasta que quedaron pulidos, de modo que las escaleras resplandecían bajo el fuerte sol de Florida. Dentro del edificio había un sistema de acondicionamiento de aire casi silencioso, un templo con filas, aparentemente interminables, de rojos asientos de felpa, una sala de baile con paredes impermeables al ruido, una cocina completa, una incompleta biblioteca de libros judíos y un pequeño despacho alfombrado para el rabino ayudante.
Michael se hallaba sentado con aire mustio tras una pulida mesa que era sólo unos cuantos centímetros cuadrados menor que la mesa del despacho, más grande, situado al otro extremo del pasillo, propiedad del rabino Joshua L. Flagerman. Frunció el ceño al sonar el teléfono.
—¿Diga?
—¿Puedo hablar con el rabino?
—¿El rabbi Flagerman? —vaciló—. No está aquí —dijo finalmente.
Dio al que llamaba el número del teléfono de la casa del rabino.
El hombre le dio las gracias y colgó.
Llevaba tres semanas en aquel puesto, el tiempo suficiente para haber adquirido la certeza de que había cometido un error al hacerse rabino. Sus cinco años como estudiante rabínico en el Instituto Judío de Religión le habían desorientado lamentablemente.
Había brillado en la escuela rabínica. «Como joya entre los guijarros Reformistas», había comentado amargamente Max Gross en una ocasión. Gross no trató de ocultar su sensación de haber sido traicionado ante el hecho de que Michael hubiera elegido la Reforma como vehículo para su rabinato. Continuaban ligados por lazos espirituales, pero sus relaciones nunca fueron lo que podrían haber sido si Michael se hubiera hecho rabino ortodoxo. Le resultaba difícil explicar su elección. Sólo sabía que el mundo estaba cambiando rápidamente y que la Reforma le parecía el mejor método disponible para manejar el cambio.
Durante los veranos, trabajaba en una casa de beneficencia del bajo Manhattan, tratando de echar briznas de fe a los niños que se estaban ahogando en invisibles mares. Algunos de ellos eran niños cuyos padres estaban cumpliendo sus deberes militares y cuyas madres trabajaban turnos dobles en fábricas pertenecientes a la industria bélica, o llevaban a casa una gran diversidad de desconocidos y muy temporales «tíos» de uniforme. Aprendió a reconocer el agitado caminar y las dilatadas pupilas de los jóvenes abandonados y el espasmódico movimiento de los miembros de los muchachos torturados que carecían de apoyo. Contemplaba la niñez quebrantada por la fealdad. Una sola vez en mucho tiempo se sintió consciente de haber ayudado a alguien. Ello le indujo a no abandonar su puesto para ir a ocupar otro de consejero en un campamento de verano.
Había cumplido tres semestres en la escuela rabínica cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor. La mayoría de sus amigos se alistaron o fueron rápidamente absorbidos en el embudo del Servicio Selectivo. Los estudiantes de Teología fueron exceptuados de la movilización; media docena de muchachos abandonaron la escuela y vistieron el uniforme. Los otros, entre los que figuraba Michael, fueron convencidos por sus asesores de que los rabinos serían más necesarios que nunca en el futuro. Pero él se sintió defraudado, como si hubiera sido privado de una aventura a la que tenía derecho. En aquellos tiempos, creía en la muerte, pero no en morir.
Sin embargo, cuando en ocasiones recibía cartas de lugares desconocidos y con nombres a veces impronunciables, le parecían excitantes y románticas. Maury Silverstein se mantuvo en contacto con él. Ingresado como voluntario en la Marina, le destinaron a la Academia de Oficiales de Quántico en cuanto hubo terminado el período de instrucción. Boxeó un poco en Paris Island, y durante un asalto él y su instructor quedaron profunda e irreconciliablemente enemistados, detalles de lo cual nunca le fueron descritos a Michael. Lo que Maury le dijo en una carta fue que, varias semanas después, él y su enemigo se enfrentaron con los puños desnudos fuera del ring.
En realidad, ocurrió fuera del gimnasio o, para ser más exactos, detrás de él, con toda la pandilla vociferando su aprobación cuando le partió la mandíbula al otro hombre, que era cabo. El cabo se había quitado la camisa en que llevaba prendidos sus galones, y no fue emprendida ninguna acción disciplinaria formal, pero, a partir de entonces, los demás cabos se cebaron en el recluta que había dejado inútil a uno de sus compañeros. Se daba parte de Silverstein al menor indicio de una infracción de las reglas, y pronto se desvanecieron sus esperanzas de llegar a ser oficial.
