Una sirena rasgó la noche a una manzana de la cabina. Ricky no sabía si sería la policía o una ambulancia. Sabía que los coches de bomberos tenían un sonido más grave y de inconfundible estridencia. Pero la policía y las ambulancias sonaban muy parecidas. Pensó que había pocos ruidos en el mundo que auguraran problemas como el de una sirena.
Era algo inquietante y temible, como si la estridencia del sonido atacase el equilibrio y la esperanza. Esperó a que el estrépito se desvaneciera en la oscuridad y regresara la tranquilidad habitual de Manhattan: el ruido regular de los coches y autobuses que circulaban por las calles y algún que otro temblor bajo la superficie al pasar un metro por los túneles subterráneos que entrecruzaban la ciudad.
Marcó el número del Village Voice y accedió a las respuestas a su anuncio personal en el buzón 1313. Había casi tres docenas.
La mayoría eran insinuaciones y promesas de aventuras sexuales. Casi todos mencionaban la «diversión y juegos especiales» del anuncio de Ricky, que parecían apuntar, como había imaginado, en una dirección determinada. Varias personas habían preparado pareados para contestar al suyo, pero incluyendo promesas de vigoroso sexo. Percibió un entusiasmo desenfrenado en sus voces.
El trigésimo era, como había esperado, muy distinto. La voz era fría, casi monótona, amenazadora. También poseía un sonido metálico, casi mecánico. Ricky supuso que habían usado un distorsionador de voz. Pero no escondía el ataque psicológico de la respuesta.
«Ricky es listo, Ricky es muy astuto,
pero ha cometido un error absoluto.
Cree que está a salvo y quiere jugar,
pero escondido se debería quedar.
Que escapara una vez es impresionante
pero no por ello debería estar exultante.
Otro juego, en una segunda ocasión
volverá a llegar a la misma conclusión.
Sólo que ahora lo que me debe pagar,
por fin completo me lo vaya cobrar».
Escuchó la respuesta tres veces, hasta memorizarla. La voz tenía algo más que le inquietaba, como si las palabras dichas no fueran suficiente e incluso el tono estuviera cargado de odio. Pero, más allá de eso, le pareció que la voz tenía algo reconocible, casi familiar, que se sobreponía a la falsedad del distorsionador. Esta idea le sacudió, en especial al percatarse de que era la primera vez que oía hablar a Rumplestiltskin. Todos los demás contactos habían sido indirectos, sobre papel o repetidos por Merlin o Virgil. Oír la voz de ese hombre le hizo ver imágenes de pesadilla y sentir un escalofrío. Se dijo que no debía subestimar la magnitud del reto que se había impuesto.
Reprodujo los demás mensajes, a sabiendas de que al final habría otra voz mucho más conocida. La había. A continuación del silencio que acompañó al breve poema, Ricky oyó la voz grabada de Virgil. Escuchó con atención para captar matices que pudieran indicarle algo.
«Ricky, Ricky, Ricky. Qué agradable tener noticias tuyas, y qué sorprendente, además».
—Seguro —murmuró Ricky para sí—. Me lo imagino.
Siguió escuchando a la joven. Los tonos que utilizaba eran los mismos que antes, agresivos, engatusadores y burlones un instante y duros e intransigentes al siguiente. Ricky pensó que Virgil participaba en el juego tanto como su jefe. Su peligro radicaba en los colores camaleónicos que adoptaba; tanto intentaba resultar amable como furiosa y directa. Si Rumplestiltskin simbolizaba la determinación para lograr un propósito, frío y concentrado, Virgil era voluble. Y Merlin, del que todavía no tenía noticias, era como un contable, desapasionado, con el enorme peligro que eso implicaba.
