A los trece años, en una fría mañana de invierno, se convirtió en miembro de las masas trabajadoras. Fue en coche hasta Manhattan con su padre, saliendo de casa antes de que se levantara de la cama el resto de la familia. Desayunaron zumo de naranja, crema de queso y crujientes panecillos, y se entretuvieron un rato charlando agradablemente ante unas tazas de café. Luego, salieron de la cafetería y cruzaron la calle en dirección al viejo edificio en cuyo cuarto piso se albergaban los talleres de Fajas Kind.
Los sueños en que se había complacido Abe cuando cambió la denominación de la firma y su propio apellido no habían llegado a materializarse. Cualquiera que sea el ingrediente que transforma un saludable negocio en una rica empresa se le había escapado a Abraham Kind. Pero si bien el negocio no había prosperado brillantemente, continuaba suministrando aceptables ingresos.
Las instalaciones se componían de dieciséis máquinas atornilladas a un grasiento suelo de madera y rodeadas por mesas sobre las que había abundancia de paños, copas, ballenas, ligas y otros materiales que habían de convertirse en corsés, ligueros, fajas y sostenes. La mayoría de los empleados de su padre eran diestros trabajadores que llevaban muchos años con él.
Michael conocía ya a muchos de los trabajadores de su padre, pero éste le llevó de una máquina a otra y se los fue presentando con cierta solemnidad.
Un cortador de pelo blanco llamado Sam Katz se quitó el cigarro de la boca y se dio unas palmadas en el redondo vientre.
—Soy el representante del sindicato —dijo—. ¿Quieres que negocie los asuntos sindicales contigo o con tu padre? Abe sonrió.
—Oye, deja en paz a este chico con tu propaganda sindical.
Por lo que te conozco, serías capaz de incluirle en la comisión negociadora.
—No es mala idea. Gracias. Creo que lo haré.
La sonrisa de su padre se esfumó cuando se dirigían hacia el despacho.
—Gana más dinero que yo —dijo.
Una pared separaba el despacho del recinto de las máquinas. El recibidor, alfombrado, tenía una suave iluminación y había sido bien amueblado en los días en que Abe alimentaba todavía grandes ilusiones sobre el futuro. Por la época en que Michael empezó a trabajar allí, los muebles estaban un tanto destartalados, pero todavía de buen ver. Un cubículo de cristal existente en un rincón contenía dos mesas, una para su padre y otra para Carla Salva, la contable.
Estaba sentada detrás de sus libros de contabilidad, arreglándose las uñas. Les dio los buenos días con una resplandeciente sonrisa. Tenía unos dientes increíblemente blancos y una boca que la naturaleza había dotado de finos labios y que Max Factor había vuelto a modelar con roja jugosidad. Junto a la nariz tenía un lunar oscuro. Era una muchacha portorriqueña de piel cremosa, opulentos senos y esbeltas caderas.
—¿Hay correo? —preguntó Abe.
Ella señaló con la uña recién pintada de su dedo índice, tan afilada y roja como un ensangrentado estilete, un montón de papeles que había a un extremo de su mesa. Su padre los cogió, los llevó a su mesa y empezó a separar los pedidos de las facturas.
Michael permaneció en pie unos minutos, luego, carraspeó.
—¿Quieres que haga algo? —preguntó.
Abe levantó la mirada. Había olvidado que el muchacho estaba allí.
—Oh —dijo. Le llevo a un pequeño armario y le enseñó una desvencijada aspiradora Hoover que había allí—. Limpia las alfombras.
Estaban muy necesitadas de limpieza. Después de haber limpiado las alfombras con la aspiradora, regó las dos grandes plantas y luego se puso a dar brillo al soporte metálico del cenicero. Estaba haciendo esto a las diez y media, cuando entró el primer cliente. Abe salió del cubículo de cristal en cuanto le vio.
—¡Señor Levinson! —exclamó. Se estrecharon calurosamente las manos—. ¿Qué tal van las cosas por Boston?
—Podrían ir mejor.
—Aquí también, aquí también. Pero esperemos que no tarden en ir viento en popa.
—Traigo un nuevo pedido para usted.
