8

La muchacha que vivía en el apartamento situado al otro lado del pasillo era Miriam Steinmetz. Una noche de primavera, en el último año de su estancia en la Escuela Superior de Ciencias, Mimi y él estaban echados sobre la espesa alfombra del cuarto de estar de los Steinmetz, leyendo las columnas de anuncios de colocaciones para la temporada de verano en The New York Times.

—¿No sería estupendo que pudiéramos encontrar empleo los dos en el mismo sitio? —preguntó Mimi.

—Claro.

En realidad, la idea le hacía estremecerse. Aquel verano, sentía la necesidad de ir a algún sitio nuevo, pero, sobre todo, la de conocer nuevas gentes, de mirar caras que no le resultasen familiares. La cara de Mimi, aunque bonita y vivaz, le era sobradamente familiar. Los Steinmetz vivían en el apartamento 3D cuando los Kind habían ido a vivir al apartamento 3C; ella ignoró ostentosamente a Michael hasta que, a los dieciséis años, aceptó una invitación para ingresar en la hermandad Mu Sigma de la Escuela Superior. Ella era una muchacha Iota Phi, y las ventajas eran evidentes, así que, le adoptó. Se invitaron mutuamente a los bailes organizados por sus respectivas hermandades, y, al cabo de algún tiempo, se besuqueaban con una indiferencia casi asexual. Lo malo de sus relaciones con Mimi era que sabía de ella mucho más que de su hermana Ruthie. La había visto con el pelo recién lavado y pegado a las sienes, con pomada por la cara para combatir el acné y con un pie sumergido en agua caliente para curar un dedo infectado. Nunca podrían ser Cleopatra y Marco Antonio. No quedaba entre ellos ni el más leve velo de misterio.

—Éste parece bueno —dijo ella.

El anuncio ofrecía plazas de ayudante de cocina en un hotel de los Catskills. Él se hallaba más interesado en el anuncio que figuraba inmediatamente debajo. Era para ayudante de cocina en un lugar llamado Las Arenas, en las afueras de Falmouth, Massachusetts.

—¿Contestamos los dos a éste? —preguntó Mimi—. Sería divertido pasar el verano en los Catskills.

—De acuerdo —dijo él—. Apunta el número del anuncio, y yo me llevo el periódico a casa.

Ella garrapateó las cifras en el bloc que había junto al teléfono; luego, se acercó a él y le besó levemente en la boca.

—La película me ha encantado.

La galantería le obligaba a tomar la iniciativa. Trató de besarla con tanto abandono como Clark Gable había besado a Claudette Colbert en la película que acababan de ver juntos.

Luego, involuntariamente, sus manos empezaron a interesarse en su suéter. Ella no ofreció resistencia. Sus pechos parecían pequeños cojines que algún día se convertirían en cojines grandes.

—La escena en que cuelgan la manta entre ellos en el motel era estupenda —le dijo ella al oído.

—¿Dormirías tú con un chico si estuvieses enamorada de él?

Ella guardó silencio un momento.

—¿Quieres decir realmente dormir con él? ¿O hacer el amor?

—Hacer el amor.

—Creo que sería una tontería. Desde luego que no, hasta que estuviésemos prometidos para casarnos… Y aun entonces, ¿por qué no esperar?

Dos minutos después, él entraba en su apartamento al otro lado del pasillo. Cuidando de no hacer ningún ruido innecesario que pudiera despertar a su familia, sacó papel y pluma y escribió una carta de solicitud de empleo a Las Arenas.

Un coche esperaba en la estación de autobuses de Falmouth. El conductor era un hombrecillo canoso de cara hosca que dijo llamarse Jim Ducketts.

—Te esperábamos en el otro autobús —dijo acusadoramente.

El hotel Las Arenas se levantaba a la orilla del mar. Era una estructura blanca, grande, circundada de amplios porches que daban a bellas extensiones de césped y a una playa carente de blancas arenas.

Había un barracón en la parte trasera de los terrenos del hotel, para albergar al personal contratado. Ducketts señaló un desvencijado catre de hierro.

—El tuyo —dijo, y salió por la puerta sin decir adiós.

