Ricky huyó.
Hizo los petates a toda prisa y aceleró con un chirrido de neumáticos para alejarse de aquel motel de Nueva Jersey y de aquella voz odiosa. Apenas se detuvo a lavarse la cicatriz postiza de la mejilla. En el lapso de una mañana, al hacer unas preguntas en los lugares equivocados, había logrado convertir el tiempo de aliado en enemigo. Había pensado que iría arañando la identidad de Rumplestiltskin y, cuando lograse descubrir todo lo que necesitaba, se sentaría a planificar con calma su venganza. Se aseguraría de que todo estuviese a punto, con las trampas a punto, y aparecería en igualdad de condiciones. Ahora ya no podría darse ese lujo.
No tenía idea de cuál era la relación entre el hombre del criadero de perros y Rumplestiltskin, pero seguro que la había, porque mientras él permanecía ante la tumba de aquel matrimonio, el hombre había estado haciendo llamadas telefónicas. La facilidad con que había averiguado el motel donde se alojaba era desalentadora. Se dijo que tenía que preocuparse de borrar sus huellas.
Condujo mucho y deprisa, de vuelta a New Hampshire, mientras intentaba valorar lo comprometido de su situación. En su interior retumbaban temores difusos y pensamientos pesimistas.
Pero una idea era primordial: no podía volver a la pasividad del psicoanalista. Ése era un mundo en el que uno esperaba a que algo ocurriera, para luego procurar interpretar y comprender todos los elementos en juego. Era un mundo de reacción lenta. De calma y sensatez.
Si caía en esa trampa, le costaría la vida. Sabía que tenía que actuar. Por lo menos, se había creado la ilusión de que era tan peligroso como Rumplestiltskin.
Acababa de pasar el cartel de la carretera que rezaba BIENVENIDOS A MASSACHUSSETS cuando tuvo una idea. Vio una salida y, más adelante, el indicador habitual del paisaje estadounidense: un centro comercial. Salió de la autopista para dirigirse al aparcamiento. En unos minutos se incorporó a la demás gente que se dirigía a la serie de tiendas que vendían más o menos lo mismo por más o menos los mismos precios pero envasado de modo distinto, lo que daba a los compradores la sensación de haber encontrado algo único en medio de la semejanza. Ricky, que lo veía con una pizca de humor, consideró que era un lugar adecuado para lo que iba a hacer.
No tardó en encontrar unas cabinas telefónicas, cerca de la hamburguesería. Recordó el primer número con facilidad. A sus espaldas se oía el murmullo de las personas sentadas comiendo y charlando, y tapó un poco el auricular con la mano mientras marcaba el número.
—Anuncios clasificados del New York Times, buenos días.
—Sí —dijo Ricky en tono agradable—. Quisiera poner uno de esos anuncios pequeños que salen en la portada. —Leyó con rapidez el número de una tarjeta de crédito.
—¿Cuál es el mensaje, señor Lazarus? —preguntó el empleado después de anotar los datos.
Ricky vaciló un instante y dijo:
—«Señor R, empieza el juego. Una nueva Voz».
—¿Es correcto? —preguntó el empleado tras leérselo.
—Correcto. No olvide poner «Voz» en mayúscula, ¿de acuerdo?
El empleado confirmó la petición y Ricky colgó. Se dirigió a un local de comida rápida, pidió una taza de café y cogió un puñado de servilletas. Encontró una mesa un poco apartada y se instaló con un bolígrafo en la mano mientras bebía la infusión. Se aisló del ruido y de la actividad y se concentró en lo que iba a escribir, dándose de vez en cuando golpecitos con el bolígrafo en los dientes, tomando después un sorbo de café, sin dejar de planificar. Usó las servilletas a modo de papel improvisado y, por fin, tras unos cuantos arranques e inicios, escribió lo siguiente:
Sabe quién era, no quién soy.
Por eso está en un lío hoy.
Ricky se fue; murió en el mar.
Y yo su sitio vine a ocupar.
