La lluvia cayó a rachas las primeras horas de la noche, con fuerza, con truenos y relámpagos sobre el mar durante el inicio de su espera, antes de reducirse a una irritante llovizna constante. Cuando la tormenta pasó sobre él, la temperatura descendió seis grados o más, lo que aportó a la oscuridad un frío que parecía totalmente fuera de lugar. Algo de viento había acompañado al frente borrascoso; corrientes fuertes que le jalaban de los bordes del capote y hacían que los escombros y los restos chamuscados de alrededor crujieran, como si ellos también tuvieran algún asunto pendiente esa noche. Ricky permaneció oculto, como un cazador en un escondite a la espera de que apareciera la presa. Pensó en todas las horas pasadas en silencio detrás de las cabezas de sus pacientes tendidos en el diván, sentado sin apenas moverse, casi sin hablar, y le pareció divertido que esa experiencia le hubiera preparado bien para la espera de esa noche.
Sólo se movió esporádicamente y sólo para estirar y flexionar los músculos para que no se le agarrotaran y estuvieran listos cuando los necesitara. La mayoría del tiempo estuvo recostado, con la mosquitera sobre la cabeza y el capote extendido sobre el cuerpo, de modo que parecía un bulto más informe que humano. Desde donde estaba escondido podía ver el otro lado del descampado que había dado la bienvenida a las visitas que iban a su casa, en especial cuando algún rayo cruzaba el cielo. Estaba situado en un sitio que le permitía ver los haces de los faros que penetraban los árboles desde la carretera principal y también oír el motor de los coches a través de la densa penumbra.
Sólo temía una cosa: que Rumplestiltskin tuviera más paciencia que él.
Lo dudaba, pero no estaba seguro. Después de todo, el niño había acumulado mucho odio durante años y esperado tanto tiempo antes de acometer su venganza que tal vez ahora, en esta última fase, vacilara y se limitara a apostarse en la línea de árboles y hacer más o menos lo que él estaba haciendo, es decir, esperar algún movimiento delator antes de acercarse. Ése era el riesgo que Ricky corría esa noche. Pero pensaba que era una apuesta bastante segura. Todo lo que había hecho estaba destinado a provocar al señor R. La cólera, el miedo y las amenazas exigen respuestas. Un asesino a sueldo es un hombre de acción. Un psicoanalista no. Ricky creía haber creado una situación en que sus propios puntos fuertes compensaban los de su contrincante. Su formación contrarrestaba la del asesino. «Él dará el primer paso. Todo lo que sé sobre la conducta me dice que será así». En el juego de recuerdos y muerte en que se encontraban sumidos ambos hombres, Ricky ostentaba el terreno más elevado. Luchaba en un lugar que conocía.
Pensó que era todo lo que podía hacer.
Hacia las diez de la noche el mundo circundante se redujo a un terreno húmedo y oscuro. Tenía los sentidos aguzados, la mente alerta a cualquier matiz de la noche. No había oído ningún coche ni divisado faros durante más de una hora y la lluvia parecía haber alejado los animales nocturnos hacia sus madrigueras, de modo que ni siquiera se oía el ruido de una zarigüeya o una mofeta. Pensó que estaba en ese momento en que el ánimo y la resolución le fallarían, en que la duda se apoderaría de su mente e intentaría convencerle de que estaba esperando tontamente a alguien que no iba a aparecer. Frustró esta sensación insistiéndose en que lo único que sabía seguro era que Rumplestiltskin estaba cerca, y todavía lo estaría más si perseveraba y esperaba. Deseó haber llevado una botella de agua. O un termo de café, pero no lo había hecho. «Es difícil planear un asesinato y recordar a la vez las cosas cotidianas», se dijo.
Movía los dedos de vez en cuando y tamborileaba con el índice sobre la culata del arma sin hacer ruido. En una ocasión lo sobresaltó un murciélago que bajó en picado hacia él; en otra, un par de cervatillos salieron unos segundos del bosque. Sólo distinguió sus siluetas, hasta que se asustaron y, al volverse, le enseñaron las colas blancas mientras se alejaban a saltitos.
Siguió esperando. Supuso que el asesino era un hombre acostumbrado a la noche y que se sentía cómodo en ella. El día comprometía mucho a un asesino. Le permitía ver, pero también ser visto. «Te conozco, señor R —pensó—. Querrás terminar todo esto en la oscuridad. Muy pronto estarás aquí».
