21

Dos semanas después de la noche en que murió, Ricky estaba en una habitación de motel, sentado a los pies de una cama llena de bultos que crujía cada vez que cambiaba de postura, escuchando el ruido del tráfico distante que se mezclaba con el sonido del televisor de una habitación contigua. Estaban viendo un partido de béisbol con el volumen alto. Se concentró un momento en el sonido y supuso que los Red Sox jugaban en Fenway y la temporada estaba acabando, lo que significaba que estaban cerca del primer puesto pero no lo bastante. Se planteó encender el televisor de su habitación, pero decidió no hacerlo. Se dijo que perderían y no quería experimentar ninguna pérdida, ni siquiera la pasajera que le proporcionaría el siempre frustrado equipo de béisbol. En lugar de eso, se volvió hacia la ventana y contempló la noche. No había cerrado las persianas y veía cómo las luces bajaban por la cercana carretera interestatal. Junto al camino de entrada del motel había un cartel de neón rojo que informaba de tarifas diarias, semanales y mensuales, además de ofrecer habitaciones con cocina como la que él ocupaba, aunque Ricky no concebía que nadie quisiera permanecer en ese sitio más de una noche.

«Nadie excepto yo», pensó con tristeza.

Se dirigió al pequeño cuarto de baño. Examinó su aspecto en el espejo del lavabo. El tinte negro desaparecía deprisa del cabello, que empezaba a recuperar su gris habitual. Pensó que era algo irónico, porque si alguna vez volviera a parecerse al hombre que era antes, jamás volvería a ser en realidad esa persona.

Durante dos semanas apenas había salido de la habitación del motel. Al principio se había sumido en una especie de shock autoprovocado, como un yonqui viviendo una abstinencia obligada, temblando, sudando y retorciéndose de dolor. Luego, esta fase inicial fue sustituida por una indignación abrumadora, una furia atroz, candente, que le hizo pasearse enfurecido por la reducida habitación con los dientes apretados y el cuerpo casi contorsionado de rabia. Más de una vez había dado, frustrado, un puñetazo a la pared. En una ocasión, había sujetado un vaso del cuarto de baño con tanta fuerza que lo rompió y se cortó. Se había inclinado sobre el retrete y visto cómo la sangre goteaba en el agua de la taza mientras deseaba vaciarse hasta de la última gota que tuviera en su interior. Pero el dolor que sentía en la mano lastimada le recordó que seguía vivo y acabó conduciéndole a otra fase en que el temor y la rabia por fin remitieron, como el viento después de una tormenta. Esta nueva fase le parecía fría, como el tacto del metal pulido una mañana de invierno.

En esta fase empezó a urdir planes.

La habitación del motel era un lugar destartalado, decrépito, que hospedaba a camioneros, viajantes y adolescentes del lugar que necesitaban unas horas de intimidad lejos de las miradas indiscretas de los adultos. Estaba situado en las afueras de Durham, New Hampshire, un sitio que Ricky había elegido al azar porque era una ciudad universitaria y, por ello, albergaba a una población díscola. Había creído que el ambiente académico le garantizaría el acceso a los periódicos nacionales que necesitara y le proporcionaría un entorno transitorio que le permitiría esconderse. Esto había resultado cierto hasta el momento.

A finales de su segunda semana de fallecido, empezó a hacer salidas al mundo exterior. En una de las primeras ocasiones, se limitó a la distancia que lo llevaron los pies. No habló con nadie, evitó el contacto visual, se mantuvo en calles poco frecuentadas y barrios tranquilos, temiendo ser reconocido o, peor aún, oír a su espalda los tonos burlones de Virgil o Merlin. Pero su anonimato permaneció intacto y su confianza creció. Amplió con rapidez su horizonte tras encontrar un autobús que recorría la ciudad y del que se bajaba en puntos aleatorios para explorar el mundo en que se había introducido.

