En la fiesta de Joey Morello, su hermana Ruthie se peleó con una chica italiana y volvió a casa llena de arañazos y llorando. Michael sintió alegría e irritación al mismo tiempo. Le alegró que le hubiera pasado aquello a su hermana, y le irritó que su abuelo hubiera tenido que marcharse por causa de una fiesta en la que ella ni siquiera había disfrutado.
Al cabo de una semana, su padre había vendido la tienda a un joven inmigrante alemán, que instaló nueva iluminación y toda una serie de alimentos impuros. Las luces convirtieron la tienda, de una cueva misteriosa, en un gris y deseado establecimiento expendedor de artículos alimenticios. Michael nunca entraba allí, a menos que se lo ordenaran. Sin embargo, no fue sólo la tienda lo que se vio afectado por la marcha del Zaydeh. En la casa de Rivkind, el cambio fue aún más acentuado. Dorothy iba de un lado a otro tarareando a media voz y pellizcando las mejillas de sus hijos. Complaciéndose culpablemente en su nueva libertad, ya no separaba los platos de leche de los de carne. Dejó de encender velas los viernes al atardecer y, en lugar de ello, programó una partida semanal de canasta para esa noche.
Abe Rivkind aprobaba aparentemente la nueva atmósfera. La separación de la acusadora mirada de su padre le permitía hacer varias cosas en que él había estado pensando durante algún tiempo. Su negocio de corsés llevaba una marcha floreciente («Toca madera, las fajas se están extendiendo rápidamente, y los sostenes se mantienen»), y había llegado a un punto en su vida comercial en que resultaba provechoso llevar a comer a un buen restaurante de Manhattan a un cliente si quería arrancarle un pedido. Le agradó la experiencia y, a veces, al llegar a casa por la noche, contaba a su mujer y a sus hijos las extrañas y maravillosas cosas que había comido. Se hizo un apasionado de la langosta, y sus descripciones del sabor de la rosada carne empapada eh mantequilla derretida excitaban sus imaginaciones.
—¿Sabe a pollo?
—Un poco. Pero, en realidad, no.
—¿Sabe a pescado?
—Un poco.
—¿A qué sabe en realidad?
Finalmente, un sábado por la tarde llegó a casa llevando una bolsa de papel grande y húmeda.
—Toma —dijo a Dorothy—. Ess gezunterhait.
Ella cogió la bolsa y, al instante, lanzó un chillido, mientras la dejaba caer sobre la mesa de la cocina.
—Hay algo vivo ahí dentro —dijo.
Él abrió la bolsa y se echó a reír a carcajadas al ver la cara de su mujer cuando miró a las langostas. Había tres de estas criaturas, grandes y verdosas, con pequeños y abultados ojos oscuros, que le pusieron a Dorothy la carne de gallina. Cuando llegó el momento de echarlas en el puchero de agua hirviendo, se vio claramente que Abe estaba más que asustado de los ondulantes tentáculos y las crueles garras, y entonces le tocó a ella reírse. Ni siquiera quiso probar la langosta. Aunque se había rebelado contra la severidad de su suegro e iniciado la insurrección de la familia contra las cosas que él defendía, era mucha la diferencia entre mezclar platos en el aparador y masticar y tragar carne que, según había oído decir toda la vida, era prohibida y repugnante. Estremeciéndose, salió corriendo de la habitación. Pero llegó a gustarle el tocino fresco cuando Abe lo llevó a casa y se lo frió, y no tardó en servirlo con huevos como desayuno varias veces a la semana.
El padre de Michael fue uno de los primeros fabricantes de fajas que presentó su mercancía en estrechos tubos llenos de colorines. El entusiasmo con que sus clientes recibieron la innovación le hizo pensar en una expansión en línea rápidamente ascendente. Un día, llegó a casa e indicó a Dorothy que se quitase el delantal y se sentara.
—Dorothy, ¿qué te parecería si te cambiara el apellido?
—Mishugineh, ya lo hiciste hace catorce años.
—Hablo en serio, Dorothy. Me propongo cambiar el apellido Rivkind. Legalmente.
Ella le miró alarmada.
—¿Por cuál? ¿Y por qué?
—Por la empresa Fajas y Sostenes Rivkind. Por eso. Suena simplemente como lo que es. Un taller de confección que nunca se pondrá a la cabeza de la industria corsetera. La nueva presentación de los productos exige un nombre distinguido.
—Pues cambia el nombre de la compañía. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro apellido?