Unos treinta minutos después de que los últimos faros de automóvil hubiesen pasado a lo lejos, vio que otro coche se acercaba por la carretera. Éste circulaba más despacio, casi vacilante. Con un mínimo matiz de indecisión en la velocidad a que avanzaba.
El brillo se detuvo cerca del camino de entrada a su finca, y luego aceleró y desapareció en una curva a cierta distancia.
Ricky retrocedió más en su escondite.
«Alguien ha encontrado lo que buscaba pero no quiere demostrarlo», pensó.
Siguió esperando. Pasaron veinte minutos de oscuridad total, pero Ricky estaba enroscado como una serpiente, aguardando. Su reloj de pulsera le servía para valorar lo que estaba ocurriendo más allá. Cinco minutos, tiempo suficiente para dejar escondido el coche. Diez minutos para regresar a pie hasta el camino de entrada. Otros cinco para deslizarse en silencio entre los árboles. «Ahora está en la última línea de árboles —pensó—. Observando las ruinas de la casa a distancia prudencial». Se hundió más en su guarida y se tapó los pies con el capote.
Se armó de paciencia. Notaba cómo la adrenalina le subía a la cabeza y el pulso se le aceleraba como el de un deportista, pero se calmó recitando en silencio pasajes literarios. Dickens: «Era el mejor y el peor de los tiempos». Camus: «Hoy mamá ha muerto. O tal vez fue ayer, no lo sé». Este recuerdo le hizo sonreír a pesar del miedo que sentía. Le pareció una cita adecuada. Sus ojos se movieron con rapidez para escrutar la oscuridad. Era un poco como abrirlos bajo el agua. Había formas en movimiento pero no eran reconocibles. Aun así, aguardó, porque sabía que su única oportunidad consistía en ver antes de ser visto.
La llovizna había parado por fin, dejando el mundo reluciente y resbaladizo. El frío que había acompañado las tormentas desapareció, y Ricky notaba que un calor húmedo y denso se apoderaba del lugar. Respiraba despacio, temeroso de que la aspereza asmática de cada inspiración pudiera oírse a kilómetros. Observó el cielo y vio el contorno de una nube gris recortada contra el negro mientras surcaba el aire, casi como si la propulsaran unos remeros invisibles. Un poco de luz de luna se coló entre las nubes que pasaban y cayó como una saeta a través de la noche. Ricky miró a derecha e izquierda y vio una forma que se apartaba de los árboles.
Mantuvo los ojos fijos en la figura, cuya silueta distinguió un instante bajo la tenue luz: una forma oscura de un negro más intenso que la noche. En aquel momento, la persona se llevó algo a los ojos y giró despacio, como un vigía en lo alto del mástil de un barco que busca icebergs en las aguas de proa.
Ricky retrocedió aún más y se apretujó contra las ruinas. Se mordió el labio con fuerza, porque supo de inmediato a lo que se enfrentaba: un hombre con prismáticos de visión nocturna.
Se mantuvo inmóvil, sabiendo que el estrafalario conjunto del capote y el sombrero con mosquitera era su mayor defensa. Eso le permitía confundirse con las tablas carbonizadas y los montones de escombros quemados. Como el camaleón, que cambia de color según la tonalidad de la hoja que ocupa, permaneció en su sitio con la esperanza de no ofrecer el menor indicio de humanidad.
La silueta se movió con sigilo.
Ricky contuvo el aliento. ¿Lo había detectado?
Le costó hasta el último ápice de energía mental no moverse de su sitio. El pánico acuciaba su mente y le gritaba que huyera mientras todavía podía. Pero se contestó que su única posibilidad consistía en hacer lo que estaba haciendo. Después de todo lo que había pasado, tenía que llevar al hombre que se movía entre los árboles hacia él hasta tenerlo al alcance de la mano. La silueta cruzó el campo visual de Ricky en diagonal. Se movía con cautela, despacio pero sin miedo, algo agazapado para ofrecer poco contorno: un depredador experimentado.
Ricky exhaló despacio: aún no lo había visto.
La silueta llegó al antiguo jardín, y Ricky lo vio vacilar. Llevaba algo que le cubría la cabeza, a juego con sus ropas oscuras. Más parecía parte de la noche que una persona. Volvió a llevarse algo a los ojos, y de nuevo a Ricky lo consumió la tensión cuando los prismáticos de visión nocturna recorrieron las ruinas de la casa donde tiempo atrás había sido feliz. Pero otra vez el capote le convirtió en un escombro más, y el hombre vaciló, como frustrado. Bajó los binoculares de visión nocturna a un costado, como si descartara los alrededores.
