Woodborough, Massachusetts
Noviembre de 1964
Mary Margaret Sullivan acomodó sus enormes caderas en la silla situada tras la mesa en el despacho de la enfermera jefe y suspiró. Alargó la mano y cogió del archivador una carpeta de tapas metálicas. Durante varios minutos garrapateó con la pluma el papel, registrando un incidente ocurrido en la sala de Templeton y provocado por una tal señora Felicia Serapin, que había pegado a otra mujer en la cara con el tacón de su zapato.
Cuando terminó, miró pensativamente el recipiente del café y el hornillo eléctrico colocados encima de un archivador, al otro lado de la habitación. Había decidido que el café no merecía el esfuerzo necesario para levantar su cuerpo de su lugar de reposo cuando el rabino Kind asomó la cabeza por la puerta.
—Ah, el padre judío —dijo.
—¿Qué está haciendo, Maggie?
Entró en el despacho y se quedó parado con un montón de libros en las manos.
Ella se levantó con gran esfuerzo y se acercó al archivador para coger dos tazas, enchufando el hornillo al pasar. Puso las tazas sobre la mesa y echó en ellas una cucharada de un polvo marrón que sacó de un bote guardado en el primer cajón.
—No puedo tomar café. Quiero darle estos libros a mi mujer.
—Está en la sesión de terapia ocupacional. La mayoría de ellas están. —Volvió a sentarse pesadamente—. Tenemos una nueva paciente judía, a la que usted podría saludar. Se llama Hazer Birnbaum. Señora Birnbaum. La pobrecilla piensa que todas están conspirando contra ella. Esquizofrenia.
—¿Dónde está?
—En la diecisiete. ¿No quiere primero un poco de café?
—Gracias, pero voy a visitarla. Si luego hay tiempo, me puede vender una taza.
—Se habrá acabado. Vea al capellán.
Sonriendo, cruzó la semidesierta sala. Todo se hallaba deprimentemente limpio: el resultado del paciente trabajo.
En la habitación 17, una mujer se hallaba tendida en la cama.
Sus negros cabellos estaban desparramados sobre la blanca almohada. «¡Dios mío —pensó—, se parece una barbaridad a mi hermana Ruthie!».
—¿Señora Birnbaum? —dijo, sonriendo—. Soy el rabbi Kind.
Unos grandes ojos azules le contemplaron por un momento y, luego, desviaron la mirada hacia el techo.
—Sólo quería saludarla. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—Márchese —dijo ella—. No quiero molestar a nadie.
—De acuerdo. No me quedaré. Suelo venir regularmente por la sala. La volveré a ver.
—Le ha enviado Morty —dijo ella.
—No, no. Ni siquiera le conozco.
—¡Dígales que me deje en paaaz!
«Gritos no —pensó—. Me siento indefenso ante los gritos».
—Volveré a verla pronto, señora Birnbaum.
La mujer estaba descalza y con las piernas descubiertas. En la habitación hacía frío. Cogió la manta gris que estaba a los pies de la cama y la tapó, pero ella se la quitó de una patada como una niña malcriada.
Él se marchó apresuradamente.
La habitación de Leslie estaba a la vuelta del recodo, al final del pasillo. Dejó los libros sobre la cama y, luego, arrancó una página de su libreta de notas y escribió: Volveré esta tarde. Estabas en la terapia ocupacional. Espero que te siente bien, como un par de calcetines sin agujeros.
A la vuelta, echó una ojeada al despacho de Maggie para despedirse, pero la enfermera jefe se había marchado. El agua puesta sobre el hornillo despedía una columna de vapor que estaba humedeciendo el techo.
Desenchufó el hornillo y, decidiendo que tenía tiempo, echó agua en una de las tazas.
Mientras bebía lentamente el café, escribió una lista:
COSAS PARA HACER.
En el Hosp. General:
Susan Wreshinsky en Maternidad (¿Niño? ¿Niña?). Dar la mazal tob.
