Esto era lo que Ricky sabía: hacía veinte años una mujer había muerto en Nueva York y las autoridades habían dado en adopción a sus tres hijos. Debido a ese único hecho, él se había visto obligado a suicidarse.
Los primeros intentos de Ricky en busca del nombre de Claire Tyson no dieron fruto. Era como si su muerte también la hubiese erradicado de los registros a que él tenía acceso electrónico. Al principio ni siquiera la copia del certificado de defunción lo sacó del atasco. Los programas para facilitar árboles genealógicos que habían mostrado la relación de sus familiares con tanta rapidez, resultaron bastante menos efectivos a la hora de localizar a Claire. Parecía que sus orígenes tenían una categoría mucho inferior, y esta falta de identidad parecía disminuir su presencia en el mundo. Le sorprendió un poco la falta de información. Los programas del tipo «encuentre a sus familiares desaparecidos» prometían servir para encontrar a casi todo el mundo, y la aparente desaparición de Claire de todos los registros era inquietante.
Pero las primeras tentativas no fueron del todo inútiles. Una de las cosas que había aprendido en los últimos meses era a pensar de un modo bastante más práctico. Como psicoanalista, su método había consistido en seguir símbolos para llegar a realidades. Ahora usaba técnicas parecidas pero de una forma más concreta. Cuando el nombre de Claire Tyson no obtuvo resultado, empezó a buscar por otras vías. Los registros de la propiedad inmobiliaria de Manhattan le proporcionaron el propietario actual del edificio donde ella había vivido. Otra consulta le aportó nombres y direcciones de la burocracia municipal donde la mujer habría tenido que solicitar cualquier prestación social, vales canjeables por alimentos y ayuda a las familias a cargo de menores. El truco era imaginar la vida de Claire Tyson veinte años atrás y limitar eso a fin de conocer todos los elementos que estaban en juego en ese momento. En algún lugar de ese retrato había un vínculo con el hombre que lo había acechado.
También consultó guías telefónicas electrónicas del norte de Florida. Claire Tyson era de esa zona y Ricky sospechaba que, si tenía algún familiar vivo (aparte de Rumplestiltskin), ahí lo localizaría. En el certificado de defunción figuraba la dirección del pariente más cercano, pero cuando la comprobó con el nombre, descubrió que otra persona vivía en ese sitio. Había varios Tyson en las afueras de Pensacola, y parecía una tarea desalentadora intentar averiguar quién era quién, hasta que Ricky recordó las notas que él mismo había garabateado durante sus pocas sesiones con la mujer. Recordaba que había terminado la secundaria y estudiado dos años en la universidad antes de dejarla para seguir a un marinero destinado en una base naval, el padre de sus tres hijos.
Imprimió los nombres de posibles parientes y la dirección de todos los institutos de secundaria de la zona.
Al contemplar las hojas impresas le pareció que debería haber hecho aquello muchos años antes: intentar conocer y comprender a una mujer joven.
Pensó que los dos mundos no podían ser más distintos. Pensacola, Florida, es una zona muy religiosa. Fanatismo cristiano, alabado sea el Señor y ve a misa los domingos y cualquier otro día en que Su presencia sea necesaria. En opinión de Ricky, Nueva York debía de significar todo lo que cualquier persona crecida en Pensacola consideraría malo y diabólico. Le pareció una combinación inquietante. Pero estaba bastante seguro de algo: tenía más probabilidades de encontrar a Rumplestiltskin en la ciudad que en aquella zona rural del norte de Florida. Sin embargo no creía que su perseguidor no hubiera dejado huella en el sur.
Decidió empezar por ahí.
Solicitó un carné de conducir falso de Florida y una tarjeta de identificación de militar retirado a uno de los puntos de venta de este tipo de cosas en Internet. Los documentos tenían que ser remitidos al apartado de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc. Pero la identificación era a nombre de Rick Tyson.
Pensó que la gente estaría dispuesta a ayudar a un familiar desaparecido hacía mucho tiempo y que parecía querer encontrar sus raíces del modo más inocente. Para guardarse aún más las espaldas, inventó un centro ficticio para el tratamiento del cáncer y, con papel de carta falso, escribió «a quien corresponda» explicando que un pariente del señor Tyson, aquejado de la enfermedad de Hodgkin, precisaba una médula ósea compatible, y que cualquier ayuda para localizar a miembros de su familia, cuya médula ósea tenía más probabilidades de serlo, sería agradecida y quizás incluso serviría para salvarle la vida.
Ricky sabía que esta carta era de lo más cínica. Pero seguramente le abriría algunas puertas.
Hizo una reserva de avión, ultimó detalles con sus caseras y su jefe del departamento de mantenimiento de la universidad con objeto de cambiar algunas jornadas laborables. Después fue a una tienda de ropa de segunda mano y se compró un traje negro de verano, sencillo y muy barato. Era más o menos lo que, según él, llevaría alguien de pompas fúnebres y lo consideró adecuado a sus circunstancias. A última hora de la tarde del día antes de su partida, con la camisa y los pantalones de empleado de mantenimiento, entró en el departamento de teatro de la universidad. Una de sus llaves maestras abría el almacén donde se guardaban los trajes de las diversas producciones. No tardó mucho en encontrar lo que necesitaba.