Avanzó con más agresividad y se situó en la entrada para escrutar las ruinas. Dio un paso adelante con un ligero tropezón, y Ricky oyó una maldición apagada.
«Sabe que yo debería estar aquí —pensó Ricky—. Pero empieza a tener dudas».
Apretó los dientes. Sintió un impulso frío, asesino, en su interior.
«No estás seguro, ¿verdad? No es lo que esperabas. Y ahora dudas. Sientes duda, frustración y toda esa cólera acumulada por no haberme matado antes, cuando te lo puse tan fácil. Es una combinación peligrosa, porque te obliga a hacer cosas que normalmente no harías. Estás dejando de tomar precauciones a cada paso y tu incertidumbre se refleja en tus movimientos. Y ahora, de repente, estás jugando en mi terreno. Porque ahora el doctor Starks te conoce y sabe todo lo que hay en tu cabeza, porque todo lo que sientes, toda esa indecisión y confusión, es habitual en su vida, no en la tuya. Eres un asesino cuyo blanco de pronto no está claro, y todo por culpa del escenario que he organizado».
Observó la sombra. «Acércate más», dijo en silencio.
El hombre avanzó y tropezó con un pedazo de viga mientras intentaba cruzar una habitación que no conocía.
Se detuvo y dio un puntapié a la viga.
—Doctor Starks —susurró como un actor que pronuncia en escena un secreto que hay que compartir—. Sé que está aquí.
La voz pareció rasgar el aire de la noche.
—Vamos, doctor. Salga. Ha llegado el momento de terminar con esto.
Ricky no se movió. No contestó. Todos sus músculos se tensaron, pero no había pasado años detrás del diván escuchando las afirmaciones más provocadoras y exigentes para caer ahora en la trampa de ese psicópata.
—¿Dónde está, doctor? —prosiguió el hombre, moviéndose de un lado a otro—. No estaba en la playa. De modo que debe estar aquí, porque es un hombre de palabra. Y aquí es donde dijo que iba a estar.
Avanzó de una sombra a otra. Volvió a tropezar y se golpeó la rodilla con lo que había sido la contrahuella de una escalera. Maldijo por segunda vez y se enderezó. Ricky pudo ver confusión e irritación mezcladas con frustración en el modo en que se encogía de hombros.
El hombre se volvió a izquierda y derecha una vez más. Luego suspiró.
Cuando habló, lo hizo con resignación:
—Si no está aquí, doctor, ¿dónde coño está?
Se encogió de hombros de nuevo y, por fin, dio la espalda a Ricky. Y en cuanto lo hizo, Ricky sacó la mano con que empuñaba la pistola y, tal como le habían enseñado en la armería de New Hampshire, sujetándola con ambas manos, situó el punto de mira en el centro de la espalda de Rumplestiltskin.
—Estoy detrás de ti —contestó en voz baja.
El tiempo pareció entonces perder el control sobre el mundo circundante. Los segundos, que normalmente se habrían agrupado en minutos en una progresión ordenada parecieron esparcirse como pétalos arrastrados por el viento. Se mantuvo inmóvil, apuntando a la espalda del asesino y respirando con dificultad. Sentía impulsos eléctricos que le recorrían las venas y le costó mucha energía conservar la calma.
El hombre permaneció inmóvil.
—Tengo un arma —espetó Ricky con voz ronca debido a la tensión—. Estoy apuntándote a la espalda. Es una pistola semiautomática del calibre 380 cargada con balas de punta hueca, y si haces el menor movimiento dispararé. Lograré hacer dos disparos, quizá tres, antes de que te vuelvas y puedas apuntarme a tu vez. Por lo menos uno dará en la diana, y seguramente te matará. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? Porque conoces el arma y la munición. De modo que ya has hecho estos cálculos mentalmente, ¿no?
