Brooklyn, Nueva York
Septiembre de 1925
La barba de su abuelo debía de haber sido negra cuando Michael era niño. Pero sólo la recordaba tal como era siendo él ya adolescente: un amplio y frondoso matorral que Isaac Rivkind lavaba cuidadosamente cada tres noches y peinaba con cariño y vanidad, de modo que pendía bajo su correoso y atezado rostro hasta el tercer botón de su camisa. Su barba era lo único suave que había en él. Tenía la nariz ganchuda y los ojos de águila enfurecida. La parte superior de su cabeza era calva y tan brillante como un hueso pulimentado, rodeada por un círculo de pelo rizado que nunca alcanzó la blancura de la barba, sino que conservó un color gris oscuro hasta el día de su muerte.
La verdad en cuanto al abuelo de Michael era que mostraba hacia el mundo tanta ternura como una madre hacia su hijo enfermo. Pero un invencible miedo a los gentiles ocultaba ese amor bajo una gruesa capa. Había adquirido ese miedo en la ciudad Besarabia de Kichinev, donde había nacido.
Kichinev tenía 113 000 habitantes. Casi ochenta mil de ellos eran judíos. Varios miles, gitanos. El resto eran rumanos moldavos. Aunque constituían mayoría en la ciudad, los judíos de Kichinev se sometían con resignación a las maldiciones, insultos y mofas de los moldavos, conscientes de que Kichinev era un guetoisla rodeado por un mar de hostilidad. Si un judío quería salir de la ciudad para trabajar en la recogida de fruta o en el comercio de uvas en las vides o en las bodegas de la comarca, se veía impedido de hacerlo por la prohibición del Gobierno. La administración imponía pesados impuestos sobre los judíos, los confinaba estrechamente y sostenía un periódico diario —el Bessarabetz—, editado por un fanático antisemita llamado Pavolachi Krushevan, cuyo único objetivo era incitar a sus lectores al derramamiento de sangre judía.
Michael se familiarizó con el nombre de Krushevan siendo todavía niño, aprendiendo en las rodillas de su Zaydeh a odiarlo con el mismo sentimiento que inspiraba el nombre de Hamán. En vez de cuentos de hadas o canciones de cuna, cuando se acurrucaba en el regazo del Zaydeh en la misteriosa penumbra de la pequeña tienda de comestibles, oía las leyendas de cómo había llegado su abuelo a América.
El padre de Isaac había sido Mendel Rivkind, uno de los cinco herreros de Kichinev, un hombre que siempre tenía en la nariz el olor a sudor de caballo. Mendel era más afortunado que la mayoría de sus paisanos judíos: era propietario. Contra la pared norte de la pobre y combada estructura de madera que llamaba su casa había dos fraguas de fabricación casera. En ellas quemaba carbones que se hacía él mismo en un hoyo de tierra, avivando el fuego con un enorme fuelle de cuero, confeccionado con la piel de un toro.
En Kichinev había gran número de personas sin trabajo. Nadie podía permitirse pagar mucho por hacer herrar a sus animales, y la familia Rivkind era tan pobre como sus vecinos. Era difícil hasta la mera existencia, y ahorrar dinero era algo que los judíos de Kichinev nunca se detenían a considerar, porque no había dinero sobrante que ahorrar. Pero un mes antes del nacimiento de Isaac, dos de los primos de Mendel Rivkind fueron salvajemente apaleados por una turba de jóvenes moldavos borrachos. El herrero decidió que algún día, como fuese, él y su familia huirían a una parte mejor del mundo.
Si antes habían sido pobres, esta decisión les dejó en la miseria. Se negaron todo lujo y suprimieron gastos que antes habían considerado necesarios. Rublo a rublo, fue creciendo un pequeño montón de dinero detrás de un ladrillo suelto en la base de una de las fraguas. Nadie, fuera de Mendel y Sonia, su mujer, conocía su existencia; no se lo dijeron a nadie porque no querían ser asesinados cualquier noche mientras dormían por un campesino cargado de cerveza.
Transcurrieron los años, y cada año el montón de dinero aumentaba en una cantidad lastimosamente pequeña. Después de que Isaac fue Bar misvá, su padre le llevó a la fragua una noche oscura y helada y, apartando el ladrillo, le permitió palpar los rublos acumulados y le habló de su sueño.
Era difícil formar el capital de la libertad con la suficiente rapidez como para mantener el ritmo de crecimiento de la familia. Primero había llegado Isaac; luego, tres años más tarde, una hija, a la que habían puesto el nombre de Dora, como su abuela, Alehá ha Shalom, que en paz descanse. Para 1903, se había ahorrado un número de rublos suficiente para pagar tres pasajes de cubierta a Estados Unidos. Pero Dora tenía para entonces dieciocho años, e Isaac, veintidós y llevaba ya un año casado. Su mujer, Itta Melnikov, sentía ya una vida en su vientre, un niño que necesitaría fueran guardados más rublos detrás del ladrillo en los años siguientes.
Los tiempos empeoraban. Krushevan iba haciéndose más estridente. Una muchacha cristiana, internada en el hospital judío de Kichinev, se suicidó. En un shtetl próximo, el tío de un muchacho le mató a palos en un ataque de furor provocado por la embriaguez. Krushevan se lanzó ansiosamente sobre los dos incidentes Cada una de las víctimas había sido muerta por los judíos, que practicaban la abominable ceremonia del asesinato ritual, informaba su periódico.