«… Cómo escapaste, bueno, debo decir que es algo que tiene a algunas personas de círculos importantes revisando su modo de enfocar las cosas. Un segundo examen minucioso de tu caso. Sirve para demostrar lo escurridiza que puede ser la realidad, ¿verdad, Ricky? Yo se lo advertí, ¿sabes? De veras. Les dije: “Ricky es muy inteligente. Intuitivo y de gran rapidez mental”. Pero no me creyeron. Pensaban que eras tan tonto e inocente como los demás. Y mira dónde nos ha llevado eso. Eres el alfa y omega de los cabos sueltos, Ricky. El plato fuerte. Diría que muy peligroso para todos los implicados. —Resopló, como si sus propias palabras le dijeran algo. Prosiguió—: Me cuesta imaginar por qué quieres echar unas partidas más con el señor R. Es lo que cabría pensar al ver tu querida casa de veraneo consumida por las llamas; fue muy hábil e inteligente por tu parte, Ricky. Quemar toda esa felicidad junto con todos los recuerdos, era un mensaje claro para nosotros. De un psicoanalista, nada menos. No lo previmos, en absoluto. Pero habría imaginado que esa experiencia te habría enseñado que el señor R es un hombre muy difícil de superar en una contienda, en especial en las que planea él mismo. Deberías haberte quedado donde estabas, Ricky, bajo la piedra que hayas encontrado para esconderte. O quizá deberías huir ahora. Huir y ocultarte para siempre. Empezar a cavar un agujero en algún lugar lejano, frío y oscuro, y seguir cavando. Porque sospecho que esta vez el señor R querrá tener una prueba más clara de su victoria. Una prueba incontestable. Es una persona muy concienzuda. O eso tengo entendido».
Virgil enmudeció, como si hubiera colgado el auricular de golpe.
Ricky oyó un siseo electrónico y accedió al siguiente mensaje telefónico. Era Virgil por segunda vez.
«Mira, Ricky, detestaría verte repetir el resultado del primer juego, pero si eso es lo que hace falta, bueno, tú lo has querido. ¿Cuál es ese “otro juego” del que hablas y cuáles son las reglas? A partir de ahora leeré el Village Voice con más atención. Y mi jefe está…, bueno, ansioso no parece la palabra más adecuada. Consumido de impaciencia, como un caballo de carreras, quizás. Así que estamos esperando la salida».
—Ya ha pasado —dijo Ricky en voz alta tras colgar el auricular. «Zorros y sabuesos —pensó—. Piensa como el zorro. Tienes que dejar un rastro para saber dónde están, pero mantener suficiente ventaja para que no te detecten y capturen. Y, a continuación, llevarlos directamente a donde quieres».
Por la mañana, Ricky tomó el metro al centro hacia el primer hotel en el que se había registrado. Devolvió la llave de la habitación a un recepcionista que leía una revista pornográfica titulada Profesiones del amor tras el mostrador. El hombre ofrecía un aspecto de lo más desastrado, con prendas que le caían mal, la cara picada de acné y una cicatriz en un labio. Ricky pensó que en un casting no podrían haber elegido a nadie mejor para ese puesto. El hombre tomó la llave sin pronunciar palabra, enfrascado en lo que se mostraba con imágenes vibrantes y explícitas en la revista.
—Hola —saludó Ricky, con lo que logró una mínima atención del hombre—. Podría ser que alguien viniera preguntando por mí para dejarme un paquete.
El hombre asintió distraídamente, absorto en los personajes retozones de la revista.
—El paquete significa algo —insistió Ricky.
—Claro —contestó el otro, casi sin hacer el menor caso a lo que Ricky decía.
Ricky sonrió. No podría haber imaginado una conversación más adecuada a sus intereses. Echó un vistazo alrededor para comprobar que estaban solos en aquel vestíbulo soso y deslucido, metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y, por debajo del mostrador, amartilló su pistola, lo que hizo un ruido característico.
El recepcionista levantó la mirada con los ojos como platos.
—Conoce ese sonido, ¿verdad, imbécil? —Ricky le dedicó una sonrisa torcida.
El hombre levantó las manos y las puso sobre el mostrador.
—Quizás ahora me preste atención —dijo Ricky.
—Le estoy escuchando —aseguró el hombre. Parecía un veterano en el arte de ser robado o amenazado.
—Permita entonces que empiece otra vez —dijo Ricky—. Un hombre traerá un paquete para mí. Vendrá aquí a preguntar y usted le dará este número. Coja un lápiz y anote: 212 5552798. Aquí podrá localizarme. ¿Entendido?