—En cuanto oí su voz, doctor —contestó Rumplestiltskin con tono sereno e inexpresivo. Si se había sorprendido, no lo reflejaba. De pronto, soltó una carcajada y añadió—: Y pensar que me puse tan campante en su línea de tiro. Ah, supongo que era inevitable. Ha jugado bien, mucho mejor de lo que yo esperaba, y ha hecho gala de recursos que no creía que poseyera. Pero ahora nuestro jueguecito ha llegado a sus últimos movimientos, ¿verdad? —Hizo una pausa—. Creo, doctor Starks, que haría bien en dispararme ahora. En la espalda. En este momento tiene ventaja. Pero, a cada segundo que pasa, su posición se debilita. Como profesional que se ha encontrado antes en esta clase de situaciones, le aconsejaría que no desperdiciara la oportunidad que ha creado. Dispáreme ahora, doctor. Mientras todavía puede hacerlo.
Ricky no contestó.
—Venga, doctor —insistió el hombre—. Canalice toda esa cólera. Concentre toda su rabia. Tiene que reunir esas cosas en su cabeza, convertirlas en algo único y centrado. Así podrá apretar ese gatillo sin sentir la menor culpa. Hágalo ahora, doctor, porque cada segundo que me deje vivir es un segundo que puede estar arrebatándole a su propia vida.
Ricky siguió apuntándole.
—Levanta las manos donde pueda verlas —ordenó.
Rumplestiltskin soltó una carcajada de desdén.
—¿Qué? ¿Lo vio en algún programa de televisión? ¿O en el cine? No funciona así en la vida real.
—Suelta el arma —insistió Ricky.
—No. —El hombre meneó la cabeza—. Tampoco voy a hacer eso. De todos modos es un cliché. Verá, si dejo caer el arma al suelo, renuncio a cualquier opción que pueda tener. Examine la situación, doctor: según mi criterio profesional, ya ha desperdiciado su oportunidad. Sé lo que pasa por su cabeza. Sé que, si quisiera disparar, ya lo habría hecho. Pero asesinar a un hombre, incluso a alguien que te ha dado muchos motivos para ello, es más difícil de lo que había imaginado. Usted vive en un mundo de muerte imaginaria, doctor. Todos esos impulsos asesinos que ha escuchado durante años y contribuido a sofocar, para usted sólo existen en el reino de la fantasía. Pero esta noche, aquí, no hay nada salvo la realidad. Y en este momento está buscando la fuerza para matar. Y apuesto a que no la está encontrando con facilidad. Yo, por otra parte, no necesito recorrer tanto camino. A mí no me habría preocupado nada la ambigüedad moral de disparar a alguien por la espalda. O por delante, en realidad. Como se dice, las cosas sólo se aprenden con la práctica. Siempre y cuando el blanco esté muerto, ¿qué más da? Así que no dejaré caer mi arma, ni ahora ni nunca. Permanecerá en mi mano derecha, amartillada y a punto. ¿Me volveré ahora? ¿Probaré suerte en este momento? ¿O esperaré un poco?
Ricky guardó silencio. La cabeza le daba vueltas.
—Debería saber algo, doctor: si quiere ser un buen asesino, no debería preocuparse por su penosa vida.
Ricky escuchó aquellas palabras a través de la oscuridad y sintió una terrible inquietud.
—Yo te conozco —dijo—. Conozco esa voz.
—Sí, es verdad —contestó Rumplestiltskin con tono algo burlón—. La ha oído bastante a menudo.
Ricky se sintió de repente como si estuviera de pie sobre hielo resbaladizo.
—Date la vuelta —ordenó, y la inseguridad se reflejó en su voz. Rumplestiltskin negó con la cabeza.
—Es mejor que no me pida eso. Porque si lo hago, casi toda la ventaja que tiene habrá desaparecido. Veré su posición exacta y le aseguro, doctor, que una vez le tenga localizado, pasará muy poco tiempo antes de que lo mate.
—Te conozco —repitió Ricky en un susurro.
—¿Tanto le cuesta? La voz es la misma. La postura. Todas las inflexiones y los tonos, los matices y las peculiaridades. Debería reconocerlos todos —dijo Rumplestiltskin—. Después de todo, hemos estado viéndonos cinco veces a la semana durante casi un año. Y tampoco me habría vuelto entonces. Y el proceso psicoanalítico, ¿no es más o menos lo mismo que esto? El médico con los conocimientos, el poder y, me atrevería a decir, las armas justo a la espalda del pobre paciente, que no puede ver qué pasa y sólo cuenta con sus recuerdos míseros y patéticos. ¿Tanto han cambiando las cosas para nosotros, doctor?
Ricky tenía la garganta reseca, pero aun así se le atragantó el nombre.
