Normalmente, una o dos veces cada verano en aquellos años y vacaciones que le parecían ahora tan distantes, cuando su mujer seguía pautas normales y reconocibles, Ricky hacía una reserva con uno de los viejos y consumados guías de pesca que operaban en las aguas de Cape Cod para encontrar róbalos y bancos de anjovas. No era que se considerara un pescador experto, y tampoco estaba especialmente dotado para las actividades al aire libre, pero le gustaba salir en una pequeña embarcación abierta a primera hora de la mañana, cuando la niebla todavía cubre el océano gris, y sentir aquel frío húmedo que desafiaba los primeros rayos de sol en el horizonte mientras el guía pilotaba el esquife por canales, bordeando bancos de arena, hasta las zonas de pesca. Y lo que le gustaba era la sensación de que, entre las olas siempre cambiantes, el guía sabía en qué parte había peces, incluso aunque se escondieran en las aguas profundas. Lanzar un cebo a través de tanto espacio frío con tantas variables como la marea y la corriente, la temperatura y la luz y saber encontrar el objetivo era algo que Ricky, el psicoanalista, había admirado y encontrado siempre fascinante.
Al reflexionar en su apartamento de Nueva York, pensó que se había embarcado en un proceso muy parecido. El cebo estaba en el agua. Ahora tenía que lograr que la presa tragara el anzuelo. No creía que fuera a tener más de una oportunidad con Rumplestiltskin.
Después de enfrentarse a sus hermanos pequeños se le había ocurrido que podía huir, pero no le serviría de nada. Se pasaría todo lo que le quedaba de vida sobresaltándose con cada ruido en la oscuridad, nervioso al escuchar cualquier cosa detrás de él, temeroso de cada desconocido que entrara en su campo de visión. Una vida imposible, siempre escapando de algo y de alguien imposible de percibir, siempre con él, rondando cada paso que diera.
Sabía, con toda la certeza que podía saber, que tenía que vencer a Rumplestiltskin en esta fase final. Era el único modo de recuperar el control sobre algo parecido a la vida que esperaba vivir.
Pensó que lo conseguiría. Los primeros pasos de su plan ya habían tenido lugar. Podía imaginarse la conversación que estarían manteniendo los hermanos en ese mismo instante, mientras él permanecía en aquel apartamento de alquiler. No sería por teléfono. Tendrían que reunirse, porque querrían verse para asegurarse de que estaban a salvo. Habría voces levantadas. También unas cuantas lágrimas y un enfado considerable, quizás incluso insultos y acusaciones. Todo les había ido sobre ruedas al cobrarse su venganza contra todos los objetivos de su pasado. Sólo uno había salido mal, y ese uno era ahora origen de una ansiedad importante. Podía oír la frase «¡Tú nos metiste en esto!» gritada en la habitación hacia el psicópata que tanto significaba para ellos. Ricky pensó, con cierta satisfacción, que esa acusación contendría pánico, porque había conseguido abrir una brecha en los vínculos que unían al trío. Por muy persuasiva que hubiese sido la necesidad de venganza, por muy astuta que hubiese sido la conspiración contra Ricky y todos los demás, había un elemento que Rumplestiltskin no había previsto: a pesar de su compulsión a secundarlo, los dos hermanos menores seguían aspirando a llevar una vida convencional, normal a su propio modo. Una vida en el escenario y una vida en los tribunales, siguiendo ciertas reglas y restricciones reconocibles. Rumplestiltskin era el único de los tres que estaba dispuesto a vivir fuera de todo límite. Pero los otros no, y eso los volvía vulnerables.
Ricky había descubierto esa diferencia. Y sabía que era su mejor baza.
Sabía que se dirían palabras duras. A pesar de lo cruel y sanguinario que había sido el juego, en realidad los empujones, disparos y asesinatos habían quedado a cargo de uno solo de ellos. Arruinar una reputación o destrozar unas cuentas de inversiones eran trabajos bastante desagradables, pero en ellos no se vertía sangre. Había habido una separación de las maldades, y las más oscuras habían quedado en unas únicas manos.
