A las tres de la madrugada del día en que iba a ser Bar misvá, nervioso y sin poder dormir, se sentó en la cocina del apartamento de Queens y rozó con los imaginarios flecos de un Tal lit imaginario una imaginaria Torá y, luego, sus labios.
—Barkú et adonai hameborok —murmuró—. Bark adonai hameborok leolain voed.
—¿Michael?
Su madre entró en la cocina con aire soñoliento y arrastrando los pies. Tenía los ojos entornados para resguardarse de la luz, y con una mano se sujetaba el pelo. Llevaba una bata de franela azul sobre un pijama rosado de algodón que le estaba demasiado corto. Había empezado hacía poco a teñirse el pelo de un detonante color rojo que la hacía parecer una mujer de circo. Michael, aun en medio de su nerviosismo, sintió, mientras la miraba, que el embarazo y el amor pasaban sobre él en sucesivas oleadas.
—¿Te encuentras mal? —preguntó ella con ansiedad.
—No tenía sueño.
La verdad era que, mientras yacía despierto en su cama, había repasado su papel en las ceremonias de Bar misvá, como había estado haciendo cincuenta veces al día, por lo menos, durante los últimos meses. Había descubierto, horrorizado, que no sabía decir la brocha, la corta bendición que precedía a la larga lectura de la Torá llamada Haftará. Se sabía la brocha tan bien como su propio nombre, pero alguna parte de su mente, cansada del constante martilleo por un único conjunto de sonidos, se había rebelado y borrado por completo las palabras de su memoria.
—Tienes que levantarte dentro de unas horas —cuchicheó ella con vehemencia—. Vete a la cama.
Más dormida que despierta, dio media vuelta y se volvió, arrastrando los pies, a su lecho. Él oyó a su padre que le preguntaba, mientras crujían los muelles bajo su peso:
—¿Qué ocurre?
—Tu hijo está loco. Un auténtico mishugineh.
—¿Por qué no duerme?
—Ve a preguntárselo.
Abe lo hizo. Caminó descalzo hasta la cocina, con su revuelto pelo negro cayéndole sobre la frente. Sólo llevaba los pantalones del pijama, como hacía todo el año porque se sentía orgulloso de su cuerpo. Michael observó por primera vez que el ensortijado vello de su pecho empezaba a tornarse gris.
—¿Qué diablos pasa? —dijo. Se sentó en una silla y se alisó el pelo con las dos manos—. ¿Cómo esperas ser Bar misvá mañana?
—No puedo recordar la brocha, la bendición.
—¿Querrás decir que no puedes recordar la Haftará?
—No, la brocha. Si recuerdo la brocha, la Haftará sale sola.
Pero no puedo recordar la primera línea de la brocha.
—¡Santo Dios! Cuando tenías nueve años te sabías de maravilla la brocha, hijo.
—Ahora no puedo recordarla.
—Escucha, no tienes que recordarla. Estará en el libro. Todo lo que tienes que hacer es leerla.
Michael sabía que eso era cierto, pero no por eso se sentía mejor.
—Quizá no sepa encontrar el lugar —aventuró.
—Habrá en el estrado más ancianos de los que tú quisieras ver. Ellos te enseñarán el lugar. —Su voz se endureció—. Ahora, vete a la cama. Ya está bien de esta mishugah.
Michael se acostó de nuevo, pero permaneció despierto hasta que las persianas de su ventana se vieron enmarcadas en una luz grisácea Luego, cerró los ojos y se durmió. Pero su madre lo despertó al cabo de lo que le pareció un segundo. Ella le miró con ansiedad.
—¿Te encuentras bien?
—Supongo que sí.
Michael fue tambaleándose al cuarto de baño y se echó agua fría en la cara. Estaba tan cansado que apenas se daba cuenta de lo que sucedía mientras se vestía, desayunaba en un santiamén y acompañaba a sus padres a la sinagoga.
Su madre le despidió con un beso en la puerta y subió apresuradamente la escalera que conducía a la sección de las mujeres. Parecía asustada. Él acompañó a su padre a un asiento de la segunda fila. La sinagoga estaba abarrotada de parientes, pero su madre pertenecía a una familia muy extendida, y parecía como si todos sus miembros estuviesen allí. Él se hallaba encerrado dentro de una envoltura de temor que se movía al moverse su cuerpo y de la que no había huida.
