Caía la noche sobre el barrio de Brooklyn cuando bajó del taxi y subió corriendo las escaleras del asilo Hijos de David para ancianos y huérfanos. Una enfermera le llevó sobre el brillante linóleo pardo hasta la enfermería, donde, en una pequeña habitación individual, su padre se hallaba sentado en una silla al lado de la cama La persiana estaba echada ante la ventana, y sólo una pequeña luz disipaba la oscuridad de la habitación. Una tienda de oxígeno cubría la mitad anterior de la cama. A través de sus ventanillas de transparente plástico, pudo ver el ensombrecido rostro y la blanca barba de su Zaydeh.
Su padre levantó la mirada hacia el.
—No. Michael.
Abe estaba sin afeitar y tenía los ojos enrojecidos, pero parecía conservar un perfecto dominio de sí mismo.
—Lo siento, papá.
—¿Sentirlo? Todos lo sentimos —suspiró con fuerza—. La vida es un jelem, un sueño. Antes de que te des cuenta, ha terminado.
—¿Cómo está?
—Se está muriendo.
La voz de Abe tenía su intensidad normal, y las palabras cayeron sobre ellos como los mazazos del Destino, haciendo que Michael sintiera miedo de mirar a la figura tendida en la cama.
—Te va a oír —susurró.
—No oye nada. No oye nada y no se da cuenta de nada.
Su padre dijo esto con tono de resentimiento y un extraño fulgor en sus inflamados ojos.
Michael se acercó a la cama y apoyó la cara en la ventanilla de celuloide. Su Zaydeh tenía las mejillas hundidas, y largos pelos le asomaban por las aletas de la nariz. Sus ojos miraban sin ver. Sus labios estaban secos y agrietados. Se estaban moviendo, pero Michael no pudo descifrar lo que decían.
—¿Está intentando decirnos algo?
La cabeza de su padre hizo un fatigado movimiento negativo.
—Balbucea y desvaría. A veces cree que es un niño. A veces habla a personas de las que yo nunca he tenido noticia. La mayor parte del tiempo duerme. Cada vez va durmiendo más.
—Ayer, te llamaba mucho —dijo Abe al cabo de un momento—. A mí no me llamaba en absoluto.
Estaban pensando en esto, cuando volvió su madre de cenar, con un tamborileo de tacones altos.
—¿Has cenado? —preguntó a Michael mientras le besaba—. Hay un buen establecimiento en la manzana de al lado. Ven, te acompañaré. Hacen una sopa excelente.
—He cenado —mintió—. Hace un momento.
Hablaron brevemente, pero no había nada que decir, nada que se comparara con el anciano tendido en la cama. Había otra silla cerca de la ventana; su madre se sentó en ella, y él permaneció de pie, apoyándose ya en una pierna, ya en la otra. Su padre empezó a chascar los nudillos.
Primero, una mano.
Pop.
Pop.
Pop.
Pop.
Pop.
Luego, la otra.
Pop.
Pop.
Pop.
El pulgar de Abe se resistía a crujir. Forcejeó denodadamente con él.
—Oh, Abe —dijo la madre de Michael con un estremecimiento. Miró las manos de su hijo y contuvo el aliento, al reparar por vez primera en el vendado dedo—. ¿Qué te has hecho?
—No es nada. Un pequeño corte.
Pero ella insistió en verlo; luego, se deshizo en exclamaciones de inquietud, hasta que él la acompañó con sumisa obediencia a lo largo del corredor hacia el despacho de un tal Benjamin Salz, un hombre de edad madura, con una incipiente calva y un bigote al estilo inglés, que, tendido en mangas de camisa en un sofá, estaba leyendo un manoseado ejemplar de Esquire.
El doctor se incorporó con aire cansado después que Dorothy le hubo explicado el motivo de su visita, echó una mirada indiferente al dedo de Michael y, luego, le puso dos puntos de sutura en la carne. Para entonces, el dolor que sentía se había amortiguado mucho, pero con los puntos revivió.
El doctor miró con nostalgia el número de Esquire, mientras Dorothy le hacía preguntas, primero en relación a Michael y, luego, en relación a su abuelo. Aplicaciones de sal para Michael, dijo. No podía determinar cuánto tiempo viviría aún el señor Rivkind.
—Es un anciano muy fuerte. Les he visto aguantar mucho.
Cuando regresaron, su padre se había quedado dormido, con la boca abierta y la cara cenicienta. Una hora después, Michael convenció a su madre de que cogiera un taxi para ir a casa, diciéndole que él quería quedarse y que necesitaba su silla. Ella se marchó a las diez y media. Michael acercó la silla al lado del anciano y permaneció sentado en ella mirándole. El dedo le palpitaba dolorosamente a intervalos regulares, su padre roncaba, el oxígeno silbaba suavemente en la tienda y el líquido burbujeaba en los pulmones de su Zaydeh, ahogándole con infinita lentitud.