—Entendido.
—Pídale cincuenta dólares —sugirió Ricky—. Tal vez cien. Lo vale.
—¿Y si no estoy aquí? —El hombre pareció decepcionado, aunque había asentido—. Suponga que está el del turno de noche.
—Estará aquí si quiere los cien dólares —contestó Ricky. Y añadió—: Y a cualquier otra persona que venga preguntando, y me refiero a cualquiera que no traiga un paquete, usted le dirá que no sabe adónde fui, quién soy ni nada de nada. Ni una palabra. Ninguna información. ¿Entendido?
—Sólo al del paquete —confirmó el hombre—. Entendido. ¿Qué contiene el paquete?
—Es mejor que no lo sepa. Y estoy seguro de que no espera que yo se lo diga.
Esta respuesta parecía decirlo todo.
—Suponga que no veo ningún paquete. ¿Cómo sabré que es el hombre correcto?
—En eso tiene razón —asintió Ricky—. Le diré qué haremos. Le preguntará si conoce al señor Lazarus y él le responderá algo así como «Todo el mundo sabe que Lázaro se levantó al tercer día». Entonces usted le dará el número. Si lo hace bien, puede que consiga más de cien.
—El tercer día Lázaro se levantó. Suena como sacado de la Biblia.
—Puede.
—Muy bien. Entendido.
—Perfecto —dijo Ricky, y volvió a guardarse el arma en el bolsillo después de devolver el percutor a su sitio con un sonido tan característico como el de amartillar—. Me alegra que hayamos tenido esta charla. Ahora mi estancia aquí me resulta mucho más satisfactoria. No interrumpiré más su educación —soltó con una sonrisa a la vez que señalaba la revista pornográfica. Y acto seguido se marchó.
Por supuesto, no existía el tal hombre del paquete. Pero alguien distinto llegaría pronto al hotel. Con toda probabilidad, el recepcionista soltaría la información pertinente a quien fuera, sobre todo ante el anzuelo del dinero o la amenaza de daño físico, que Ricky estaba seguro de que el señor R, Merlin o Virgil, o quienquiera que fuera, usaría en una sucesión relativamente rápida. Y entonces Rumplestiltskin tendría algo de que preocuparse. Un paquete que no existía. Con una información inexistente. Entregado a una persona que nunca existió. A Ricky le gustaba. Le daba a su perseguidor algo ficticio en lo que preocuparse.
Fue a registrarse al siguiente hotel.
La decoración era muy parecida a la del primero, lo que le tranquilizó. Un recepcionista distraído y desganado, sentado detrás de un largo mostrador de madera arañado. Una habitación sencilla, deprimente y deslucida. Se había cruzado con dos mujeres con falda corta, maquillaje brillante, tacones de aguja y medias negras de malla, de profesión inconfundible, que aguardaban en el pasillo y que lo habían observado con entusiasmo financiero cuando pasó. Había meneado la cabeza cuando una de ellas le había dirigido una mirada sugestiva. Oyó decir a una de ellas: «Policía», y se fueron, lo que le sorprendió. Pensó que se estaba adaptando bien, o por lo menos visualmente, al mundo al que había descendido. Pero tal vez fuera más difícil de lo que creía desprenderse del lugar que uno ha ocupado en la vida. Llevamos nuestras señas de identidad tanto interior como exteriormente.
Se dejó caer en la cama y los muelles cedieron bajo su peso. Las paredes eran delgadas y oyó el éxito de una compañera de trabajo de aquellas mujeres filtrarse a través del yeso: una serie de gemidos y traqueteos al hacer un buen uso de la cama. De no haber estado tan concentrado, le habrían deprimido bastante los sonidos y los olores, en particular el ligero hedor a orín que se filtraba por los conductos de aire. Pero ese entorno era justo lo que quería. Necesitaba que Rumplestiltskin pensara que se había familiarizado de algún modo con los barrios bajos.
Ricky alargó la mano hacia el teléfono.
La primera llamada que hizo fue al agente de bolsa que había manejado sus cuentas de inversiones cuando aún vivía. Habló con su secretaria.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó ésta.