Evidentemente, había llegado el momento de que se marcharan los que podían hacerlo. Mendel le dijo a Isaac que cogiera el dinero y se fuese; el resto de la familia podía seguirle más tarde. Isaac tenía otras ideas. Era joven y fuerte, y su padre le había enseñado el oficio de herrero. Itta y él se quedarían en Kichinev y continuarían ahorrando rublos para el día en que pudieran marcharse. Entretanto, Mendel, Sonia y Dora podían ir a Estados Unidos y ahorrar dinero para contribuir al viaje de Isaac, Itta y su hijo al Nuevo Mundo. Cuando Mendel se opuso, Isaac le recordó que Dora estaba en edad de contraer matrimonio. ¿Quería su padre que se casara con un judío pobre de Kichinev y contara la clase de vida que implicaba semejante matrimonio? Ella era una muchacha hermosa. En América podía hacerse un shtdduj, un casamiento que le diese un futuro maravilloso… e incluso ayudase a toda la familia.
Mendel accedió de mala gana. Se rellenaron laboriosamente las solicitudes necesarias y fueron presentadas con ayuda de un recaudador de impuestos judío, que aceptó entre protestas los seis rublos que Menchel le puso a la fuerza en sus manos, pero que no hizo el menor gesto para devolver el dinero. Iban a marchar el 30 de mayo. Mucho antes de que llegaran los valiosos pasaportes y fueran colocados detrás del ladrillo con el dinero de la libertad, Sonia, Itta y Dora comenzaron a hacer colchones de plumas y almohadas, revisando una vez y otra los pocos objetos de propiedad personal, tratando de decidir qué debían llevarse y qué debían dejar.
A primeros de abril, los hombres empezaron a andar escasos de carbón con el que alimentar las fraguas. Mendel obtenía su madera en los bosques situados a veinte kilómetros de Kichinev, duros troncos de castaño que compraba baratos a los campesinos que talaban los árboles para crear tierras de labor. Él mismo cargaba, serraba, partía y quemaba el carbón vegetal. Era un trabajo interminable. Aunque los judíos se hallaban confinados en el gueto, el Gobierno reconocía la importancia de mantener los animales en condiciones de trabajar, y se concedían permisos a los herreros para salir de la ciudad con el fin de comprar madera. Puesto que Isaac iba a ser el nuevo dueño del negocio, aquella vez decidió ir él a comprar la madera. Cuando Itta se enteró, le suplicó que le permitiera acompañarle. Salieron a la mañana siguiente, sentándose, felices y orgullosos, en el elevado pescante del carro, detrás de los dos viejos caballos.
Fue un viaje maravilloso. La primavera estaba en el aire. Isaac dejó que los caballos caminaran lentamente a su propio aire, y la pareja disfrutó con la contemplación del paisaje a medida que avanzaban. Cuando llegaron a la zona de bosques que estaban siendo talados, era ya mediodía. Los campesinos quedaron complacidos ante la perspectiva de un dinero inesperado que les ayudara a pagar las deudas que habían contraído con motivo de la Pascua. Permitieron a Isaac recorrer el bosque y marcar los árboles que mejor servían a sus propósitos. Eligió madera joven, que le sería más fácil serrar cuando se la llevara a casa. Aquella noche, Itta y él comieron opíparamente kasher, la comida autorizada por la ley judía, que les había preparado Sonia. Los campesinos estaban acostumbrados a eso y comprendieron. Durmieron en una pequeña choza próxima a los campos, excitados y contentos con la novedad de estar juntos fuera de casa, ella con la cabeza apoyada en su hombro y él con la mano sobre su hinchado vientre.
Por la mañana, Isaac trabajó en mangas de camisa con los aldeanos, derribando los árboles y cortando las ramas y cargando luego los troncos en el carro. Cuando hubieron terminado, el sol brillaba alto en el cielo. Isaac pagó al labriego ocho rublos por la madera, le dio calurosamente las gracias y recibió un agradecimiento igualmente sincero; luego, saltó al pescante, al lado de Itta, y arreó a los caballos, que se pusieron en marcha, remolcando la pesada carga.
El sol se estaba poniendo cuando llegaron a la vista de Kichinev. Se habían dado cuenta de que algo marchaba mal cuando estaban aún a varios kilómetros de distancia de la ciudad. Un criador de cerdos, cliente desde hacía mucho tiempo de la herrería, llegó por la carretera en dirección a ellos, montado en una yegua cuyas herraduras habían sido ajustadas por el martillo de Mendel la semana anterior. Cuando Isaac le saludó alegremente, el hombre palideció. Espoleó salvajemente a su cabalgadura y se lanzó a través de los campos.
Al acercarse más, vieron las primeras hogueras; ascendían hacia el cielo largas columnas de humo, teñidas de púrpura por el sol poniente. Al poco rato, oyeron los lamentos. No se dijeron nada el uno al otro, pero Isaac podía oír la respiración silbante de su mujer, un aterrorizado sonido que era más bien un sollozo, mientras los caballos arrastraban el cargado carro a través de calles flanqueadas a ambos lados por largas filas de edificios que aún ardían.
En la herrería no quedaban en pie más que las fraguas de ladrillo, ennegrecidas ahora por fuera igual que por dentro. La casa estaba casi por completo destruida, carbonizada y sin tejado. Junto a ella estaba el hermano de Itta, Solomón Melnikov. Lanzó un grito de alegría al verles vivos e ilesos. Y luego, como un niño, apoyó la cabeza en el hombro de Isaac y se echó a llorar.
Isaac e Itta se alojaron en casa de los Melnikov durante el funeral y los siete días de luto. Todo Kichinev observó el Shivá. Cuarenta y siete judíos habían sido muertos en el pogromo. Casi seiscientos estaban heridos. Dos mil familias habían sido sumidas en la más completa ruina por las enloquecidas turbas que habían recorrido la ciudad, violando y mutilando antes de dedicarse a cortar gargantas y aplastar cráneos. Setecientas casas habían sido destruidas. Igual número de tiendas judías fueron saqueadas.