—Mira. Todo lo que hay que hacer es cortar nuestro apellido por la mitad. —Le enseñó el eslogan mecanografiado en un trozo de papel—. «Pórtese bien con su silueta».
Ella le miró y se encogió de hombros. Así, porque la palabra iba bien a un slogan sobre un delgado tubo, pero, sobre todo, porque algo en el interior del padre de Michael le exigía imperativamente ser el señor Kind, de Fajas Kind, el apellido familiar Rivkind iba a ser cambiado legalmente por los tribunales.
La reforma, aun en cuestiones personales, es difícil de mantener dentro de estrechos límites. Varios de sus vecinos se habían trasladado al nuevo barrio de Queens. Por fin, Abe hizo caso a las insistentes peticiones de Dorothy, y compraron un apartamento en un edificio de ladrillo amarillo que acababa de ser levantado en Forest Hills.
Isaac no pareció afectarse cuando supo que se habían trasladado de Brooklyn a un barrio situado a varios kilómetros de distancia del asilo Hijos de David. Las visitas habían ido haciéndose cada vez menos frecuentes, y cuando Abe, impulsado por un repentino remordimiento de conciencia, llevó a Michael a ver a su Zaydeh, los tres se encontraron con que tenían poco de qué hablar. El Zaydeh había conseguido que el hijo del señor Melnick le examinara y le hiciera una prescripción médica, y Abe pagó de buena gana la botella de whisky canadiense medicinal, que pasó a ocupar un puesto de honor en la cómoda de su padre. El whisky de centeno y el estudio profundo de la Torá llenaban ahora la vida de Isaac Rivkind, y los visitantes agotaron pronto la conversación sobre estos dos temas.
Sin embargo, una visita que hicieron al asilo poco después de su éxodo a Queens suministró al Zaydeh un tema del que hablar. Se acercaba Sukkot, y, como siempre en ese tiempo, Michael pensaba mucho en su abuelo. Durante varias semanas había estado rogándole a su padre que le llevara a ver al Zaydeh, y cuando llegó el día, tenía un montón de dibujos hechos a lápiz, que eran su regalo especial para el anciano.
Cuando Isaac se sentó en su cama y miró los dibujos, uno de ellos le llamó particularmente la atención.
—¿Qué es esto, Micheleh? —preguntó.
—Eso es la casa en que vivimos —repuso Michael, señalando una mancha de color—. Y eso es un árbol que tiene castañas y una ardilla. Y eso es la iglesia de la esquina.
Era esta última, adornada con una cruz, lo más fielmente reproducido de todo el dibujo, lo que había captado el interés de Isaac. La cruz y la nueva firma, cuidadosamente escrita, de Michael.
—¿No sabes cómo se escribe tu apellido? —preguntó.
—Lo ha escrito bien, papá —intervino rápidamente Abe—. Lo he cambiado legalmente.
Esperaba el estampido de los viejos truenos, pero Isaac apenas si parpadeó.
—¿Ya no te apellidas Rivkind?
Escuchó, sin el menor comentario, la larga explicación de su hijo acerca de las razones comerciales que justificaban el cambio y, luego, una entusiástica descripción de la nueva línea de fajas y sostenes. Cuando llegó el momento de despedirse, Isaac besó a Michael en la mejilla y estrechó la mano de su hijo.
—Gracias por haber venido, Abraham —se calló bruscamente—. ¿Te llamas todavía Abraham?
—Claro que sí —respondió Abe.
Durante todo el camino de regreso a casa, le soltó un gruñido a Michael cada vez que éste abría la boca.
Dos días después, Abe recibió una carta de su padre. Había sido escrita en papel rayado, a lápiz y en Yiddish, por una mano que la edad y el alcohol habían dejado temblorosa. Abe tardó varias horas en traducir la carta, gran parte de la cual resultó estar formada por referencias talmúdicas que no significaban nada para él. Pero entendió perfectamente el mensaje principal de la carta. Isaac indicaba a su hijo que había renunciado a la esperanza de que los miembros de la familia salvaran a su nieto. Las dos terceras partes de la carta eran una ferviente súplica de que Michael recibiera educación judía.
Dorothy se echó a reír y movió la cabeza cuando su marido le leyó todo lo que pudo traducir al inglés de la carta. Pero, con desagradable sorpresa por parte de Michael, su padre pareció tomar muy en serio la petición.
—Es el momento. Está en la edad adecuada para el Jéder —dijo.