Entregó una hoja de pedido a Abe.
—¿No habrá venido hasta Nueva York sólo para repetir el pedido anterior? Tengo varias cosas preciosas para enseñarle.
—Tendría que ser muy bueno el precio, Abe.
—Señor Levinson, usted y yo podemos hablar de precios más tarde. Lo único que le pido es que tome asiento y contemple estas cosas nuevas.
Volvió la mirada hacia el cubículo.
—Carla, la nueva línea —dijo su padre.
Ella asintió y dirigió una sonrisa al señor Levinson. Entró en el almacén y a los pocos minutos pasó al vestuario, llevando dos cajas. Cuando salió, sólo llevaba puesto un corsé.
Las manos de Michael se helaron en torno al soporte de metal que estaba abrillantando. Nunca había visto una parte tan grande del cuerpo de una mujer. Las copas del corsé moldeaban los pechos de Carla en dos elevadas bolas de carne que le hacían flaquear las rodillas. Tenía un lunar en la cara interior del muslo izquierdo que hacía juego con el de la cara.
Su padre y el señor Levinson no parecieron darse cuenta de la existencia de ella. Levinson miraba al corsé, y su padre miraba al señor Levinson.
—No me convence —dijo finalmente el comprador.
—¿Ni siquiera le interesa saber lo baratos que pueden resultar?
—Sería una extravagancia a cualquier precio. Tengo ya demasiados en el almacén.
Su padre se encogió de hombros.
—No discutiré.
Carla volvió al vestuario y salió con una faja y un sostén negro. La faja era lo suficientemente baja como para que el ombligo de la muchacha le hiciera guiños secretamente a Michael, mientras ella paseaba de un lado a otro delante de los dos hombres. El señor Levinson no pareció sentir más interés por la faja del que había sentido por el corsé, pero se echó hacia atrás y cerró los ojos.
—¿Cuánto?
Parpadeó cuando Abe se lo dijo. Discutieron acaloradamente varios minutos. Luego, su padre se encogió de hombros e hizo una mueca mientras accedía a la última oferta del señor Levinson.
—Bueno, ¿y cuánto por los corsés?
Su padre sonrió, y comenzó de nuevo el regateo. Cuando el trato quedó cerrado, ambos hombres parecían satisfechos. Tres minutos después, el señor Levinson se había marchado, y su padre y Carla estaban de nuevo sentados a sus mesas. Él se quedó frotando vigorosamente, mirando a hurtadillas la aburrida cara de Carla y deseando ardientemente que cruzara la puerta otro cliente.
Le gustaba trabajar con su padre. Los sábados, en que el establecimiento cerraba a las cinco de la tarde, los dos solían ir a cenar a un restaurante y, luego, al cine o, a veces, al Garden, a ver un partido de baloncesto o un combate de boxeo. Varias veces fueron a la YMHA, hicieron ejercicio juntos y se sentaron luego en el baño de vapor.
Su padre podía estar respirando vapor indefinidamente y salir luego con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Michael tenía que salir de la habitación a los cinco o diez minutos, con las rodillas débiles y extraída de su cuerpo toda la vitalidad.
Una noche, se hallaban sentados en el baño de vapor, con el humo culebreándoles por la cara.
—Pégame en la espalda, ¿quieres? —dijo su padre.
Él se acercó al grifo que había en la pared y empapó una toalla en agua helada; luego, se estremeció mientras golpeaba el cuerpo de Abe. Gruñendo de placer, Abe cogió la toalla y se enjugó el rostro y las piernas.
—¿Quieres que te dé yo?
Michael le dio las gracias, pero declinó la oferta. Abe hizo girar la espita, y nuevas nubes de vapor comenzaron a penetrar en el pequeño recinto. La respiración de su hijo se tornó trabajosa, pero la suya continuó lenta y tranquila.
—Voy a comprarte un juego de pesas —dijo. Estaba tendido de espaldas sobre un banco, con los ojos cerrados—. Te compraré un juego de pesas, y haremos ejercicio los dos juntos.
—Bueno —dijo Michael, sin entusiasmo.