La última noche de la semana de luto, Isaac se dirigió solo a la destruida herrería a través de las oscuras calles, entre calcinados restos de casas que parecían los huecos dejados por los dientes en una mandíbula. El ladrillo suelto de la base de la fragua salió casi con demasiada facilidad, y, por un momento, estuvo seguro de que los pasaportes y el dinero habrían desaparecido. Pero estaban allí. Se los guardó en los bolsillos, volviendo a colocar en su sitio el ladrillo de modo que cerrase el agujero de la base.
Dio a los Melnikov el pasaporte de su madre; nunca supo si lo usó alguien para salir de Kichinev. Solamente se despidieron de los Melnikov y de los primos de su padre, que también habían sobrevivido a la matanza.
La familia Melnikov fue exterminada por la epidemia de gripe que en 1915 arrasó a Besarabia. Pero, como solía decir el Zaydeh de Michael, ésa es otra historia, de la que no son conocidos todos los hechos.
Su abuelo refería estos sucesos una y otra vez, hasta que su madre, que siempre pasaba por alto las partes más horribles de la historia y cuya paciencia estaba agotada por la presencia en su casa de un hombre viejo y quisquilloso, saltaba: «Lo sabemos. Ya nos lo has dicho. ¡Contar esas cosas a los niños…!». Por eso la mayoría de los relatos que oyó contar a su Zaydeh lo fueron dentro de los límites de la tienda de comestibles de Rivkind, un lugar lleno de maravillosos olores a ajo, queso de granja, pescado ahumado y conservas en escabeche. También su abuelo olía bien cuando Michael se acurrucaba en su regazo. Su barba exhalaba una fragancia que era una mezcla de jabón Castile y del fuerte tabaco Prince Albert que fumaba seis días a la semana, y su aliento contenía vestigios de jengibre azucarado y whisky de centeno, a los que era muy aficionado. Era uno de los escasos judíos consumados bebedores de alcohol. El licor era un lujo al que había sucumbido en su soledad y la única expansión que se permitía después de la muerte de su mujer. Bebía un trago cada dos horas de la botella de whisky canadiense, proporcionada por un farmacéutico enemigo de la Ley Seca y que él creía guardar en secreto en un barril de habichuelas.
Michael no necesitaba el estímulo de los héroes literarios. Tenía un héroe viviente que era una combinación de Don Quijote, Tom Swift y Robinson Crusoe labrándose una nueva vida en un mundo extraño.
—Cuéntame lo del meiseh en la frontera, Zaydeh —rogaba hundiendo la cara en la suave barba y cerrando los ojos.
—¿Quién tiene tiempo para esas tonterías? —gruñía Isaac.
Pero ambos sabían que había tiempo más que de sobra. La vieja mecedora que él guardaba detrás del mostrador de la tienda empezaba a balancearse, rechinando como un grillo, y Michael hundía más profundamente aún la cara en la barba.
—Cuando salí de Kichinev con mi Itta, Alehá ha Shalom, que en paz descanse, viajamos en tren hacia el norte, rodeando las montañas. No encontramos ninguna dificultad para entrar en Polonia. Entonces, era parte de Rusia. Ni siquiera le miraban a uno el pasaporte.
—Yo estaba nervioso por mi pasaporte. Era de mi padre, que en paz descanse. Sabía que no molestarían a Itta. Ella llevaba los papeles de mi hermana muerta. Pero yo era joven y llevaba el pasaporte de un anciano.
—Nuestros apuros empezaron cuando llegamos a la frontera entre Polonia y Alemania. Era una época de sorris entre los dos países. Siempre hay líos entre Polonia y Alemania. Pero esta vez el sorris era peor. Cuando llegamos a la frontera, el tren paró, y tuvimos que bajar todos. Se nos dijo que sólo se permitía cruzar a un determinado número de personas y que se acababa de completar el cupo.
Al llegar a este punto, cesaba el balanceo de la mecedora, señal de que Michael debía formular una pregunta para contribuir a acentuar el interés de la narración. Así que él hablaba, sin separar la cara de la barba, sintiendo sus pelos cosquillearle en los labios y rodearle la nariz. De vez en cuando, la barba en la que él apoyaba el rostro quedaba humedecida por su aliento, obligándole a buscar una zona seca.
—¿Qué hiciste, Zaydeh?
—No estábamos solos. Había quizás otras cien personas más en la misma situación. Polacos, alemanes, rusos, judíos. Varios rumanos y unos cuantos bohemios. Algunos de ellos salieron de la estación, buscando un lugar por el que pudieran cruzar la frontera. Se nos acercaron gentes de la pequeña ciudad y nos dijeron que por dinero nos enseñarían un camino seguro para cruzar. Pero no me gustaba su aspecto; parecían criminales. Y, además, tu abuela, Alehá ha Shalom, tenía abultada la barriga. Como una sandía. Llevaba en su seno a tu padre. Me daba miedo emprender un largo viaje a pie. Así que nos pasamos todo el lía esperando en la frontera. El sol era ardiente, como una bola de fuego, y me preocupaba que tu abuela se pusiera mala. Teníamos un poco de pan y de queso, y lo comimos, pero al poco rato estábamos hambrientos. Y teníamos mucha sed. No había nada que beber. Esperamos todo el día. Cuando se puso el sol nos quedamos allí porque no sabíamos a dónde ir.
—¿Quién os salvó, Zaydeh?