Y, así, Michael empezó a asistir a la escuela hebrea todas las tardes después de salir de la escuela pública. Estaba ya en el tercer grado y no tenía absolutamente ningún deseo de aprender hebreo. No obstante, fue matriculado en la Talmud Torá: de la congregación de la sinagoga Hijos de Jacob. Hijos de Jacob estaba situada a unos ochocientos metros de la escuela pública. Era una sinagoga ortodoxa, pero esto no había desempeñado ningún papel en la elección de la escuela. Habría sido matriculado aunque hubiera sido conservadora o Reformista. Sucedía que era la única escuela hebrea a la que podía ir andando todos los días desde la escuela pública. El hecho de que el camino hasta la escuela hebrea pasara a través de uno de los barrios más acentuadamente polacos de Nueva York, no había sido tenido en cuenta por los adultos que regían su destino.
Al tercer día de su asistencia a la escuela hebrea, se encontró con Stash Kwiatkowski cuando se dirigía a casa. Stash estaba en su misma clase en la escuela pública. Era el tercer año que repetía el tercer grado. Por lo menos dos años mayor que Michael, era un muchacho rubio, de cara ancha, grandes ojos azules y una medio avergonzada sonrisa que llevaba como una máscara. Michael le conocía en clase como chico que cometía un montón de divertidas equivocaciones durante el recitado de las lecciones. Cuando vio a Stash, le sonrió.
—Hola, Stash —dijo.
—Hola, muchacho. ¿Qué llevas ahí?
Lo que tenía allí eran sus tres libros, un Alefbet, en el que estaba aprendiendo el alfabeto hebreo, un cuaderno y un libro de historia de los judíos.
—Unos libros —repuso.
—¿De dónde los has sacado?
—De la escuela hebrea.
—¿Y eso qué es?
Se dio cuenta de que la idea intrigaba a Stash, así que le explicó que era un sitio adonde él iba cuando todos los demás de la clase salían de la escuela pública.
—Déjame verlos.
Miró las manos de Stash, que estaban mugrientas después de tres horas de jugar a la salida de la escuela. Sus libros estaban nuevos e inmaculados.
—Prefiero no dejártelos.
La sonrisa de Stash se amplió mientras aferraba con su mano la muñeca de Michael.
—Vamos, déjame verlos.
Era por lo menos diez centímetros más bajo que Stash, pero éste era de movimientos tardos. Michael se soltó y echó a correr. Stash le siguió durante un corto trecho y luego abandonó la persecución.
Pero, la noche siguiente, cuando Michael se dirigía a casa, apareció de pronto, saliendo de detrás de una cartelera de anuncios, en la que había tendido su emboscada.
Michael trató de sonreírle.
—Hola, Stash.
Esta vez, Stash no hizo ninguna simulación de amistad. Echó mano a los libros, y el Alefbet cayó al suelo. Una de las cosas que habían impresionado a Michael pocos días antes, fue ver a un joven rabino que había dejado caer al suelo un montón de libros de oración besar reverentemente cada uno de ellos a medida que los recogía. Poco después, había de enterarse, para confusión suya, que la práctica estaba reservada a los libros que contenían la palabra de Dios, pero a la sazón creía que se trataba de algo que hacían los judíos con todo volumen impreso en hebreo. Alguna perversa obstinación le hizo coger el libro del alfabeto y oprimir contra él sus labios mientras Stash le miraba.
—¿Por qué haces eso?
Esperando que el vislumbre de otra forma de vida apaciguara la beligerancia de Stash, le explicó que el libro estaba escrito en hebreo, y que, por eso, había que besarlo siempre que cayera al suelo. Fue un error. Descubriendo una fuente de inagotable diversión, Stash dejó caer el libro al suelo tan rápidamente como él podía cogerlo y besarlo. Cuando su mano se cerró, Stash se la volvió a la espalda y la retorció hasta hacerle gritar.
—Di «soy un puerco judío».
Guardó silencio hasta que creyó que Stash le iba a romper el brazo, y entonces lo dijo. Dijo que los judíos comían mierda, que los judíos mataron a Nuestro Salvador, que los judíos se cortaban la punta del pito y se la comían asada el sábado por la noche.
Luego, Stash arrancó la primera página de su libro de alfabeto e hizo con ella una pelota. Cuando se agachó para coger el arrugado papel, Stash le dio con toda su fuerza una patada en el trasero que le hizo gemir de dolor mientras se alejaba corriendo. Aquella noche, en la intimidad de su habitación, alisó la página lo mejor que pudo y la volvió a colocar en el libro.