El barracón estaba construido con planchas de madera sujetas con clavos y cubiertas de papel alquitranado. El catre de Michael estaba en un rincón. El rincón estaba habitado también por una enorme tela de araña que contenía, como una iridiscente joya situada en su mismo centro, una araña negra de largas y peludas patas y motas azules y anaranjadas.

Se le puso la carne de gallina. Miró a su alrededor en busca de algo que le permitiese matar al monstruo, pero no vio nada que pareciera servir para ello.

La araña no se movió.

—Está bien —le dijo—. Mantente alejada de mí, y yo haré lo mismo contigo.

—¿Con quién estás hablando?

Michael se volvió en redondo y, luego, sonrió con aire avergonzado. El otro muchacho estaba de pie en el umbral de la puerta y le miraba con suspicacia. Era un joven rubio, de pelo muy corto, con una piel tan intensamente curtida como la de Abe Kind. Iba vestido con zapatos de lona, pantalones ajustados y una camiseta que tenía impresa la palabra «Yale» en grandes letras azules.

—Con la araña —dijo Michael.

Le miró asombrado, pero Michael decidió que cuanto más lo explicase más ridículo parecería. El otro muchacho se presentó y le estrechó la mano con innecesaria fuerza.

—Al Jenkins —dijo—. ¿Tienes algo de comer?

Michael tenía una barra de caramelo que había estado guardando, pero la dio por espíritu de comunidad. El muchacho se tendió sobre el colchón de Michael y mordió la mitad de la barra, después de tirar la envoltura debajo del catre de Michael.

—¿Estudias? —preguntó.

—En otoño voy a empezar a ir a Columbia. ¿Cuánto tiempo llevas tú en Yale?

El otro echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada.

—Diablos, no voy a Yale, voy a la Nordeste. Eso está en Boston.

—¿Por qué llevas la camiseta de Yale?

—Para darme pisto. Para ligar.

—¿Ligar?

—Sí, hombre; para montármelo, echar un polvo, ponerme las botas. ¿Es la primera temporada que pasas en un lugar de veraneo?

Michael confesó que así era.

—Tienes mucho que aprender, amigo.

Terminó la barra de caramelo. Luego, se incorporó de repente en la cama de Michael.

—¿Estabas de verdad hablando con esa condenada araña?

Se levantaban a las cinco y media de la mañana. En el barracón, eran veinte. Los chicos y las chicas gruñían y maldecían al personal de la cocina por despertarles varias horas antes de tener que ir a trabajar. Después de las primeras mañanas, el personal de la cocina no se molestó en devolver las maldiciones.

El cocinero era un hombre alto y enjuto llamado señor Bousquet. Michael nunca oyó su nombre de pila, ni se le ocurrió preguntar cuál era. El señor Bousquet tenía un rostro alargado, de velados ojos e inmóviles rasgos, y pasaba el tiempo probando los guisos y dando de vez en cuando órdenes con tono monótono.

La primera mañana, fueron llevados a la cocina por el jefe de personal del hotel. Michael fue puesto a las órdenes de un coreano de edad indeterminada que le fue presentado como Bobby Lee.

—Yo soy empleado de despensa —dijo—. Tú eres chico de despensa.

Había tres cestas de naranjas sobre una mesa. Bobby Lee le dio unas pinzas y un cuchillo. Abrió las cestas y cortó naranjas por la mitad hasta que llenó tres grandes tinas.

Descubrió con alivio que el exprimidor era automático. Apretó media naranja contra el cilindro giratorio hasta que no quedó dentro de la naranja nada más que piel blanca. Luego, la tiró a un cesto y cogió otra media naranja. Una hora después, todavía estaba apretando naranjas contra el exprimidor. Tenía agarrotados los músculos del brazo, y sus dedos estaban tan rígidos que se hallaba seguro de que iba a parecer como si su mano derecha estuviera dispuesta a agarrar el pecho de cualquier mujer lo suficientemente estúpida como para ponerse a su alcance. Cuando terminó con el zumo de naranja, tuvo que cortar melones y racimos de uvas, abrir latas de higos y llenar mesitas de servicio con zumo, frutas y trocitos de hielo. Cuando, a las siete y media, llegaron los cocineros, Bobby y él estaban cortando verduras para la ensalada del almuerzo.

—Enseguida desayunamos —dijo Bobby.