El calor de la costa del Golfo contenía una altísima humedad oculta como una amenaza velada. Sus primeras bocanadas de aire al salir del aire acondicionado del vestíbulo del aeropuerto hacia la zona de alquiler de coches fueron de una calidez empalagosa y opresiva, desconocida en Cape Cod hasta en los días más calurosos, e incluso en Nueva York durante la canícula de agosto. Era casi como si el aire tuviera consistencia, como si transportara algo invisible y peligroso. Al principio pensó que serían enfermedades. Pero después supuso que esa idea era exagerada.
Su plan era sencillo: se alojaría en un motel barato e iría a la dirección que figuraba en el certificado de defunción de Claire Tyson. Llamaría a algunas puertas, haría preguntas, averiguaría si alguien que viviera ahí ahora conocía el paradero de su familia. Luego recorrería los institutos más cercanos a esa dirección. No era un plan demasiado brillante pero poseía cierta tenacidad periodística: llamar a puertas y averiguar quién tenía algo que decir.
Encontró un Motel 6 situado en un bulevar lleno de centros comerciales, restaurantes de comida rápida de todas las cadenas y tiendas de saldos. Era una calle bañada por el implacable sol del Golfo.
Las esporádicas zonas de palmeras y matorrales parecían haber llegado con la corriente hasta aquella costa de comercio barato como restos flotantes tras una tormenta. Podía saborear el mar cercano, cuyo aroma llenaba el aire, pero la vista era la de un terreno urbanizado, casi infinito como un período decimal, de edificios de dos plantas y carteles chillones.
Se inscribió con el nombre Frederick Lazarus y pagó una estancia de tres días en efectivo. Dijo al recepcionista que era viajante, aunque el hombre no le prestó demasiada atención. Dejó la bolsa en la modesta habitación y luego cruzó el estacionamiento hacia la tienda de una gasolinera. Allí compró un plano detallado de la zona de Pensacola.
La extensión de viviendas cerca de la base naval poseía una uniformidad que le recordó un poco a uno de los primeros círculos del infierno. Hileras de casas de bloque de hormigón, con manchas de hierba achicharrada al sol y aspersores omnipresentes que salpicaban el césped. Al recorrer la zona en coche, Ricky pensó que cada manzana presentaba características que parecían definir aspiraciones de sus habitantes: las manzanas con la hierba bien cortada en jardines cuidados y la casas recién pintadas de blanco reluciente al sol del Golfo parecía significar esperanza y posibilidades. Los coches aparcados en los senderos de entrada estaban limpios, pulidos, brillantes y nuevos. En algunos jardines había columpios y juguetes de plástico, y a pesar del calor de la mañana, algunos niños jugaban bajo la mirada atenta de sus padres. Pero la línea de demarcación era clara: unas manzanas más allá las casas tenían un aspecto notoriamente desgastado. La pintura vieja, pelada, y los canalones manchados por el uso. Franjas de tierra, alambradas, un par de coches sobre bloques, sin ruedas, oxidándose. Pocas voces de niños jugando, cubos de basuras desbordantes de botellas. Manzanas de sueños limitados.
El Golfo, a lo lejos, con su extensión de vibrantes aguas azules, y la base, con enormes barcos grises de la armada alineados, eran el eje sobre el que giraba todo. Pero, a medida que se alejaba del mar y se adentraba más en las carencias, el mundo que veía parecía limitado, sin rumbo y tan inútil como una botella vacía.
Encontró la calle donde vivía la familia de Claire Tyson y se estremeció. No era ni mejor ni peor que las demás, pero su mediocridad impulsaba a huir de allí.
Ricky buscaba el número trece, que estaba hacia la mitad de la calle. Frenó y aparcó.
La casa en sí era similar a las demás de la calle, de una planta con dos o tres dormitorios y aparatos de aire acondicionado colgando de un par de ventanas. En el cochambroso porche había una oxidada barbacoa negra. La casa estaba pintada de un rosa apagado y lucía un estrafalario trece negro escrito a mano junto a la puerta. El uno era mucho más grande que el tres; lo que casi indicaba que la persona que había pintado la dirección en la pared había cambiado de idea a medio brochazo. Había un aro de baloncesto clavado sobre la puerta de un garaje que le pareció, a pesar de no ser ningún experto, estar entre quince y treinta centímetros por debajo de lo reglamentario. Además estaba doblado. No tenía red. Una pelota vieja y descolorida descansaba junto a un puntal. El jardín delantero tenía aire de abandono, la hierba invadida de maleza. Un perro grande, encadenado a una pared y limitado por una valla metálica al reducido jardín trasero, empezó a ladrar con furia cuando él subió el sendero de entrada. El periódico del día había caído cerca de la calle, y Ricky lo recogió y lo llevó hasta la puerta principal. Pulsó el timbre y lo oyó sonar en el interior. Un niño lloraba, pero se calló casi a la vez que una voz contestaba:
—Ya voy, ya voy.