Como Lázaro me he levantado,
y ahora le toca morir a otro pringado.
Otro juego, señor R, en un viejo lugar,
y cara a cara nos vamos a enfrentar.
Veremos a favor de quién está la suerte,
porque hasta los malos poetas aman la muerte.
Después de admirar su poema un momento, regresó a las cabinas.
En unos instantes estaba hablando con la sección de clasificados del Village Voice.
—Quiero poner un anuncio en la sección de personales —dijo.
—Muy bien. Yo mismo le tomo los datos —contestó el empleado. A Ricky le divirtió que este empleado pareciese menos estirado que sus equivalentes del Times, lo que, mirándolo bien, era de esperar—. ¿Qué título quiere para el mensaje?
—¿Título? —Se sorprendió Ricky.
—Ah —dijo el empleado—. Es su primera vez, ¿verdad? Pues me refiero a abreviaturas como HB para hombre blanco, SM para sadomasoquista…
—Entiendo —contestó Ricky. Pensó un momento y dijo—: El encabezamiento debe decir: «HM, 50 a., busca Sr. Regio para diversión y juegos especiales».
El empleado lo repitió y añadió:
—¿Algo más?
—Ya lo creo —repuso Ricky, y le leyó el poema. Luego le pidió que repitiera el texto entero dos veces para asegurarse de que lo había anotado bien.
Cuando terminó de leer, el empleado guardó silencio un segundo.
—Vale —dijo—. Es distinto. Muy distinto. Seguramente los hará salir de todas partes. A los curiosos, como mínimo. Y quizás a unos cuantos chiflados. ¿Querrá tener un buzón de respuestas? Le damos un número de buzón y puede acceder a las respuestas por teléfono. Tal como funciona, mientras lo pague, sólo usted podrá escuchar las respuestas.
—Sí, gracias —dijo Ricky.
El empleado tecleó en un ordenador.
—Muy bien —indicó al terminar—. Su buzón es el 1313. Espero que no sea supersticioso.
—En absoluto —aseguró Ricky. Anotó en la servilleta el número de acceso a las respuestas y colgó.
Se planteó un instante llamar al número que le había dejado Virgil.
Pero resistió la tentación. Antes tenía que preparar unas cosas más.
En El arte de la guerra, Sun-Tzu comenta la importancia de la elección del campo de batalla. Obtener un emplazamiento protegido y valerse de esa ventaja. Ocupar el terreno elevado. Ser capaz de esconder la propia fortaleza. Obtener ventaja a partir del conocimiento topográfico. Ricky pensó que estas lecciones también se le podían aplicar. El poema en el Village Voice era como un disparo que cruzara las defensas de su adversario, una salva inicial destinada a captar su atención.
Comprendió que no pasaría demasiado tiempo antes de que alguien fuera a Durham a buscarlo. La matrícula que el propietario de la perrera había observado lo garantizaba. No creía que resultara demasiado difícil averiguar que la matrícula pertenecía a un Rent-A-Wreck, y muy pronto aparecería alguien preguntando el nombre de quien había alquilado ese coche. Se enfrentaba a una cuestión compleja pero que se podía resumir en una pregunta sencilla: ¿dónde quería librar la próxima batalla? Tenía que elegir el terreno.