Pasó el tiempo. Confusamente, se dio cuenta de que su padre había sido llamado al Bemá y, desde muy lejos, oyó la voz de Abe recitando en hebreo. Luego, fue pronunciando su propio nombre en hebreo. —Michael Ben Abraham— y, caminando sobre unas piernas insensibles, subió a la plataforma. Rezó con su Tal lit la Torá y besó los flecos. Luego, se quedó mirando las letras hebreas sobre el amarillento pergamino. Se retorcían como serpientes ante sus ojos.
—Barkú! —le siseó uno de los ancianos que había a su lado.
Una voz temblorosa que no podía ser la suya, comenzó el canto.
—¡Barkú et adonai hameborok. Barkú…!
—Baruk.
Los ancianos gruñeron o rezongaron la corrección todos al mismo tiempo, y el brusco coro de sus voces le abofeteó la cara como si le hubieran golpeado con una toalla mojada. Levantó deslumbrado los ojos y vio pintada la desesperación en los de su padre. Volvió a empezar la segunda frase.
—Baruk adonai hameborok leolain voed. Baruk atá adonai, elohenu melek haolam.
Terminó con voz ronca la brocha, se sumergió ciegamente en la lectura de la Torá y en las bendiciones siguientes y empezó la Haftará. Durante cinco minutos, siguió balbuceando. Su voz sonaba huecamente en medio de un silencio que él sabía provocado por el convencimiento de los circunstantes de que en cualquier momento se extraviaría irremediablemente en la complejidad del pasaje hebreo o en la vieja melodía. Pero, como un torero herido, cuya experiencia y disciplina se resistían a dejarle en misericordioso olvido bajo los cuernos del toro, se resistía a morir. Su voz se hizo más firme. Sus rodillas cesaron de temblar. Continuó cantando, y los asistentes se echaron hacia atrás en sus asientos, sintiéndose a medias decepcionados al ver que no iban a ser testigos de un fracaso para su diversión.
Al poco rato, había olvidado al círculo de barbudos críticos que le rodeaban y al gran auditorio de amigos y parientes. Captado por la melodiosa sinfonía y la belleza del hebreo, se balanceaba a un lado y a otro, siguiendo el ritmo de su propio canto. Al llegar al final del pasaje, estaba disfrutando inmensamente, y lanzó con pena la última nota, prolongándola tanto como se atrevió.
Levantó la mirada. El rostro de su padre ostentaba la expresión que hubiera adoptado si la Primera Dama le acabara de decir personalmente que quedaba nombrado proveedor oficial de sostenes para la Casa Blanca. Abe echó a andar en dirección a su hijo, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, Michael se vio rodeado por un bosque de manos, todas alargadas para alcanzar su húmeda palma, mientras un coro de voces le deseaban mazal tob, buena suerte.
Caminó con su padre por el pasillo central hacia el fondo de la sinagoga, donde su madre esperaba al pie de las escaleras. Mientras avanzaban, estrecharon las manos de una docena de personas, y él aceptó sobres conteniendo dinero de hombres cuyos nombres ignoraba. Su madre, con el rostro cubierto de lágrimas, le besó, y él estrechó sus gruesos hombros.
—Mira quién está aquí, Michael —le dijo ella, apuntando con el dedo.
Levantó la mirada y vio a su abuelo, que se acercaba hacia ellos por el pasillo central de la sinagoga. Isaac había dormido en el cercano apartamento de uno de los planchadores de Abe, con el fin de poder ir andando hasta la sinagoga y evitar de esta manera la violación de la ley del Shabbat, que prohíbe montar en un vehículo.
Hasta varios años más tarde, no se le ocurrió a Michael pensar en lo astutamente que su abuelo había dirigido su guerra contra Dorothy y en lo grande que había sido su victoria. Su estrategia había requerido paciencia y el transcurso del tiempo. Pero, sirviéndose de estas armas, y sin levantar una sola vez la voz, había vencido a su nuera y convertido su casa en el observante lugar que el quería que fuera.
Por supuesto, Michael, sin él mismo darse cuenta, había sido su agente.
