27

Ricky regresó a New Hampshire y a la vida como Richard Lively. Todo lo que había averiguado en su viaje a Florida le inquietaba.

Dos personas habían marcado la vida de Claire Tyson en momentos críticos. Una la había abandonado junto a sus hijos y estaba ahora en una celda del corredor de la muerte clamando por su inocencia en un estado célebre por prestar oídos sordos a tales protestas. La otra había vuelto la espalda a la hija de la que había abusado y a los nietos que necesitaban ayuda y, años después, la habían echado a la calle con la misma crueldad y estaba ahora condenada a resollar sus últimos días en un corredor de la muerte distinto, pero igual de implacable.

Ricky amplió la ecuación que empezaba a formarse en su cabeza: el novio de Claire Tyson en Nueva York había muerto de una paliza con una R sangrienta grabada en el pecho. El perezoso doctor Starks, que debido a su indecisión no había prestado ayuda a una angustiada Claire Tyson, fue obligado a suicidarse después de que todos los recursos que podían proporcionarle ayuda hubieran sido sistemáticamente destruidos.

Tenía que haber más. Eso le heló el corazón.

Al parecer Rumplestiltskin había planeado varias venganzas siguiendo un simple principio: a cada cuál según quién era. Los delitos por omisión eran juzgados y las sentencias ejecutadas años más tarde. El novio, que sólo era un matón y un criminal, había sido tratado de una forma acorde a su condición. El abuelo que no había atendido las súplicas de su descendencia había sido castigado en consonancia. A Ricky le pareció un método muy original de infligir el mal. Su propio juego había sido planeado teniendo en cuenta su personalidad y formación. Los demás habían sido tratados con mayor brutalidad porque procedían de mundos donde ese rasgo prevalecía. Otra cosa parecía evidente: en la mente de Rumplestiltskin no existía plazo de prescripción.

Al final, los resultados parecían ser idénticos. Un camino implacable de muerte o perdición. Y cualquiera que se encontrase en medio, como el desventurado señor Zimmerman o la detective Riggins, era considerado un impedimento que se eliminaba sumariamente con la misma compasión que se concedería a un mosquito posado en el brazo.

Ricky se estremeció al comprender lo paciente, dedicado y despiadado que Rumplestiltskin era en realidad.

Empezó a elaborar una pequeña lista de personas que quizá tampoco hubieran ayudado a Claire Tyson y a sus tres hijos pequeños cuando lo necesitaban: ¿habría habido un casero en Nueva York que exigiera el alquiler a la indigente? En ese caso, seguramente estaría en el arroyo, sin saber qué le había pasado a su edificio. ¿Un asistente social que no la hubiera incluido en un programa de ayuda? Seguramente se habría arruinado y se vería ahora obligado a solicitar su inclusión en ese mismo programa. ¿Un sacerdote que le hubiese sugerido que la plegaria podría llenar un estómago vacío? Lo más seguro es que para entonces estuviera rezando para sí mismo. Le costaba imaginarse lo lejos que la venganza de Rumplestiltskin habría llegado. ¿Qué le habría ocurrido al empleado de la compañía eléctrica que hubiera cortado la luz de su casa por impago? No sabía con exactitud dónde habría trazado Rumplestiltskin su línea divisoria para separar a las personas que consideraba culpables de las demás. Aun así, estaba seguro de algo: varias personas no habían estado a la altura tiempo atrás y ahora estaban pagando por ello. Seguramente ya habían pagado todas las personas que no habían ayudado a Claire Tyson, provocando que su única opción fuese suicidarse, desesperada.

Era el concepto más aterrador de justicia que Ricky había imaginado nunca. Asesinatos tanto del cuerpo como del alma. Desde que Rumplestiltskin había aparecido en su vida, había tenido miedo a menudo. Antes era un hombre de rutina y percepción. Ahora, nada era sólido y todo inestable. El miedo que sentía ahora era distinto. Algo que le costaba catalogar, pero le dejaba la boca seca y un regusto amargo. Como analista, había vivido las ansiedades intrincadas y frustraciones debilitantes de sus pacientes adinerados, pero éstos resultaban ahora uniformemente insignificantes y patéticamente autocompasivos.

El alcance de la furia de Rumplestiltskin lo dejaba estupefacto.

Y, a la vez, tenía todo el sentido del mundo.

El psicoanálisis enseña una cosa: nada de lo que ocurre está aislado. Un solo acto malo puede tener toda clase de repercusiones. Se acordó de los chismes de movimiento continuo que algunos de sus colegas tenían en su escritorio. Una serie de cojinetes de bola colgaban en fila, de modo que si movías uno haciéndolo chocar contra el siguiente, la fuerza provocaba que sólo el último de la línea se desplazara como un péndulo, dando inicio a un movimiento de vaivén perpetuo en los cojinetes de los extremos que sólo se detenía si ponías la mano en medio. La venganza de Rumplestiltskin, de la que él sólo había sido una parte, era como esos chismes.