Devolvió el coche de alquiler, pasó un momento por su habitación y luego se dirigió a su trabajo nocturno en la línea directa, aturdido por estas preguntas, pensando que no sabía cuánto tiempo había ganado con los anuncios del Times y el Voice, pero seguro que un poco. El Times lo publicaría a la mañana siguiente; el Voice, a finales de semana. Era razonable suponer que Rumplestiltskin no actuaría hasta haber leído ambos. De momento sólo sabía que un detective privado gordo y con una cicatriz había ido a un criadero de perros de Nueva Jersey a hacer preguntas inconexas sobre la pareja que, según los informes, lo había adoptado a él y a sus hermanos hacía años. Un hombre persiguiendo una mentira. No se engañaba pensando que Rumplestiltskin no vería las relaciones ni encontraría con rapidez otros signos de su existencia. Frederick Lazarus, sacerdote, aparecería investigando en Florida. Frederick Lazarus, detective privado, había llegado a Nueva Jersey. Su ventaja era que no había ningún vínculo evidente entre Frederick Lazarus y el doctor Frederick Starks o Richard Lively. Uno había sido dado por muerto. El otro seguía aferrado al anonimato. Al sentarse a una mesa en la oscura oficina de la centralita telefónica, se alegró de que el semestre universitario estuviera acabando. Esperaba que las llamadas obedecieran al estrés habitual, a la desesperación de los exámenes finales, algo que le resultaba cómodo. No pensó que alguien fuera a suicidarse por un examen final de química, aunque había oído cosas más tontas. Y, a altas horas de la noche, resultó que podía concentrarse con claridad.
«¿Qué quiero conseguir?», se preguntó.
¿Quería asesinar al hombre que lo había obligado a simular su propia muerte? ¿Que había amenazado a sus familiares lejanos y destruido todo lo que le convertía en lo que era? Pensó que en algunas de las novelas de misterio y de suspense que había devorado los últimos meses, la respuesta habría sido un simple sí. Alguien le había hecho mucho daño, de modo que le volvería las tornas a ese alguien. Lo mataría. Ojo por ojo, la esencia de todas las venganzas.
Torció el gesto y se dijo: «Hay muchas formas de matar a alguien». En efecto, él había experimentado una. Tenía que haber otras, desde la bala de un asesino hasta los estragos de una enfermedad. Encontrar el crimen adecuado era fundamental. Y, para ello, tenía que conocer a su adversario. No sólo saber quién era, sino qué era.
Y tenía que resurgir de esa muerte con su vida intacta. No era como un piloto kamikaze que se tomaba una copa ritual de sake y se dirigía a su propia muerte sin la menor preocupación. Ricky quería sobrevivir.
Nunca volvería a ser el doctor Frederick Starks. Adiós al cómodo ejercicio de escuchar a diario los lamentos de los ricos y trastornados durante cuarenta y ocho semanas al año. Eso se había acabado, y él lo sabía.
Echó un vistazo alrededor, a la pequeña oficina donde se encontraba la línea directa para los desesperados. Era una habitación en el pasillo principal del edificio de servicios médicos para estudiantes. Era un lugar estrecho, nada cómodo, con una sola mesa, tres teléfonos y varios carteles dedicados a los programas de fútbol americano y béisbol, con fotografías de los deportistas. Había también un plano grande del campus y una lista mecanografiada de números de servicios de urgencias y de seguridad. También había unas normas que debían seguirse cuando el voluntario que atendía la línea estaba seguro de que alguien había intentado quitarse la vida. Los pasos a seguir consistían en llamar a la policía y hacer que el telefonista comprobara la línea, lo que localizaría el origen de la llamada. Este procedimiento sólo debía usarse en las emergencias más graves, cuando había una vida en juego y era necesario enviar ayuda. Ricky no había tenido que usarlo nunca. En las semanas que había trabajado en el turno de noche, siempre había conseguido hacer entrar en razones, o por lo menos entretener, incluso a las personas más desesperadas. Se preguntaba si alguno de los muchachos a los que había ayudado se habría asombrado de saber que la voz tranquila que le hacía recuperar la sensatez pertenecía a un empleado de mantenimiento de la facultad de química.
«Es algo que vale la pena proteger», se dijo Ricky.
Esa conclusión le hizo tomar una decisión. Tendría que alejar a Rumplestiltskin de Durham. Si quería sobrevivir a la confrontación que se acercaba, Richard Lively debía estar a salvo y seguir siendo anónimo.
—De vuelta a Nueva York —se susurró a sí mismo.
En ese momento sonó el teléfono en la mesa. Pinchó la línea correspondiente y descolgó el auricular.