Como mientras trabajaba estaba frente a la puerta de la despensa, había podido ver a las camareras bullir de un lado a otro a través de la puerta oscilante que separaba el comedor de la cocina. Las había de todas clases, desde feas hasta deslumbrantemente hermosas. Le agradaba mirar a una de ellas en particular. Tenía un cuerpo fuerte y bello que al andar se movía bajo el uniforme, y espesos cabellos dorados recogidos en un moño que la hacían parecer salida de un anuncio de cerveza sueca.

Bobby vio que la miraba y sonrió.

—¿Comemos con las camareras? —preguntó Michael.

—Ellas comen en el zoo.

—¿En el zoo?

—Lo que llamamos comedor para la servidumbre. Nosotros comemos hache mismo, en la despensa.

Advirtió la decepción de Michael, y su sonrisa se ensanchó.

—Alégrate. La comida del zoo es para animales. Nosotros comemos lo mismo que los huéspedes.

Demostró sus palabras unos minutos después. Michael desayunó higos y leche cuajada, huevos revueltos con salchichas, fresas azucaradas del tamaño de pelotas de tenis de mesa y dos tazas de excelente café caliente. Volvió a ponerse al trabajo lleno de satisfacción.

Bobby le miró aprobadoramente mientras partía rajas de pepinos.

—Trabajas bien. Comes bien. Eres un buen tipo.

Él asintió modestamente.

Aquella tarde, se sentó en un taburete de piano alabeado por el agua de lluvia frente a la puerta del barracón. Estaba cansado y se sentía muy solo. En el interior, alguien tocaba vacilantemente un banjo, alternando entre En lo alto de una nube de humo y Me paso toda la noche soñando contigo. Tocó cuatro veces cada pieza.

Michael observó la fusión de la servidumbre masculina y la femenina. Se les había prohibido mezclarse con huéspedes, pero él se dio cuenta inmediatamente de que la dirección no tenía por qué temer nada. La mayoría de los contratados parecían ser veteranos de veranos anteriores que habían vuelto a Cape Cod para reanudar relaciones amorosas en el punto en que habían quedado interrumpidas al final de las vacaciones anteriores. Él era un testigo envidioso de numerosas y sucesivas reuniones.

El barracón estaba separado de la sección destinada a las mujeres por una arboleda de pinos, la cual cruzaban senderos que conducían al interior del bosque. Todos los encuentros seguían inevitablemente el mismo patrón. Chico y chica se reunían en la arboleda, charlaban unos minutos y, luego, se alejaban paseando por el sendero. No vio a la chica de las trenzas suecas. «Tiene que haber alguien —pensó— que esté sin pareja».

Estaba empezando a oscurecer cuando una muchacha salió del sendero, andando en dirección a él. Era una morena alta y segura de sí misma que llevaba un jersey Wellesley. La primera y la última «I» de su «Wellesley» estaban como mínimo un palmo más cerca de él que el resto de las letras.

—Hola —dijo—, soy Peggy Maxwell. Eres nuevo esta temporada, ¿no?

Él se presentó.

—Te he visto hoy en la despensa —dijo ella. Se inclinó hacia delante. Resultaba una mujer impresionante cuando se inclinaba—. ¿Querrías hacerme un favor? La comida del zoo es espantosa. ¿Podrías traerme algo de la despensa mañana por la noche?

Se disponía él a brindarle sus servicios de abastecimiento para todo el verano, cuando el banjo que sonaba en el interior del barracón enmudeció y Al Jenkins apareció en la puerta. Llevaba un jersey con la insignia de Princeton.

—¡Peggy! —gritó alegremente.

—¡Allie!

Se echaron uno en brazos del otro, riendo y balanceándose mientras se sobaban. A los pocos segundos, desaparecieron, cogidos de la mano, por uno de los senderos. Michael se les quedó mirando mientras quedaban ocultos por el follaje, preguntándose si Peggy Maxwell iba realmente a Wellesley, o si el jersey no sería más que un cebo para ligar. Podía morirse de hambre; le tenía sin cuidado.

Permaneció sentado en el taburete de piano hasta que anocheció; luego, entró en el barracón y encendió la desnuda bombilla.