Había otros muertos. Otros destruidos. Sólo él, con toda probabilidad, veía la totalidad de lo ocurrido. Movimiento continúo.

Ricky sintió un gélido escalofrío.

Todos esos crímenes se situaban en un nivel definido por la impunidad. ¿Qué detective, qué autoridad policial podría vincularlos nunca entre sí? Lo único que las víctimas tenían en común era una relación con una mujer que llevaba muerta veinte años.

Pensó que eran crímenes en serie, con un hilo tan invisible que desafiaba toda lógica. Como el policía que le había explicado alegremente lo de la R grabada en el pecho de Rafael Johnson, siempre había alguien con más probabilidades de cargar con la culpa que el etéreo señor R. Las razones de su propia muerte eran de lo más evidentes: una carrera destrozada, una casa destruida, una mujer fallecida, unas finanzas arruinadas, relativamente sin amigos e introspectivo. ¿Por qué no iba a suicidarse?

Y había otra cosa que le resultaba muy clara: si Rumplestiltskin averiguaba que se había escapado, si tan sólo sospechaba que seguía respirando el aire de este planeta, le seguiría la pista con renovada furia. Ricky no creía que fuera a tener la oportunidad de participar en ningún otro juego. También sabía lo fácil que sería cargarse a su nueva identidad: Richard Lively era una persona insignificante. Su mismo anonimato convertía su probable muerte rápida y brutal en algo muy fácil. Richard Lively podía ser ejecutado a plena luz del día, y ningún policía de ninguna parte podría establecer las conexiones necesarias que le condujeran hasta Ricky Starks y hasta alguien apodado Rumplestiltskin. Lo que averiguarían sería que Richard Lively no era Richard Lively y, acto seguido, pasaría a ser un individuo no identificado, enterrado sin demasiadas ceremonias y sin lápida. Quizás algún inspector se preguntaría por un momento quién sería en realidad, pero, agobiado de trabajo, olvidaría pronto la muerte de Richard Lively. Para siempre.

Lo que tanta seguridad daba a Ricky lo volvía asimismo del todo vulnerable.

Así que, a su vuelta a New Hampshire, reanudó las simples rutinas de su vida en Durham con un entusiasmo febril. Era como si quisiera abandonarse por entero a la monótona regularidad de levantarse cada mañana e ir a trabajar con el resto de los empleados de mantenimiento de la universidad, de fregar suelos, limpiar lavabos, abrillantar pasillos y cambiar bombillas, intercambiar bromas con los compañeros de trabajo y especular sobre las posibilidades de los Red Sox la temporada siguiente. Se movía en un mundo normal y mundano que parecía pedir a gritos que lo pintaran con los azules pálidos y los verdes claros institucionales. Una vez, mientras aplicaba una limpiadora de vapor a la moqueta de la facultad, descubrió que la sensación de la máquina que zumbaba y vibraba en sus manos y de la franja de alfombra limpia que creaba le resultaba casi hipnóticamente agradable. Era como si, en la nueva simplicidad de este mundo, pudiera dejar atrás quién había sido. Era una situación extrañamente satisfactoria: soledad, un trabajo que rezumaba rutina y regularidad, y las noches que atendía la centralita del Teléfono de la Esperanza, donde recordaba sus técnicas de terapeuta para dar consejo y tender la mano de una forma modesta y sencilla. Descubrió que no echaba demasiado de menos la dosis diaria de angustia, frustración y cólera que caracterizaba su vida de analista. Se preguntó si la gente que había conocido, o incluso su mujer, lo reconocería. De modo extraño, Ricky creía que Richard Lively estaba más cerca de la persona que quería ser, más cerca de la persona que se encontraba a sí misma durante los veranos en Cape Cod, de lo que había estado nunca el doctor Starks al tratar a los ricos, poderosos y neuróticos.

«El anonimato es atractivo», pensó.

Pero escurridizo. Cada segundo que se obligaba a sentirse cómodo siendo Richard Lively, el personaje vengativo de Frederick Lazarus gritaba órdenes contradictorias. Reanudó los ejercicios físicos y pasó las horas libres perfeccionando su puntería en el local de tiro. A medida que el tiempo seguía mejorando, con el consiguiente calor y estallido de colores, decidió que necesitaba añadir técnicas de prácticas al aire libre a su repertorio, así que se inscribió con el nombre de Frederick Lazarus a un curso de orientación que daba una compañía de excursionismo y cámping.

En cierto sentido se había triangulado a sí mismo, del mismo modo en que uno conoce su situación cuando se pierde en el bosque. Tres columnas: la persona que era antes, la persona en que se había convertido y la persona que necesitaba ser.