Cuando abandonó el campamento de infantería, recibió unas pocas semanas de instrucción como mulero y le fue asignado el cuidado de una mula de cortas patas y redonda grupa. Puso al animal el nombre de Stella por razones sentimentales, dijo a Michael en la última carta que escribió en Estados Unidos. Él y Stella fueron embarcados juntos rumbo a una anónima y presumiblemente montañosa isla del Pacífico, donde languidecía, insinuando en sus cartas un fenomenal libertinaje con las mujeres nativas. El respeto al hábito, decía, le impedía revelar estas hazañas en todos sus detalles.
Durante su último año en el Instituto, Michael fue designado para ayudar en las ceremonias de los días festivos en un templo de Rockville, Long Island. Los servicios se desarrollaban sin tropiezos, y, por fin, tuvo conciencia de que era verdaderamente un rabino. Empezó a exudar una arrogante confianza en sí mismo. Entonces, tres semanas antes de la graduación y ordenación, el servicio de colocación del Instituto le preparó una entrevista con el Templo Emanuel, de Miami, donde estaban buscando un rabino ayudante. En el servicio del viernes por la noche, predicó un sermón. Lo había escrito cuidadosamente y ensayado sus gestos delante del espejo de su dormitorio. Recibió el elogio de su asesor docente. Estaba convencido de que el sermón tenía fuerza y estilo. Cuando fue presentado en Miami, se sintió dispuesto. Con voz firme, dio las gracias al rabino Flagerman y a la congregación. Luego agarró con ambas manos la barandilla del estrado y se inclino ligeramente hacia delante.
—¿Qué es un judío? —empezó.
Los rostros vueltos hacia arriba en la sala le miraban con tal muda expectación, que sintió la necesidad de apartar la vista. Pero, adondequiera que mirase, en cada fila de sillas, había rostros vueltos hacia él. Unos eran viejos, otros, jóvenes; unos lozanos, otros, llenos de las arrugas de la experiencia. Se quedó paralizado al reflexionar sobre, lo que estaba haciendo. «¿Quién soy yo, se preguntó; para decirles nada, nada en absoluto?».
La pausa se convirtió en silencio, y él seguía sin poder hablar. Era peor que el día en que fue Bar misvá. Se sentía embotado. La lengua se le pegaba al paladar. Al fondo de la sala, una muchacha rio entre dientes, y el pequeño sonido motivó que los concurrentes restregaran los pies contra el suelo.
Hizo un poderoso esfuerzo para obligarse a sí mismo a hablar. Tropezando y balbuceando en ocasiones, dijo apresuradamente su sermón. Después, soportó unas breves conversaciones y, por fin, tomó un taxi hasta el aeropuerto. Lleno de desesperación y con el rostro impasible, estuvo mirando por la ventanilla durante la mayor parte de su viaje de regreso a Nueva York, limitándose a gruñir sus negativas cuando la pelirroja azafata le ofrecía café o licor. Aquella noche, fatigado por el viaje, encontró la huida en el sueño; pero, a la mañana siguiente, permaneció tendido en la cama, preguntándose cómo había llegado a verse atrapado en una profesión para la que no tenía ni un ápice de talento.
Durante la semana siguiente, consideró las alternativas que existían al rabinato. La guerra con Alemania había terminado ya, y Japón no podría resistir mucho tiempo. Así, pues, no sería apropiado alistarse ahora. Podía dar clases, pero la perspectiva le llenaba de melancolía. Quedaba solamente la empresa de su padre. Estaba haciendo acopio del valor necesario para una conversación con Abe, cuando recibió un telegrama del comité de contratación de la congregación de Florida. No estaban muy seguros; ¿querría visitarles de nuevo, con gastos pagados, y predicar otro sermón el próximo fin de semana?
Sintiéndose lleno de desprecio hacia sí mismo, hizo otro viaje a Miami. Esta vez, aunque se le doblaban las rodillas y estaba seguro de que le temblaba la voz, pronunció el sermón previsto.
Dos días después llegó el nombramiento.