En uno de esos trayectos, había descubierto una tienda de ropa de segunda mano donde consiguió una chaqueta azul barata que le iba muy bien, unos pantalones raídos y camisas. Había encontrado una cartera de piel en una tienda de consignación cercana. Cambió las gafas por las lentillas, que compró en una óptica. Estos elementos, junto a una corbata, le daban el aspecto de un profesor respetable pero no importante. Pensó que no desentonaba nada, y agradeció su invisibilidad.

En la mesa de la cocina de su habitación tenía ejemplares del Cape Cod Times y del New York Times de los días inmediatamente posteriores a su muerte. El periódico de Cape Cod había publicado la historia en la parte inferior de la portada, con el titular:

SUICIDIO DE UN DESTACADO PSICOANALISTA; ANTIGUA CASA DE VERANEO CONSUMIDA POR EL FUEGO

El periodista había logrado obtener la mayoría de los detalles dispuestos por Ricky, desde la gasolina comprada esa mañana en recipientes recién adquiridos hasta la nota de suicidio y los donativos a organizaciones benéficas. También había conseguido averiguar que recientemente se había presentado una «acusación por una acción inmoral» contra Ricky, aunque el reportero ignoraba lo esencial: que era una invención planeada por Rumplestiltskin y llevada a cabo por Virgil de modo muy eficaz. El artículo también mencionaba el fallecimiento de su mujer tres años atrás y sugería que Ricky había sufrido hacía poco «reveses financieros» que podrían haber contribuido a su suicidio. A Ricky le pareció un texto excelente, bien documentado y lleno de detalles convincentes, tal como había esperado. La nota necrológica del New York Times, que apareció un día después, había sido desalentadoramente breve, con sólo una o dos sugerencias sobre los motivos de su muerte. La había leído con irritación, un poco enfadado y ofendido al ver que todos los logros de su vida parecían poder resumirse a la perfección en cuatro párrafos de jerga periodística sucinta y opaca. Creía haber aportado más al mundo, pero comprendió que quizá no era así, lo que le hizo vacilar unos momentos. La necrológica indicaba también que no había previsto ningún oficio religioso, algo que supuso una consideración mucho más importante para Ricky. Sospechaba que la falta de un oficio en su memoria era una consecuencia del trabajo de Rumplestiltskin y Virgil con la acusación de abusos sexuales. Ninguno de sus colegas de Manhattan querría mancillarse con la asistencia a un acto que recordara la vida y la obra de Ricky cuando una parte tan importante de ella se había visto cuestionada. Supuso que habría muchos compañeros analistas en la ciudad que, al leer la noticia de su muerte, pensarían que era una prueba de la veracidad de la acusación y que, a la vez, era algo afortunado porque la profesión se ahorraba el mal trago de que la desagradable noticia fuese publicada por el New York Times, como habría sido inevitable que pasara. Esta idea enfureció un poco a Ricky con sus colegas y por un momento se dijo que tenía suerte de haber terminado con su vida profesional.

Se preguntó si hasta el primer día de esas vacaciones había sido igual de ciego.

Ambos periódicos contaban que, al parecer, había muerto ahogado y que los guardacostas estaban rastreando las aguas de Cape Cod en busca del cadáver. Sin embargo, el Cape Cod Times, para alivio de Ricky, citaba al comandante local, que afirmaba que era muy poco probable recuperar el cuerpo dadas las fuertes mareas de la zona de Hawthorne Beach.

Cuando reflexionó al respecto, Ricky pensó que era la mejor muerte que se le podía haber ocurrido con tan poca antelación.

Esperaba que encontraran todas las pistas de su suicidio, desde la receta para la sobredosis que al parecer se había tomado antes de adentrarse en el mar hasta sus malos modos con el joven de la tienda de artículos náuticos. Se dijo que eso bastaría para satisfacer a la policía local, a pesar de no tener ningún cadáver al que practicarle la autopsia. Esperaba que bastara también para convencer a Rumplestiltskin de que su plan había salido bien.