La puerta se abrió y una joven negra con un pequeño a la cadera apareció frente a él. No abrió la puerta mosquitera.
—¿Qué quiere? —le espetó—. ¿Ha venido por el televisor? ¿Por la lavadora? ¿Acaso por los muebles o el biberón del niño? ¿Qué se llevarán ahora? —Miró hacia la calle, buscando con los ojos un camión y un grupo de hombres.
—No he venido a llevarme nada —contestó Ricky.
—¿Es de la compañía de la luz?
—No. No soy cobrador de facturas y tampoco vengo a llevarme nada pendiente de pago.
—¿Quién es entonces? —Quiso saber. Su voz seguía sonando agresiva. Desafiante.
—Soy alguien que quiere hacer un par de preguntas —sonrió Ricky—. Y, si obtengo algunas respuestas, usted podría ganar algún dinero.
La mujer siguió observándolo con recelo, pero ahora también con curiosidad.
—¿Qué clase de preguntas? —dijo.
—Preguntas sobre alguien que vivió aquí antes, hace tiempo.
—No sé demasiado —dijo la mujer.
—Una familia apellidada Tyson.
—Será el hombre al que desalojaron antes de que nos instaláramos nosotros —asintió la joven.
Ricky sacó un billete de veinte dólares de la cartera. Lo levantó y la mujer abrió la puerta mosquitera.
—¿Es usted policía? —preguntó—. ¿Una especie de detective?
—No soy policía. Pero podría ser una especie de detective. —Entró en la casa.
Parpadeó un instante ya que tardó unos segundos en adaptarse a la oscuridad. El calor de la entrada era sofocante. Siguió a la mujer y al niño hacia el salón, donde las ventanas estaban abiertas pero el calor acumulado lo asemejaba a la celda de una cárcel. Había una silla, un sofá, un televisor y un corralito rojo y azul, que fue donde la mujer depositó al niño. Las paredes estaban vacías, salvo por un retrato del pequeño y una fotografía de boda que mostraba a la mujer y a un joven negro con uniforme de la Marina en una pose forzada. Ricky le echo diecinueve años a la pareja. Veinte como mucho. «Diecinueve —pensó tras lanzar una mirada furtiva a la muchacha—. Pero está envejeciendo deprisa». Volvió a mirar la fotografía e hizo la pregunta obvia:
—¿Es su marido? ¿Dónde está?
—Embarcó —contestó la mujer. Su voz, una vez serena, poseía una dulzura cantarina. Hablaba con un acento inconfundible del sureste, y Ricky supuso que sería de Alabama o de Georgia, quizá de Mississipi. Imaginó que alistarse había sido la ruta de escape de alguna zona rural y que ella lo había seguido sin sospechar que tan sólo iba a sustituir una clase de pobreza por otra—. Está en algún sitio del golfo Pérsico, a bordo del Essex. Es un destructor. Le faltan dos meses para volver a casa.
—¿Cómo se llama usted?
—Charlene. ¿Son éstas las preguntas con las que voy a ganar dinero?
—¿Tan mala es su situación?
—Y que lo diga. —Rio como si fuera una broma—. La paga de la Marina es una miseria si no asciendes un poco. Ya nos quedamos sin coche y debemos dos meses de alquiler. También debemos parte de los muebles. Les ocurre más o menos lo mismo a todos los que vivimos en esta parte de la ciudad.
—¿La amenaza el casero? —Quiso saber Ricky. La mujer, para su sorpresa, negó con la cabeza.
—El casero debe de ser un hombre bueno, no lo sé. Cuando tengo el dinero, lo ingreso en una cuenta bancaria. Pero un hombre del banco, o tal vez un abogado, me llamó y me dijo que no me preocupara, que pagara cuando pudiera. Dijo que comprendía que las cosas a veces eran difíciles para los militares. Mi marido Reggie no es más que marinero raso. Tiene que ascender si quiere recibir una buena paga. Pero aunque el casero es legal, nadie más lo es. Los de la compañía de luz dicen que la van a cortar. Por eso no puedo encender el aire acondicionado ni nada.
Ricky se sentó en la única silla, y Charlene lo hizo en el sofá.
—Cuénteme lo que sepa sobre la familia Tyson —pidió él—. ¿Vivía aquí antes de que llegaran ustedes?
—Sí. No sé demasiado sobre esa gente. Sólo sé algo del viejo. Vivía aquí solo. ¿Le interesa ese viejo?
Ricky tomó la cartera y mostró a la joven el carné de conducir falso a nombre de Rick Tyson.