—Esperando también en la frontera había dos hermosas muchachas Yiddish. Shayneh maydlach. Y al otro lado de la frontera, dos soldados alemanes de caras coloradas. Las maydlach se acercaron a los soldados, les cuchichearon algo y rieron con ellos. Y ellos levantaron la barrera para dejar pasar a las muchachas. Y, luego, todos nosotros, judíos, polacos, alemanes, rusos, bohemios y rumanos, tu abuela con su abultado vientre y yo, todos juntos, como las manadas de reses que se ven en las películas, nos pusimos en marcha y cruzamos la barrera hasta encontrarnos al otro lado de la frontera; luego, nos quedamos mezclados con la multitud que había en la estación hasta quedar libres de los soldados. Y, al poco rato, llegó un tren, subimos a él y se puso en marcha.
Michael se revolvía, porque aún faltaba la parte mejor de la historia.
—¿Y por qué les abrieron los soldados la barrera a las muchachas, Zaydeh?
—Porque les prometieron algo a los soldados.
Las glándulas de su boca empezaron a fabricar saliva.
—¿Qué? ¿Qué les prometieron a los soldados?
—Les prometieron algo dulce y cálido. Algo que los soldados deseaban mucho.
—¿Qué era Zaydeh?
El vientre y el pecho de su abuelo empezaban a temblar. La primera vez que le había contado la historia, Michael había hecho la misma pregunta, y, buscando desesperadamente una contestación conveniente para el niño, había dado exactamente con la adecuada.
—Confites. ¡Cómo esto!
En su bolsillo llevaba siempre una arrugada bolsita de papel oscuro, y en la bolsa, inevitablemente, había jengibre azucarado. La ardiente raíz estaba cubierta por una capa de azúcar. Mientras uno chupaba el azúcar, era dulce, pero después era tan fuerte que hacía lagrimear los ojos. A Michael le gustaba tanto como a su abuelo, pero siempre que comía demasiado lo pasaba mal a la mañana siguiente, quemándole de tal manera el tush cuando iba al cuarto de baño que se sentaba allí y lloraba en silencio, temeroso de que le oyera su madre y prohibiera al Zaydeh darle más jengibre.
Mientras comía el jengibre en la tienda, pedía otra historia.
—Cuéntame lo que sucedió después del tren, Zaydeh.
E Isaac le contaba cómo el tren les había llevado solamente hasta Mannheim, donde de nuevo habían estado esperando, bajo el cálido sol de primavera. El patio de la estación daba sobre el río Rin. Isaac había entablado conversación con un barquero holandés que, con su vigorosa y corpulenta mujer, estaba cargando su embarcación con sacos de carbón. El barquero había rechazado la petición de Isaac de pagarle un pasaje para los dos río abajo. Itta, sentada en un tronco de árbol próximo, con las faldas arrastrando por el arenoso fango, se había puesto a llorar. La mujer del barquero había mirado el hinchado vientre de la judía y a su pálido rostro. Había hablado ásperamente a su marido, y éste, aunque con expresión de fastidio en sus ojos y un silencioso movimiento de su dedo pulgar ennegrecido por el carbón, les había indicado que subiesen a bordo.
Era para ellos una forma extraña de viajar, pero descubrieron que era buena. A pesar del cargamento de carbón, los camarotes eran limpios. El humor del barquero cambió en cuanto vio que Isaac estaba dispuesto a trabajar, además de pagar su pasaje. Los días eran soleados, y el río se deslizaba verdoso y limpio. Isaac veía retornar el color a las mejillas de Itta.
Por la mañana, solía ponerse en la cubierta bañada por el rocío, Junto a los sacos de carbón, con su Tal lit en torno a los hombros y sus Filacterias: sobre la frente y el brazo desnudo, cantando suavemente, mientras el barco pasaba en silencio ante grandes castillos de piedra que alzaban sus torres hacia el blanco azulado firmamento, ante casas de pan de jengibre, en donde dormían los alemanes, ante pueblos y riscos y ondulados pastizales. La cuarta mañana, después de recitadas las oraciones, levantó la mirada y vio al holandés que, apoyado en la barandilla, le estaba contemplando. El hombre sonrió respetuosamente y llenó su pipa. Después de aquello, Isaac se sintió en la embarcación como en su propio hogar.
Desaparecieron los castillos del Rin medio. Cuando llegaron a Bingen, Isaac trabajó como un marinero, obedeciendo las órdenes que le gritaba el patrón, mientras la embarcación navegaba a toda velocidad a través de los rápidos. Luego, el río se convirtió en un perezoso arroyo, y durante dos días avanzaron lentamente. Al noveno día, el Rin torció al oeste, entrando en los Países Bajos. Enseguida, el río se convirtió en el Waal. Dos días después, llegaron a Rotterdam. El barquero y su mujer les acompañaron a los muelles donde atracaban los vapores transatlánticos. El aduanero holandés miró fijamente al joven emigrante cuando vio la edad —cincuenta y tres años— que figuraba en el pasaporte. Luego, se encogió de hombros y estampó rápidamente el sello. Itta lloró cuando se alejó el matrimonio holandés. «Eran como judíos», decía el Zaydeh de Michael cada vez que refería la historia.
A menos que entrara un cliente en la tienda, Isaac contaba después a Michael la historia del nacimiento de su padre en alta mar, durante una violenta tempestad en el Atlántico, con olas «tan altas como el edificio Chrysler», y cómo el médico del buque había elegido aquella noche para emborracharse, por lo que su tembloroso abuelo sacó el niño del cuerpo de Itta con sus propias manos.
La entrada de un cliente durante el relato de una de las historias era una catástrofe, pero si el comprador era italiano o irlandés y estaban cerca del final, Isaac dejaba que esperase y terminaba la narración. El barrio de Borough Park, de Brooklyn, era predominantemente judío, pero había bloques enteros de casas habitados por irlandeses y bloques enteros habitados por italianos. Su bloque judío estaba situado entre dos de estos bloques cristianos. Había un mercado regido por un hombre llamado Brady en el bloque irlandés, y una abacería de un tal Alfano en el bloque italiano, y, casi siempre, cada grupo étnico se abastecía con su propio proveedor. A veces, sin embargo, una de las tiendas carecía de algún artículo, por lo que el cliente se veía obligado a dirigirse a alguna de las otras dos, donde era recibido cortésmente pero sin cordialidad por un propietario que sabía se trataba de un comprador esporádico, inducido por la necesidad.