Lois Gurwitz (nieta de la señora Leibling), apéndice.
Jerry Mendelsohn, pierna.
En la biblioteca pública:
Pedir Biog. de Bialik.
Microfilm de artículos del New York Times sobre vigilantes judíos en los disturbios raciales, para sermón.
Sus ojos vieron el nombre de su mujer en una de las tapas metálicas del archivo, y, sin que interviniera su voluntad, sus manos cogieron la carpeta. Vaciló un momento y, luego, la abrió. Tomó otro trago de café y empezó a leer.
Woodborough State Hospital.
Paciente: Señora Leslie (Rawilings) Kind.
Historia clínica presentada en
sesión médica de
21 de diciembre de 1964.
Diagnóstico: Melancolía involutiva.
La paciente es una atractiva y bien formada mujer de raza blanca, de cuarenta años de edad, con aspecto de buena salud. Su cabello es rubio oscuro. Mide 1,69 m. Pesa 65Kg.
Fue traída al hospital el 28 de agosto de 1964 por su marido. Los síntomas anteriores a la admisión eran los de un estado «neurasténico», durante el cual se quejaba de que las cosas eran demasiado pesadas para ella, que se cansaba con facilidad, tanto mental como físicamente, que se encontraba irritable, agitada e incapaz de dormir.
Durante las once primeras semanas de hospitalización, la paciente permaneció muda. Con frecuencia, presentaba el aspecto de querer llorar, sin que al hacerlo obtuviera alivio.
Comenzó a hablar al final del segundo de una serie de doce tratamientos electroconvulsivos, nueve de los cuales le han sido ya administrados. La torazina parece haberle proporcionado un buen alivio sintomático. Se está sustituyendo su uso con pirrolazota en dosis gradualmente crecientes hasta 200mg.
La amnesia resultante del tratamiento parece ser mínima. En conversaciones con su psiquiatra durante la semana pasada, la paciente ha dicho que recuerda haber observado silencio a consecuencia de una aversión a compartir con nadie su culpabilidad, dimanante de un desvío hacia su padre y de la suposición de que no era buena madre y esposa debido a una experiencia sexual premarital cuando era estudiante hace más de dos décadas. Su marido tuvo conocimiento de esta experiencia antes de su matrimonio, y la paciente no recuerda haber sido molestada por remordimientos —ni siquiera haber pensado en el incidente— hasta hace varias semanas. Si bien recuerda claramente la reciente aparición de sentimientos de culpabilidad en relación tanto al incidente sexual de su juventud como a la pérdida del amor de su padre, estos sentimientos de culpabilidad no la atormentan ya.
La paciente se muestra ahora tranquila y optimista.
Describió como buenas sus relaciones sexuales con su marido. Su ciclo menstrual ha sido irregular durante casi un año. Su actual enfermedad parece ser una ansiosa y agitada depresión de la menopausia.
Hija de un ministro congregacional, la paciente se convirtió al judaísmo antes de su matrimonio, hace dieciocho años, con su marido rabino. Su compromiso con la religión judía parece ser fuerte, y sus sentimientos de culpabilidad no parecen centrarse en el abandono de sus creencias cristianas, sino, más bien, en lo que ella consideraba como traición a su padre. La paciente, educada en un hogar en el que la doctrina bíblica formaba parte integrante del medio ambiente, se ha convertido desde su matrimonio en una estudiosa del Talmud que, según su marido, goza de la amistad y admiración de reconocidas autoridades de las escuelas rabínicas.
Su vida ha sido la existencia intermitente nómada de la familia de un clérigo con ideas un tanto rígidas respecto al comportamiento de sus fieles. Esto, al parecer, ha impuesto ciertas cargas emocionales, tanto sobre la paciente como sobre su marido.
A pesar de estas cargas, el pronóstico de este caso es favorable.