—¿Zimmerman?
—Zimmerman está muerto. —Rumplestiltskin rio de nuevo.
—Pero tú eres…
—Soy el hombre que conoció como Roger Zimmerman. Con una madre inválida y un hermano indiferente, y un trabajo que no iba a ninguna parte, y toda esa cólera que jamás parecía aplacarse a pesar de toda la cháchara que soltaba en su consulta. Ése es el Zimmerman que usted conoció, doctor Starks. Y ése es el Zimmerman que murió.
Ricky estaba mareado. Estaba comprendiendo más mentiras.
—Pero el metro…
—Ahí es donde Zimmerman, el verdadero Zimmerman, que tenía tendencias suicidas, murió. Empujado a la muerte. Una muerte oportuna.
—Pero yo no…
Rumplestiltskin se encogió de hombros.
—Doctor, un hombre va a su consulta y le dice que es Roger Zimmerman y que sufre de esto y aquello, se presenta como un paciente adecuado para el análisis y tiene los medios económicos para pagar sus honorarios. ¿Comprobó alguna vez que ese hombre fuese en realidad quien decía ser? —Ricky guardó silencio—. No creo. Si lo hubiera hecho, habría averiguado que el auténtico Zimmerman era más o menos como yo se lo presenté. La única diferencia consistía en que no era la persona que iba a su consulta. Ése era yo. Y, cuando llegó la hora de que muriese, ya me había proporcionado lo que necesitaba. Me limité a tomar prestada su vida y su muerte. Porque yo tenía que conocerlo a usted, doctor. Tenía que verlo y estudiarlo. Y tenía que hacerlo del mejor modo. Me costó algo de tiempo, pero averigüé lo que necesitaba. Despacio, sí, pero usted sabe que tengo mucha paciencia.
—¿Quién eres? —preguntó Ricky.
—No lo sabrá nunca. Y sin embargo, ya lo sabe. Conoce mi pasado. Sabe cómo crecí. Sabe lo de mis hermanos. Sabe mucho sobre mí, doctor. Pero nunca sabrá quién soy en realidad.
—¿Por qué me has hecho esto?
Rumplestiltskin sacudió la cabeza, como si le asombrara la sencilla audacia de la pregunta.
—Ya conoce las respuestas. ¿Tan difícil es pensar que un niño que ha visto cómo infligían sufrimiento a su madre, cómo la pegaban y la sumían en una desesperación tan profunda que tuvo que suicidarse para lograr la salvación, se dedique a vengarse de todas las personas que no la ayudaron, incluido usted, cuando alcanza una posición en la que puede hacerlo?
—La venganza no resuelve nada —aseguró Ricky.
—Ha hablado como un hombre que nunca se ha dado el gusto —gruñó Rumplestiltskin—. Está equivocado, por supuesto. Como tantas otras veces. La venganza sirve para limpiar el corazón y el alma. Ha existido desde que el primer cavernícola bajó de un árbol y golpeó a su hermano en la cabeza por alguna cuestión de honor. Pero, sabiendo todo lo que sabe sobre lo que le ocurrió a mi madre y a sus tres hijos, ¿aún cree que las personas que nos descuidaron no nos deben nada? Niños que no habían hecho nada malo, pero que fueron abandonados a su suerte por muchas personas que deberían haber actuado de otro modo si hubieran tenido un mínimo de compasión o empatía, o sólo una pizca de humanidad. ¿No nos deben, después de haber superado esos tormentos, nada a cambio? Es una pregunta muy sugerente.
Se detuvo y, al oír el silencio de Ricky como respuesta, habló con frialdad:
—Verá, doctor, la verdadera pregunta que se plantea esta noche no es por qué busco su muerte, sino por qué no debería hacerlo.
De nuevo, Ricky no contestó.
—¿Le sorprende que me haya convertido en un asesino? —No le sorprendía, pero no lo mencionó.
El silencio envolvió a los dos hombres un momento y, luego, igual que pasaría en la inviolabilidad de su consulta, con un diván y la tranquilidad, uno de los hombres interrumpió el fantasmagórico silencio con otra pregunta.
—¿Le puedo preguntar algo? ¿Por qué cree que no merece morir?
Ricky pudo notar la sonrisa del hombre, sin duda una sonrisa fría, cruel.