Michael tenía un libro en su cartera: Las obras de Aristóteles. Lo sacó y se tendió sobre la cama. Dos moscas zumbaban en torno a un pedazo de chocolate que Al Jenkins había dejado en su colchón cuando se comía la única barra de caramelo. Michael las aplastó con el libro y echó los cadáveres en la tela tejida por su amiga. Una pequeña polilla había caído en la red y yacía allí rígida, aprisionada mortalmente cerca de la araña.

—Escucha:

Difícilmente se encuentran personas que desdeñan los placeres y se complacen en ellos menos de lo que deben, pues tal insensibilidad no es humana. Incluso los demás animales distinguen diferentes clases de alimentos y gustan de unos y no de otros; y si existe alguno que no encuentra nada especialmente agradable o atractivo, tiene que ser algo completamente distinto de un hombre; esta clase de persona no ha recibido un nombre porque es muy difícil de encontrar.

Cuando hubo terminado el párrafo, las dos moscas habían desaparecido y la araña estaba de nuevo inmóvil. La polilla continuaba ilesa.

—Escuchas bien. Comes bien. Eres un buen tipo —dijo.

La araña no lo negó.

Apagó la luz, se desnudó y se metió en la cama. Se quedaron los dos dormidos, la araña y él.

Durante tres semanas, trabajó en la despensa, comió, durmió y se sintió solo. En cuanto Al Jenkins le vio leyendo a Aristóteles, no pudo por menos de difundir la noticia de que Michael hablaba también a las arañas, y al cabo de cinco días se vio estigmatizado como el tipo raro del hotel. Ello no le importaba en absoluto. No había uno solo entre todos aquellos cretinos con quien deseara mantener una conversación de cinco minutos.

El nombre de la chica de trenzas era Ellen Trowbridge. Lo descubrió tragándose su orgullo y preguntándoselo a Jenkins.

—Ese bomboncito no es para ti, muchacho —dijo Jenkins—. Es una frígida de Radcliffe que no está disponible. Hazle caso a uno que sabe.

Ella tenía libres los martes por la tarde. Obtuvo la información sobornando a Peggy Maxwell con una chuleta de cordero. Él tenía libres los jueves, pero Bobby Lee accedió al cambio de día libre sin la menor objeción.

Aquella noche fue al barracón de las chicas, llamó a la puerta y preguntó por ella. Cuando salió, se la quedó mirando con el ceño ligeramente fruncido formándole dos pliegues en la frente.

—Soy Mike Kind. Los dos tenemos libre la tarde de mañana; así que he pensado que podríamos ir juntos a un picnic.

—No, gracias —dijo ella en tono tajante.

Alguien se rio en el interior del barracón.

—En la playa de la ciudad —dijo él—. Suele haber mucha gente, pero no está mal.

—No pienso salir con nadie este verano.

—Oh. ¿Estás segura?

—Estoy segura —contestó—. Gracias por invitarme.

Se metió dentro. Mientras él empezaba a marcharse, salieron Peggy Maxwell y una pequeña pelirroja que se las daba de graciosa.

—¿Quieres otra compañía distinta para mañana por la tarde? —preguntó Peggy.

La otra chica soltó una risita, pero él estaba ya en guardia. Se lo había preguntado con demasiada dulzura.

—No, gracias —dijo.

—Iba a sugerirte la de Aristóteles. O la de tu araña. ¿Es una araña hembra, o se trata de unas relaciones homosexuales?

Las dos se echaron a reír a carcajadas.

—Iros al infierno —dijo él.

Giró sobre sus talones y echó a andar por el sendero.

—¡Señor Kind!

Era la voz de Ellen Trowbridge. Se detuvo y la esperó, pero no dijo nada cuando ella le alcanzó.

—He cambiado de opinión —dijo ella.

Él sabía que había oído las palabras cruzadas con Peggy.

—Mira, no quiero que me hagas favores.

—Me gustaría salir mañana contigo. De veras.

—Bueno, entonces…, estupendo.

—¿Nos encontramos en la arboleda? ¿A las tres?

—Te recogeré en tu barracón.

Ella asintió con la cabeza y sonrió. Luego, se alejaron cada uno en direcciones opuestas.

Bobby Lee le había preparado una generosa cesta de merienda, y él la miró con temor mientras ella comía.