Estos trabajos habían recaído en el señor R. Del mismo modo que había soportado el peso de las palizas y la crueldad cuando crecían, la violencia en sí era cosa suya. Los demás sólo le habían ayudado y cosechado con ello la satisfacción psicológica que proporciona la venganza. Era la diferencia entre quien facilita las cosas y quien las lleva a cabo. Pero ahora se daban cuenta de que su complicidad se había vuelto en su contra. «Creían que les había salido bien, pero no ha sido así», pensó Ricky. Sonrió para sus adentros. Decidió que no había nada tan devastador como darse cuenta de que ahora eres el perseguido cuando estás acostumbrado a ser el perseguidor. Y ésa era la trampa que había preparado, porque ni siquiera aquel psicópata dejaría de intentar recuperar la posición de superioridad que tan natural le es a un depredador. La amenaza a Virgil y a Merlin lo empujaría en esa dirección. Los pocos jirones de normalidad que conservaba el señor R eran los que lo conectaban con sus hermanos. Si en lo más profundo de su mundo psicopatológico quedaba algún vínculo con la humanidad, procedía de su relación con ellos. Estaría desesperado por protegerlos. Ricky se dijo que, de hecho, era sencillo. Había que asegurarse de que el cazador creyera que está cazando, acercándose a la presa, cuando en realidad estaba siendo conducido a una emboscada.
«Una emboscada basada en el amor», pensó con cierta ironía. Encontró un papel y se esforzó un rato con un poema. Cuando le quedó como quería, llamó a la sección de anuncios del Village Voice. De nuevo, como antes, se encontró hablando con un empleado. Le dio algo de conversación, como había hecho en otras ocasiones. Pero esta vez procuró hacerle unas preguntas clave y proporcionarle información vital:
—Perdone, pero si estoy fuera de la ciudad, ¿puedo llamar y recibir igualmente las respuestas?
—Por supuesto —dijo el empleado—. Sólo tiene que marcar el código de acceso. Puede llamar desde cualquier sitio.
—Fantástico —contestó Ricky—. Verá, es que este fin de semana tengo que atender unos asuntos en Cape Cod, así que me voy allí unos días y quiero seguir recibiendo las respuestas.
—No será ningún problema —aseguró el empleado.
—Espero que haga buen tiempo. Han pronosticado lluvia. ¿Ha estado alguna vez en Cape Cod?
—En Provincetown. Hay mucha marcha el fin de semana después del Cuatro de Julio.
—Ni que lo diga —corroboró Ricky—. Yo siempre voy a Wellfleet. O por lo menos eso hacía antes. Tuve que vender la casa. Liquidación total por incendio. Ahora voy a ir para arreglar unas cuestiones pendientes, y después de vuelta a la ciudad y a toda esta rutina.
—Ya. Ojalá tuviera yo una casa en Cape Cod.
—Es un sitio especial. —Ricky hablaba con cuidado, pronunciando despacio cada palabra—. Sólo vas en verano, tal vez un poco en otoño y primavera, pero cada estación te acaba calando a su modo. Se convierte en tu hogar. Más que un hogar, en realidad. Un lugar para empezar y terminar. Cuando muera, quiero que me entierren allí.
—Yo sólo puedo desearlo —aseguró el empleado, algo envidioso.
—Quizás algún día —respondió Ricky, y se aclaró la garganta para decir el mensaje que deseaba publicar en la sección de clasificados. Lo había incluido bajo un discreto titular: BUSCANDO AL SR. R.
—¿No querrá decir señor Regio? —preguntó el hombre.
—No —contestó Ricky—. Señor R está bien.
A continuación pronunció lo que esperaba fuera el último poema que tuviera que componer nunca:
¿Está aquí? ¿Está allá? Vete a saber.
En cualquier parte puede aparecer.
Puede que a Ricky le guste vagar,
puede que haya vuelto a su hogar.
O quizá Ricky se quiera ocultar
para que no lo puedan encontrar.
Un viejo lugar o un nuevo lugar,
Ricky siempre logrará escapar.
Y aunque lo busque con apuro,
el señor R nunca sabrá seguro
cuándo Ricky pueda estar presente,
no como amigo sino como oponente,
para sembrar la muerte y el mal,
y provocar de alguien el final.
—Vaya —dijo el empleado con un silbido largo y lento—. ¿Y dice usted que se trata de un juego?
—Sí —respondió Ricky—. Pero no habría mucha gente dispuesta a jugarlo.