—Hola —dijo Ricky—. Me llamo Diógenes[10]… —Deletreó despacio el nombre y tras pedirle que lo anotara, prosiguió—: Represento al señor Frederick Lazarus, albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks. Queremos informarle de que estamos investigando las importantes irregularidades relativas a su situación financiera antes de su fallecimiento.
—Creo que nuestro personal de seguridad ya investigó esa situación.
—No a nuestra entera satisfacción. Les enviaremos a alguien para revisar esos registros y encontrar los fondos desaparecidos para que puedan ser entregados a sus legítimos herederos. Añadiré que hay personas muy disgustadas con el modo en que fue tratado este asunto.
—Ya veo, pero ¿quién…? —La secretaria se había puesto nerviosa, desconcertada por los tonos autoritarios y abruptos utilizados por Ricky.
—Me llamo Diógenes. Por favor, recuérdelo. Me pondré en contacto con ustedes mañana o pasado. Pida a su jefe que reúna los registros correspondientes a todas las transacciones, sobre todo las transferencias telegráficas y electrónicas para que no perdamos tiempo en nuestra reunión. En este examen inicial no me acompañarán los Inspectores de la Comisión de Vigilancia del Mercado de Valores, pero tal vez sea necesario en el futuro. Es una cuestión de cooperación, ¿comprende?
Ricky supuso que aquella velada amenaza surtiría un efecto inmediato. A ningún corredor le gusta oír hablar de investigadores de la Comisión de Vigilancia.
—Creo que será mejor que usted hable con…
—Sin duda, pero cuando vuelva a llamar mañana o pasado. Ahora tengo una reunión, y otras llamadas que hacer respecto a este asunto, así que tengo que colgar. Gracias.
Y, dicho esto, colgó con una perversa sensación de satisfacción.
No creía que su antiguo corredor de bolsa, un hombre aburrido, interesado sólo en el dinero que ganaba o perdía, reconociera el nombre del personaje que vagaba por la antigüedad en su búsqueda infructuosa de un hombre honesto. Pero Ricky conocía a alguien que lo comprendería de inmediato.
Su siguiente llamada fue al presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York.
Había coincidido con ese médico sólo un par de veces en el pasado, en la clase de reuniones del establishment médico que tanto evitaba, y le había parecido un mojigato y un presuntuoso entusiasta de Freud, dado a hablar incluso a sus colegas con largos silencios y pausas vacías. Era un psicoanalista veterano de Nueva York y había tratado a muchos famosos con las técnicas del diván y el silencio, y de algún modo había usado todos esos pacientes destacados para darse importancia, como si tener a un actor ganador de un Oscar, a un escritor ganador del Pulitzer o a un financiero multimillonario en el diván lo convirtiera en mejor terapeuta o mejor ser humano. Ricky, que había vivido y ejercido su profesión en aislamiento y soledad hasta su suicidio, no creía que hubiera la menor posibilidad de que aquel hombre reconociera su voz, así que ni siquiera intentó disimularla.
Esperó a que faltaran nueve minutos para la hora. Sabía que tenía más probabilidades de que el médico contestara el teléfono en persona entre un paciente y otro.
Contestaron al segundo tono. Lo hizo una voz monótona, áspera, que se ahorró hasta el saludo:
—Soy el doctor Roth.
—Doctor, me alegra encontrarle. Soy el señor Diógenes, y represento al señor Frederick Lazarus, el albacea testamentario del difunto doctor Frederick Starks.
—¿En qué puedo ayudarle? —repuso Roth. Ricky hizo una pausa, un poco de silencio que incomodaría al doctor, más o menos la misma técnica que él mismo solía utilizar.
—Estamos interesados en saber cómo se resolvió exactamente la denuncia contra el malogrado doctor Starks —contestó Ricky con una agresividad que le sorprendió.
—¿La denuncia?
—Sí. La denuncia. Como usted sabe, poco antes de su muerte se hicieron algunas acusaciones relativas a abusos sexuales con una paciente. Queremos saber cómo se resolvió la investigación.