—¿Tan mala es la comida del zoo?

—Peor —repuso, dejando de morder una pata de pollo—. ¿Tan groseramente estoy comiendo?

—No, no. Pareces sólo… hambrienta.

Ella sonrió y volvió a comer. Michael se alegró de que se mantuviera absorta en lo que comía. Eso le daba una oportunidad de estudiarla. Estaba generosamente formada, su cuerpo era prieto y firme en un traje de baño de una pieza. Cuando terminó con la última migaja de comida, él miró sus gruesas trenzas rubias y se hizo a sí mismo una apuesta.

—¿Svenska? —preguntó, tocándole suavemente una de las trenzas—. ¿Sí?

Ella pareció desconcertada; luego comprendió y se echó a reír.

—No. Germano escocesa por parte de mi madre y anglo yanqui por la de mi padre. —Le examinó a él—. Tú eres judío.

—Según los sociólogos, no podrías asegurarlo con sólo mirarme. ¿Cómo lo has sabido? ¿Por mi nariz? ¿Por mi cara? ¿Por la forma de hablar?

Ella se encogió de hombros.

—Simplemente, lo he sabido.

Ella tenía la piel muy blanca.

—Te vas a quemar —le dijo él con inquietud.

—Mi Diel no está acostumbrada al sol. Cuando termino de trabajar, el sol ya se ha puesto.

Sacó de su bolso un frasco de loción.

—¿Quieres que te la ponga yo?

—No, gracias —respondió cortésmente.

Tenía las uñas cortas y usaba esmalte incoloro. Cuando se aplicó la loción en la parte interior de sus muslos, Michael sintió que se le cortaba la respiración.

—¿Por qué me dijiste ayer que no ibas a salir con chicos este verano? ¿Tienes novio? ¿Algún chico de Harvard?

—No. Acabo de ingresar. Ni siquiera he empezado todavía en Radcliffe. Quiero decir que no, que no hay nadie.

—Entonces, ¿por qué?

—Acepté cuatro citas con cuatro chicos diferentes la primera semana que estuve aquí. ¿Sabes lo que ocurrió cada vez que nos adentramos una docena de pasos en esos malditos bosques? ¿Con cuatro chicos que había conocido cinco minutos antes?

Había dejado de aplicarse la loción, pero permaneció con la palma de su mano derecha suspendida a poca distancia de su pantorrilla izquierda, el cuerpo rígido y mirándole directamente a los ojos. Sus pupilas eran realmente verdes. Michael quiso apartar la vista, pero no había ningún otro sitio donde mirar.

Ella bajó los ojos y se echó más loción en la palma de la mano. Tenía la cabeza baja, pero podía verle la rosada nuca. El sol calentaba mucho. La playa estaba llena de niños cuyos gritos sonaban con estrépito. No lejos de la orilla se oyó el zumbido de una motora, pero ellos se encontraban en una isla de silencio. La muchacha debía de haberse echado demasiada loción en la mano. Cuando volvió a frotarse la pantorrilla, produjo un sonido íntimo y acuoso sobre su carne. Él anhelaba poner su mano sobre ella, en cualquier sitio, sólo para tocarla. Tenía piernas largas y esbeltas, pero muy musculosas.

—¿Eres bailarina? —preguntó.

—De ballet. Simple aficionada. —Se puso las manos bajo las pantorrillas—. ¿No son horribles? Es el precio que una tiene que pagar.

—Sabes que no lo son. ¿Por qué cambiaste de opinión y has salido conmigo?

—Me di cuenta de que tú eras diferente.

Las rodillas le temblaron y le invadió el deseo.

—No lo soy —dijo con vehemencia.

Sorprendida, ella levantó la vista y, luego, se echó a reír a carcajadas. Por un momento, él se sintió avergonzado y furioso, pero la alegría de ella era contagiosa. Se sonrió, aún contra su voluntad. Al poco rato, reía con ella, y la tensión desapareció, llevándose consigo, desgraciadamente, la voluptuosidad.

—Digamos —dijo ella, tratando de recobrar el aliento— que parecías bueno y solitario como yo, y pensé que no había peligro en venir contigo a esta desierta franja de playa.