El anuncio se iba a publicar el viernes siguiente, lo que dejaba a Ricky poco tiempo. Sabía lo que pasaría: el periódico llegaría a los quioscos la noche anterior, y sería entonces cuando los tres hermanos leerían el mensaje. Pero esta vez no contestarían en el periódico. Ricky supuso que sería Merlin, con sus tonos bruscos y exigentes de abogado y unos modales indirectamente amenazadores, Merlin llamaría al supervisor de los anuncios y descendería con rapidez por la jerarquía del periódico hasta encontrar al empleado que había recibido el poema por teléfono. Y le preguntaría a fondo sobre el hombre que llamó. Y el empleado recordaría enseguida la conversación sobre Cape Cod. Ricky imaginó que a lo mejor el hombre incluso recordaría su comentario de que le gustaría que algún día lo enterraran ahí; un pequeño deseo, en cierto sentido, pero que tendría mucho significado para Merlin. Después de obtener la información, la transmitiría a su hermano. Luego, los tres volverían a discutir. Los dos hermanos pequeños estaban asustados, probablemente como nunca desde que eran niños y su madre los abandonó al suicidarse. Querrían acompañar al señor R en su búsqueda, sintiéndose responsables del peligro y también culpables de que tuviera que cuidar de ellos una vez más. Pero no sería verdad, y el hermano mayor tampoco querría aceptar. Esta muerte querría infligirla solo.
«Y, por lo tanto, actuará solo», pensó Ricky.
Solo y con la esperanza de terminar de una vez para siempre lo que le habían hecho creer que ya había concluido. Iba a tener prisa por dirigirse hacia otra muerte.
Dejó el apartamento tras comprobar que no dejaba ningún rastro de su existencia. Luego, antes de salir de la ciudad, efectuó otra serie de tareas. Cerró sus cuentas bancarias en las sucursales de Nueva York y fue a una oficina del centro para buscar un banco con agencias en el Caribe, donde abrió una simple cuenta corriente y de ahorros a nombre de Richard Lively. Cuando hubo terminado el papeleo y depositado una cantidad modesta del efectivo que le quedaba, salió del banco y caminó dos manzanas por la avenida Madison hasta la sucursal del Credit Suisse frente a la que tantas veces había pasado en los días en que era un neoyorquino más.
Una empleada estuvo más que dispuesta a abrir una cuenta al señor Lively. Era una mera cuenta de ahorros tradicional, pero con una característica interesante. Un día al año, el banco transferiría el noventa por ciento de los fondos acumulados directamente al número de cuenta que Ricky dio del banco caribeño. Sus comisiones se deducirían del resto. Eligió la fecha para esta transferencia con una especie de aleatoriedad cuidada. Al principio pensó en usar el día de su cumpleaños y luego el de su mujer. Después se planteó usar el día en que había fingido su muerte. También consideró usar el cumpleaños de Richard Lively. Pero, por fin, preguntó a la agradable joven, que se había esmerado en asegurarle la confidencialidad total y la inviolabilidad de las regulaciones bancarias suizas, cuándo era su cumpleaños. Como había esperado, no guardaba relación con ninguna fecha que pudiera recordar. Un día de finales de marzo. Eso le gustó. Marzo era el mes que marcaba el final del invierno y anunciaba la primavera, pero estaba lleno de falsas promesas y de vientos engañosos. Un mes variable. Le dio las gracias a la joven y le dijo que ése era el día que elegía para las transferencias.
Una vez terminados sus asuntos, Ricky volvió al coche. Mientras recorría las calles hacia la Henry Hudson Parkway en dirección al norte, no miró hacia atrás ni una sola vez. Tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo.
Devolvió el coche de alquiler y se pasó el día acabando con Frederick Lazarus. Cerró, canceló o liquidó cada carné, tarjeta de crédito y cuenta telefónica, todo lo relacionado con ese personaje. Incluso fue a la armería donde había aprendido a disparar, se compró una caja de balas y se pasó una hora productiva en el local de tiro disparando a una diana con la silueta negra de un hombre que él atribuía con facilidad a su implacable perseguidor. Después, charló un poco con el dependiente de la armería y le dejó caer que se iba de la zona por varios meses. El hombre se encogió de hombros, pero Ricky pudo ver que, aun así, tomaba nota de su marcha.