Yo recomendaría que se relevara a la paciente del internamiento en el hospital después del duodécimo tratamiento electroconvulsivo. Se recomienda la continuación del tratamiento por un psiquiatra del que pueda recibir psicoterapia intermitente, a ser posible con la colaboración de su marido en la terapia.
(Firmado) DANIEL L. BERENSTEIN,
Psiquiatra Decano.
Estaba empezando a leer el siguiente informe psiquiátrico, cuando vio que Maggie estaba en el umbral de la puerta, mirándole.
—Anda usted como si llevara zapatillas de goma —le dijo él.
Ella se acercó pesadamente a la mesa, le quitó de las manos la carpeta de Leslie y volvió a ponerla en el archivador.
—No debe hacerlo, rabbi. Si quiere saber algo acerca del estado de su mujer, pregúnteselo a su psiquiatra.
—Tiene razón, Maggie —respondió.
Ella inclinó silenciosamente la cabeza cuando él se despidió Michael se guardó sus notas en el bolsillo y salió del despacho caminando rápidamente por el corredor demasiado limpio, en el que sus pasos resonaban huecamente.
La carta llegó cuatro días más tarde.
Querido Michael:
Cuando visites de nuevo el despacho del capellán, te darás cuenta de que falta de tu mesa tu ejemplar de la Cábala. Le dije al doctor Bernstein que utilizara una llave maestra para abrir la puerta y cogerlo para mi. Él cometió el robo, pero yo fui el cerebro inspirador.
El bueno de Max Gross insistía en que un hombre debía tener por lo menos cuarenta años antes de intentar asimilar el misticismo cabalístico. ¡Cuánto se sorprendería Max si supiera que yo llevo ya diez años esforzándome con él, yo, una simple mujer!
He estado reuniéndome regularmente con el doctor Bernstein para lo que tú solías llamar sesiones «psicoquímicas». Ya nunca volveré a caer en la presunción de reírme de la psicoterapia. Es curiosa, pero lo recuerdo casi todo acerca del periodo de enfermedad. Siento grandes deseos de hablarte de ello. Creo que será más fácil hacerlo por carta, no porque no te quiera lo bastante como para hablar de estas cosas mirándote a los ojos, sino porque soy tan cobarde que no sé si llegaría a decir todas las palabras necesarias.
Así, pues, te las escribiré ahora, antes de que pierda el valor.
Como sabes muy bien, me he encontrado mal durante el año pasado. Lo que no sabes, porque yo no podía decírtelo, es que casi un mes antes de que me llevaras al hospital no dormía apenas nada. Tenía miedo de dormir, miedo de los dos sueños que tenía una y otra vez, como si estuviese en alguna Casa de los Horrores de uno de esos parques de atracciones y no pudiera salir de ella.
El primer sueño tenía lugar en el salón de la vieja rectoría de la calle de Elm en Hartford. Veía cada detalle con tanta claridad como si los estuviese contemplando sobre una pantalla de televisión. Veía el raído sofá de pelo escarlata y las dos sillas gemelas de terciopelo, con los frívolos antimacasars que la señora Payton regalaba anualmente. Veía la gastada alfombra oriental y la barnizada mesita de caoba, sobre la que había dos desconchados canarios de porcelana bajo una cúpula de cristal. Veía las cosas que había en las paredes; una fotografía coloreada a mano de un pequeño riachuelo que serpenteaba juguetón a través de un prado, los patines de «Currier Ives», un ramo de flores artificiales de mi primer corte de pelo, y, sobre la gran chimenea de mármol, en la que jamás se encendía fuego, un pequeño letrero:
La más fea sala dispuesta jamás por los temerosos de Dios, pero avarientos feligreses.
Y podía ver a las personas.
Mi tía Sally, delgada, de grises cabellos y consumida por el trabajo de cuidar de nosotros después de la muerte de mi madre, y llena de tanto amor hacia el marido de su fallecida hermana que todo el mundo se daba cuenta menos él.