Se levantó y le alargó la mano, que él cogió mientras se ponía en pie. Los dedos de ella eran fuertes, pero suaves y cálidos. Serpentearon por entre mantas de playa y cuerpos tendidos en la arena.

Por el rabillo del ojo, vieron a una gruesa mujer de piel morena entrar en el mar. Avanzó dentro del agua hasta que ésta tocó la parte inferior de sus bamboleantes senos. Ahuecando las manos, cogió un poco de agua y se la echó en la parte superior de su traje de baño. Cuando tuvo el pecho mojado, empezó a alzarse y descender, ya estirándose hacia arriba, ya sumergiéndose ligeramente, adentrándose más cada vez, hasta que la inmensidad de su cuerpo desapareció y no quedó fuera del agua nada más que su redonda cabeza.

—Vamos a la orilla —dijo él—. Tenemos que hacer eso.

Se alejaron lo suficiente para quedar ocultos a la vista de la gruesa señora e imitaron su actuación. La muchacha se eche agua incluso en el sostén de su traje de baño. Él procuró no sonreír. Era una cuestión seria y, descubrieron, muy divertida. Cuando no quedó sobre el océano nada más que sus dos cabezas, se acercaron uno a otro hasta que sus bocas estuvieron a unos centímetros de distancia sobre la superficie del mar.

Ella se había criado en una granja de pavos en Clinton, Massachusetts.

Detestaba el pavo y cualquier otra clase de volatería.

Y los huevos.

Le encantaba la carne roja.

Y Utrillo.

Y Gershwin.

Y Paul Whiteman.

Y Sibelius.

Detestaba el whisky.

Le encantaba el buen jerez.

Y el ballet, pero no era lo suficientemente buena como para ser profesional.

Quería ir a Radcliffe y, luego, hacerse asistenta social, esposa y madre, por ese orden.

Aunque el agua estaba tibia, los labios acabaron por ponérseles azulados. La gente empezó a abandonar la playa, pero ellos continuaron en el agua, dejándose mecer por las olas. A veces, tenían que moverse un poco para mantenerse en la profundidad que querían. Ella empezó a hacerle preguntas.

«¿Dónde iba a estudiar?». En Columbia.

«¿En qué iba a licenciarse?». En física.

«¿A qué se dedicaba su padre?». A la fabricación de fajas.

«¿Le gustaba Nueva York?». Supongo.

«¿Era un judío religioso?». No lo sé.

«¿Cómo era un servicio de sinagoga?». Como un servicio de iglesia realizado en hebreo, quizá. Pero no podía asegurarlo realmente porque nunca había visto un servicio de iglesia.

«¿Qué significaba que algo fuese kosher?».

—¡Santo Dios! —dijo él—. No necesitas estudiar para hacerte asistenta social. Ya estás desarrollando una eficiente historia clínica étnica.

Los ojos de ella se tornaron fríos.

—Te lo he dicho. Todo lo que me has preguntado. Habría contestado a cualquiera de tus preguntas. Estúpido, lo has estropeado todo.

Dio media vuelta para salir del agua, pero él la cogió del brazo y se excuso.

—Pregúntame lo que quieras —dijo.

Se quedaron en el agua. Ella tenía los labios casi blancos y el rostro tostado por el sol.

«¿Tenía hermanos o hermanas?». Una hermana menor. Ruthie.

«¿Cómo era Ruthie?». Como un grano en el culo. Estaba pasando el verano en Palestina.

«¿Era necesario que fuera tan vulgar?». A veces, sienta bien.

«¿Dónde vivían?». En Queens.

«¿Tenía ascensor el apartamento?». Sí.

«¿Había montado alguna vez en él cuando era niño?». Claro que no. Mi madre lo tiene cerrado con llave para que uno no se caiga y se mate.

«¿Le gustaba la ópera?». No.

«¿Le gustaba el ballet?». Nunca había visto ninguna función.

«¿Quién era su escritor favorito?». Stephen Crane.

«¿Eran realmente atrevidas las chicas de Nueva York?». Las que él había conocido, no.

«¿Había estado enamorado alguna vez?». Nunca hasta ahora.

—No te las des de listo —dijo ella—. No podría aguantarlo.

Lo digo en serio.

—No me las doy de listo.