—Es un pariente lejano y puede haber recibido una pequeña suma en herencia —mintió—. La familia me ha mandado para intentar localizado.
—No creo que necesite dinero donde está —soltó Charlene.
—¿Dónde está?
—En el asilo de veteranos del ejército que hay en Midway Road. Si todavía vive.
—¿Y su mujer?
—Murió hace más de dos años. Estaba delicada del corazón, o eso dijeron.
—¿Los llegó a conocer?
—Lo único que sé es lo que me contaron los vecinos —comentó Charlene, y meneó la cabeza.
—¿Y qué le contaron?
—Que el viejo y la vieja vivían aquí solos.
—Creía que tenían una hija.
—Eso parece, pero dicen que murió. Hace mucho.
—Ya. Continúe.
—Vivían de la Seguridad Social. Puede que cobraran algo de retiro, no lo sé. La vieja se puso enferma del corazón. No tenía seguro de enfermedad, sólo la sanidad pública. Las facturas se acumulaban. La vieja murió y dejó al viejo con un montón de facturas. Sin seguro. Era un hombre desagradable que no caía demasiado bien a ningún vecino, sin amigos y sin familia, que se supiera. Tenía sólo lo mismo que yo: facturas, gente que quería cobrar su dinero. Un día se retrasó con la hipoteca de la casa y descubrió que el banco ya no era el propietario de la deuda como él creía, porque alguien se la había comprado. No hizo ese pago, puede que tampoco otros, y los alguaciles vinieron con una orden de desalojo. Lo pusieron de patitas en la calle. Y ahora está en el asilo de veteranos del ejército. No creo que vaya a salir nunca de allí, a no ser con los pies por delante.
—¿Ustedes se instalaron aquí inmediatamente después del desalojo? —preguntó Ricky tras reflexionar un minuto.
—Exacto. —Charlene suspiró y meneó la cabeza—. Toda esta manzana era mucho más bonita hace un par de años. No había tanta basura, ni bebida, ni peleas. Creía que sería un buen lugar para empezar de cero, pero ahora no tenemos dinero para mudarnos. En todo caso, los vecinos de aquí enfrente fueron quienes me contaron la historia del viejo. Ya no están aquí. Seguramente ya no queda ninguno de los que conocían al viejo. Pero no parecía que hubiese tenido muchos amigos. El viejo tenía un pitbull encadenado donde ahora está nuestro perro. El nuestro sólo ladra, arma escándalo, como cuando usted se acercó. Si lo suelto lo más probable es que le lama la cara en lugar de morderlo. El pitbull de Tyson no era así. Cuando ese hombre era más joven, le gustaba que peleara, ya sabe, en peleas con apuestas. En esos sitios hay muchos hombres blancos sudorosos que apuestan lo que no tienen, beben, blasfeman y arman jaleo. Ésa es la parte de Florida no apta para turistas. Es como Alabama o Mississipi. La mentalidad cerrada de Florida. La mentalidad cerrada y los pitbulls.
—Entiendo —dijo Ricky.
—En este barrio hay muchos niños. Los perros como ése pueden morder a alguno. Puede que hubiera otras razones por las que no cayera muy bien a la gente de por aquí.
—¿Qué otras razones?
—He oído historias.
—¿Qué clase de historias?
—Historias perversas. De cosas horribles, llenas de maldad. No sé si serán ciertas y, como mis padres me dicen que no repita cosas que no sepa seguro, quizá debería preguntar a alguien que no sea tan temeroso de Dios como yo. Pero no sé quién. Ya no quedan personas de esa época.
—¿Tiene el nombre o la dirección del hombre al que usted paga el alquiler? —preguntó Ricky tras reflexionar otro momento.
Charlene pareció sorprendida pero asintió.
—Claro. Hago el cheque a nombre de un abogado del centro y se lo mando a un hombre del banco. Cuando tengo el dinero. —Recogió un lápiz del suelo y anotó un nombre y una dirección en el dorso de un sobre de una casa de alquiler de muebles. El sobre llevaba estampado en rojo SEGUNDO AVISO—. Espero que esto le sirva de algo.
Ricky sacó dos billetes más de veinte dólares y se los entregó. Ella asintió para darle las gracias. Después de dudar un momento, él sacó un tercer billete.
—Para el niño —dijo.
—Es muy amable.
Se protegió los ojos del sol con la mano al salir a la calle. No había una sola nube en el cielo y el calor se había intensificado. Recordó los días veraniegos de Nueva York y cómo él huía hacia el clima más fresco de Cape Cod.
«Eso se acabó», pensó.
Miró hacia donde tenía aparcado el coche y trató de imaginarse a un anciano sentado entre sus escasas pertenencias en la acera. Sin amigos y desalojado de la casa donde había vivido una vida difícil, pero por lo menos suya propia, durante muchos años. Expulsado con rapidez y sin consideración. Abandonado a la vejez, la enfermedad y la soledad. Ricky se guardó el papel con el nombre y la dirección del abogado en el bolsillo. Sabía quién había desalojado al anciano. Sin embargo, se preguntó si aquel hombre mayor sentado en la acera sabía que el hombre que lo había echado a la calle era el hijo de su hija, a quien muchos años antes Ricky había dado la espalda.