La derrota de Stash Kwiatkowski le había proporcionado un ímpetu que, durante varios meses, le hizo desear ir hasta la escuela hebrea y volver de ella todos los días. Cuando este placer se hubo agotado y dejó de sentirse ya Jack el Mata gigantes, había quedado prendido en el ritmo de un proceso de aprendizaje. Reb Yazle siguió a Reb Jaim, y Reb Doler sustituyó a Reb Yazle. Luego, durante dos años, se sumergió todas las tardes en la cálida aura emitida por los ojos azul eléctrico de la señorita Sophie Feldman, simulando empaparse en sabiduría y temblando cada vez que ella pronunciaba su nombre. La señorita Feldman tenía el pelo color de miel y una hilera de pecas al borde de una nariz deliciosamente respingona. Durante las clases, ella se sentaba con los tobillos cruzados, moviendo la punta del pie en un perezoso círculo que él contemplaba con una fascinación que, de alguna manera, le permitiría recitar la lección cuando era llamado.
Cuando ella se convirtió en la señora Hyman Horowitz y salió de la clase por última vez con su vacilante paso de embarazada, él no encontraba satisfacción en lujos como el de sentir celos, porque tenía ya trece años y el Bar misvá asomaba ante él. Pasaba todas las tardes en la clase especial de Bar misvá de Reb Moishe, el director de la escuela, estudiando su Haftará. Cada dos domingos, cogía el metro hasta Brooklyn y le cantaba la Haftará a su abuelo, sentado junto a la cama en la habitación de Isaac. Ambos llevaban Tal lit y, con la cabeza cubierta, seguían las palabras del libro con un dedo sudoroso, mientras él las cantaba lentamente y dándose mucha importancia.
Su abuelo permanecía con los ojos cerrados, igual que Reb Jaim, y cuando Michael cometía un error, volvía a la vida y cantaba la palabra correcta con débil y cascada voz. Después de la recitación de Michael, Isaac le formulaba sutiles preguntas acerca de la vida en el hogar, y lo que oía debía de llenarle de satisfacción. La exposición de Michael a la influencia de la sinagoga Hijos de Jacob había incidido en el espíritu Reformista que penetrara en la casa de los Kind.
A Dorothy Kind no le iba bien el papel de revolucionaria. Cuando Michael empezó a interrogar sobre la presencia en su casa de carnes y pescados que sus rebs de la escuela hebrea le decían que estaban prohibidos a los buenos judíos, su madre aprovechó la excusa para alejarlos de la casa. Desafiada por su suegro, había luchado con energía por su derecho a ser una librepensadora. Interrogada inocentemente por su hijo, se conformaba con mansedumbre y con vivificada conciencia. Las luces del Shabbat volvieron a encenderse en el apartamento los viernes por la noche, y la leche fue leche, y la carne, carne, y los dos no se mezclaron.
Ahora, cuando su abuelo hubo llegado lentamente hasta ellos a través de la atestada sinagoga, Dorothy le sorprendió dándole un cariñoso beso.
—¿No ha estado maravilloso Michael? —preguntó.
—Una buena Haftará —admitió ceñudamente.
Besó a Michael en la cabeza. El servicio había terminado, y los miembros de la congregación se acercaban a ellos. Recibieron las felicitaciones hasta que les hubo estrechado la mano la última persona. Después se dirigieron al interior, en donde se habían dispuesto mesas con trocitos de hígado, sardinas en escabeche y botellas de whisky escocés de contrabando.
Antes de reunirse con los invitados, su abuelo retiró del cuello de Michael el pequeño manto de oración que éste llevaba. Isaac se quitó su propio Tal lit y pasó los pliegues de seda en torno a su nieto. Michael conocía bien aquel Tal lit. No era el que Isaac llevaba todos los días. Había comprado aquel manto de oración poco después de su llegada a América, y lo llevaba sólo en las grandes fiestas y ocasiones especiales. Todos los años era cuidadosamente lavado, y envuelto y guardado después de ponérselo cada vez. La seda, aunque ligeramente amarillenta, estaba bien conservada, y el bordado azul se mostraba todavía brillante.
—Papá, tu Tal lit bueno —protestó su madre.
—Él lo cuidará —respondió el Zaydeh—. Como un buen judío.