—No sé si hubo ningún veredicto oficial —dijo Roth con firmeza—. Desde luego, no de la Sociedad Psicoanalítica. El suicidio del doctor Starks tornó superfluas las investigaciones.
—¿De veras? ¿No se le ocurrió a usted ni a nadie de la sociedad que preside que tal vez su suicidio estuvo provocado por la injusticia y la falsedad de esas acusaciones, en lugar de ser una especie de confirmación de ellas?
—Por supuesto que lo tuvimos en cuenta —contestó Roth tras una pausa.
«Seguro que sí —pensó Ricky—. Mentiroso».
—¿Le sorprendería saber que la joven que presentó las acusaciones ha desaparecido?
—¿Cómo dice?
—No volvió para continuar con la terapia de seguimiento con el médico de Boston a quien presentó las acusaciones iniciales.
—Es curioso…
—¿Y que sus intentos por localizarla arrojaron como resultado el inquietante hecho de que su identidad era falsa?
—¿Falsa?
—Y se averiguó también que sus acusaciones formaban parte de un engaño. ¿Lo sabía, doctor?
—Pues no, no. No lo sabía. Como le dije, el asunto se abandonó después del suicidio.
—Dicho de otro modo, se lavaron las manos.
—El caso se trasladó a las autoridades competentes.
—Pero ese suicidio les ahorró a ustedes y a su profesión una gran cantidad de publicidad negativa y embarazosa, ¿verdad?
—No lo sé. Bueno, por supuesto, pero…
—¿Ha pensado que quizá los herederos del doctor Starks querrían una reparación? ¿Que limpiar su nombre, incluso tras la muerte, podría ser importante para ellos?
—No me lo había planteado en esos términos.
—¿Sabe que se les podría considerar responsables de la muerte del doctor Starks?
Esta afirmación obtuvo una previsible respuesta violenta.
—¡En absoluto! Nosotros no…
—Hay otras clases de responsabilidad en el mundo además de la legal, ¿no es así, doctor? —le interrumpió Ricky.
Le gustó esta réplica. Se refería a la esencia misma del psicoanálisis. Pudo imaginar cómo aquel colega suyo cambiaba, incómodo, de postura en la silla. Tal vez el sudor empezaba a perlarle la frente.
—Por supuesto, pero…
—Pero nadie en la Sociedad Psicoanalítica quería realmente saber la verdad, ¿no? Era mejor que desapareciera en el mar junto con el doctor Starks, ¿correcto?
—No creo que deba contestar esta clase de preguntas, señor… esto…
—Claro que no. No en este momento. Quizá más adelante. Pero es curioso, ¿no cree, doctor?
—¿Qué?
—Que la verdad sea incluso más fuerte que la muerte —le espetó, y colgó.
Se echó de nuevo en la cama y contempló el techo blanco y la bombilla desnuda. Notaba que le sudaban las axilas como si hubiese hecho un gran esfuerzo para mantener esa conversación, pero no era un sudor nervioso, sino más bien el resultado de una justicia satisfactoria. En la habitación contigua, la pareja había vuelto a empezar, y por un momento escuchó los ritmos inconfundibles del sexo, que le resultaron divertidos y hasta placenteros.
«Más de uno se lo pasa en grande durante la jornada laboral», pensó.
Luego se levantó y buscó hasta encontrar un pequeño bloc de papel en el cajón de la mesilla de noche y un bolígrafo.
En el papel escribió los nombres y los teléfonos de los dos hombres a los que acababa de llamar. Bajo ellos, anotó «Dinero. Reputación». Puso señales junto a esas palabras y escribió a continuación el nombre del tercer hotel sórdido en el que había hecho una reserva y debajo garabateó la palabra «casa».
Después arrugó el papel y lo lanzó a una papelera de metal. Dudaba que limpiaran con demasiada regularidad la habitación y pensó que había muchas probabilidades de que quien fuera a buscarlo a él encontrara el papel. Además, sería lo bastante listo como para comprobar las llamadas telefónicas de esa habitación, lo que reflejaría los números que acababa de marcar. Relacionar esos números con las conversaciones no era demasiado difícil.
«El mejor juego es aquél en el que no te das cuenta de que estás jugando», pensó.