Durante los días siguientes, la inquisición en Queens se convirtió en una rutina. Stash no hacía el menor caso de él en la escuela, y Michael era libre de reírse tan estrepitosamente como cualquiera de los demás cuando el muchacho balbuceaba torpemente durante el recitado de la lección. Cuando sonaba la campanilla, Michael salía a toda prisa para cruzar el barrio de Stash antes de que él llegara. Y, al volver a casa desde la escuela hebrea, trató de variar el camino en un esfuerzo por escapar a su torturador. Pero si durante un par de días Stash no le encontraba, el muchacho avanzaba una o dos manzanas probando una posición diferente cada tarde, hasta que, inevitablemente, Michael caía en una de sus emboscadas. Luego, añadía alguna tortura adicional para compensar la diversión que Michael le había hecho perderse con sus tácticas evasivas.
Sin embargo, tenía otros problemas, además de Stash. La escuela hebrea había resultado ser un lugar nada divertido y de rígida disciplina. Los profesores eran seglares que recibían el título honorario de reb, palabra que les daba una categoría aproximadamente intermedia entre la de rabino y la de bedel. El reb que estaba al frente de su clase era un hombre joven y delgado, con gafas y barba oscura, llamado Hyman Horowitz. Pero nunca se le llamaba otra cosa que Reb Jaim. La «j» gutural de su nombre Yiddish fascinaba a Michael, que mentalmente le apodaba Jaim Joroqejitz el Jazador, porque solía estar sentado detrás del pupitre, con los ojos cerrados y los dedos hurgando entre su espesa barba, como si continuamente estuviese jazando, jazando, jazando piojos.
En la clase había veinte chicos. Como alumno nuevo, a Michael se le asignó un puesto situado delante de Reb Jaim, y pronto se dio cuenta de que aquél era el puesto peor de la clase. Ningún alumno permanecía en él mucho tiempo, a menos que fuese estúpido o archicriminal. Era el único puesto de la clase en que la victima podía ser alcanzada por la vara de Reb Jaim. Delgada y flexible, intermedia entre junco y bastón, yacía ante él sobre el pupitre. Cualquier infracción del buen comportamiento, desde un simple cuchicheo hasta un defectuoso recitado, la hacía hender el aire con un silbido hasta aterrizar —¡zas!— sobre los hombros del culpable. A pesar de que la ropa interior, la camisa y el jersey podían amortiguar el efecto del golpe, la vara era el arma más perversa que los alumnos habían conocido jamás, y le profesaban un justificado temor.
Jaim el Jazador le hizo probar a Michael el sabor de la vara al final de la primera clase, cuando vio que el muchacho paseaba la mirada por la destartalada aula en vez de prestar atención a sus estudios. El profesor se hallaba recostado en su silla, a punto de dormirse al parecer, con los ojos cerrados y los dedos hurgando entre la barba. Y, al instante, un breve silbido como el de una bomba al caer por el aire y… ¡zas! Ni siquiera abrió los ojos, pero la vara golpeó a Michael exactamente en el centro del hombro izquierdo. Se sintió demasiado admirado por la demostración del reb para gritar, y el ahogado murmullo de las risas de sus compañeros disipó de su castigo el carácter de tragedia personal.
El golpe había sido una operación de rutina, y Michael no fue catalogado como Enemigo Público hasta su quinto día en la escuela hebrea. Reb Jaim estaba encargado de enseñar religión a sus alumnos, además de hebreo, y aquel día acababa de contarles la historia de Moisés y la zarza ardiente. Dios, les informó solemnemente, era todopoderoso.
Michael se sintió dominado por una idea fascinadora. Antes de darse cuenta de lo que hacía, ya había levantado la mano.
—¿Significa eso que Dios puede hacer cualquier cosa?
Reb Jaim le miró con impaciencia.
—Cualquier cosa —dijo.
—¿Puede hacer una gran roca? ¿Una tan pesada que un millón de hombres no puedan moverla?
—Claro que puede.
—¿Y Él puede moverla?
—Desde luego.
Michael se fue excitando.
—Entonces, ¿puede hacer una roca tan pesada que ni Él mismo pueda moverla?
Reb Jaim le miró, satisfecho de haber estimulado tanto celo en su nuevo alumno.
—Ciertamente —dijo—, si quiere, puede hacerla.
Michael se sentía tan excitado, que gritó:
—¡Pero si Él no puede moverla, entonces no puede hacerlo todo! ¡No es todopoderoso!
Reb Jaim abrió la boca y, luego, la cerró. Su rostro enrojeció al contemplar la triunfante sonrisa de Michael.