Tal vez se debió a la sorpresa, pero ella dejó de hacerle preguntas y, por mutuo acuerdo, salieron del agua. La playa estaba casi desierta. Se estaba poniendo el sol, y el aire se había enfriado lo bastante como para ponerles carne de gallina en los brazos y en las piernas. Cuando echaron a correr en un intento de entrar en calor, los guijarros de la playa comenzaron un pequeño pogromo en las plantas de sus pies.

Ella levantó una pierna y se mordió el labio, mientras examinaba la magulladura producida por un guijarro.

—¡Malditas piedrecillas! —exclamó—. Prefiero mil veces la playa del hotel. Allí la arena parece seda.

—Estás bromeando —dijo él.

La playa del hotel estaba reservada a los huéspedes.

Constantemente se les decía que si eran descubiertos utilizándola, serían despedidos inmediatamente.

—Me baño allí de noche. Cuando el hotel y el resto del mundo está dormido.

Se estremeció ligeramente.

—¿Puedo acompañarte alguna vez?

Ella le miró y sonrió.

—¿Crees que estoy loca? No me acercaría por nada a la playa del hotel.

Cogió la toalla y empezó a secarse. Tenía la cara muy tostada por el sol.

—Dame tu loción —dijo él.

Ella se sometió mientras él le extendía la loción sobre la frente, las mejillas y el cuello. Su carne era cálida y elástica, y la frotó con las yemas de los dedos hasta mucho tiempo después de haber desaparecido la loción.

Volvieron lentamente a Las Arenas y llegaron allí al anochecer.

En la arboleda, ella le dio la mano.

—Ha sido una tarde maravillosa, Mike.

—¿Puedo verte esta noche? ¿Vamos al cine a la ciudad?

—Mañana tengo que madrugar.

—Entonces, podemos dar sólo un paseo.

—Esta noche, no.

—Mañana por la noche.

—Nada de citas nocturnas —dijo ella con firmeza. Vaciló un momento—. Estaré libre otra vez el martes que viene. Me encantará volver a la playa contigo.

—Es una cita.

Se quedó mirando cómo se alejaba por el sendero hasta que ya no pudo verla. Tenía una forma de andar maravillosa.

No podía esperar toda una semana. El miércoles la invitó a salir de nuevo y recibió una firme negativa. El jueves, cuando ella le respondió con un seco «¡no!», en el que había lágrimas además de ira, él se alejó enfurruñado como un chiquillo. Aquella noche no pudo dormir. Algo que ella había dicho dos días antes —acerca de bañarse en la playa del hotel cuando todo el mundo estaba dormido— se le aferraba con insistencia a la imaginación. Trató de alejar el pensamiento recordando que ella había convertido la observación en una broma sin sentido, pero eso le obsesionó aún más. La broma no tenía sentido, y Ellen Trowbridge no era chica que hablara por hablar.

A eso de la una, se levantó de la cama y se puso unos pantalones y unas zapatillas de lona. Salió del barracón y bajó por el sendero que conducía, por delante del hotel, hacia la oscura playa. Al llegar a ésta, se descalzó y llevó las zapatillas en la mano. Ellen tenía razón; la arena era como seda.

La noche era nublada, pero cálida y húmeda. «Si ella viene —pensó— será por el extremo de la playa, lejos del hotel». Se dirigió a la caseta de salvavidas que había en aquella zona y se sentó detrás de ella en la suave arena.

Las Arenas era un hotel familiar, con escasa población nocturna. Brillaban todavía unas cuantas luces a través de las ventanas del hotel, pero, mientras las miraba, fueron apagándose una a una, como ojos que se cerraran para dormir.

Se quedó escuchando el susurro de las aguas sobre la arena y preguntándose qué estaba haciendo allí. Sentía unos deseos locos de fumar un cigarrillo, pero no quería que nadie viese la luz de la cerilla o el fulgor de la brasa. Se durmió un par de veces, sólo para volver a despertarse con un sobresalto.

Muy pronto dejó de sentir impaciencia. Era agradable estar allí, escarbando con los dedos de los pies en la sedosa arena. Se trataba de una noche en que también el aire era sedoso, y sabía que el agua produciría la misma sensación. Pensó mucho, no en cosas concretas, sino en la vida, en sí mismo, en Nueva York, en Columbia, en su familia, el sexo, los libros que había leído y los cuadros que había visto, con una serenidad y un sosiego que resultaban tonificantes y agradables. Estaba muy oscuro. Tras largo tiempo de estar allí sentado, oyó un pequeño ruido en la orilla del agua, y sintió miedo de que ella estuviese allí sin que él lo supiera.