Por la noche, sentado solo en la penumbra de su habitación alquilada mientras una única lámpara de mesa apenas recortaba las sombras, se preguntó si podría dejar todo atrás. Abandonar cualquier conexión emocional con el pasado y lo que le había ocurrido, y convertirse en un hombre de sencillez absoluta. Vivir de sueldo en sueldo. Obtener placer de la rutina básica. Redefinirse. Dedicarse a pescar o cazar, incluso sólo a leer. Relacionarse con la menor gente posible. Vivir de modo monacal y en una soledad de ermitaño. Dejar atrás cincuenta y tres años de vida y convencerse de que todo se había reiniciado de cero el día en que había prendido fuego a su casa de Cape Cod. Era algo parecido al zen, y tentador. Podía evaporarse del mundo como un charco de agua un día soleado y caluroso, y elevarse hacia la atmósfera.

Esta posibilidad era casi tan aterradora como su alternativa.

Le pareció que había llegado el momento en que tenía que tomar una decisión. Como para Ulises, su nombre informático, su camino estaba entre Escila y Caribdis.[9] Cada opción tenía costes y riesgos.

Por la noche, en su modesta habitación alquilada de New Hampshire, extendió sobre la cama todas las notas que tenía sobre el hombre que le había obligado a abandonar su vida. Retazos de información, pistas y direcciones que podía seguir. O no. O bien iba a perseguir al hombre que le había hecho eso, con lo que se arriesgaba a ponerse al descubierto, o bien iba a olvidarse de todo y a llevar la vida que pudiera con lo que ya había establecido. Se sintió un poco como un explorador español del siglo XV contemplando vacilante en la cubierta de una carabela la enorme extensión del océano y acaso un nuevo e incierto mundo más allá del horizonte.

Entre el material diseminado estaban los documentos que se había llevado del lecho de muerte del viejo Tyson en el hospital. En ellos figuraban los nombres de los padres adoptivos que habían acogido a los tres niños hacía veinte años. Sabía que ése era el paso siguiente.

La decisión era darlo, o no.

Una parte de él insistía en que podía ser feliz como Richard Lively, encargado de mantenimiento. Durham era una ciudad agradable. Sus caseras eran amables.

Pero otra parte de él veía las cosas de otro modo.

El doctor Frederick Starks no se merecía morir. No por lo que había hecho, aunque estuviera mal, en un momento de indecisión y de dudas. Era innegable que podría haberlo hecho mejor con Claire Tyson. Podría haberle tendido la mano y tal vez ayudarla a encontrar una vida que valiera la pena vivir. Desde luego Ricky había tenido esa oportunidad y no la había aprovechado. Rumplestiltskin no se equivocaba en eso. Pero su castigo excedía con creces su culpabilidad.

Y esa idea enfurecía a Ricky.

—Yo no la maté —susurró.

Creía que aquella habitación era tanto un ataúd como un bote salvavidas.

Se preguntó si podría inspirar aire que no supiera a duda. ¿Qué clase de seguridad le ofrecía esconderse para siempre? ¿Sospechar siempre que cualquier persona al otro lado de una ventana era el hombre que lo había llevado al anonimato? Era una idea terrible. El juego de Rumplestiltskin no terminaría nunca para él. Ricky nunca sabría, nunca estaría seguro, nunca tendría un momento de paz, sin preguntas.

Tenía que encontrar una respuesta.

Tomó los papeles de la cama. Quitó la goma elástica de los documentos de adopción con tanta rapidez que emitió un chasquido.

—Muy bien —se dijo en voz baja a sí mismo y a todos los fantasmas que pudieran estar escuchándolo—. El juego vuelve a empezar.

Los servicios sociales de Nueva York habían colocado a los tres niños en sucesivos hogares de acogida los primeros seis meses tras la muerte de su madre, hasta que los adoptó una pareja que vivía en Nueva Jersey. Un informe de un asistente social afirmaba que había sido difícil colocar a los niños; que salvo en su último y no identificado hogar de acogida, se mostraban indisciplinados, ariscos, groseros en cada lugar. El asistente recomendaba terapia, en especial para el mayor. El informe estaba redactado en un lenguaje sencillo y burocrático con intención de cubrirse las espaldas, sin la clase de detalles que podría haber indicado a Ricky algo sobre el niño que se había convertido en el hombre que había destruido su vida. Averiguó que la Diócesis Episcopal de Nueva York se había encargado de la adopción a través de su ala benéfica. No había constancia de ningún intercambio de dinero, pero Ricky supuso que lo había habido. Había copias de documentos legales de renuncia a todo derecho sobre los niños firmados por el viejo Tyson, y un documento firmado por Daniel Collins durante su estancia en la cárcel, en Texas. Ricky observó la simetría de ese elemento: Daniel Collins había rechazado a sus tres hijos cuando estaba en prisión. Años después, había vuelto a ella bajo la escabrosa batuta de Rumplestiltskin. Ricky pensó que, fuera como fuese que el hombre que había sido rechazado de niño lo hubiera conseguido, debía de haberle proporcionado una satisfacción increíble.