Y mi padre. Ya entonces tenía el pelo blanco, y las mejillas más suaves y sonrosadas que ningún hombre haya tenido jamás. Nunca vi que necesitara afeitarse. Veía sus ojos, azules y claros, que podían penetrar directamente hasta la mentira que una ocultaba en su cabeza.
Y me veía a mí, de unos doce años, con el pelo partido en largas trenzas, flaca y desgarbada, y con gafas de montura de acero, porque fui miope hasta el año en que ingresé en la universidad.
Y, en todos los sueños, mi padre se erguía de pie ante la chimenea, me miraba a los ojos y me decía las palabras que debía de haberme dicho ochocientas veces en aquel horrible salón todos los sábados por la noche, después de cenar.
«Creemos en Dios Padre, infinito en sabiduría, bondad y amor, y en Jesucristo, su hijo, nuestro Señor y Salvador, que por nosotros y por nuestra salvación vivió y murió, y resucitó y vive eternamente, y en el Espíritu Santo, que toma las cosas de Cristo y nos las revela a nosotros, renovando, confortando e inspirando las almas de los hombres».
Luego, el sueño se fundía en negro, como si mi padre fuese un predicador de la televisión que hubiera sido interrumpido por los anuncios. Y yo me despertaba en nuestra cama, lleno el cuerpo de picores y con la carne de gallina, como me ocurría siempre que mi padre me miraba fijamente a los ojos y hablaba de cómo Jesús había muerto por mi.
Al principio, no di ninguna importancia a este sueno.
Todo el mundo tiene sueños, toda clase de sueños. Pero empecé a tenerlo cada dos noches; el mismo sueño, la misma habitación, las mismas palabras pronunciadas por mi padre mientras me miraba a los ojos.
Esto no hizo flaquear nunca mi judaísmo, que era cuestión resuelta hacia mucho tiempo. Me convertí por ti, pero fui una de las afortunadas y encontré, además, otras cosas. No es necesario que vuelva ahora sobre todo eso.
Pero empecé a pensar en lo que debía de haber supuesto para mi padre que yo despreciara las cosas que él me había enseñado y me hiciese judía. Empecé a pensar en lo que supondría para ti que uno de nuestros hijos decidiera convertirse, hacerse católico, por ejemplo. Me quedaba tendida en la cama, mirando al oscuro techo, y recordaba que mi padre y yo éramos casi extraños el uno para el otro. Y recordaba cómo le había querido cuando yo era pequeña.
El sueño duró mucho tiempo. Luego, empecé a tener otro. Esta vez, yo tenía veinte años. Me hallaba en un descapotable aparcado en una sucia y oscura carretera de las afueras de los terrenos de Wellesley, y no llevaba encima ninguna ropa.
Como en el primer sueño, cada detalle y cada impresión se me representaba con toda claridad. No recuerdo el apellido del muchacho —su nombre era Roger—, pero veía su rostro, excitado, joven y un poco asustado. Llevaba una camiseta azul de fútbol con el número 42 en blanco. Sus pantalones de tenis y su ropa interior yacían en el suelo juntamente con mis ropas. Yo le miraba con gran interés: el suyo era el primer cuerpo masculino que veía. Lo que sentía no era amor, ni deseo, ni tan siquiera afecto. La razón por la cual yo no había necesitado absolutamente ninguna persuasión para permitirle que aparcara su coche en aquel oscuro lugar y me desnudara era que sentía una gran curiosidad y que abrigaba la convicción de que había cosas que necesitaba saber. Y, mientras yacía tendida con la cabeza apoyada en la portezuela del coche y el rostro vuelto hacia el agrietado cuero del respaldo del asiento, y mientras lo sentía ocupándose de mi con la misma estúpida diligencia que hubiera puesto para jugar al fútbol, y mientras me sentía dolorosamente rasgada como una vaina, mi curiosidad quedó satisfecha. Ladró un perro a lo lejos, y en el coche el muchacho produjo un ruido parecido a un suspiro, y noté que me convertía en un receptáculo. Y todo lo que podía hacer era escuchar el distante ladrido del perro, con la conciencia de que había sido engañada, de que aquello no era sino una lamentable invasión de la intimidad personal.