Sus obligaciones eran poco complicadas. Dirigía el servicio infantil. Ayudaba al rabino el Shabbat. Leía los números atrasados del boletín del templo. A petición del rabino Flagerman, trabajó sobre un catálogo de literatura rabínica. Durante el día, cuando tanto el rabino mayor como su secretario se hallaban presentes Michael no contestaba al teléfono, que sonaba simultáneamente en las tres líneas. Pero, si se hallaba en el despacho por la noche cuando los otros dos no estaban allí, respondía a las llamadas. Si alguien quería hablar con el rabino, le daba el número de teléfono de la casa de Joshua Flagerman.
Hacía varias visitas pastorales a los miembros de la congregación que se encontraban enfermos. Como no conocía Miami, solían acompañarle los miembros del grupo juvenil del templo. Una tarde, su chofer era una rubia de dieciséis años llamada Toby Goodman. Su padre era un rico fabricante de embutidos que poseía rebaños propios en las tierras de pasto próximas a St. Petersburg. La muchacha tenía la piel muy curtida, llevaba pantalones cortos blancos y conducía un largo descapotable azul. Ella le hacía preguntas acerca de la Biblia, que él contestaba con gran seriedad, aunque sabía que se estaba riendo de él. Mientras hacía sus visitas ella esperaba pacientemente en el coche, aparcado a la sombra si había encontrado sitio, comiendo dulces y leyendo una revista de portada atractiva y picaresca.
Cuando Michael terminó las visitas, emprendieron en silencio el camino de regreso al templo. Él la contemplaba mientras conducía lentamente el coche a través de las atestadas calles.
No se veían más que uniformes. Miami estaba lleno de veteranos de ultramar que acudían a los centros de descanso y rehabilitación de los famosos hoteles alineados a lo largo de la playa Llenaban las calles, paseando solos o en grupos y marchando perezosamente en dobles filas para asistir a una conferencia o a ver una película.
—Quitaos de en medio —murmuró la muchacha.
Accionó la palanca de cambios y aceleró, obligando a tres soldados de las Fuerzas Aéreas a hacerse precipitadamente a un lado.
—Tómatelo con calma —dijo Michael con suavidad—. No han vuelto a la patria sólo para ser atropellados por un rabino en visita pastoral.
—Lo único que hacen es tomar el sol, silbar y hacer observaciones acerca de cómo le han visto a una en una película. —Emitió una risita—. Tengo un amigo en la Marina, ¿sabe? Volvió el mes pasado. Siempre ha ido de paisano. Les volvemos locos a estos chicos.
—¿Cómo?
Ella le miró apreciativamente, con los ojos entornados. Luego, decidiéndose, frenó suavemente y alargó la mano por delante de él hacia la guantera. Al incorporarse, tenía una botella medio llena de ginebra en la mano. A unos doce metros, una doble fila de hombres, muchos de los cuales llevaban los distintivos de la infantería de combate, avanzaban lentamente bajo el ardiente sol. Levantaron la mirada cuando ella lanzó un agudo silbido. Antes de que Michael se diera cuenta de lo que estaba haciendo, le pasó por los hombros un brazo, al extremo del cual la mano agitaba tentadoramente la botella.
Lanzó una exclamación burlona, dirigiéndose a los hombres, y luego, le besó en la cabeza.
El descapotable dio una sacudida tan violenta que Michael se vio echado hacia atrás, contra el asiento, mientras el coche ganaba bruscamente velocidad. De todas maneras, él lo prefirió. La fila de soldados se había roto al instante. Algunos de ellos persiguieron durante media manzana al largo coche azul. La muchacha reía a carcajadas, sin que pareciera oír las palabras que gritaban los soldados.
Michael guardó silencio hasta que ella detuvo el coche delante del templo.
—Está furioso, ¿eh?
—Eso no lo describe exactamente —respondió con lentitud.
Se apeó del coche.
—¡Eh! Esa botella es mía.
Él la había recogido del asiento, donde ella la había dejado caer, y la llevaba agarrada por el cuello.
—Muy bien; si es tuya puedes reclamarla cuando tengas veintiún años.
Subió las escaleras y penetró en el templo. Estaba sonando el teléfono. Al descolgarlo, una mujer dij0 que quería hablar con el rabino, y él le dio el número de la casa del rabino Flagerman.
Había un paquete de vasos de papel en el cajón inferior de su mesa. Inclinó sobre uno de ellos la botella de la muchacha y echó tres dedos de líquido. Se lo bebió de un trago y se quedó inmóvil, con los hombros caídos y los ojos cerrados.