El abuelo de Michael había comprado su tienda de Borough Park después de la muerte de Itta, cuando el niño tenía tres años de edad. Con anterioridad, Isaac había poseído otra pequeña tiendecita en el barrio de Williamsburg, de Brooklyn, donde se habían establecido él y su mujer a su llegada a Estados Unidos. El bloque de Williamsburg en que habían vivido era un barrio pobre infestado de cucarachas, pero era tan ortodoxo como cualquier gueto europeo, y probablemente ésa era la razón de que le gustase y no quisiera abandonarlo. Mas, para el padre de Michael, la idea de que su anciano progenitor viviese solo y falto de cuidados resultaba intolerable. A ruego de Abe Rivkind, Isaac vendió su tienda le Williamsburg y se fue a vivir a Borough Park con la familia de su hijo. Llevó consigo sus libros de oración, cuatro botellas de whisky, un colchón de plumas que Itta había hecho con sus propias manos y la amplia cama que había sido su primera adquisición en América y en cuyas relucientes superficies convenció a sus nietos de que podían ver reflejadas sus almas si se hallaban libres de pecado.
Isaac podía haberse retirado en aquel momento, ya que Abe Rivkind estaba obteniendo buenos ingresos como modesto fabricante de corsés y fajas para señoras. Pero quería comprarse él mismo su whisky, y su hijo y su nuera cedieron ante la fiereza de su mirada. Adquirió la pequeña tienda a la vuelta de la esquina de su apartamento de Borough Park.
Para Dorothy Rivkind debió de ser un día aciago aquel en que su suegro se trasladó a su casa. Era ella una mujer rolliza, rubia oxigenada, de plácidos ojos. En teoría, gobernaba un hogar puro, sin servir nunca cerdo ni criaturas del mar carentes de escamas, pero su conciencia no le quitaba jamás el sueño por las noches si, después de cenar, deslizaba un plato de carne entre la porcelana del aparador. Isaac, por el contrario, era un hombre para quien la ley era la ley. Bajo los mostradores de su tienda guardaba un montón de manoseados y anotados comentarios, y observaba los estatutos religiosos igual que respiraba, dormía, veía y oía. Las infracciones de su nuera le llenaron al principio de horror y, luego, de ira. No se veía libre ningún miembro de la familia. Los vecinos se acostumbraron al sonido de su voz, tronando en justiciero e indignado Yiddish. El día en que se trasladó a casa de la familia, Michael y su hermana acudieron a la mesa, sobre la que había un asado de vaca, llevando unos trozos de pan con manteca que el hambre les había sugerido que se preparasen en la cocina.
—¡Goyim! —gritó el abuelo—. ¿Traéis manteca a una mesa pura? —se volvió a la madre, que se había puesto pálida—. ¿Qué clase de niños estás educando?
—Ruth, coge el pan con manteca de Michael y tíralo —dijo Dorothy, sin alterarse.
Pero Michael era un niño, y le gustaba lo que estaba comiendo. Se resistió cuando su hermana intentó quitarle el pan, y un trozo le manteca cayó sobre el plato que había en la mesa. Era un plato de carne, y los nuevos rugidos de su abuelo hicieron salir corriendo a los dos chiquillos hacia su cuarto. Se apretujaron asustados uno contra otro y escucharon fascinados la magnificencia del furor de su abuelo.
En la casa Rivkind, el suceso trazó la norma de vida con el Zaydeh. Cada día pasaba el mayor número de horas posible en la tienda. Haciendo caso omiso de las protestas de Dorothy, se preparaba su propia comida en un pequeño hornillo eléctrico que tenía en la trastienda. Cuando por la noche regresaba al apartamento, sus ojos de halcón les sorprendían en pequeñas transgresiones rituales, y el grito de águila, airado y fiero, destruía la paz de su hogar.
El sabía que les hacía desdichados, y ello le entristecía. Michael se daba cuenta de eso, porque era el único amigo de su abuelo. Varias semanas después de que fuera a vivir con ellos, Michael miraba todavía atemorizado al barbudo anciano. Y, una noche, cuando todos dormían y a Isaac le resultaba imposible conciliar el sueño, entró en el cuarto de su nieto para asegurarse de que el niño estaba bien tapado. Michael se encontraba despierto. Cuando Isaac lo vio, se sentó en el borde de la cama y le acarició la cabeza con una mano encallecida por los largos años de transportar cestos de latas de conservas y sacos de verduras.
—¿Has hablado con Dios esta noche? —susurró roncamente.
Michael no había rezado, pero, comprendiendo que ello complacería a su abuelo, asintió desvergonzadamente, y cuando Isaac le besó los dedos, notó que los labios del anciano sonreían. Con el dedo pulgar y el nudillo del índice, Isaac pellizcó la juvenil mejilla.
—Dos is gut —dijo—. Habla con Él a menudo.