La pareja que había adoptado a los tres niños abandonados eran Howard y Martha Jackson, que vivían en West Windsor, una urbanización de clase media a unos kilómetros de Princeton, pero no se ofrecía más información sobre ellos. Habían adoptado a los tres niños, lo que interesó a Ricky. Cómo habían logrado permanecer juntos suscitaba interrogantes tan poderosos como por qué no los habían separado. Los niños eran Luke, de doce años; Matthew, de once, y Joanna, de nueve. Ricky reparó en que eran nombres bíblicos. Dudaba que esos nombres hubieran seguido relacionados con los niños.

Hizo algunas búsquedas informáticas, pero no obtuvo resultados.

Eso lo sorprendió. Le parecía que debería haber alguna información disponible en Internet. Comprobó las páginas blancas electrónicas y encontró muchos Jackson en Nueva Jersey, pero ninguno que encajara con los nombres que aparecían en los documentos.

Sólo tenía la dirección que figuraba en ellos. Y eso significaba que había una puerta a la que podía llamar. Era su única opción.

Se planteó usar el traje de sacerdote y aquella carta falsa sobre el cáncer, pero decidió que ya habían cumplido su misión una vez y que era mejor reservarlos para otra ocasión. En lugar de eso, se dejó crecer una barba irregular. Compró en Internet una identificación falsa de una agencia inexistente de detectives privados. Otra visita nocturna al departamento de teatro le proporcionó una barriga postiza, una especie de cojín que podía sujetarse bajo la camiseta y que le daba el aspecto de pesar unos veinte kilos más de lo que su esbelta figura pesaba en realidad. Para su alivio, también encontró un traje marrón que se ajustaba a su nueva silueta. En las cajas de maquillaje consiguió un poco de ayuda adicional. Metió todos los objetos en una bolsa de plástico y se los llevo a casa. Cuando llegó a su habitación, añadió a la bolsa la pistola semiautomática y dos cargadores.

Alquiló un coche de cuatro años en la agencia Rent-A-Wreck local, que solía trabajar con estudiantes; sin hacer preguntas, el empleado anotó los datos del carné de conducir falso que Ricky le mostró.

El siguiente viernes por la noche, cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, Ricky condujo hacia el sur, hacia Nueva Jersey. Dejó que la noche lo envolviera, mientras los kilómetros zumbaban bajo las ruedas del coche con rapidez y regularidad, siempre a diez kilómetros por hora por encima del límite de velocidad. Cuando bajó la ventanilla, sintió un soplo de aire cálido y pensó que el verano volvía a acercarse con rapidez. Si hubiese estado en la ciudad, habría empezado a conducir a sus pacientes hacia alguna certeza a la que pudieran aferrarse cuando llegaran las vacaciones de agosto. Unas veces lo conseguía, otras no. Recordó sus paseos por la ciudad a finales de la primavera y principios del verano y cómo el estallido de vegetación y flores parecía derrotar las torres de ladrillo y hormigón que constituían Manhattan. En su opinión, era la mejor época de la ciudad, pero efímera, ya que enseguida era sustituida por un calor y una humedad agobiantes. Duraba sólo lo suficiente para ser fascinante.

Pasaba de la medianoche cuando bordeó la ciudad. Al cruzar el puente George Washington, lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro. Incluso a altas horas de la madrugada, Nueva York parecía resplandecer. El Upper West Side se alejaba de él, y sabía que ahí mismo estaba el hospital Columbia Presbyterian y la clínica donde había trabajado una temporada hacía tantos años, ajeno a las consecuencias de su proceder. Mientras dejaba atrás los peajes y llegaba a Nueva Jersey lo embargó una curiosa mezcla de emociones. Era como si se encontrase atrapado en un sueño, en una de esas series de imágenes y acontecimientos inquietantes y tensos que ocupan el inconsciente y rayan en la pesadilla, y estuviera saliendo de él. Le pareció que la ciudad representaba todo lo que él era, el coche que vibraba mientras conducía por la autopista representaba aquello en lo que se había convertido, y la oscuridad que tenía delante, lo que podría llegar a ser.

Un cartel de habitaciones libres en un motel Econo, en la carretera 1, le llamó la atención y se detuvo. El recepcionista de noche era un indio o paquistaní de ojos tristes, con una pegatina que lo identificaba como Omar, que pareció un poco molesto cuando se vio interrumpido por la llegada de Ricky. Le dio un plano de la zona antes de volver a su silla, a unos libros de química y a un termo con algún líquido caliente.

Por la mañana, Ricky pasó un rato en el lavabo de la habitación para pintarse con el maquillaje teatral un moratón y una cicatriz falsos junto al ojo izquierdo. Le añadió un tono rojo violáceo que seguro que atraería la atención de cualquiera con quien hablara.