—Teléfono de la Esperanza. ¿En qué puedo ayudarte? —dijo. Hubo un instante de silencio y luego un sollozo apagado. Acto seguido oyó una serie de palabras entrecortadas que por separado significaban poco pero que juntas decían mucho:
—No puedo, es que no puedo, es demasiado, no quiero, oh, no sé…
«Una mujer joven», pensó Ricky.
Pronunciaba las palabras con claridad, aparte de los sollozos de emoción, así que no parecía haber problemas de drogas o alcohol. Sólo soledad y humana desesperación en plena noche.
—¿Podrías hablar más despacio e intentar contarme lo que pasa? —sugirió con dulzura—. No hace falta que sea todo. Sólo lo de ahora mismo, en este momento. ¿Dónde estás?
—En el dormitorio de la residencia. —La respuesta llegó tras una pausa.
—Muy bien —la animó Ricky con suavidad, para empezar con las preguntas—. ¿Estás sola?
—Sí.
—¿No hay una compañera de habitación? ¿Amigos?
—No. Sola.
—¿Es así como estás siempre? ¿O sólo tienes esa sensación?
Esta pregunta pareció hacer reflexionar a la joven.
—Bueno, he roto con mi novio y mis clases son todas terribles, y cuando regrese a casa mis padres me van a matar porque ya no estoy en el cuadro de honor. Puede que no apruebe el curso de literatura comparada y todo parece haber llegado a un punto crítico y…
—Y algo te hizo llamar a este teléfono, ¿verdad?
—Quería hablar. No es que quisiera hacerme algo…
—Eso es muy razonable. Al parecer no has tenido un semestre muy bueno…
—Ni que lo digas. —La muchacha rio con amargura.
—Pero habrá otros semestres, ¿verdad?
—Pues sí.
—Y tu novio, ¿por qué te dejó?
—Dijo que no quería estar atado…
—¿Y cómo te sentó esta respuesta? ¿Te deprimió?
—Sí. Fue como una bofetada. Me sentí como si me hubiera estado usando sólo por el sexo, ¿sabes? Y ahora que se acerca el verano habrá imaginado que ya no valía la pena. He sido como una especie de caramelo. Pruébame y tírame.
—Una buena forma de decirlo —aseguró Ricky—. Un insulto, entonces. Un golpe a tu dignidad.
La joven volvió a guardar silencio un momento.
—Supongo, pero no lo había visto de ese modo.
—Bueno —prosiguió Ricky con voz firme y suave—. En lugar de estar deprimida y de pensar que te pasa algo, deberías estar enfadada con ese cabrón, porque es evidente que el problema lo tiene él. Y el problema es el egoísmo, ¿no?
Pudo percibir cómo la muchacha asentía con la cabeza. Pensó que era una llamada de lo más típica. Había llamado desesperada por lo del novio y los estudios pero, al examinarla más de cerca, en realidad no lo estaba.
—Creo que eso es cierto —corroboró—. Es un cabronazo.
—Entonces, puede que estés mejor sin él. No es el único chico del mundo.
—Creía que lo quería —dijo la muchacha.
—Duele un poco, lo sé. Pero el dolor no es porque te haya roto el corazón. Es más bien porque comprendes que te engañó. Y ahora tu confianza se resiente.
—Tienes razón —dijo. Ricky notaba cómo se secaba las lágrimas al otro lado de la línea. Pasado un momento, la muchacha añadió—: Debes de recibir muchas llamadas como ésta. Todo parecía tan importante y tan terrible hace dos minutos. Lloraba sin parar y ahora…
—Todavía están las notas. ¿Qué pasará cuando llegues a casa?
—Se cabrearán. Mi padre dirá: «No me estoy gastando el dinero que tanto me cuesta ganar para que apruebes por los pelos».
La joven había emitido un carraspeo e imitado la voz grave de su padre. Ricky rio, y ella hizo lo mismo.