Y, cuando despertaba en la oscuridad de nuestra habitación y me encontraba acostada a tu lado en nuestra cama, sentía deseos de despertarte y pedirte perdón, decirte que aquella estúpida muchacha del descapotable está muerta, y que la mujer en que yo me he convertido sólo te había conocido a ti en el amor. Pero, en vez de hacerlo, permanecía allí tendida toda la noche, insomne y temblorosa.
Los sueños se repetían una y otra vez, unas veces uno, otras veces otro, con tanta frecuencia que llegaron a mezclarse con mi vida en estado de vigilia y había ocasiones en que no podía distinguir el sueño de la realidad. Cuando mi padre me miraba a los ojos y me hablaba de Dios y de Jesús, aunque sólo tenía yo doce años, sabía que me estaba viendo como una adúltera y sentía deseos de morir. Mi periodo se había retrasado cinco semanas, y una tarde en que comenzó, me encerré en el cuarto de baño, me senté en el borde de la bañera y me estremecí porque no podía llorar, y no sabía si yo era una colegiala que recibía con alborozo la maldición, o una gruesa mujer de cuarenta años, feliz porque no iba a tener un hijo que no era tuyo.
Durante el día, no podía ya sostener tu mirada ni dejar que los niños me besaran. Y, por la noche, yacía rígida en la cama, pellizcándome en los brazos para que no me quedara dormida y me pusiera a soñar.
Y entonces tú me llevaste al hospital y me dejaste en él, y comprendía que debía ser así, porque yo era mala y debía ser expulsada y muerta. Y esperé a que me mataran hasta que empezaron los tratamientos de electroshock, y las borrosas líneas de mi mundo comenzaron de nuevo a encajar en su sitio.
El doctor Bernstein me aconsejó que te hablara de los sueños, si realmente quería hacerlo. Él cree que, una vez que lo haya hecho, tal vez no vuelvan a molestarme más.
No dejes que te causen dolor, Michael. Ayúdame a eliminarlos de nuestro mundo. Sabes que tu Dios es mi Dios, y que yo soy tu esposa y tu mujer, en cuerpo, alma y realidad. Me paso el tiempo tendida en la cama, con los ojos cerrados, pensando en cómo serán las cosas cuando abandone este lugar, en los muchos años buenos que he dejado contigo.
Besos a los niños de mi parte. Te quiero mucho.
LESLIE
La leyó muchas veces.
Resultaba notable que hubiera olvidado el apellido del muchacho. Era Phillipson. Roger Phillipson.
Leslie se lo había dicho una vez solamente, pero él no lo había olvidado nunca. Hacía siete años, mientras esperaba la hora de la cena en casa de un colega rabínico de Filadelfia, se le había ocurrido echar un vistazo al décimo anuario de la promoción de su anfitrión en Harvard. El apellido había saltado hacia él desde debajo de una fotografía que sonreía con la sinceridad del agente de seguros. Agencia de Seguros Partner, Folger, Phillipson, Paine Yeager. Esposa, la antigua no sé qué de Springfield, Massachusetts. Tres hijas, nombres nórdicos. Edades, seis, cuatro y un año y medio. Aficiones: navegación a vela, pesca, caza, estadística. Club: el de la universidad, el de los Leones, el Rotario y dos o tres más. Objetivo en la vida: jugar al fútbol en la reunión de los compañeros de promoción.
Unas semanas después, durante los servicios de Yom Kippur celebrados en su propio templo, se había arrepentido, buscando la expiación en su vacío vientre y pidiendo perdón a Dios por el sentimiento que había experimentado hacia la sonriente fotografía.
Había rezado por Roger Phillipson, deseándole larga vida y corta memoria.