«Psicología bastante elemental», pensó. Así como en Pensacola la gente no recordaría quién era, sino lo que era, aquí sus ojos se dirigirían inexorablemente hacia la imperfección facial, sin fijarse en los detalles de su cara propiamente dichos. La barba rala contribuía también a ocultar sus facciones. La barriga postiza colocada bajo la camiseta se añadía al retrato. Deseó haber conseguido además unas alzas para los zapatos, pero pensó que podría probar eso en el futuro. Tras ponerse el traje, se metió la pistola en el bolsillo, junto con el cargador de recambio.

La dirección a la que se dirigía suponía un paso importante hacia el hombre que había querido su muerte. Por lo menos, eso esperaba.

La zona que recorrió en coche le pareció sometida a una especie de pugna. Era un paisaje básicamente llano, verde, entrecruzado por carreteras que seguramente habrían sido rurales y tranquilas tiempo atrás, pero que ahora parecían soportar el peso del urbanismo a gran escala. Pasó ante varios complejos de viviendas que comprendían desde casas de clase media de dos y tres habitaciones hasta mansiones lujosas, con pórticos y columnas, con piscinas y garajes de tres coches para los inevitables BMW, Range Rover y Mercedes. «Viviendas de ejecutivos —pensó—. Lugares impersonales para hombres y mujeres que ganan dinero y lo gastan con la mayor rapidez posible y que piensan que, de algún modo, eso tiene sentido».

La mezcla de lo viejo y lo nuevo era desconcertante; era como si esta parte del estado no pudiera decidir qué era y qué quería ser. Supuso que los antiguos propietarios de granjas y los actuales empresarios y corredores no se llevarían demasiado bien.

La luz del sol llenaba el parabrisas, y bajó la ventanilla. Le pareció un día perfecto: cálido y repleto de augurios primaverales. Notaba el peso de la pistola en el bolsillo de la chaqueta y pensó que él, en cambio, se llenaría de fríos pensamientos invernales.

Encontró un buzón junto a una carretera secundaria en medio de unos terrenos de labranza que concordaban con la dirección que tenía. Vaciló, sin saber qué esperar. En el camino de entrada sólo había un cartel:

CRIADERO DE PERROS

«La seguridad es lo primero»

Alojamiento, cepillado y adiestramiento

Sistemas de seguridad «Totalmente naturales»

Junto a esta frase había una imagen de un rottweiler, y Ricky intuyó sentido del humor en ello. Siguió el camino de entrada, bajo el dosel que formaban los árboles.

Después subió por un camino circular hasta una casa de una sola planta, estilo años cincuenta, con fachada de ladrillo. Se habían añadido elementos a la construcción en varias fases, con una parte de madera blanca que conectaba con un laberinto de jaulas de alambrada. En cuanto se detuvo y bajó del coche, lo recibió una cacofonía de ladridos. El olor a excrementos lo impregnaba todo, favorecido por el calor y el sol de última hora de la mañana. A medida que avanzaba, el barullo fue aumentando. En la parte añadida, un cartel indicaba: OFICINAS. Un segundo cartel, similar al de la entrada, adornaba la pared. En una jaula cercana, un gran rottweiler negro, fornido, de más de cuarenta kilos, se levantó sobre las patas traseras enseñando los dientes. De todos los perros que había en aquella perrera, y Ricky podía ver decenas moviéndose, corriendo, midiendo las dimensiones de su encierro, éste parecía el único tranquilo. El animal lo observó con atención, como si lo estuviera midiendo, lo que, según cabía suponer, estaba haciendo.

En las oficinas había un hombre de mediana edad sentado tras una vieja mesa metálica. El aire estaba cargado de hedor a orina. El hombre era delgado, calvo, larguirucho, con unos antebrazos gruesos que Ricky imaginó que el manejo de los animales había musculado.

—Enseguida lo atiendo —dijo. Estaba tecleando números en una calculadora.

—No se preocupe, me espero —contestó Ricky. Observó cómo marcaba unas cifras más y cómo sonreía al ver el total.

El hombre se levantó y se acercó a él.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó—. Caramba, parece que ha tenido problemas.

Ricky asintió y bromeó:

—Ahora es cuando me tocaría decir: «Tendría que ver cómo quedó el otro».

—Y a mí creerlo —rio el criador de perros—. Bueno, usted dirá. Aunque me permito comentarle que, si hubiera tenido a Brutus a su lado, no habría habido pelea. No señor.

—¿Es Brutus el perro de la jaula junto a la puerta?

—Lo ha adivinado. Desanima al más pintado. Y ha engendrado unos cuantos cachorros que podrán ser adiestrados en un par de semanas.

—Gracias, pero no.

El criador de perros pareció confundido.

Ricky sacó la falsa identificación de detective privado. El hombre la observó un instante y comentó:

—Supongo que no está buscando un cachorro, ¿verdad, señor Lazarus?