Así pues, Frederick Lazarus se desvaneció. Por lo menos sobre el papel y los documentos. Dejó también las pocas relaciones que ese personaje tenía. Para cuando hubo terminado, lo único que quedaba de aquel individuo eran las posibles venas asesinas que él mismo hubiera absorbido. Por lo menos, creía que eso seguiría pesando en su interior.
Richard Lively no sería tan fácil, porque Richard Lively era un poco más humano que Lazarus. Y era Richard Lively quien tenía que vivir. Pero también necesitaba desaparecer de su vida en Durham, New Hampshire, con el mínimo de fanfarria y en muy corto plazo. Tenía que dejarlo todo atrás, pero no parecer que lo hacía, por si acaso alguien, algún día, aparecía haciendo preguntas y relacionaba la desaparición con ese fin de semana concreto.
Consideró este dilema y pensó que el mejor modo de desaparecer es dar a entender lo contrario. Hacer creer a la gente que tu marcha es sólo temporal. La cuenta bancaria de Richard Lively permaneció intacta, con un depósito mínimo. No canceló ninguna tarjeta de crédito ni carné de biblioteca. Dijo al supervisor del departamento de mantenimiento de la universidad que un problema familiar en la Costa Oeste requería su presencia allí por unas semanas. El jefe lo comprendió pero le comentó que no podía prometerle que el trabajo le esperaría, aunque haría todo lo posible para que no lo ocupara nadie. Tuvo una conversación parecida con sus caseras, a las que explicó que no estaba seguro del tiempo que estaría fuera. Pagó el alquiler de un mes extra por adelantado. Se habían acostumbrado a sus idas y venidas y no dijeron demasiado, aunque Ricky sospechó que la mujer mayor sabía que no volvería nunca, sencillamente por la forma en que lo miró y asimiló todo lo que decía. Ricky admiraba esta cualidad. Le pareció que era una cualidad típica de New Hampshire aceptar aparentemente lo que otra persona dice, mientras se comprende la verdad subyacente. Aun así, para subrayar la impresión de que iba a regresar, aunque no le creyeran del todo, dejó todas las pertenencias que pudo. Ropa, libros, una radio despertador, las cosas modestas que había reunido al reconstruir su vida. Sólo se llevó un par de mudas y el arma. Lo que tenía que dejar atrás eran indicios de que había estado ahí y de que podría regresar, pero nada que indicara realmente quién era o dónde podría haber ido.
Mientras bajaba por la calle, sintió un arrepentimiento momentáneo. Si sobrevivía al fin de semana, algo de lo que sólo tenía el cincuenta por ciento de probabilidades, sabía que no volvería nunca. Había llegado a estar muy a gusto y familiarizado con aquel pequeño mundo y le entristecía abandonarlo. Pero reestructuró la emoción en su interior y procuró reconvertirla en una fortaleza que lo sostuviera durante lo que iba a suceder.
A mediodía tomó un autobús Trailways hacia Boston, con el que volvió a recorrer una ruta conocida. No pasó mucho rato en la terminal de Boston, sólo el suficiente para preguntarse si el verdadero Richard Lively seguiría vivo; tal vez fuese interesante ir a Charlestown para intentar localizarlo en alguno de los parques y callejones por donde lo había seguido una vez con tanta diligencia. Sabía, por supuesto, que no tenía nada que decir al hombre, aparte de darle las gracias por proporcionarle una vía hacia un futuro dudoso. En todo caso, no tenía tiempo. Tomó el autobús Bonanza del viernes por la tarde a Cape Cod y se apretujó en un asiento trasero con una agitación creciente. «A esta hora ya habrán leído el poema —pensó—. Y Merlin habrá interrogado al empleado de los anuncios. En este preciso momento los tres hermanos estarán hablando». Podía imaginar cómo las palabras volaban de un lado a otro. Y no necesitaba oírlos porque sabía lo que harían. Miró la hora en su reloj.
«Pronto saldrá —pensó—. Conducirá sin paradas, impulsado a concluir una historia que se ha escrito de modo distinto al que él esperaba».