Antes de volver a cruzar la silenciosa casa en dirección a su habitación, metió la mano en el bolsillo de su descolorida bata de franela. Se oyó un crujido de papel, y, luego, los ásperos dedos acercaron el trozo de jengibre a los jóvenes labios. Michael se durmió, lleno de felicidad. El lazo entre Michael y su Zaydeh se hizo más fuerte a primeros de otoño, cuando los días empezaron a acortarse y fue aproximándose la fiesta de Sukkot. Todos los otoños durante sus cuatro años de estancia con los Rivkind, el Zaydeh construía en el diminuto patio trasero una sukká, o cabaña ceremonial. La sukká era una pequeña casa de planchas de madera cubiertas con ramas y gavillas. Su construcción constituía un duro trabajo para un anciano, especialmente si se tiene en cuenta que no abundaban en Brooklyn los hierbales, maizales y árboles. A veces, tenía que ir hasta Jersey en busca de materiales, y se pasó varias semanas insistiéndole a Abe, hasta que fue llevado por fin al campo en el Chevrolet de la familia.
—¿Por qué se molesta? —le preguntó Dorothy una vez al llevarle un vaso de té al lugar en que él se esforzaba y sudaba para levantar la cabaña—. ¿Por qué trabaja tanto?
—Para celebrar la cosecha.
—Pero, por amor de Dios, ¿qué cosecha? No somos campesinos. Usted vende latas de conserva. Su hijo hace corsés para señoras de trasero grande. ¿Quién tiene una cosecha?
Él miró compasivamente a aquella mujer, que su hijo le había dado como hija.
—Durante miles de años, desde que los judíos salieron del desierto, en guetos y en palacios han observado el Sukkot. No es preciso cultivar berzas para tener una cosecha. —Con su manaza cogió a Michael por la nuca y le empujó hacia su madre—. Aquí está tu cosecha.
Ella no comprendió. Para entonces el Zaydeh llevaba viviendo con ellos el tiempo suficiente como para no esperar comprensión por su parte. Pero si su madre no se alegraba por la sukká, Michael se sentía lleno de emoción. El Zaydeh tomaba sus comidas entre sus embardadas paredes y, cuando el tiempo lo permitía, dormía también allí, en un catre plegable colocado sobre el sucio suelo. Aquel primer año, Michael les rogó tanto a sus padres, que éstos cedieron y le dejaron que fuera a dormir con su abuelo. Era el veranillo de san Martín, una época de días cálidos y noches frescas, y durmieron bajo un grueso edredón de plumas que el Zaydeh se había traído de Williamsburg.
Años más tarde, cuando Michael durmió por primera vez en las montañas al aire libre, recordó vívidamente la imagen de aquella noche. Rememoró el sonido del viento susurrando entre las cañas de maíz del tejado de la sukká, los dibujos que trazaba la luz de la luna al atravesar el entramado de ramas y proyectar sus sombras sobre el sucio suelo. Y, de forma incongruente, pero en cierto modo bella, los ruidos del tráfico, amortiguados y fantásticos, llegaban hasta el patio trasero desde la 13.ª Avenida, a dos manzanas de distancia.
Fue la única noche que pasaron así, un anciano desdichado y un maravilloso chiquillo apretujándose juntos para defenderse del frió aire de la noche y simulando encontrarse en otro mundo Intentaron dormir fuera otra vez durante aquel Sukkot, pero llovía. Y todos los demás años, hasta que se marchó su Zaydeh, su madre decidió que hacia demasiado frío.
Era inevitable que Isaac se marchara. Pero cuando sucedió, su nieto fue incapaz de comprenderlo. La gota final fue un niño italiano de nueve años llamado Joseph Morello. Estaba en el quinto grado, con Ruthie, y ésta estaba enamorada de él. Un día, Ruthie volvió extasiada de la escuela con la noticia de que Joey le había invitado a su fiesta de cumpleaños el sábado siguiente. Infortunadamente, se lo anunció a Michael en un momento en que el Zaydeh estaba sentado a la mesa de la cocina tomando un vaso de té y leyendo el Jewish Forward. Levantó la mirada y se subió hacia la frente sus gafas de montura de acero.
—¿En Shabbat? ¿En sábado celebra una fiesta ese chico? ¿Qué le pasa a su gente?
—¡Oh, Zaydeh! —dijo Ruthie.
—¿Cómo se apellida su padre, el de ese Joey?
—Se apellida Morello.
—¿Morello? ¿Un italiano? —Volvió a ponerse las gafas sobre la nariz y sacudió el Forward—. No irás.
El angustiado grito de Ruthie rasgó el aire, haciendo que su madre acudiese apresuradamente desde su cuarto, con un pañuelo de hierbas alrededor de la cabeza y un trapo en la mano. Escuchó mientras su hija sollozaba y, luego, dejó el trapo en el suelo.
—Vete a tu cuarto, Ruth —dijo.
Cuando hubo salido su hija, Dorothy miró a su suegro, que había vuelto de nuevo la vista al Jewish Forward.
—Va a ir a esa fiesta de cumpleaños —dijo.
—En sábado, no.
—Si usted quiere quedarse en casa en sábado, quédese, o váyase a la shu, la sinagoga, con los otros viejos. Ella es una niña que ha sido invitada a una fiesta de cumpleaños. Va a sentarse a una mesa con otras niñas y niños a tomar pasteles y helado. No hay ningún pecado en ello.
Él volvió hacia Dorothy sus ojos de águila.
—¿Con shkosim? ¿Cristianos?
—Con chicos y chicas.
—El primer paso —dijo Isaac Rivkind—. El primer paso, y tú le empujas a darlo. Y cuando sea un poco mayor y tenga pechos, y un italiano venga un día y le ponga entre ellos una cruz colgada de una cadena de oro, ¿qué dirás entonces? —Dobló el periódico y se levantó—. ¿Qué dirás entonces, mi querida nuera?
—Por amor de Dios, es una fiesta infantil de cumpleaños, no una boda —replicó Dorothy.
Pero él estaba ya saliendo de la cocina.
—No irá —dijo, dando un portazo.