—No.

—Bueno, ¿en que puedo ayudarle?

—Hace algunos años vivía aquí una pareja. Howard y Martha Jackson.

El hombre se puso rígido y su aspecto cordial desapareció, sustituido por un recelo repentino, que se vio acentuado por el paso atrás que dio, casi como si aquellos nombres le hubieran dado un empujón en el pecho. Su voz adoptó un tono cauteloso.

—¿Por qué está interesado en ellos?

—¿Eran parientes suyos?

—Compré la finca a sus sucesores. De eso hace mucho tiempo.

—¿Sus sucesores?

—Murieron.

—¿Murieron?

—Exacto. ¿Por qué está interesado en ellos?

—Estoy interesado en sus tres hijos.

El hombre vaciló de nuevo, como si sopesara las palabras de Ricky.

—No tenían hijos. Murieron sin descendencia. Sólo un hermano que vivía cerca de aquí. Él fue quién me vendió la finca. Yo la arreglé muy bien y convertí su negocio en algo rentable. Pero no había hijos. Nunca los hubo.

—Se equivoca —aseguró Ricky—. Los había. Adoptaron a tres huérfanos a través de la Diócesis Episcopal de Nueva York.

—No sé de dónde ha sacado esa información, pero no es así —replicó el criador con una repentina cólera apenas disimulada—. Los Jackson no tenían familia directa salvo ese hermano que me vendió la finca. Era sólo el matrimonio y murieron juntos. No sé de qué está hablando y creo que puede que ni siquiera usted mismo lo sepa.

—¿Juntos? ¿Cómo?

—Eso no fue asunto mío. Y creo que tampoco suyo.

—Pero sabe la respuesta, ¿verdad?

—Todos los que vivían aquí saben la respuesta. Puede verlo en los periódicos. O quizás ir al cementerio. Están enterrados carretera arriba.

—Pero ¿usted no va a ayudarme?

—Pues no. ¿Qué clase de detective privado es usted?

—Ya se lo dije —contestó Ricky—. Uno que está interesado en los tres hijos que los Jackson adoptaron en mayo de 1980.

—Y yo ya le dije que no había ningún hijo. Adoptado ni de otra clase. Así pues, ¿qué le interesa en realidad?

—Mi cliente necesita algunas respuestas. El resto es confidencial —repuso Ricky.

El hombre entrecerró los ojos e irguió los hombros, como si la impresión inicial hubiese dado paso a la agresividad.

—¿Un cliente? ¿Alguien le paga para que venga aquí a hacer preguntas? ¿Tiene tarjeta? ¿Un número al que pueda llamarlo si por casualidad recordara algo?

—Soy forastero.

—Las líneas telefónicas van de un estado a otro, hombre. —El criador de perros siguió observando a Ricky—. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted? ¿Dónde le localizo si necesito hacerlo?

Era el turno de Ricky de ser precavido.

—¿Qué cree que va a recordar que no recuerde ahora? —preguntó.

La voz del hombre adquirió por fin una frialdad absoluta. Ahora lo estaba midiendo, evaluando, como si tratara de grabarse todos los detalles de su cara y su físico.

—Déjeme ver otra vez esa identificación —pidió—. ¿Tiene alguna placa?

El cambio repentino del hombre lanzaba advertencias a Ricky. En ese segundo comprendió que, de golpe, estaba cerca de algo peligroso, como si hubiera caminado a oscuras hasta el borde de algún terraplén escarpado.

Retrocedió un paso hacia la puerta.

—¿Sabe qué? Le daré un par de horas para pensárselo y le llamaré. Si quiere hablar, si ha recordado algo, entonces podremos vernos.

Ricky salió deprisa de la oficina y se dirigió hacia su coche. El criador salió detrás de él, pero se dirigió hacia la jaula de Brutus. El hombre abrió la puerta y el perro, con las fauces abiertas, pero todavía silencioso, se puso de inmediato a su lado. El criador le hizo una pequeña señal con la mano y el perro se quedó inmóvil con los ojos fijos en Ricky, a la espera de la siguiente orden.

Ricky se volvió hacia el perro y su propietario y dio los últimos pasos hasta la puerta del coche retrocediendo despacio. Se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del automóvil. El perro emitió un gruñido grave, tan amenazador como los músculos tensos de las paletillas y las orejas levantadas, a la espera de la orden de su amo.

—Me parece que no volveré a verlo —dijo el criador—. Y no creo que regresar aquí a hacer más preguntas sea muy buena idea.

Ricky se pasó las llaves a la mano izquierda y abrió la puerta. A la vez, metió la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta para empuñar la pistola. No apartó los ojos del perro y se concentró en lo que tal vez tendría que hacer. Quitar el seguro. Sacar la pistola. Amartillarla. Adoptar una posición de disparo y apuntar. Cuando lo hacía en el local de tiro no estaba acuciado, y aun así tardaba unos segundos. No sabía si podría disparar a tiempo, ni si haría blanco. Se le ocurrió, además, que podría necesitar varias balas para detener a aquella bestia.