A menos de siete manzanas de la casa de donde Claire Tyson había huido había un gran instituto de secundaria. Ricky aparcó en la zona de estacionamiento y contempló el edificio mientras intentaba imaginar cómo un adolescente podría encontrar individualidad, y mucho menos educación, entre aquellas paredes. Era un edificio enorme de color arena, con un campo de fútbol y una pista circular a un lado, tras una valla de tres metros de altura. Ricky tuvo la impresión de que quienquiera que hubiese diseñado aquella estructura se había limitado a dibujar un rectángulo inmenso y a añadir después un segundo rectángulo para crear un conjunto en forma de «T» y dar así por finalizada su obra. En la pared de ladrillo del edificio había un enorme mural de un antiguo barco griego junto con la leyenda: HOGAR DE LOS ESPARTANOS DEL SUR en una fluida y apagada letra roja. Todo el lugar estaba cocido como un crep en una sartén bajo el cielo despejado y el sol abrasador.
En la puerta principal había un control de seguridad, donde un guarda con camisa azul, cinturón y zapatos de charol negro que, si no le conferían la categoría de policía, sí por lo menos el mismo aspecto, manejaba un detector de metales. El guarda dijo a Ricky cómo llegar a las oficinas administrativas y luego le hizo pasar entre los postes paralelos. Los zapatos de Ricky repiquetearon en el suelo de linóleo del vestíbulo. Era horario de clase, de modo que avanzó casi en solitario entre hileras de taquillas de color gris. Sólo algún que otro alumno pasó apresurado a su lado.
Al otro lado de la puerta que indicaba ADMINISTRACIÓN había una secretaria sentada a una mesa. Una vez que le explicó el motivo de su visita, ella lo condujo a la oficina de la directora. Esperó fuera mientras la secretaria entró y luego aparecía en la puerta para hacerle pasar. Una mujer de mediana edad con una camisa blanca abrochada hasta la barbilla alzó los ojos del ordenador por encima de las gafas para dirigirle una mirada de maestra de escuela, casi regañona. Parecía un poco desconcertada por su presencia, y le señaló una silla mientras se desplazaba para situarse detrás de una mesa abarrotada de papeles. Ricky se sentó y pensó que aquel asiento habría sido utilizado sobre todo por alumnos atribulados, pillados en alguna fechoría, o por padres consternados a los que se informaba de ello.
—¿En qué puedo ayudarlo exactamente? —preguntó la directora sin rodeos.
—Estoy buscando información —asintió Ricky—. Necesito detalles de una joven que estudió en este instituto a finales de los años sesenta. Su nombre era Claire Tyson.
—Los expedientes académicos son confidenciales —replicó la directora—. Pero recuerdo a la joven.
—¿Lleva aquí mucho tiempo?
—Toda mi carrera —dijo la mujer—. Pero aparte de dejarle ver el anuario de 1967, no creo que pueda proporcionarle gran ayuda. Como le he dicho, los expedientes son confidenciales.
—Bueno, en realidad no necesito su expediente académico. —Indicó Ricky, que se sacó la carta del falso centro para el tratamiento del cáncer y se la entregó—. Lo que estoy buscando es alguien que pueda conocer a un familiar.
La mujer leyó la carta con rapidez. Su expresión se suavizó.
—Oh —exclamó a modo de disculpa—. Lo siento mucho. No sabía…
—Descuide. Es una posibilidad muy remota. Pero cuando tienes una sobrina tan enferma, estás dispuesto a aferrarte a cualquier posibilidad, por remota que sea.
—Por supuesto —dijo la mujer con rapidez—. Por supuesto que sí. Pero no creo que quede ningún Tyson de la familia de Claire por aquí. Por lo menos que yo recuerde, y recuerdo a casi todo el mundo que cruza esas puertas.
—Me sorprende que recuerde a Claire —comentó Ricky.
—Dejaba huella, en más de un sentido. Por aquel entonces yo era su tutora de orientación profesional. He ido subiendo de categoría.
—Es evidente —dijo Ricky—. Pero recordarla, en especial después de tantos años…
La mujer hizo un leve gesto, como para interrumpir su pregunta. Se levantó y se dirigió a una estantería para coger un viejo anuario encuadernado en imitación piel correspondiente a 1967. Se lo dio a Ricky.