—Todo el mundo merece morir por algo —añadió—. Nadie es inocente, doctor. Ni usted. Ni yo. Nadie. —Rumplestiltskin pareció estremecerse en ese momento. Ricky se imaginó los dedos del hombre cerrándose sobre su arma—. Mire, doctor Starks —dijo con una fría resolución que indicaba lo que estaba pensando—. Creo que, a pesar de lo interesante que ha sido esta última sesión y aunque hay mucho más que decir, se ha acabado el tiempo de hablar. Ha llegado el momento de que alguien muera. Y usted es quien tiene más números.
Ricky ajustó la mira de la pistola e inspiró hondo. Estaba apretujado contra los escombros, incapaz de moverse y con el camino detrás de él también bloqueado. Toda la vida que había vivido y toda la que tenía por vivir descartadas, todo por un solo acto de negligencia cuando era joven y debió haber actuado de otro modo. En un mundo de opciones, no le quedaba ninguna. Puso el dedo en el gatillo de la pistola y se armó de fuerza y voluntad.
—Olvidas algo —dijo despacio, con frialdad—. El doctor Starks ya está muerto.
Y disparó.
Fue como si el hombre reaccionara al menor cambio en la voz de Ricky, que reconoció en el primer tono duro de la primera palabra, y su preparación y la comprensión de la situación tomaran el control, de modo que su reacción fue incisiva, inmediata y sin vacilación. Cuando Ricky apretó el gatillo, Rumplestiltskin se arrojó a un lado, girando al hacerlo, con lo que el primer disparo, dirigido al centro de su espalda, le desgarró, en cambio, el omóplato y el segundo le atravesó el brazo derecho con un sonido de rasgadura, sordo al dar en la carne y crujiente al pulverizar el hueso.
Ricky disparó una tercera vez, por reflejo, y la bala, sibilante, se perdió en la oscuridad.
Rumplestiltskin se retorció con un grito ahogado mientras una oleada de adrenalina superaba la fuerza de los impactos que había recibido y le llevaba a intentar levantar el arma con el brazo destrozado. Agarró el arma con la mano izquierda y procuró mantenerla firme mientras se tambaleaba hacia atrás en precario equilibrio. Ricky se quedó paralizado al ver elevarse el cañón de la pistola automática, como la cabeza de una cobra, yendo de un lado a otro y buscándole con su único ojo, mientras el hombre que la empuñaba se tambaleaba como al borde resbaladizo de un precipicio.
La detonación fue irreal, como si le pasara a otra persona, a alguien lejano que no guardara relación con él. Pero el silbido de la bala que surcó el aire sobre su cabeza sí fue real y catapultó a Ricky de vuelta a la acción. Un segundo disparo rasgó el aire, y notó el viento caliente de la bala al atravesar la masa informe del capote que le colgaba de los hombros. Inspiró y olió a pólvora y humo. A continuación levantó su arma a la vez que combatía los nervios eléctricos que amenazaban con hacerle temblar las manos y encañonó la cara de Rumplestiltskin mientras el asesino se desplomaba frente a él.
El asesino pareció balancearse hacia atrás en un intento de incorporarse, como si esperara el disparo final, mortífero. Su arma había resbalado hacia el suelo y le colgaba a un lado del cuerpo después de su segundo disparo, sujeta sólo con la punta de unos dedos crispados que ya no respondían a unos músculos destrozados y sangrantes. Se llevó la mano izquierda a la cara, como para protegerse del tiro de gracia.
La adrenalina, la cólera, el odio, el miedo, la suma de todo lo que le había pasado se le juntó, en ese instante, exigiendo, insistiendo, gritándole órdenes, y Ricky pensó sin reflexionar que por fin, en ese preciso momento, iba a ganar.
Y entonces se detuvo porque, de repente, se dio cuenta de que no iba a hacerlo.
Rumplestiltskin había palidecido, como si la luz de la luna le iluminara la cara. Por el brazo y el tórax le corría sangre, que semejaba rayas de tinta negra. Intentó otra vez, débilmente, sujetar el arma y levantarla, pero no pudo. El shock se apoderaba con rapidez de su cuerpo, lo que entorpecía sus movimientos y nublaba su raciocinio. Era como si la calma que había descendido sobre los dos hombres cuando los ecos de los disparos se desvanecieron fuera palpable y cubriera todos sus movimientos.