El rottweiler seguramente cruzaría el espacio que los separaba en dos o tres segundos como mucho. El perro, ansioso, avanzó unos centímetros.

«No —pensó Ricky—. Menos aún. Un solo segundo».

El criador vio que Ricky deslizaba la mano hacia el bolsillo.

—Señor detective privado, aunque lo que tenga en el bolsillo sea una pistola, no le servirá de nada, se lo aseguro —sonrió—. No con este perro. Ni hablar.

Ricky cerró la mano alrededor de la culata y rodeó el gatillo con el índice. Tenía los ojos entrecerrados y apenas reconoció los tonos regulares de su propia voz.

—Puede —dijo despacio y con cuidado—. Puede que ya lo sepa. Tal vez ni siquiera me moleste en intentar disparar a su perro, sino que le atraviese el pecho a usted con una bala. Es usted una diana ideal, se lo aseguro. Y estará muerto antes de tocar el suelo y ni siquiera tendrá la satisfacción de ver cómo su chucho me destroza.

Esta respuesta hizo vacilar al criador, que cogió el collar del perro para contenerlo.

—Matrícula de New Hampshire —comentó tras una tensa pausa—. Con el lema «Vive en libertad o muere». Memorable. Y ahora lárguese.

Ricky subió al coche y cerró la puerta de golpe. Se sacó la pistola de la chaqueta y encendió el motor. Al alejarse vio al criador por el retrovisor, con el perro aún a su lado, observando cómo se iba.

Respiraba con dificultad. Era como si el calor del exterior hubiese invadido el aire acondicionado del automóvil. Mientras recorría el camino de entrada hacia la carretera bajó la ventanilla y aspiró una bocanada de viento. Tenía un sabor caliente.

Se detuvo a un lado de la carretera para recuperarse y, mientras lo hacía, vio la entrada del cementerio. Calmó sus nervios y trató de evaluar lo ocurrido en el criadero de perros. Era evidente que la mención de los tres huérfanos había desencadenado una reacción. Imaginaba que era muy profunda, casi un mensaje subliminal. Aquel hombre no pensaba en esos tres niños desde hacía años, hasta que Ricky llegó con su pregunta, y eso había suscitado una respuesta desde lo más profundo de su ser.

La reunión había tenido un cariz más peligroso que el propio Brutus. Era como si aquel hombre hubiera estado esperando durante años que él, o alguien como él, apareciera haciendo preguntas y, tras sorprenderse de que lo que llevaba años esperando hubiese llegado por fin, hubiese sabido exactamente qué hacer.

Se le revolvió un poco el estómago mientras este pensamiento cobraba forma.

Al cruzar la entrada del cementerio había un pequeño edificio de madera blanca a cierta distancia de la calle que separaba las hileras de tumbas. Ricky imaginó que era algo más que un cobertizo y se detuvo frente a él. Un hombre canoso con un uniforme de trabajo azul parecido al que él usaba en el departamento de mantenimiento, salió del edificio y se dirigió hacia una cortadora de césped, pero se detuvo al ver a Ricky bajar del coche.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó el hombre.

—Estoy buscando un par de tumbas —dijo Ricky.

—Aquí hay mucha gente enterrada. ¿A quién está buscando en concreto?

—A un matrimonio llamado Jackson.

—Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarlos —sonrió el hombre—. Puede que la gente piense que da mala suerte, pero yo creo que cualquiera que establezca aquí su residencia ya ha vivido toda su suerte, buena o mala, así que no me importa demasiado. Los Jackson están al fondo, en la última fila, a la derecha. Siga la calle hasta el final y tuerza a la derecha. Lo encontrará enseguida.

—¿Los conocía?

—No. ¿Es pariente?

—No —contestó Ricky—. Soy detective. Estoy interesado en sus hijos adoptivos.

—No tenían familia. No sé nada sobre hijos adoptivos. Eso habría salido en los periódicos cuando murieron, pero no lo recuerdo, y los Jackson fueron portada uno o dos días.

—¿Cómo murieron?

—¿No lo sabe? —soltó el hombre, algo sorprendido.

—¿Cómo?

—Bueno, fue lo que la policía denomina asesinato-suicidio. El hombre mató a su mujer de un disparo después de una de sus peleas y luego se suicidó. Los cadáveres estuvieron dos días en la casa antes de que el cartero se diera cuenta de que nadie recogía el correo, sospechara algo y llamara a la policía. Al parecer, los perros habían tenido acceso a los cuerpos, con lo que no quedaba mucho de ellos, sólo restos de lo más desagradables. Había mucho odio en esa casa, por lo visto.