La verdad era que no podía levantar la mayoría de las pesas que su padre tenía en su dormitorio, ni tampoco sentía especiales deseos de hacerlo. A sus trece años, había empezado ya a desarrollarse, y era alto y muy delgado. Miró el espléndido físico de su padre y pensó en su madre, baja y rechoncha, y se maravilló de las increíbles travesuras de la naturaleza.
—¿Qué pasa? ¿No quieres las pesas?
—No es que tenga muchas ganas.
—¿Quieres alguna otra cosa?
—Nada en particular.
—Eres un chico raro.
Eso no parecía exigir contestación, así que continuó sentado, respirando con dificultad.
—Quería tener una conversación contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre el sexo.
Se sintió violento, pero trató de disimularlo.
—¿Tienes algún problema, papá?
Abe se incorporó en el banco, sonriendo.
—No te hagas el listo. Nunca he tenido esa clase de problemas.
Bueno… ¿Qué es lo que sabes?
Le era imposible sostener la regocijada mirada de su padre.
—Lo sé todo acerca de eso.
Por un momento, no se oyó otro sonido que el del silbante vapor.
—¿Dónde has obtenido tu información?
—Con los amigos. Hablamos.
—¿Tienes alguna duda?
Había varias cuestiones que le venían intrigando desde hacía algún tiempo.
—No —contestó.
—Bueno, si se te ocurre alguna, acude a mí. ¿Me oyes?
Esperó otros dos minutos y escapó luego a la ducha. Al poco rato, salió Abe, que se situó bajo la ducha de agua fría mientras Michael haraganeaba bajo la de agua caliente. Empezaron a cantar a coro El jeque de Arabia. Abe tenía mala voz, poco modulada e insegura.
Abe disfrutaba con tener a su hijo en sus talleres, pero le trataba como a cualquiera de los otros empleados. Cuando Michael empezó a trabajar, su padre le pagaba tres dólares los sábados.
Pasó un tiempo, y al cabo de un año de estar allí, Michael pidió a Sam que le negociara un aumento de sueldo. El representante sindical se sintió complacido con la petición. Él y Abe se reunieron en una sesión que duró veinte minutos, y el resultado fue un aumento de un dólar.
Después de obtener su aumento, ahorró durante un par de semanas y llevó a su padre a ver una obra de teatro. Era Maria de Escocia, de Maxwell Anderson, con Helen Hayes y Philip Merivale como intérpretes. Su padre se quedó dormido en la mitad del segundo acto. La semana siguiente, Abe le llevó al teatro Yiddish a ver una revista titulada El Greené Coziné, que versaba sobre una familia americana que se transformaba por la llegada de un primo inmigrante. No comprendió todo el Yiddish, pero los chistes que entendió le hicieron reír hasta saltársele las lágrimas.
Padre e hijo fueron intimando cada vez más gracias a las tardes que pasaban juntos los viernes. Poco antes del Bar misvá, Abe había empezado a preocuparse por la cuestión de si su hebreo sería lo suficientemente correcto como para permitirle una buena actuación cuando fuese llamado al Bemá; así que, a sugerencia suya, asistieron a un servicio del viernes por la noche en la sinagoga Hijos de Jacob.
El servicio no fue demasiado largo, y, para su sorpresa, Abe descubrió que recordaba la mayor parte del hebreo que había aprendido de chico. Volvieron al viernes siguiente, y pronto se convirtió en costumbre semanal. Los habituales de la sinagoga empezaron a contar con su presencia.
Michael se sentía orgulloso de su padre cuando estaba a su lado, un hombre duro y musculoso con ojos que sonreían al cantar las alabanzas de Dios.
A los quince años, ingresó en la Escuela Superior de Ciencias de Bronx, haciendo gustoso, todas las mañanas, el largo viaje en metro desde Queens. Sabía que era la escuela más exigente de Nueva York. El primer ejercicio que le pusieron le preocupaba. Era de biología y versaba sobre la reproducción masiva de las tripeditas, a cuya familia pertenece la mosca de la fruta. Cuando le fue imposible encontrar suficiente material de consulta en la biblioteca pública, su profesor de biología consiguió procurarle un permiso especial para utilizar la biblioteca de la Universidad de Nueva York. Así, varias tardes a la semana se iba en metro hasta Manhattan y tomaba abundantes notas, algunas de las cuales comprendía.