—Lo superará —comentó él—. Sé sincera. Cuéntale las tensiones que has sufrido y lo de tu novio, y dile que intentarás mejorar. Lo comprenderá.
—Tienes razón.
—Mira, te daré una receta para esta noche y mañana —dijo Ricky—. Ahora acuéstate y duerme bien. Por la mañana, levántate y coge uno de esos cafés tan ricos, con mucha espuma y todas las calorías habidas y por haber. Luego sal fuera, siéntate en un banco, toma el café despacio y admira el tiempo. Y, si por casualidad ves al chico en cuestión, ignóralo. Y si él quiere hablar, aléjate. Busca otro banco. Piensa en lo que el verano te depara. Siempre hay posibilidades de que las cosas mejoren. Sólo tienes que encontrarlas.
—De acuerdo —contestó la joven—. Gracias por hablar conmigo.
—Si en los próximos días te sientes estresada hasta el punto de que la situación te resulte insoportable, deberías pedir hora a un consejero de los servicios médicos. Él te ayudará a superar tus problemas.
—Sabes mucho sobre la depresión —comentó la muchacha.
—Oh, sí. Es cierto. Suele ser transitoria, aunque a veces no. La primera es una situación corriente de la vida. La segunda es una auténtica enfermedad, y terrible. Creo que tú has tenido la primera.
—Me siento mejor —aseguró—. Puede que me compre una pasta con esa taza de café. Al infierno con las calorías.
—Ésa es una buena actitud —dijo Ricky. Iba a colgar, pero se detuvo—. Oye, ayúdame en algo…
La joven pareció un poco sorprendida, pero contestó:
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Necesitas ayuda?
—Ésta es la línea directa para crisis —contestó Ricky con una nota de humor—. ¿Por qué crees que los que estamos a este lado no tenemos crisis?
—Ya —dijo la muchacha tras una breve pausa, como si asimilara la evidencia de esta frase—. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Cuando eras pequeña, ¿a qué jugabas? —preguntó Ricky.
—Pues a juegos de mesa, ya sabes, la oca, el parchís…
—No. Me refiero a juegos al aire libre.
—¿Como el corro o la gallinita ciega?
—Sí. Pero ¿y si querías competir con los demás niños, jugar a algo en lo que uno tiene que perseguir a otro, mientras que a la vez lo persiguen a él? ¿Qué se te ocurre?
—El escondite.
—Sí. ¿Alguno más?
La muchacha vaciló y dijo, como si reflexionara en voz alta:
—Bueno, estaba la muralla, pero era más bien un desafío físico. Y las gincanas, pero eso era para encontrar objetos. También estaba el ¿quién para?, y el rey…
—No. Estoy buscando algo que suponga un desafío un poco mayor…
—Pues entonces zorros y sabuesos —soltó—. Era el más difícil de ganar.
—¿Y cómo se juega?
—En verano, al aire libre. Hay dos equipos, los zorros y los sabuesos, evidentemente. Los zorros salen con quince minutos de ventaja. Llevan bolsas de plástico llenas de trocitos de periódico. Cada diez metros tienen que dejar un puñado. Los sabuesos siguen el rastro. La clave es dejar pistas falsas, volver sobre los pasos, confundir a los sabuesos. Los zorros ganan si regresan al punto de partida después del tiempo establecido, dos o tres horas más tarde. Los sabuesos ganan si atrapan a los zorros. Si ven a los zorros al otro lado de un campo, pueden perseguirlos. Y los zorros tienen que esconderse. Así que los zorros se aseguran de saber dónde están los sabuesos. Los espían, ya me entiendes.
—Ése es el juego que busco —afirmó Ricky con calma—. ¿Qué equipo solía ganar?
—Eso era lo bueno. Dependía de la ingenuidad de los zorros y la determinación de los sabuesos. Así que cualquier bando podía ganar en un momento dado.
—Gracias —dijo Ricky. Las ideas bullían en su mente.
—Buena suerte —contestó la joven antes de colgar.
Ricky pensó que eso era justamente lo que iba a necesitar: un poco de buena suerte.