—El hombre que la compró…

—No lo conozco, pero dicen que es un sujeto de cuidado. Tan repugnante como los perros. Se hizo cargo del criadero de los Jackson, aunque por lo menos sacrificó a todos los animales que se habían comido a los anteriores propietarios. Pero es probable que él acabe igual. Puede que eso le pase por la cabeza. Y que por eso sea tan mal bicho. —El hombre soltó una risa espeluznante y señaló la pendiente—. Ahí arriba. De hecho, un lugar bastante bonito para reposar eternamente.

—¿Sabe quién compró la tumba? —preguntó Ricky tras pensar un momento—. ¿Y quién paga el mantenimiento?

—Recibimos los cheques, pero no lo sé. —El hombre se encogió de hombros.

Ricky encontró la tumba sin dificultad. Permaneció un segundo en medio del silencio del sol del mediodía preguntándose un momento si alguien habría pensado en ponerle una lápida después de su suicidio. Lo dudaba. Él había vivido tan aislado como los Jackson. También se preguntó por qué no había puesto algún monumento conmemorativo para su mujer. Había ayudado a establecer un fondo para libros en su facultad de derecho y cada año hacía una contribución a la organización Nature Conservancy en su nombre, y se había dicho que esos actos eran mejores que un pedazo de piedra frío que montara guardia sobre una angosta franja de tierra. Pero al estar ahí de pie, no estuvo tan seguro. Se encontró absorto en la muerte, pensando en sus consecuencias permanentes para los que quedan. «Cuando alguien muere aprendemos más sobre la vida de lo que sabemos sobre el fallecido», pensó.

Estuvo largo rato ahí, frente a las tumbas, antes de examinarlas.

Tenían una lápida común, que se limitaba a dar sus nombres y las fechas de su nacimiento y su muerte. Algo no encajaba, y observó esta breve información para intentar averiguar qué era. Le llevó unos segundos establecer una relación.

El mes de la fecha del asesinato-suicidio coincidía con el de la firma de los documentos de adopción.

Ricky dio un paso atrás. Y entonces comprendió algo más.

Los Jackson habían nacido en la década de los veinte. Ambos tenían más de sesenta años al morir.

Sintió calor de nuevo y se aflojó la corbata. La barriga postiza parecía tirar de él hacia abajo, y el moratón y la cicatriz pintados en la cara empezaron a picarle. «Nadie puede adoptar a un niño, y mucho menos a tres, a esa edad —pensó—. Las normas de las agencias de adopción descartarían a una pareja sin hijos de esa edad en favor de una pareja más joven y vigorosa».

Permaneció junto a las tumbas pensando que estaba contemplando una mentira. No sobre su muerte, eso era cierto, sino sobre algo de su vida.

«Todo está mal —pensó—. Todo es distinto de lo que debería ser». La sensación de caminar por el borde de algo más terrible de lo que había previsto le produjo un estremecimiento. Una venganza sin límites.

Se dijo que lo que tenía que hacer era regresar a la seguridad de New Hampshire y examinar lo que había averiguado para dar a continuación un paso racional e inteligente. Detuvo el coche frente a la recepción del motel Econo y entró. Otro empleado, James, que llevaba una corbata de nudo fijo que aun así seguía torcida, había sustituido a Omar.

—Me marcho —dijo Ricky—. Lazarus. Habitación 232.

El recepcionista obtuvo una factura en la pantalla del ordenador.

—Está todo listo. Pero tiene dos mensajes telefónicos.

—¿Mensajes telefónicos? —repitió Ricky tras vacilar un instante.

—Llamó un hombre de un criadero de perros y preguntó si todavía se alojaba aquí —contestó James—. Quería dejarle un mensaje en el teléfono de su habitación. Después hubo otro mensaje.

—¿Del mismo hombre?

—No lo sé. No hablé con la persona. Me aparece un número en el registro de llamadas. Habitación 232. Dos mensajes. Si quiere, descuelgue y teclee el número de su habitación. Así podrá oír los mensajes.

Ricky lo hizo. El primer mensaje era del propietario de Brutus.

«Pensé que se alojaría en algún lugar barato y cercano. No fue demasiado difícil averiguar en cuál. He estado pensando en sus preguntas. Llámeme. Me parece que tengo información que podría serle útil. Pero vaya preparando el talonario. Le va a costar una pasta».

Ricky marcó el tres para borrar el mensaje. El siguiente se reprodujo automáticamente. La voz sonó abrupta, fría e incongruente, casi como encontrar un trozo de hielo en una acera caliente.

«Señor Lazarus, acabo de enterarme de su interés por los difuntos señores Jackson y creo que dispongo de información que facilitaría su investigación. Llámeme al 212 5551717 cuando le vaya bien y podemos quedar para vernos».

La persona no dejó nombre. No era necesario. Ricky reconoció la voz.

Era Virgil.