Dorothy se quedó en medio de la cocina, con el rostro intensamente pálido. Luego, corrió a la ventana y la abrió. Dos pisos más abajo. Isaac salía en aquel momento a la acera.
—¡Irá! —gritó Dorothy—. ¿Me oyes, viejo? ¡Irá!
Luego, cerró de golpe la ventana y se echó a llorar.
Aquella noche, el Zaydeh de Michael se quedó hasta muy tarde en su tienda, que mantuvo abierta hasta mucho después de la hora habitual de cierre. Cuando el padre de Michael llegó a casa, él y Dorothy hablaron largo rato en su cuarto. Ruth y Michael podían oírles discutir. Finalmente, su padre salió, con su redondo rostro torcido en una mueca, como un niño que quiere llorar pero no puede. Sacó un plato del frigorífico y se lo llevó al Zaydeh. Los niños se quedaron dormidos antes de que regresara.
Al día siguiente, fue Ruthie quien informó a su hermano de qué habían estado discutiendo sus padres.
—Ese viejo apestoso no va a estar aquí mucho tiempo —le anunció.
Él sintió una súbita rigidez en el pecho.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Se va a ir a un sitio donde sólo hay viejos y viejas. Mamá lo ha dicho.
—Eres una mentirosa.
Fue hasta ella y le dio una patada en las espinillas. Ella lanzó un grito, le pegó en la cara y le clavó las uñas en el brazo.
—¡Tú no me llamas mentirosa, mocoso!
Aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, no quería darle la satisfacción de que le viera llorar. Pero ella le había hecho daño, y él sabía que se echaría a llorar si se quedaba, así que echó a correr y salió de la casa. Bajó las escaleras, salió a la calle y, dando la vuelta a la esquina, entró en la tienda. El Zaydeh estaba sentado en la mecedora, sin leer ni hacer nada. Michael subió al regazo de su abuelo y hundió su cara en la barba. Cada vez que latía el corazón del Zaydeh, un pequeño mechón de barba le cosquilleaba al niño en la oreja.
—¿Vas a marcharte, Zaydeh?
—No, no. Es una tontería.
Su aliento olía a whisky canadiense.
—Si alguna vez te marchas, yo me iré contigo —aseguró Michael.
Isaac apretó contra su barba la cabeza del niño y empezó a mecerse, y Michael comprendió que todo tenía que estar bien. En medio de la historia del inspector de aduanas, entró en la tienda la gruesa señora Jacobson. El Zaydeh de Michael la miró.
—Váyase —dijo.
La señora Jacobson sonrió cortésmente, como si se tratara de una broma que el comprendía. Se quedó donde estaba, esperando.
—Váyase —repitió el abuelo—. No quiero despacharla. Tiene usted un culo muy gordo.
En el rostro de la señora Jacobson se pintó la incredulidad.
—¿Qué le ocurre? —preguntó—. ¿Se ha vuelto loco?
—Váyase. Y no apriete los tomates con sus dedazos. Hace mucho que tenía ganas de decírselo.
Media docena de veces durante la tarde dirigió palabras parecidas a los clientes, haciéndoles salir apresurados e iracundos.
Finalmente, durante el relato de cómo había comprado su primera tienda, entró el padre de Michael. Se detuvo, miró a los dos, y ellos le miraron a él. El padre de Michael era de mediana estatura, pero de cuerpo bien proporcionado que se preocupaba de mantener en forma. Tenía en su habitación un juego de pesas, y a veces Michael se sentaba a ver hincharse sus bíceps mientras flexionaba los brazos una y otra vez con una pesa de doce kilos en cada mano. Llevaba muy corto y cuidadosamente peinado su espeso cabello negro, y su piel se hallaba intensamente bronceada. En verano por el sol y en invierno por la lámpara de rayos ultravioleta. Agradable y de buen ver, tenía éxito entre las compradoras de fajas y corsés. Era un hombre atractivo, de ojos azules y perennemente risueños.
Ahora, sin embargo, sus ojos estaban serios.
—Es hora de cenar. Vámonos a casa —dijo.
Pero Michael y su abuelo no se movieron.
—¿Has comido, papá? —preguntó su padre.
El Zaydeh frunció el ceño.
—¡Claro que he comido! ¿Te figuras que soy un niño? Podía estar cuidando de mí mismo como un señor en Williamsburg si tú y tu bella esposa no hubierais metido la nariz. Vosotros me sacasteis de allí y ahora queréis llevarme a un museo.
Su padre se sentó sobre un saco de naranjas.
—Papá, hoy he ido al asilo Hijos de David. Es un lugar maravilloso. Un auténtico lugar Yiddish.
—No quiero ni pensar en ello.
—Papá, por favor.
—Escúchame, Abe. Me mantendré apartado de tu bella esposa.
Ella puede servir trafe cada lunes y cada martes; yo no diré ni una palabra.
—El señor Melnick está allí.
—¿Reuven Melnick, de Williamsburg?
—Sí. Te envía sus saludos. Dice que le encanta estar allí. Dice que la comida es como la de Catskills. Todo el mundo habla Yiddish, y tienen una shul en el mismo edificio, con un rabino y un recitador que van allí cada Shabbat.
El Zaydeh separó a Michael de sus rodillas y le dejó en pie sobre el suelo.
—Abe, ¿quieres que me marche de tu casa? ¿Quieres que me marche?
Hablaba en Yiddish, en voz tan baja que Michael y su padre apenas podían oírle.
La voz de su padre tampoco era alta.
—Papá, sabes que no quiero. Pero Dorothy quiere que estemos solos. Ella es mi mujer, papá…
Apartó la vista.
El Zaydeh se echó a reír.
—Está bien —dijo, casi alegremente.