Una noche, consciente de que su trabajo debía estar terminado en el plazo de diez días, se sentó a una mesa de la biblioteca de la Universidad de Nueva York y trabajó febrilmente en varios sentidos. Se sentía cansado y notaba como si le estuviera comenzando un resfriado. Tenía la cabeza caliente, y empezaba a dolerle la garganta al tragar saliva. Permaneció tomando notas sobre los prodigiosos esfuerzos reproductores de la mosca de la fruta y de algunos de sus competidores:
Según los cálculos de Hodge, el pulgón San José produce de cuatrocientas a quinientas crías. La mosca Dobson pone de dos mil a tres mi huevos. La abeja reina puede poner dos mil a tres mil huevos al día. El paguro reina puede poner sesenta huevos por segundo hasta un total de varios millones.
La lectura de todo aquello le hizo experimentar una sensación extraña. La única muchacha que había al alcance de su vista tenía dientes feos y una espesa capa de caspa sobre su arrugado suéter negro. Desanimado, continuó tomando notas:
Herrick afirma que una pareja de moscas, comenzando en abril, habrían producido para agosto la cantidad de 191 010 000 000 000 000 000 de huevos. Si por algún capricho de la naturaleza, sobreviviera toda la prole, y asignando un centímetro cúbico a cada mosca, habría suficientes para cubrir la Tierra hasta una altura de catorce metros.
Se quedó pensando en cómo sería el mundo cubierto por catorce metros de moscas, todas zumbando y desparramando gérmenes y copulando, con lo que la marea de moscas continuaría creciendo. ¿Copulan las moscas? Le costó doce minutos descubrir el hecho de que las hembras ponían huevos y los machos los fertilizaban. ¿Era divertida esa especie de organización sexual? ¿Había alegría en el acto de fertilización, o era la mosca macho una especie de lechero sexual que hacía regularmente sus repartos conforme a un plan establecido? Trató de averiguarlo en el índice de materias del libro. Miró en «sexo», en «copula», en «apareamiento», e incluso, aunque sin mucha esperanza, en «placer». Pero no encontró nada que le aclarase la cuestión. El proceso duró, sin embargo, hasta las diez, y, como la biblioteca cerraba a esa hora, dejó el libro y bajó en el ascensor. Hacía mal tiempo. Una fina llovizna había fundido los montones de nieve sucia que había a lo largo de la cuneta hasta dejarlos convertidos en ligeros bultos, más de suciedad que de nieve. Era la salida de las clases nocturnas, y se vio impelido hacia el quiosco del metro por una impetuosa marea humana. Se apretujaba en dirección a la entrada del metro. De pronto, se encontró aplastado, pecho contra pecho, contra una atractiva muchacha de cabello castaño, que llevaba un abrigo de gamuza y una boina. Por un momento, se olvidó de su resfriado. Era una bonita situación. Ella le miró a los ojos y, luego, a los libros que llevaba.
—¿Qué eres? ¿Un niño prodigio?
Su voz sonaba regocijada. Él se echó hacia atrás, tratando de evitar el contacto con ella, odiándola súbitamente por no ser tres años más joven. La multitud se movió, pero no por eso se encontró más cerca de la entrada del metro. Por el rabillo del ojo, vio el autobús de la Quinta Avenida acercándose a menos de una manzana de distancia. Dio un codazo a un joven gordo y barbudo y echó a correr hacia el autobús, pensando en cogerlo hasta la calle 34, donde, con toda seguridad, la estación del metro estaría menos concurrida.
Pero, al pasar por la calle 20 y levantar maquinalmente la mirada hacia el edificio en que se albergaban los talleres Kind, vio que las dos ventanas delanteras estaban encendidas. Eso podía significar que su padre estaba trabajando todavía. Estiró el cordón de la campanilla, encantado ante la perspectiva de cambiar un largo viaje de pie en el metro por un cómodo viaje en el Chevrolet.