Era un anuario de lo más típico. Páginas y páginas de cándidas instantáneas de alumnos en actividades o juegos diversos, reforzadas con algo de prosa entusiasta. El grueso del anuario lo formaban los retratos formales de la última clase. Eran retratos de estudio de gente joven que intentaba parecer mayor y más seria de lo que era. Ricky repasó las imágenes hasta que llegó a Claire Tyson. Le costó un poco identificar a la mujer a la que había visto una década después con la muchacha del anuario. Llevaba el cabello más largo, que le caía ondulado, sobre el hombro. Esbozaba una leve sonrisa, un poco menos forzada que la mayoría de sus compañeros de clase, con el tipo de expresión que adoptaría alguien que sabe un secreto. Leyó el texto junto a su foto. Relacionaba sus actividades extraescolares (francés, ciencias, el club de Futuras Amas de Casa y la sociedad teatral) y los deportes que practicaba, voleibol y béisbol universitarios. También figuraban sus méritos académicos, que incluían ocho semestres en el cuadro de honor y una distinción del programa de becas al mérito escolar. Había una cita, de cariz humorístico, pero que para Ricky tenía un tono algo premonitorio: «Haz a los demás antes de que los demás tengan ocasión de hacerte a ti». Una predicción: «Quiere vivir a tope», y un vistazo a la bola de cristal adolescente: «De aquí a diez años estará en Broadway o bajo él».
La directora miraba por encima de su hombro.
—No tenía ninguna posibilidad —aseguró.
—¿Perdone? —replicó Ricky, y la palabra formó una pregunta.
—Era la hija única de una pareja… bueno, difícil. Vivían en el límite de la pobreza. El padre era un tirano. Quizá peor aún…
—Quiere decir…
—Mostraba muchos signos clásicos de abusos sexuales. Hablé con ella a menudo cuando tenía sus ataques incontrolables de depresión. Lloraba y se ponía histérica. Después se quedaba tranquila, fría, casi ida, como si estuviera en otra parte, aunque estaba sentada conmigo en el despacho. Habría llamado a la policía si hubiera tenido alguna prueba, pero ella jamás admitió ante mí ningún abuso. En mi posición hay que ser prudente, y entonces no sabíamos tanto sobre estas cosas como ahora.
—Por supuesto.
—Y, claro, sabía que huiría a la primera ocasión. Ese chico…
—¿Un novio?
—Sí. Estoy casi segura de que ya estaba embarazada cuando terminó aquella primavera.
—¿Cómo se llamaba? ¿Vive todavía por aquí? Sería fundamental encontrarlo, ¿sabe? Con eso del acervo genético… No entiendo la jerga de los médicos, pero…
—Hubo un hijo. Pero no sé qué pasó. No echaron raíces, aquí, eso seguro. El chico pensaba alistarse en la Marina, aunque no sé si llegó a hacerlo y ella se marchó a la universidad local. No creo que se casaran. Me la encontré una vez por la calle. Se paró para saludarme, pero nada más. Era como si ya no pudiera hablar sobre nada. Claire pasaba de sentirse avergonzada por una cosa a sentirse avergonzada por otra. Sin embargo era brillante, maravillosa en un escenario. Podía interpretar cualquier papel, desde Shakespeare, a Ellos y Ellas, y hacerlo muy bien. Tenía verdadero talento para la interpretación. Su problema era la realidad.
—Comprendo.
—Era una de esas personas a las que te gustaría ayudar pero no puedes. Su empeño era encontrar a alguien que cuidara de ella, pero siempre encontraba a la persona equivocada. Sin excepción.
—¿Y el chico?
—¿Daniel Collins? —La directora tomó el anuario y hojeó unas páginas hacia atrás antes de devolvérselo a Ricky—. Guapo, ¿eh? Volvía locas a las chicas. Jugaba a fútbol y a baloncesto, aunque no era ninguna estrella. Bastante listo, pero no se esforzaba en clase. El tipo de chico que siempre sabe dónde es la fiesta, dónde se obtiene alcohol o hierba o lo que sea, y al que no pillan nunca. Uno de esos muchachos que salía de una para meterse en otra. Tenía a todas las chicas en el bolsillo, pero sobre todo a Claire. Era una de esas relaciones que sabes que sólo pueden acabar mal pero no puedes hacer nada.
—Veo que no le gustaba demasiado ese chico.
—¿Por qué iba a gustarme? Era una especie de depredador. Y sin duda era bastante egoísta, sólo miraba por él mismo.
—¿Tiene la dirección de su familia?
La directora se sentó al ordenador y tecleó un nombre. Luego anotó un número en un trozo de papel que entregó a Ricky. Él asintió a modo de respuesta.
—¿Piensa que la abandonó?
—Seguro, después de haberla utilizado. Eso era lo que se le daba bien: utilizar a la gente y deshacerse de ella después. Si tardó un año o diez, no lo sé. Cuando te dedicas a este trabajo, llegas a pronosticar muy bien lo que ocurrirá a los chicos. Algunos te pueden sorprender, en un sentido u otro, pero no muchos. —Señaló la predicción del anuario. «En Broadway o bajo él». Ricky sabía cuál de esas dos alternativas se había hecho realidad—. Los chicos siempre bromean cuando predicen. Pero la vida no suele ser tan divertida, ¿verdad?