Sonrió, viendo la inmensa ventaja que tenía. Rumplestiltskin se movía en un mundo acostumbrado a las conclusiones. El de Ricky era justo lo contrario. Uno de los principios del psicoanálisis es que, a pesar de que las sesiones terminen y la terapia diaria finalice por fin, el proceso no se completa nunca. Lo que la terapia aporta es, en el mejor de los casos, una nueva forma de ver quién es uno, y permitir que esa nueva definición de la vida de uno influya en las decisiones y las elecciones que conlleve el futuro. En el mejor de los casos, esos momentos ya no se verán limitados por los acontecimientos del pasado y las elecciones tomadas estarán liberadas de lo que todo el mundo debe al entorno en que ha crecido.
Tenía la sensación de estar llegando a la misma clase de final inacabado.
Era el momento de morir o de proseguir. Y cuál de los dos iba a ser se sabría en las próximas horas.
Aceptó la frialdad de su situación y contempló el paisaje por la ventanilla. Observó que, a medida que el autobús zumbaba rumbo a Cape Cod, el tamaño de los árboles y los arbustos parecía reducirse. Era como si la vida en la tierra arenosa cercana al océano fuera más dura y le costara crecer cuando los vientos marinos soplaban en invierno.
Una vez fuera de Provincetown, en la carretera 6, Ricky vio un motel que todavía no había colgado el cartel de completo debido, lo más seguro, a la poco optimista previsión meteorológica. Pagó en efectivo por el fin de semana y el recepcionista cogió el dinero con desinterés. Ricky supuso que lo tomaba por un confuso empresario de mediana edad de Boston que se había rendido por fin a sus fantasías e iba a esa ciudad de alborotada vida nocturna en verano para unos días de sexo y culpa. Ricky no hizo nada por contradecir tal suposición y, de hecho, preguntó al recepcionista por los mejores clubes de la ciudad, la clase de sitios donde los solteros iban a buscar compañía. El hombre le dio algunos nombres y no preguntó nada.
Ricky encontró una tienda de artículos de acampada y compró más repelente de insectos, una linterna potente y un capote verde oliva mayor de lo normal. También compró un sombrero de camuflaje de ala ancha que tenía un aspecto ridículo pero que llevaba cosida al ala una mosquitera que cubría la cabeza y los hombros. De nuevo, la previsión meteorológica para el fin de semana le era favorable: humedad, tormentas eléctricas, cielos grises y temperaturas cálidas. Un fin de semana horrible. Ricky dijo al dependiente que aun así iba a cuidar un poco del jardín, lo que en ese contexto confirió un sentido de normalidad a cada una de las compras.
Regresó fuera y vio cómo por el oeste crecía lo que supuso sería un gran frente de nubes de tormenta. Prestó atención para intentar oír el estruendo distante de los truenos y vio un cielo gris que parecía señalar la llegada de la noche. Percibía el sabor de la inminente lluvia y apresuró el paso para efectuar sus preparativos.
El día se prolongó con una luz que no desaparecía, como si compitiera con las condiciones meteorológicas que avanzaban hacia él. Cuando llegó a la carretera que conducía a su antigua casa, el cielo había adoptado un extraño tono amarronado. El autobús que recorría la carretera 6 le había dejado a unos tres kilómetros y había corrido la distancia sin problemas, la mochila con las compras y el arma a la espalda. Recordó haber efectuado la misma ruta casi un año antes y se acordó de cómo le costaba respirar, cómo sus pulmones absorbían el viento debido al pánico y a la impresión de lo que había hecho y lo que aún le faltaba hacer. Este trayecto era extrañamente distinto. Notaba una sensación de fortaleza y, al mismo tiempo, otra de aislamiento con un matiz de complacencia, como si no corriera hacia donde había dejado tantos recuerdos, sino hacia uno que significaba un cambio. Cada paso de ese recorrido le resultaba familiar y, aun así, surrealista, como si existiera a un nivel distinto de existencia. Aceleró el paso, contento de estar más fuerte que la anterior vez, rogando que ningún antiguo vecino apareciera por un camino de entrada y viera al difunto corriendo hacia la casa incendiada.