A la mañana siguiente empezó a hacer preparativos. Pagó el alquiler del mes siguiente, pero explicó que seguramente tendría que ausentarse por un asunto familiar. Tenía una planta en su habitación y pidió que la regasen con regularidad. Le pareció el modo más simple de engañar a las mujeres; ningún hombre que pide que le rieguen una planta estaría pensando en marcharse. Habló con el supervisor del personal de mantenimiento y éste le autorizó a tomarse unos días y los que le correspondían por las horas extra acumuladas. Su jefe fue igual de comprensivo y, gracias al menor trabajo del final del semestre, le dio permiso para ausentarse sin poner en peligro su empleo.
En el banco local donde Frederick Lazarus tenía su cuenta, Ricky hizo una transferencia a una cuenta que había abierto electrónicamente en un banco de Manhattan.
También efectuó una serie de reservas de hotel en Nueva York, para días sucesivos. Eran hoteles nada recomendables, el tipo de lugar que no aparece en las guías turísticas de la ciudad. Confirmó todas las reservas con las tarjetas de crédito de Frederick Lazarus, excepto en el último hotel. Los dos últimos que había seleccionado se encontraban en la calle Veintidós Oeste, más o menos uno frente al otro. En uno reservó una estancia de dos noches a nombre de Frederick Lazarus. El otro ofrecía apartamentos por semanas. Reservó uno para quince días, usando la tarjeta Visa de Richard Lively…
Cerró los apartados de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc., y dejó el penúltimo hotel como dirección para que le remitieran la correspondencia.
Lo último que hizo fue meter el arma y la munición junto con varias mudas en una bolsa, y volver al Rent-A-Wreck. Como antes, alquiló un coche sencillo y anticuado. Pero esta vez procuró dejar un mayor rastro.
—Tiene kilometraje ilimitado, ¿verdad? —pregunto al empleado—. Porque tengo que ir a Nueva York y no quiero que me cobren porcentaje por los kilómetros recorridos.
El empleado era un joven universitario que había cogido aquel trabajo para el verano y, tras haber pasado sólo unos días en la oficina, ya estaba mortalmente aburrido.
—Sí. Kilometraje ilimitado. Por lo que respecta a nosotros, puede ir a California y volver.
—No; tengo negocios en Manhattan —repitió Ricky adrede—. Pondré mi dirección en la ciudad en el contrato de alquiler. —Escribió el nombre y el número de teléfono del primero de los hoteles donde había hecho una reserva a nombre de Frederick Lazarus.
—Claro. —El dependiente observó los vaqueros y la camisa sport de Ricky—. Negocios. Ya.
—Y si tengo que prolongar mi estancia…
—En el contrato de alquiler pone un número. Llame ahí. Le cargaremos el importe adicional a la tarjeta de crédito, pero necesitamos tener constancia. Si no, pasadas cuarenta y ocho horas denunciamos el robo del coche.
—No quiero que eso ocurra.
—¿Quién lo querría? —contestó el muchacho.
—Sólo una cosa más —comentó Ricky, eligiendo las palabras con cierta cautela.
—Usted dirá.
—Dejé un mensaje a un amigo mío para que alquilara un coche aquí. Verá, los precios están bien, los vehículos son buenos y resistentes, y no hay tanto papeleo como en las grandes compañías de alquiler.
—Por supuesto —dijo el muchacho, como si le sorprendiera que alguien pudiera perder el tiempo teniendo cualquier clase de opinión sobre coches de alquiler.
—Pero no estoy seguro de que recibiera bien el mensaje.
—¿Quién?
—Mi amigo. Viaja mucho por negocios, como yo, así que siempre está buscando un buen trato.
—¿Y?
—Pues que si llega a venir para ver si es aquí donde yo alquilé el coche, oriéntelo y trátelo bien, ¿de acuerdo? —dijo Ricky.
—Si es mi turno… —dijo el empleado.
—Está aquí de día, ¿verdad?