El edificio estaba opresivamente caliente, como ocurría siempre en invierno. El ascensor se hallaba desconectado, y, cuando hubo subido los tres empinados tramos de escaleras hasta el cuarto piso, estaba sudando abundantemente y le dolía la garganta. Abrió la puerta y se quedó en el umbral al ver a su padre, completamente desnudo, haciendo el amor con Carla Salva sobre el raído sofá que él limpiaba con la aspiradora tan laboriosamente todos los sábados por la mañana. Uno de los alargados y finos pies de Carla estaba en el suelo, reposando sobre la arrugada seda de sus bragas. El otro pie se movía suavemente contra el dorso de la pantorrilla de su padre. Su boca Max Factor estaba ligeramente abierta, y tenía dilatadas las aletas de la nariz. No emitía ningún sonido bajo los atléticos esfuerzos de su padre. Tenía los ojos cerrados. Los abrió perezosamente, miró a Michael y lanzó un grito.
El se volvió y echó a correr por el oscuro vestíbulo hacia las escaleras.
—¿Quién era? —oyó preguntar a su padre.
Y, luego:
—¡Oh, Dios mío!
Estaba ya en el segundo descansillo cuando Abe empezó a gritarle por el hueco de la escalera.
—Mike, Mike, tengo que hablarte.
Continuó corriendo escaleras abajo hasta que estuvo fuera del caluroso edificio y bajo la helada lluvia. Luego, corrió. Resbaló y cayó sobre el hielo mientras aullaba la bocina de un taxi y un chofer le maldecía con acento sureño. Se levantó y echó de nuevo a correr, dejando sus libros y sus notas donde habían caído.
Cuando llegó a la calle 34 se sentía enfermo y jadeaba. Dando tropezones, se dirigió hacia el quiosco del metro.
No recordaba cómo había llegado a casa. Pero sabía que estaba en la cama. Sentía la garganta como si se la hubieran frotado con un rallador, le palpitaba la cabeza y la fiebre le abrasaba. Se sentía como un mechero Bunsen. «Cuando me apaguen —pensó—, no quedará más que el recipiente».
A veces, soñaba con Carla, con su boca abierta, lánguida y húmeda, y con las aletas de la nariz, dilatándose de pasión como el lento movimiento de las alas de una mariposa. La había imaginado así recientemente y se sentía avergonzado.
A veces, soñaba con la mosca de la fruta, reproduciéndose con sorprendente facilidad, obteniendo mucha más eficiencia con el procedimiento de la cópula que el hombre, pero sin éxtasis, la pobrecilla.
A veces, oía un tambor que le redoblaba en el oído a través de su caliente almohada.
Dos días después de caer enfermo recuperó el sentido. Su padre, sin afeitar y despeinado, estaba sentado en una silla junto a la cama.
—¿Cómo te encuentras?
—Muy bien —respondió roncamente Michael.
Lo recordaba todo como si las escenas estuvieran esculpidas en bloques de cristal y puestas en fila delante de él.
Abe miró a la puerta y se humedeció los labios con la lengua.
Michael podía oír a su madre preparando la cena en la cocina.
—Hay muchas cosas que tú no comprendes, Michael.
—Vete a jugar con tus pesas.
La ronquera le hacía parecer como si estuviera al borde de las lágrimas. El hecho era que esto le llenaba de rabia. Lo que sentía no era tristeza, sino un frío odio, y quería que su padre lo supiera.
—Eres un chiquillo. Eres un chiquillo y no debes juzgar. He sido un buen padre y un buen marido. Pero soy humano.
Le dolía la cabeza y tenía la boca seca.
—Nunca intentes decirme lo que debo hacer —dijo—. Nunca.
Su padre se inclinó hacia delante y le miró fijamente.
—Algún día lo sabrás. Cuando lleves veinte años casado.
Oyeron a su madre dirigirse hacia el dormitorio.
—¿Abe? —llamó—. Abe, ¿está despierto? ¿Cómo se encuentra?
Entró apresuradamente en la habitación. Esa mujer gorda, de pechos colgantes, gruesos tobillos y ridículos cabellos rojos. El simple hecho de mirarla lo empeoraba todo.
Volvió la cara hacia la pared.