Se levantó y echó a andar hacia el lugar de donde provenía el ruido, y a punto estuvo de pisar tres cangrejos. Se detuvo en seco, pero los animalitos se vieron más afectados por su presencia que él por la suya y echaron a correr en la oscuridad.

Ella surgió al borde del agua, a sólo tres o cuatro metros de donde él estaba arrodillado mirando alejarse a los cangrejos. La arena había ahogado sus pisadas, de modo que no la oyó hasta que hubo cruzado casi toda la playa.

Temía llamarla por miedo a asustarla, y cuando se decidió, era ya demasiado tarde.

Oyó el sonido de una cremallera y, luego, un susurro de ropas. En sólo un par de segundos percibió el murmullo de las ropas al caer sobre la arena y pudo ver la blanquecina mancha de su cuerpo. Oyó el rasp-rasp de sus uñas sobre su piel mientras se rascaba; no podía ver dónde se estaba rascando, pero era un sonido intensamente personal, y comprendió que si Ellen Trowbridge le descubría entonces, arrodillado en la arena, como un sucio fisgón, no volvería jamás a dirigirle la palabra.

La muchacha penetró en el agua con un chapoteo semejante al producido por una roca al caer. Después, silencio. Era entonces cuando debería haberse marchado, tan rápida y silenciosamente como le fuera posible. Pero sintió miedo por ella. Ni siquiera los mejores nadadores se sumergen solos en el océano en medio de la noche.

Pensó en los cangrejos, en la resaca e incluso en los tiburones, que, según estaba informado, cada par de años atacan a los bañistas. Estaba a punto de llamarla, cuando oyó su chapoteo y divisó su blancura al salir del agua.

Sintiéndose culpable, aprovechó el sonido de una ola al romper para tenderse de bruces, la cara sobre los brazos y el estómago sobre la arena, mientras el mar le subía por las piernas, humedeciéndole el pantalón.

Cuando levantó la mirada ya no podía verla. Debía de encontrarse no lejos de allí, dejando que la cálida brisa secara su cuero. Reinaba una completa oscuridad, y un gran silencio sólo turbado por el rumor del océano Atlántico. De pronto, ella se dio una palmada en la nalga. Luego, la oyó correr y saltar, correr y saltar Un par de veces se acercó peligrosamente al lugar en que él se hallaba tendido, una blanca figura que se alzaba y descendía en el aire como una gaviota traviesa. Aunque jamás había visto una representación de ballet en un escenario, sabía que ella estaba bailando al compás de una música que sonaba sólo en su mente. Escuchó el acelerado jadeo de su respiración mientras saltaba, y sintió deseos de poder accionar un conmutador que encendiera brillantes luces y le permitiera verla bailar, ver su rostro, su cuerpo, el temblor de sus pechos al saltar, el lugar en que ella se había dado la palmada y los lugares donde no lo había hecho. Pero no había ningún conmutador, y ella no tardó en cansarse y cesó de saltar. Permaneció en pie un par de minutos más, respirando con fuerza; luego, recogió sus ropas y caminó desnuda hacia el lugar de donde había venido. Había una ducha abierta casi al borde de la playa, donde los huéspedes del hotel se quitaban la arena y el salitre. Oyó el silbido, semejante al de una serpiente, cuando ella se puso debajo y tiró de la cuerda. Luego, la noche quedó en silencio.

Esperó un poco más, para asegurarse de que ella se había marchado; después, volvió a la caseta de salvavidas y cogió sus zapatillas de lona. Cuando estuvo de vuelta en el barracón, se quitó los pantalones y los colgó para que se secaran. A la luz de una cerilla vio que el reloj señalaba las cuatro y diez. Se tendió en su litera y escuchó los ronquidos de demasiados varones durmiendo bajo el mismo techo. Le ardían los párpados, pero estaba desesperadamente despierto.

«Santo Dios —pensé—. Estoy enamorado de una gentil, de una shickseh».