Era agua caliente.
Dos noches después Toby Goodman le telefoneó y le presentó sus excusas. Él las aceptó, pero rechazó su ofrecimiento de llevarle en su coche al día siguiente. Pocos minutos después volvió a sonar el teléfono.
—¿Rabbi? —La voz era extrañamente ronca.
Cuando Michael le dio el número del rabino Flagerman, sonó en el auricular un jadeo que parecía el acezar de un perro fatigado.
Empezó a sonreír.
—¿A quién crees que estás engañando, Toby? —dijo.
—Voy a suicidarme.
Era una voz de hombre.
—¿Dónde está usted? —preguntó Michael.
La dirección estaba confusa. Michael se la hizo repetir. Conocía la calle; estaba sólo a un par de manzanas de distancia.
—No haga nada. Estaré ahí en seguida. Por favor.
Salió corriendo y se detuvo sobre las escaleras de mármol, rezando, mientras hacía señas a los taxis que pasaban.
Cuando encontró uno libre, se sentó en el borde del asiento y trató de pensar en algo, cualquier cosa, que decir a un hombre que tenía miedo de seguir viviendo. Pero tenía la mente vacía cuando el taxi se detuvo delante de un bungalow estucado. Alargó un billete al taxista y, sin esperar la vuelta, cruzó un agostado y arenoso jardincillo, subió tres escalones y atravesó un resguardado porche.
En la placa que había sobre el timbre se veía el nombre de Harry Lefcowitz. La puerta estaba abierta y la persiana sin echar.
—¿Señor Lefcowitz? —llamó con suavidad.
No hubo contestación.
Empujó la puerta y entró. Se percibía un olor acre en el cuarto de estar. En los alféizares de las ventanas se veían botellas abiertas y vasos medio llenos de cerveza. Sobre la mesa, en una fuente de cristal, se pudrían unos plátanos. Los ceniceros estaban llenos de colillas. Del respaldo de una silla colgaba una camisa del Ejército. Tenía galones de sargento en las mangas.
—¿Señor Lefcowitz?
Se oyó un ruido detrás de una de las puertas que daban al cuarto de estar. La abrió de un empujón.
Un hombre bajo y delgado, con pantalones caqui y camiseta, se hallaba sentado en la cama. Estaba descalzo. Tenía un fino bigote que casi desaparecía en la maraña de su cara sin afeitar. Sus ojos estaban enrojecidos y tristes. Tenía en la mano una pequeña pistola negra.
—Usted es un policía —dijo.
—No. Soy un rabino. Usted me ha llamado, ¿recuerda?
—Usted no es Flagerman.
Se oyó un sonoro «clic» cuando soltó el seguro de la pistola. Michael gimió en su interior, al comprender que había dado una prueba más de su ineptitud rabínica. No había llamado a la policía. Ni siquiera había dejado una nota en el templo para informar de su paradero.
—Soy el ayudante del rabino Flagerman. Quiero ayudarle.
La pistola subió lentamente hasta apuntarle directamente a la cara. La redonda abertura de su extremo resultaba obscena. El hombre jugueteaba con la aleta del seguro, haciéndola sonar.
—Lárguese de aquí —dijo.
Michael se sentó en la desordenada cama, temblando sólo ligeramente.
Afuera, reinaba la oscuridad.
—¿Qué arreglaría eso, señor Lefcowitz?
El hombre le miró fijamente.
—¿Cree que no le mataré, héroe? ¿Es que eso iba a cambiar algo después de lo que he visto? Le mataré y, luego, me suicidaré. —Miró la cara de Michael y se echó a reír—. Usted no sabe lo que yo sé. Eso no supondrá ninguna diferencia. El mundo seguirá rodando.
Michael se inclinó hacia él. Tendió la mano en un gesto de compasión, pero el hombre vio en ello una amenaza. Apretó fuertemente el cañón de la pistola contra la mejilla de Michael, hasta hacerle daño.
—¿Sabe de dónde saqué esta pistola? Se la cogí a un alemán muerto. Su cabeza estaba casi volada de un disparo. Puedo hacer lo mismo con usted.
Michael no dijo nada. A los pocos minutos, el hombre retiró la pistola de su mejilla. Con las yemas de los dedos, Michael se acarició el pequeño círculo que el cañón había marcado en su carne. Permanecieron mirándose uno a otro. Se oía el sonoro tictac del reloj de Michael.