Cogió una caja de cartón y metió en ella sus volúmenes de los comentarios, sus pipas, seis latas de Prince Albert, varios tacos de papel y un paquete de lápices. Se acercó al barril de habichuelas y rebuscó en él hasta sacar la botella de whisky, que agregó a las cosas contenidas en la caja. Luego, salió de la tienda sin volver la vista atrás.
A la mañana siguiente, Michael y su padre fueron con él al asilo Hijos de David para ancianos y huérfanos. En el Chevrolet, su padre se esforzó por mantener una animada conversación.
—Te gustará tu habitación, papá. Está al lado mismo de la del señor Melnick.
—Eres un estúpido, Abe —replicó el Zaydeh—. Reuven Melnick es un viejo que habla, habla y habla. Tendrás que hacer que me cambien de habitación.
—Está bien, papá —concedió carraspeando nerviosamente.
—¿Y qué hay de la tienda? —preguntó inexpresivamente el Zaydeh.
—No te preocupes por la tienda. La venderé y depositaré el dinero en tu cuenta. Ya has trabajado mucho tiempo. Te mereces un descanso.
El asilo Hijos de David era un gran edificio de ladrillo amarillo, situado en la 11.ª Avenida. Había varias sillas en la acera. Cuando llegaron, tres ancianos y dos ancianas se hallaban sentados al sol, sin leer ni hablar, simplemente sentados. Una de las ancianas sonrió al Zaydeh cuando bajaron del coche. Llevaba un Sheitel color canela y una peluca que le sentaba bien; tenía la cara llena de arrugas.
—Shalom: saludó cuando entraron, pero ellos no le contestaron.
En la oficina de admisión, un hombre llamado Rabinowitz cogió las manos del Zaydeh.
—He oído hablar mucho de usted —dijo—. Lo pasará bien aquí.
El abuelo sonrió de modo extraño y cambió de brazo la caja que llevaba. El señor Rabinowitz atisbó en su interior.
—Oh, no podemos tener esto —declaró, alargando la mano y sacando una botella de whisky—. Va contra el reglamento, a menos que sea prescripción médica.
La sonrisa se hizo más amplia en el rostro del Zaydeh.
El señor Rabinowitz empezó a enseñarles el asilo. Les llevó a la capilla, en la que había abundancia de velas colocadas en vasos, ardiendo por los muertos, y a la enfermería, donde se hallaban acostados en cama media docena de ancianos, y a la sala de terapia, donde unos cuantos ancianos jugaban a las damas, hacían punto o leían el periódico judío. El señor Rabinowitz hablaba mucho. Tenía la voz ronca, y estaba continuamente aclarándose la garganta.
—Tenemos un viejo amigo que le está esperando —comunicó el señor Rabinowitz al Zaydeh cuando llegaron a una habitación.
En el interior de ésta había un hombre bajo y canoso que le echó los brazos al cuello a Isaac.
—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó.
—Hola, Reuven —dijo el abuelo.
—Tiene usted una bonita habitación, señor Melnick —observó el padre.
La habitación era muy pequeña. Había una cama, una mesa, una lámpara y una cómoda. De la pared colgaba un calendario judío Morrison Schiff. Sobre la cómoda se veía una Biblia, un mazo de cartas y una botella de coñac. Reuven Melnick se dio cuenta de que Isaac levantaba las cejas al ver el licor.
—Tengo prescripción facultativa. De mi hijo Sol, el médico.
—Un muchacho magnífico, tu Solly. Quiero que él me examine. Tú y yo vamos a ser vecinos de habitación —anunció el abuelo de Michael.
Abe Rivkind abrió la boca, recordando que Isaac le había dicho que le cambiaran de habitación, pero luego miró a la botella de coñac y volvió a cerrar la boca. Pasaron a la habitación contigua, abrieron la maleta del Zaydeh y pusieron sobre la cómoda las cosas de la caja. Luego se quedaron unos minutos en el pasillo. El suelo estaba cubierto con un brillante linóleo de color pardo. Todas las personas que había allí eran de edad avanzada, pero Michael se quedó sorprendido al ver a tres chicos, de su misma edad aproximadamente, que correteaban jugando en el pasillo y en dos habitaciones próximas. Llegó una mujer de uniforme blanco y les dijo que se retiraran, pero ellos se rieron de ella y le hicieron burla. Michael estiró a su padre de la manga.
—¿Qué están haciendo aquí? —cuchicheó.
—Viven aquí —repuso Abe—. Son huérfanos.
Michael recordó que había dicho a su Zaydeh que si Isaac se marchaba él le acompañaría, y se sintió muy asustado. Cogió la mano de su padre y la apretó con fuerza.
—Bueno, papá, será mejor que nos vayamos ya —indicó su padre.
El abuelo sonrió como antes.
—¿Vendrás a verme, Abe?
—Papá, nos verás tanto que acabarás diciendo que dejemos de molestarte.
El abuelo metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsita de papel llena de jengibre azucarado. Isaac cogió un pedazo y se lo llevó a la boca, luego cogió la mano de Michael y la cerró en torno al cuello de la bolsa.
—Vete a casa, mein kind —se despidió.
Michael y su padre se alejaron rápidamente, dejándole solo sobre el reluciente piso de linóleo.
Durante el camino de regreso, su padre no habló una sola palabra. En cuanto se hubieron acomodado en el Chevrolet, Michael perdió el miedo y echó en falta a su Zaydeh. Se sintió triste porque no había rodeado con sus brazos al anciano ni le había dado un beso de despedida. Abrió la bolsa de papel y empezó a comer el jengibre. Aunque sabía que al día siguiente le ardería el tush, se lo comió todo, trozo a trozo. Acabó el contenido de la bolsa, en parte por causa del Zaydeh, y en parte porque tenía la impresión de que no iba a disponer de mucho jengibre en lo sucesivo.