Tuvo suerte: la carretera estaba desierta a la hora de la cena. Enfiló el camino de entrada, redujo el paso a una caminata y quedó oculto tras los grupos de árboles y los arbustos que crecen con rapidez en Cape Cod durante los meses de verano. No sabía muy bien qué esperar. Se le ocurrió que el pariente que hubiera logrado hacerse con su finca podría haber limpiado el área, empezado incluso a construir otra casa. Su carta de suicidio indicaba que la tierra se entregara a un grupo de protección del medio ambiente, pero suponía que, cuando los miembros de su lejana familia se hubieran enterado del valor real de ese excelente terreno edificable en Cape Cod, eso habría quedado paralizado por los pleitos. La idea le hizo sonreír porque le pareció irónico que personas a las que apenas conocía pudieran disputarse su finca, cuando él había muerto meses atrás para proteger a una de ellas del hombre que seguramente se dirigía hacia allí esa noche.
Cuando salió de entre los árboles, vio lo que esperaba: los restos de su casa calcinada. Incluso a pesar de la vegetación que crecía en el terreno, la tierra seguía ennegrecida varios metros alrededor del esqueleto descarnado de la vieja casa.
Ricky se acercó hacia donde había estado la puerta principal a través de los hierbajos de lo que tiempo atrás había sido su jardín. Entró y recorrió despacio las ruinas de la casa. Incluso pasado un año, le pareció oler la gasolina y la madera quemada, pero enseguida comprendió que su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Se oyó retumbar un trueno a lo lejos, pero no prestó atención y se movió lo mejor que pudo por los espacios dejando que su memoria añadiera paredes, muebles, obras de arte y alfombras. Y, cuando todos estos recuerdos habían reconstruido su hogar a su alrededor, dejó que su memoria dibujara en él momentos con su mujer, mucho antes de que enfermara y de que el cáncer le arrebatara las fuerzas, la vitalidad y, por último, la vida. A Ricky le resultó agradable y estremecedor a la vez deambular por los escombros. Era, de modo extraño, tanto un regreso como una partida, y se sentía un poco como si fuera a emprender algo que lo llevaría a un lugar muy distinto y que, por fin, podría despedirse de todo lo que el doctor Frederick Starks había sido y prepararse para recibir a la persona que surgiera de la noche que se cerraba deprisa a su alrededor.
El sitio que esperaba encontrar lo estaba aguardando justo a un lado de la chimenea central del salón. Un bloque de techo y unas cuantas vigas gruesas de madera habían caído al lado formando una especie de cobertizo decrépito, casi una cueva. Ricky se puso el capote, se encasquetó el sombrero con la mosquitera y sacó la linterna y la pistola de la mochila. Después retrocedió hacia la oscuridad de los escombros, se escondió y esperó a que llegaran la noche, la tormenta que se acercaba y un asesino.
Le resultó un poco cómico: ¿qué había hecho? Había actuado como un psicoanalista. Había provocado emociones eléctricas y arrolladoras en la persona que quería descubrir. «Hasta los psicópatas son vulnerables a sus deseos», pensó. Y ahora, como había hecho durante años en su consulta, esperaba a que este último paciente llegase trayendo consigo toda su cólera, odio y furia dirigidos contra Ricky, el terapeuta.
Tocó el arma y quitó el seguro. Esta sesión, sin embargo, no iba a ser tan plácida.
Se recostó, midió cada sonido y memorizó todas las sombras a medida que se alargaban en la penumbra. Esa noche la visión iba a ser un problema. Las nubes taparían la luna. La luz de otras casas y de la lejana Provincetown se desvanecería bajo la lluvia. Ricky esperaba contar tanto con la certeza como con la incertidumbre: el terreno donde había decidido aguardar era la zona que mejor conocía. Eso sería una ventaja. Y, aún más importante, la incertidumbre de Rumplestiltskin jugaba a su favor. No sabría con exactitud dónde estaba Ricky. Era un hombre acostumbrado a controlar el escenario en que operaba y Ricky esperaba que ése fuera el terreno menos controlado en que pudiera encontrarse. Un mundo desconocido para el asesino. Un buen lugar para esperarlo esa noche.
Ricky confiaba en que el asesino llegaría, y bastante pronto, para buscarlo. Mientras se dirigía hacia allí, se habría percatado de que Ricky sólo podía estar en dos lugares: la playa donde fingió ahogarse o la casa que había incendiado. Iría a esos dos sitios, a la caza, porque, a pesar de lo que pudiera haberle contado el empleado del Village Voice, no creía que ese viaje a Cape Cod tuviera ningún otro motivo que la muerte. Sabría que todo lo demás era pura invención y que el juego real consistía en un conjunto de recuerdos enfrentado a otro.