El hombre se echó a reír.
—No es verdad lo que acabo de decir. He visto muchos alemanes muertos y he escupido sobre algunos, pero nunca he cogido nada de sus cadáveres. Compré la pistola por tres cartones de Lucky Strike. Quería tener algo que darle al chico, algo que pudiese conservar.
Lefcowitz se rascó el pie con la mano libre. Sus pies eran largos y huesudos, con hirsutos pelos negros en las articulaciones de los dedos.
Michael le miró a los ojos.
—Todo esto es un tanto falso, señor Lefcowitz. ¿Por qué iba usted a querer hacerme daño? Yo sólo quiero ser su amigo. Y todavía sería peor que se causara daño a sí mismo. —Trató de sonreír—. Yo creo que esto es una especie de broma. Que la pistola ni siquiera esta cargada.
El hombre levantó el arma y, en el mismo instante en que el estampido resonaba con monstruoso estruendo en la pequeña habitación, su mano se estremeció con una ligera sacudida y un pequeño agujero negro apareció en el blanco techo sobre sus cabezas.
—Había siete —dijo Lefcowitz—. Ahora hay seis. Más que suficientes. Así que no piense cosas. Quédese quieto y mantenga cerrada la boca.
Permanecieron largo tiempo en silencio. Era una noche tranquila. A los oídos de Michael llegaba de vez en cuando el bocinazo de algún automóvil y el pausado y persistente sonido de los rompientes en la cercana playa. «Alguien tiene que haber oído el disparo —se dijo a sí mismo para tranquilizarse—. Tienen que venir pronto».
—¿Se ha sentido solo alguna vez? —preguntó de pronto Lefcowitz.
—Constantemente.
—A veces yo me siento tan solo que me dan ganas de gritar.
—A todos nos pasa eso, a veces, señor Lefcowitz.
—¿Sí? Entonces, ¿por qué no? —Miró a la pistola y la sacudió—. ¿Por qué no voy a hacerlo? —sonrió sin alegría—. Ahora tiene su oportunidad de hablar de Dios.
—No. Hay una razón más sencilla. —Michael tocó la pistola con la yema de los dedos, apartándola ligeramente para que dejara de apuntarle—. Que es definitivo, irreversible. No habría posibilidad de decidir que se había equivocado. Y, aunque exista sobrada fealdad en el mundo, hay ocasiones en que es maravilloso estar vivo. El simple hecho de beber un vaso de agua cuando se tiene mucha sed, o el ver algo hermoso, cualquier cosa que sea bella. Los buenos ratos compensan los malos.
Por un momento Lefcowitz pareció dudar. Pero de nuevo apuntó a Michael con el arma.
—No suelo tener sed muy a menudo —dijo.
Permaneció silencioso largo rato, y Michael no trató de hacerle hablar. Dos chiquillos pasaron corriendo, entre risas y gritos, junto a la casa, y en el rostro del hombre se dibujó la curiosidad.
—¿Es usted aficionado a la pesca?
—No mucho —respondió Michael.
—Estaba pensando que he pasado buenos ratos, como decía usted, mientras pescaba. Con el agua y el sol y todo eso.
—Si.
—Por eso vine aquí, sobre todo. Cuando yo era chico trabajaba en una zapatería de Erie, Pensilvania. Bajé a Hialeah con una pandilla de amigos y gané 4800 dólares. El dinero era estupendo, pero en aquella época yo no tenía responsabilidades. Lo que me gustaba era pescar. Me pasaba todo el día pescando truchas. Aquellos amigos se figuraron que yo estaba loco cuando vieron que no me volvía con ellos. Obtuve empleo como camarero en un bar de la playa. Tenía pesca, sol y gente en traje de baño, y sabía que estaba en el paraíso.
—¿Trabajaba en el bar cuando le movilizaron?
—Tenía mi propio establecimiento. Estaba allí el tipo aquel que trabajaba conmigo, Nick Mangano. Él había ido guardando las propinas, y, con lo que yo tenía, adquirimos un bar con licencia para expender licores en ese espigón de pesca que llaman el Muelle de Murphie. ¿Lo conoce?
—No.