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! La vara cayó sobre los hombros del muchacho en una lluvia de golpes que debía de ser tan apasionante de contemplar como un partido de tenis, pero que era terriblemente dolorosa de recibir. Esta vez lloró, pero se había convertido, sin embargo, en un héroe para sus compañeros y en Enemigo Público Número Uno para su profesor hebreo.
Resultaba deprimente. Entre Stash y Reb Jaim, su vida se convirtió en una serie de pesadillas. Probó a hacer novillos. Por la tarde, al salir de la escuela pública, se fue a una bolera que había a cuatro manzanas de distancia y se quedó tres horas sentado en un banco de madera, mirando a los jugadores. No era mal sitio para esperar. Hizo esto durante cuatro días, y cada día se sentaba detrás de la calle usada por la misma mujer gruesa, de enormes pechos y grandes nalgas. Levantaba sin el menor esfuerzo la gran bola y avanzaba de puntillas con menudos pasos que la hacían agitarse y temblar de tal modo, que uno se daba cuenta del inmenso provecho que podría obtener llevando algunos de los productos de su padre. Mascaba chicle constantemente, con rostro inexpresivo, y cuando soltaba la bola y la enviaba a toda velocidad calle abajo, dejaba de mascar hasta que habían caído los bolos. Esto significaba generalmente que se quedaba apoyada sobre un solo pie y con la boca abierta, como una estatua hecha con demasiado barro por un escultor loco. Era interesante y educativo mirarla, pero le fallaban los nervios, y, además, cuando se sentaba delante de él en el banco, el olor de su cuerpo le daba náuseas. Al quinto día, volvió a la escuela hebrea, después de haber falsificado una nota de su madre diciendo que había tenido un acceso de sinusitis, cuyos síntomas conocía porque su hermana Ruthie los sufría vociferantemente durante la mayor parte del año.
La presión a que estaba sometido empezó a manifestarse en él. Fue tornándose más tenso y nervioso y perdió peso. Por la noche se agitaba en la cama, sin poder dormir. Cuando dormía, soñaba que Reb Jaim le pegaba, o que Stash le estaba esperando a la salida, un tipo un metro más alto que su estatura real.
Una tarde, mientras estaba en la clase de hebreo, el muchacho que se sentaba detrás de él le pasó un pedazo de papel por encima del hombro. Reb Jaim, vuelto de espaldas a la clase, escribía en la pizarra la lección de gramática del día siguiente. Michael pues, miró con toda tranquilidad al papel. Era una tosca caricatura de su profesor, inconfundible por la barba, las gafas y el casquete. Sonriendo, Michael le añadió una verruga en la nariz —tenía una realmente— y dibujó un brazo con la mano hurgando en la barba, escribiendo debajo Jaim Jorowitz el Jazador.
El hecho de que el reb estaba de pie junto a él mirando el papel en que estaba escribiendo le fue comunicado por el temeroso silencio que reinaba en la clase. Era un silencio que superaba con mucho al exigido por el propio Reb Jaim. Ningún lápiz se movía, ningún pie restregaba el suelo, nadie se sonaba la nariz. Sólo se oía el tictac del reloj, lento, sonoro y sombríamente ominoso.
Se quedó esperando a que la vara descendiera sobre sus hombros, rehusando levantar la vista hacia los oscuros ojos que brillaban detrás de las gafas. La mano de Reb Jaim entró lentamente en el campo visual de sus abatidos ojos. Era una mano delgada y de largos dedos, con pecas e hirsutos pelos negros en la muñeca y entre los nudillos. La mano cogió el trozo de papel y desapareció de su vista.
Y la vara no golpeaba todavía.
—Te quedarás después de clase —le dijo reposadamente Reb Jaim.
Faltaban dieciocho minutos para que terminara la clase, y cada uno de ellos se adhería a la tarde, como si estuviera pegado con cola. Por fin, transcurrieron los dieciocho minutos, y fueron despedidos los alumnos. Podía oír a los otros chicos correr y gritar mientras salían del edificio. En el aula reinaba un absoluto silencio. Reb Jaim ordenó algunos papeles, los sujetó con una goma y los guardó en su segundo cajón. Luego, salió de la clase y avanzó por el pasillo hasta el retrete de los profesores. Cerró la puerta tras de sí, pero el edificio estaba tan silencioso que Michael le podía oír orinar, un tamborileo parecido al sonido de una pequeña ametralladora en otro sector del frente.