Antes de dirigirse al hospital para veteranos del ejército, Ricky pasó por el motel para ponerse el traje negro. También recogió el objeto que había tomado prestado del departamento de teatro en la Universidad de New Hampshire, se lo colocó en el cuello y se contempló en el espejo.
El edificio del hospital tenía el mismo aspecto impersonal que el instituto. Era de ladrillo blanqueado, de dos plantas, como si lo hubieran dejado caer en un espacio abierto entre por lo menos seis iglesias distintas, según el cómputo de Ricky. Pentecostal, baptista, católica, congregacionalista, unitaria y metodista episcopal africana, todas ellas con esos esperanzadores tableros de anuncios en el jardín de entrada que proclamaban una felicidad infinita ante la llegada inminente de Jesús, o como mínimo, el consuelo en las palabras de la Biblia, pronunciadas con fervor en un oficio diario y en dos los domingos. A Ricky, que había adquirido una saludable falta de respeto por la religión en su ejercicio profesional, le gustó bastante la yuxtaposición del hospital para veteranos del ejército y las iglesias: era como si la dura realidad de los abandonados, representada por el hospital, sirviera para equilibrar en cierta medida todo el optimismo que circulaba sin control en las iglesias. Se preguntó si Claire Tyson habría asistido con regularidad a la iglesia. Sospechaba que sí, dado el ambiente en que había crecido. Todo el mundo iba a la iglesia. El problema era que ésa no impedía que los feligreses maltrataran a sus mujeres o a sus hijas los demás días de la semana; algo que estaba seguro de que Jesús desaprobaba, si es que opinaba al respecto.
El hospital para veteranos del ejército tenía dos mástiles con la bandera, de Estados Unidos y la del Estado de Florida, una junto a otra, colgando lánguidamente en aquel calor impropio de finales de primavera. Había unos arbustos plantados sin ton ni son junto a la entrada, y Ricky vio unos cuantos ancianos con batas andrajosas y en sillas de ruedas, sentados solos en un pequeño porche lateral bajo el sol de la tarde. No estaban en grupo, ni siquiera en parejas. Cada uno parecía funcionar en una órbita exclusiva, definida por la edad y la enfermedad. Avanzó y cruzó la entrada. El interior estaba en penumbra. Se estremeció. Los hospitales a los que había llevado a su mujer antes de morir eran claros, modernos, diseñados para reflejar todos los avances de la medicina. Eran sitios que parecían llenos del propósito de sobrevivir. O, como era su caso, de la necesidad de luchar contra lo inevitable. De robar días a la enfermedad, como un jugador de fútbol americano que intenta ganar yardas, por muchos defensas que lo plaquen. Este hospital era todo lo contrario. Era un edificio en el peldaño inferior de la asistencia médica, donde los tratamientos eran tan anodinos y poco creativos como el menú diario. La muerte, tan regular y sencilla como el arroz blanco. Ricky sintió frío al adentrarse, porque supo que era un lugar triste al que aquellos ancianos iban a morir.
Vio a una recepcionista tras una mesa y se acercó.
—Buenos días, padre —le dijo la mujer afablemente—. ¿En qué puedo servirle?
—Buenos días, hija mía —contestó Ricky mientras se tocaba el alzacuellos que había tomado prestado del cuarto de atrezo—. Qué calor para llevar el traje elegido por el Señor —bromeó—. A veces me pregunto por qué el Señor no elegiría una de esas bonitas camisas hawaianas de colores tan alegres en lugar del alzacuellos —prosiguió—. Sería más cómodo en días como éste.
La recepcionista soltó una carcajada.
—¿En qué estaría pensando nuestro Señor? —añadió.
—He venido para ver a un paciente. Se llama Tyson.
—¿Es pariente suyo, padre?
—Pues no, hija mía. Pero su hija me rogó que lo visitara cuando algún asunto de la Iglesia me trajese aquí.
Esta respuesta pareció colar, tal como Ricky había previsto. No creía que nadie de aquella zona de Florida fuera a rechazar nunca a un sacerdote. La mujer comprobó unos datos en el ordenador. Sonrió cuando el nombre apareció en pantalla.
—Qué extraño —comentó—. Aquí no consta ningún familiar vivo. Ningún pariente próximo. ¿Está seguro de que era su hija?
—Han estado muy distanciados, y ella le volvió la espalda hace tiempo. Ahora, con mi ayuda y la bendición del Señor, quizás exista la probabilidad de una reconciliación en su vejez.
—Eso estaría bien, padre. Espero que así sea. De todos modos, ella debería figurar en nuestro ordenador.
—Le diré que le envíe sus datos —aseguró Ricky.
—Puede que él la necesite…
—Que Dios la bendiga, hija mía —dijo Ricky, disfrutando de la hipocresía de sus palabras y de su relato, del mismo modo que en el escenario un actor disfruta de esos momentos llenos de tensión y alguna duda, pero vigorizados por el público. Después de tantos años pasados tras el diván guardándose sus opiniones sobre la mayoría de las cosas, Ricky estaba ahora radiante por poder salir al mundo y mentir.