—Ahorramos dinero y, unos años después, adquirimos un establecimiento mayor, con varias cabinas y un pianista. El negocio resultó muy bien. Para entonces yo estaba casado y me encargué del turno de día. El público estaba formado por pescadores, la mayoría viejos. Hay mucha gente de edad por aquí. Son buenos clientes. Un par de tragos todos los días, y nunca dan molestias. Por las noches, Nick atendía el local, ayudado por un chico que habíamos contratado.
—Parece un buen negocio.
—¿Está usted casado?
—No.
Lefcowitz guardó silencio unos instantes.
—Yo me casé con una shickseh —dijo—. Una chica irlandesa.
—¿Está usted todavía en el Ejército?
—Sí, me concedieron un período de descanso y rehabilitación y, luego, otro de licencia. —Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido—. Cuando me movilizaron, nombré a Nick apoderado mío en el negocio. Es un hombre animoso y durante cuatro años ha estado llevando él solo el establecimiento, manteniéndolo abierto las veinticuatro horas del día.
Empezó a desanimarse. Su voz se tornó ligeramente temblorosa.
—Yo esperaba que, a mi regreso, mi compañero Nick me ofreciera por lo menos una fiestecita de bienvenida. Es curioso; en Nápoles, yo trataba a los chicos con respeto. Imaginaba que a Nick le gustaría cuando se lo contase. Y me encuentro con el local cerrado a cal y canto. Los fondos de la cuenta corriente han desaparecido. —Miró a Michael y sonrió. Tenía los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas—. Pero eso es la parte divertida. Todo el tiempo que yo pasé en ultramar, él estuvo viviendo aquí mismo, en esta casa.
—¿Está seguro?
—Me lo han dicho. En una ocasión como ésta, se sorprendería usted del gran número de amigos comunicativos que tiene. Salían hasta de debajo de las piedras.
—¿Dónde están ahora?
—El chico ha desaparecido. Ella ha desaparecido. Él ha desaparecido. No han dejado dirección. Lo han dejado todo tan limpio como un hueso roído por un perro.
Michael luchó por encontrar palabras que le pudieran servir de consuelo, pero no se le ocurrió nada.
—Verá, yo ya sabía que era un pendón cuando me casé, pero imaginé que, al fin y al cabo, ninguno somos ángeles. Yo también había vivido mi vida y quizá pudiéramos salir juntos adelante. Bueno, pues no resultó, así es la vida. No me importa por ella. Pero el chico se llamaba Samuel. Shemuel, como mi padre, que en paz descanse. Los dos son católicos. Ése es un chico que nunca será Bar misvá.
Gimió, y fue como si se derrumbara una presa.
—Dios mío, no volveré a ver más a ese muchacho.
Se echó hacia delante, golpeando con su cabeza el hombro de Michael y haciéndole caerse casi de la cama. Michael le sostuvo con fuerza y le meció sin decir nada. Al cabo de un rato, alargó la mano y, con gran suavidad, retiró la pistola de entre los laxos dedos.
Nunca hasta entonces había cogido una pistola. Era sorprendentemente pesada. Por encima de la cabeza del hombre, leyó las letras grabadas en el cañón: «Sauer U. Sohn, Suhl, Cal. 7’65». La dejó sobre la cama, a su lado. Continuó meciendo al hombre. Con la mano derecha, apretaba contra su pecho la cabeza del hombre, acariciando los desgreñados cabellos.
—Llore —dijo—. Llore, señor Lefcowitz.
Era todavía de noche cuando la Policía Militar le dejó en el templo. Descubrió que se había marchado sin cerrar la puerta ni apagar las luces, y se alegró de haber vuelto en lugar de haber ido directamente a la casa en que se alojaba. El rabino Flagerman podría haberse enfadado. En su despacho, el aire acondicionado continuaba funcionando a toda potencia. El aire nocturno era frío, y la temperatura de la habitación era desagradablemente baja. Apagó el aire acondicionado.
Se quedó dormido sentado a su mesa, con la cabeza sobre los brazos.
Cuando le despertó el timbre del teléfono, el reloj que había sobre la mesa señalaba las nueve menos cinco. Le dolían los huesos y tenía la boca seca. Afuera, el sol era cálido y luminoso. La humedad resultaba ya desagradable. Conectó el aire acondicionado antes de descolgar el teléfono.
Era una mujer.
—¿Puedo hablar con el rabino? —preguntó.
Contuvo un bostezo y se enderezó.
—¿Con cuál? —dijo.