Ricky contempló al hombre que había conocido y, sin embargo, no había conocido como paciente, y supo que Rumplestiltskin moriría desangrado con bastante rapidez. O sucumbiría al shock. Pensó que sólo en las películas se podía disparar de cerca balas potentes a un hombre y que éste siguiera teniendo fuerzas para bailar la giga. Calculó que a Rumplestiltskin sólo le quedaban minutos.
Una parte desconocida de él le insistía que se quedara a ver cómo ese hombre moría.
No lo hizo. Se puso de pie y avanzó. Dio un puntapié a la pistola para alejarla de la mano del asesino y luego metió la suya en la mochila. Mientras Rumplestiltskin farfullaba algo en su lucha contra la inconsciencia que anunciaría la muerte, Ricky se agachó e hizo un esfuerzo para levantarlo del suelo y, con el mayor impulso que pudo, se lo cargó al hombro al modo de los bomberos. Se enderezó despacio para adaptarse al peso y, reconociendo la ironía de la situación, avanzó tambaleante a través de las ruinas para sacar de los escombros al hombre que quería verlo muerto.
El sudor le escocía los ojos y tenía que esforzarse para dar cada paso. Lo que transportaba parecía mucho mayor que cualquier cosa que hubiese cargado nunca. Notó que Rumplestiltskin perdía el conocimiento y oyó cómo su respiración se volvía cada vez más ruidosa y dificultosa, asmática con la cercanía de la muerte. Él, por su parte, inspiraba grandes bocanadas de aire húmedo y se impulsaba con pasos firmes, automáticos, cada uno más difícil que el anterior y de un desafío creciente. Se dijo que era el único modo de lograr la libertad.
Se detuvo al borde de la carretera. La noche los envolvía a ambos.
Dejó a Rumplestiltskin en el suelo y pasó las manos sobre sus ropas. Para su alivio, encontró lo que esperaba: un teléfono móvil.
A Rumplestiltskin le costaba cada vez más respirar. Ricky sospechaba que la primera bala se había fragmentado al impactar contra el omóplato y que el sonido borboteante que oía se debía a un pulmón perforado. Contuvo lo mejor que pudo la hemorragia de las heridas y llamó al número de Urgencias de Wellfleet que recordaba desde hacía tanto tiempo.
—Servicio de Urgencias de Cape Cod —anunció una voz abrupta, eficiente.
—Escuche con mucha atención —pidió Ricky, despacio, haciendo una pausa entre las palabras—. Sólo se lo voy a decir una vez, así que cáptelo bien. Ha habido un tiroteo accidental. La víctima se encuentra en Old Beach Road, frente a la antigua casa de veraneo del difunto doctor Starks, la que se incendió el verano pasado. Está junto al camino de entrada. La víctima presenta heridas de arma de fuego en el omóplato y en el antebrazo derecho, y se encuentra en estado de shock. Morirá si no llegan aquí en unos minutos. ¿Lo ha entendido?
—¿Quién llama?
—¿Lo ha entendido?
—Sí. Estoy enviando los equipos de urgencia a Old Beach Road. ¿Quién llama?
—¿Conoce el lugar que le he dicho?
—Sí. Pero tengo que saber quién llama.
Ricky reflexionó antes de contestar:
—Nadie que todavía sea alguien. —Colgó el auricular. Sacó su arma, extrajo las balas que quedaban del cargador y las lanzó lo más lejos que pudo en el bosque. Luego, dejó caer la pistola junto al hombre herido. También sacó la linterna de la mochila, la encendió y la colocó sobre el tórax del asesino inconsciente. A lo lejos se oían sirenas. Los bomberos estaban a sólo unos kilómetros de distancia, en la carretera 6. No tardarían demasiado en llegar allí. Supuso que el viaje al hospital llevaría quince minutos, quizá veinte. No sabía si el personal de urgencias podría estabilizar al herido o si era capaz de atender heridas graves de bala. Tampoco sabía si estaría de guardia un equipo quirúrgico adecuado. Echó otro vistazo al asesino y no supo si sobreviviría las próximas horas. Tal vez sí. Tal vez no. Por primera vez en toda su vida, Ricky disfrutó de la incertidumbre.
La sirena de la ambulancia se acercaba con rapidez. Ricky se volvió y se alejó, despacio los primeros pasos pero aumentando el ritmo hasta correr con grandes zancadas. Sus pies resonaban en la carretera con un ritmo regular, dejando que la oscuridad de la noche envolviera su presencia hasta ocultarlo completamente.
Ricky desapareció como un fantasma recién conjurado.