—No parece que haya mucho tiempo para una reconciliación, padre. Me temo que el señor Tyson está en la unidad de desahuciados —anunció la recepcionista—. Lo siento, padre.
—¿Está…?
—Terminal.
—Entonces puede que mi visita sea más oportuna de lo que esperaba. Tal vez pueda proporcionarle algo de consuelo para sus últimos días.
La recepcionista asintió. Señaló un plano esquemático del hospital.
—Tiene que ir aquí. La enfermera de guardia le ayudará.
Ricky recorrió el laberinto de pasillos que parecían descender a mundos cada vez más fríos y anodinos. Todo lo que había en el hospital le resultaba un poco raído. Le recordaba las distinciones entre las tiendas de ropa cara de Manhattan, que conocía de sus días de psicoanalista, y el mundo de segunda mano del Ejército de Salvación que había descubierto como empleado de mantenimiento en New Hampshire. En aquel hospital para veteranos del ejército nada era nuevo, nada era moderno, nada parecía funcionar debidamente, todo tenía aspecto de usado. Hasta la pintura estaba descolorida y amarillenta. Le resultaba curioso caminar por un lugar que debería estar aseado y dedicado a la ciencia y tener la sensación de necesitar una ducha.
«La clase marginada de la medicina», pensó. Y, cuando pasó por las unidades de cardiología y pulmonar, y junto a una puerta cerrada que indicaba psiquiatría, el ambiente pareció volverse cada vez más decrépito y deteriorado, hasta que llegó a la fase final, una serie de puertas dobles con el rótulo UNIDAD DE DESAHUCIADOS, con las palabras mal alineadas.
Ricky observó que el alzacuellos y el traje de clérigo cumplían su objetivo de modo impecable. Nadie le pidió ninguna identificación; nadie pareció preguntarse qué hacía allí. Al entrar en la unidad, vio un punto de enfermería y se acercó al mostrador. La enfermera de guardia, una corpulenta mujer negra, alzó los ojos hacia él.
—Ah, padre —dijo—, me han avisado de que venía hacia aquí. El señor Tyson está en la habitación 300. La primera cama al entrar.
—Gracias —contestó Ricky—. ¿Podría decirme qué tiene?
La enfermera le entregó con diligencia un historial médico. Cáncer de pulmón. Le quedaba poco tiempo y, en su mayoría, doloroso. Sintió un poco de compasión. «Bajo la capa de ser serviciales —pensó—, los hospitales hacen mucho por degradar».
Eso era así, sin duda, en el caso de Calvin Tyson, que estaba conectado a varias máquinas y yacía incómodo en la cama, apuntalado con almohadas para ver el viejo televisor que colgaba entre su cama y la de su vecino. El aparato ofrecía una telenovela, pero el sonido estaba apagado. Además, la imagen se veía borrosa.
Tyson estaba escuálido, casi esquelético. Llevaba puesta una mascarilla de oxígeno que le colgaba del cuello y levantaba de vez en cuando para respirar mejor. Su nariz estaba teñida del inconfundible tono azulado del enfisema, y sus descarnadas piernas desnudas se extendían en la cama como ramitas que una tormenta hubiera arrancado de un árbol y desparramado por la calzada. El hombre que ocupaba la cama de al lado estaba en una situación muy parecida, y ambos resollaban en una agonía a dúo. Cuando Ricky entró, Tyson volvió la cabeza para mirarlo.
—No quiero hablar con ningún sacerdote —dijo.
—Pero este sacerdote quiere hablar con usted —sonrió Ricky con frialdad.
—Quiero que me dejen solo —insistió Tyson. Ricky lo observó.
—Según parece —dijo con brío—, pronto va estar solo toda la eternidad.
—No necesito ninguna religión, ya no. —Tyson sacudió la cabeza con dificultad.
—Y yo no voy a ofrecerle ninguna —contestó Ricky—. Por lo menos, no como piensa.
Ricky cerró la puerta de la habitación. Vio que había unos auriculares para escuchar la televisión colgados en la pared. Rodeó los pies de la cama y observó al compañero de Tyson. El hombre lo miró con una expectación indiferente. Ricky le señaló los auriculares de su cama.
—¿Quiere ponérselos para que pueda hablar en privado con su vecino? —preguntó, pero en realidad ordenó.
El hombre se encogió de hombros y se los colocó en las orejas con cierta dificultad.
—Bien —dijo Ricky mientras se volvía hacia Tyson para preguntarle—: ¿Sabe quién me ha enviado?
—Ni idea —dijo con voz ronca Tyson—. No queda nadie a quien yo le importe.
—En eso se equivoca. —Se acercó y se inclinó hacia el hombre agonizante para susurrarle con frialdad—: Dígame la verdad, viejo, ¿cuántas veces se folló a su hija antes de que ella se marchara para siempre?