El joven asintió con un gesto que parecía indicar que pasarse los primeros días de verano tras un mostrador era algo parecido a estar en la cárcel, y Ricky pensó que probablemente lo fuera.
—De modo que lo más seguro es que sea usted quien le atienda.
—Lo más seguro.
—Bueno, pues si pregunta por mí, dígale que me fui de viaje de negocios. A Nueva York. Él sabrá mis planes.
—Ningún problema. —El joven se encogió de hombros para añadir—: Eso si pregunta. En otro caso…
—Claro. Pero si alguien pregunta, ya sabe que será mi amigo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó el empleado.
—R. S. Skin —sonrió Ricky—. Es fácil de recordar: señor R. S. Skin.
En el viaje por la carretera 95 hacia Nueva York se detuvo en tres centros comerciales distintos, situados todos junto a la carretera. Uno justo antes de Boston y los otros dos en Connecticut, cerca de Bridgeport y en New Haven. En cada uno de ellos, recorrió los pasillos centrales entre las hileras de tiendas de modas y los puestos de galletas de chocolate hasta encontrar un lugar donde vendían teléfonos móviles. Para cuando terminó de comprar, había adquirido cinco móviles diferentes, todos a nombre de Frederick Lazarus y todos con la promesa de cientos de minutos gratis y tarifas de larga distancia reducidas. Los teléfonos correspondían a cuatro compañías distintas y, aunque cada vendedor preguntó a Ricky al rellenar el contrato de compra y uso anual si tenía otros móviles, ninguno se molestó en comprobar que fuera cierto que no. Ricky contrató todos los extras de cada teléfono, con identificación de las llamadas, llamadas en espera y demás prestaciones, lo que hacía que los vendedores estuvieran ansiosos por finalizar el papeleo.
También se detuvo en un pequeño centro comercial donde, tras una pequeña búsqueda, encontró una tienda de material de oficina. En ella compró un ordenador portátil bastante barato y el hardware necesario. También compró una bolsa para llevarlo.
A primera hora de la tarde llegó a Nueva York. Dejó el coche en un aparcamiento descubierto junto al río Hudson, en la calle Cincuenta Oeste, y después tomó el metro hasta el hotel, situado en Chinatown. Se registró con un recepcionista llamado Ralph, que había tenido acné galopante de pequeño y lucía las marcas en las mejillas, lo que le confería un aspecto desagradable. Ralph no tenía mucho que decir, aparte de parecer algo sorprendido de que la tarjeta de crédito de Frederick Lazarus funcionara bien. La palabra «reserva» también le sorprendió. Ricky pensó que no era la clase de hotel que recibía muchas. Una prostituta que trabajaba en la habitación del final del pasillo le dirigió una sonrisa sugerente y una mirada invitadora, pero él negó con la cabeza y abrió la puerta de su habitación. Era un sitio tan mediocre como había imaginado. Era también la clase de lugar donde el hecho de que Ricky llegara sin equipaje y saliera de nuevo a los quince minutos no llamaría demasiado la atención.
Tomó otro metro hacia el último hotel de la lista, donde había alquilado un apartamento. Ahí se convirtió en Richard Lively y contestó con monosílabos al hombre de recepción. Al dirigirse a su apartamento llamó la menor atención posible.
Esa noche salió a comprarse un bocadillo y un par de refrescos. Se pasó el resto de la velada en silencio, haciendo planes, salvo por una salida a medianoche.
Un chaparrón aislado había dejado la calle brillante. Unas farolas amarillas lanzaban arcos de luz pálida sobre el asfalto. El aire nocturno era algo cálido, con un espesor que indicaba la proximidad del verano. Contempló la acera y pensó que nunca había sido consciente de la cantidad de sombras que ocupaban la noche de Manhattan. Supuso que él también era una.
Caminó por las calles con rapidez hasta que encontró una solitaria cabina de teléfono. Le pareció que había llegado el momento de comprobar si tenía mensajes.