Michael se levantó de su asiento y se acercó al pupitre del profesor. Allí estaba la vara. Era de color oscuro y parecía barnizada, pero él sabía que su brillo había sido adquirido mediante su constante aplicación a la delicada piel de jóvenes muchachos judíos. Cogió la vara y la flexionó. Costaba sorprendentemente poco hacerle cortar el aire, produciendo un ruido como el de dos piezas de pana al frotarse. De pronto, empezó a temblar y a llorar. Sabía que no podía recibir más daño de Reb Jaim ni de Stash Kwiatkowski, y sabía que iba a abandonar la escuela hebrea. Giró sobre los talones y salió del aula, con la vara todavía en la mano y dejando sus libros sobre el pupitre. Salió lentamente del edificio y se dirigió a casa, pensando en cómo le llevaría a su madre la vara y en cómo se quitaría la camisa para enseñar a su madre las amoratadas marcas de sus hombros, igual que Douglas Fairbanks se había bajado la camisa para enseñar a su novia las marcas dejadas por el látigo de su padre en la película que había visto el sábado anterior por la tarde.
Estaba saboreando la forma en que su madre le compadecería, cuando Stash se adelantó desde detrás del tablero de anuncios y le cerró el paso.
—Hola, Mickey —le dijo con suavidad.
Michael no se dio cuenta de que quería pegar a Stash hasta que la vara hendió el aire con un zumbido de abeja y le cruzó la mejilla derecha y los labios.
Lanzó un grito de asombro.
—¡Maldito!
Se abalanzó ciegamente contra él, y Michael volvió a pegarle, alcanzándole en los brazos y los hombros.
—¡Estáte quieto, bastardo! —gritó Stash. Instintivamente, levanto los brazos para protegerse la cara—. Voy a matarte —rugió, pero al volverse a medias para esquivar la silbante vara, Michael le cruzó el grueso y carnoso trasero.
Oyó que alguien lloraba y se dio cuenta con incredulidad de que no era él. Stash tenía la cara contraída, y su barbilla parecía una patata arrugada; las lágrimas se mezclaban con la sangre que le goteaba del labio. Cada vez que Michael le pegaba, profería un pequeño grito, y Michael seguía pegándole sin parar mientras corrían hasta que, finalmente, dejó de perseguirle, porque tenía cansado el brazo. Stash dio la vuelta a una esquina y desapareció.
Durante el resto del camino de regreso a su casa, estuvo pensando en que debía haber obrado mejor, en que debía haber dejado de pegarle mucho antes para hacerle decir que los judíos no mataron a Cristo, ni comían mierda, ni se cortaban la punta del pito y se la comían asada el sábado por la noche.
Cuando llegó a casa, escondió la vara detrás del horno existente en el sótano del apartamento, en vez de llevársela a su madre. A la mañana siguiente, la sacó de su escondrijo y la llevó a la escuela pública. La señorita Landers, su maestra, se fijó en ella y le preguntó qué era. Él le dijo que era un puntero que su madre había pedido prestado a la escuela hebrea. Ella se le quedó mirando y abrió la boca, pero luego volvió a cerrarla, como si hubiera cambiado de opinión. Al salir de la escuela pública, echó a correr en dirección a la escuela hebrea, hasta que perdió el aliento y sintió una punzada en el costado; luego, continuó andando lo más deprisa que podía.
Llegó quince minutos antes de que comenzara la clase. Reb Jaim estaba solo en el aula, corrigiendo ejercicios. Miró fijamente a Michael, mientras éste avanzaba hacia él llevando la vara en la mano. Michael se la entregó.
—Lo siento, la cogí prestada sin su permiso.
El reb le dio varias vueltas entre sus manos, como si la viese por primera vez.
—¿Por qué te la llevaste?
—La he usado. Contra un antisemita.
Michael hubiera jurado que se le contraían los labios al profesor detrás del camuflaje de barba. Pero no era hombre que se dejara apartar fácilmente del asunto que tenía entre manos.
—Agáchate —dijo.
Reb le golpeó seis veces en el trasero. Dolía mucho, y él lloró, pero todo el rato estuvo pensando que él había pegado a Stash Kwiatkowski con mucha más fuerza de la que Reb Jaim le estaba pegando a él.
Cuando llegaron los restantes alumnos y se sentaron, ya había dejado de llorar. Una semana después, fue trasladado del asiento delantero. Robbie Feingold tomó posesión permanente de él, porque era un muchacho estúpido que siempre suscitaba risas durante el recitado de la lección. Reb Jaim no le volvió a pegar más.