A medianoche se quedó dormido, y fue despertado por una débil vocecilla que pronunciaba su nombre en Yiddish.
—¡Micheleh! ¡Micheleh! —y de nuevo—: ¡Micheleh!
Sabía que Isaac estaba llamando al pequeño Micheleh Rivkind y, más dormido que despierto, se dio cuenta de que él era Michael Kind y que no podía contestar. Finalmente, se incorporó con un respingo, se inclinó hacia delante y miró a través de la ventanilla de celuloide.
—Zaydeh… —dijo Michael.
Los ojos de Isaac rodaron violentamente.
«¿Se morirá —pensó Michael— estando sólo yo para cuidarle?». Pensó en despertar a su padre, o en ir a buscar al médico, pero, en vez de hacerlo, tiró de la cremallera que había en una esquina de la tienda de oxígeno y la abrió. Introdujo la cabeza y los hombros y cogió la mano de su abuelo. Era suave y cálida, pero ligera y reseca como papel de arroz.
—Hola, Zaydeh.
—Micheleh —murmuró él—. Ich shtarb.
Tenía los ojos velados. Estaba diciendo que sabía que iba a morir. ¿Qué habría oído de las conversaciones anteriores? Michael se sintió irritado contra su padre, que continuaba roncando, reprochándose a sí mismo el haber inventado la certidumbre de que el anciano estaba ya muerto, un cadáver sin oídos que podía escuchar las palabras de los vivos.
Detrás de la película que velaba los ojos de Isaac había algo, un destello, una luz… ¿Qué era? Y entonces comprendió sin lugar a dudas lo que era: miedo. Su abuelo tenía miedo. A pesar de toda una vida transcurrida en la búsqueda de Dios, ahora que se encontraba en el límite estaba lleno de terror. Michael apretó con fuerza la mano de su abuelo hasta que notó sus huesos, frágiles como espinas de pescado, y aflojó la presión por miedo a que se quebraran.
—Zaydeh, no tengas miedo —dijo en Yiddish—. Estoy aquí, contigo. Nunca te dejaré.
Los ojos estaban ya cerrados. Su boca se movía como la de un niño.
—Nunca te dejaré —dijo Michael.
Mientras repetía las palabras, comprendió que nunca podría borrar los largos años en que el anciano había paseado de un lado a otro de los corredores cubiertos de brillante linóleo pardo, teniendo la botella de whisky como única compañía y consuelo.
Michael sostuvo su mano, mientras él deliraba, hablando a algunas de las personas que habían dejado huella en su recuerdo al cruzarse en su vida. A veces, sollozaba. El muchacho dejó que las arrugadas mejillas del abuelo se empaparan de lágrimas; le daba la impresión de que enjugarlas sería invadir su intimidad. Estaba reviviendo la discusión con Dorothy que había dado lugar a que se marchara de la casa. Desvarió acerca de la hermana de Michael, Ruthie, y de un pequeño llamado Joey Morello. De pronto, retorció con fuerza los dedos de su nieto. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y se le quedaron mirando.
—Ten hijos, Micheleh —dijo—. Muchos hijos Yiddish.
Cerró los ojos y durante unos cinco minutos pareció dormir plácidamente. La respiración era sosegada y tenía coloreadas las mejillas. Luego, abrió de par en par los ojos y casi se salió de la cama en un ataque de furor. Trató de gritar, pero no tenía fuerza; en vez de ello, sus palabras sonaron como un apagado murmullo.
—¡No una shickseh! —dijo—. ¡No una shickseh!
Sus dedos se clavaron como garras en la mano de Michael. Se cerraron sus párpados, y su cara se retorció en una mueca casi cómica. Luego, la sangre huyó de sus mejillas, que adquirieron una tonalidad grisácea bajo la transparente piel. Cayó hacia atrás pesadamente, sin respirar ya.
Michael soltó sus dedos uno a uno de la mano de su Zaydeh y sacó la cabeza de la tienda de oxígeno. Se quedó en pie en medio de la habitación, temblando y frotándose el dedo vendado. Luego, se acercó al lugar en donde su padre roncaba con la cabeza apoyada contra la pared. En su sueño, parecía completamente desvalido. Por primera vez, Michael se dio cuenta de cómo se parecía Abe a su Zaydeh, con su nariz que se iba haciendo más ganchuda a medida que envejecía y las entradas en las sienes que dejaban ya al descubierto el calvo cráneo. El rastrojo que cubría su cara era más blanco que gris; si no se afeitaba durante la semana de Shivá, tendría una verdadera barba.
Alargó la mano y tocó el hombro de su padre.