Leer sobre su propio suicidio lo impresionó profundamente. El estrés de sus últimos quince días de vida, desde el momento en que había aparecido Rumplestiltskin hasta el momento en que se había acercado a la orilla del agua con cuidado de dejar huellas en la arena húmeda, había sometido a Ricky a algo que no creía que saliese en ningún texto de psiquiatría.

Lo había invadido el miedo, la euforia, la confusión, el alivio (toda clase de emociones contradictorias) casi desde el primer paso, cuando, con el agua lamiéndole los pies, había lanzado el puñado de pastillas al mar y luego había caminado por la zona cubierta de agua unos cien metros, lo bastante lejos para que el nuevo grupo de huellas al salir del agua que le rodeaba los tobillos pasara desapercibido a la policía o a cualquier persona que inspeccionara el lugar de su desaparición.

Solo en la cocina, las horas siguientes le parecían el recuerdo de una pesadilla, como esos detalles de un sueño que permanecen después de despertarse y confieren una sensación de inquietud al nuevo día. Se veía vistiéndose en el acantilado con la muda extra, poniéndose las zapatillas con prisa frenética para escapar de la playa sin ser visto. Había sujetado las muletas a la mochila, que se había cargado a los hombros. Era una carrera de unos diez kilómetros hasta el estacionamiento del Lobster Shanty, y sabía que tenía que estar ahí antes del amanecer, antes de que llegase alguien que tomara el expreso de las seis de la mañana a Boston.

El aire le quemaba los pulmones mientras cubría la distancia. El mundo seguía sumido en la oscura noche, y mientras sus pies tocaban la carretera, pensó que era como correr por una mina de carbón. Un único par de ojos que detectara su presencia habría acabado con la remota probabilidad de supervivencia a que se aferraba, y tuvo que correr con toda esa urgencia imprimida en cada zancada que daba en el asfalto oscuro.

Cuando llegó, el estacionamiento estaba vacío, y se deslizó hacia las sombras que proyectaba la esquina del restaurante. Allí soltó las muletas de la mochila y se las colocó. En unos instantes, oyó el sonido distante de unas sirenas. Le satisfizo un poco cuánto habían tardado en advertir que su casa se quemaba. Unos momentos después, algunos coches empezaron a dejar personas en el estacionamiento para esperar el autobús. Era un grupo heterogéneo, en su mayoría gente joven de vuelta a su trabajo en Boston y un par de empresarios de mediana edad que parecían molestos por tener que ir en autobús, a pesar de la comodidad que suponía. Ricky se había mantenido atrás pensando que era la única de esas personas que esa mañana fresca y húmeda de Cape Cod esperaba bañada en sudor debido al miedo y al esfuerzo. Cuando el autobús llegó dos minutos tarde, se había puesto en la cola. Dos jóvenes se apartaron para dejarle subir con las muletas. Una vez arriba, entregó al conductor el billete comprado el día antes. Se sentó en el fondo pensando que, incluso aunque Virgil, Merlin o cualquier secuaz que Rumplestiltskin designara para comprobar el suicidio tuviera la idea de preguntar al conductor del autobús o a cualquier pasajero de ese viaje a primera hora de la mañana, lo único que éstos recordarían sería a un hombre con el cabello oscuro y muletas, sin saber que había llegado corriendo a la parada.

Había tenido que esperar una hora hasta la salida del autobús a Durham. En ese rato, se había alejado dos manzanas de la terminal de autobuses de South Street hasta encontrar un contenedor de basuras frente a un edificio de oficinas. Había echado las muletas en él y regresado a la terminal.

Pensó que Durham tenía otra ventaja: nunca había estado en esa ciudad y no conocía a nadie que viviera allí. Lo que le gustaba eran las matrículas de New Hampshire, con el lema del estado: «Vive en libertad o muere». Pensó que era un sentimiento adecuado para él.

«¿He logrado escapar?», se preguntó. Creía que sí, pero no estaba seguro.

Se dirigió a la ventana y volvió a observar una penumbra que le resultaba desconocida. «Hay tanto que hacer», se dijo. Sin dejar de contemplar la noche que envolvía la habitación del motel, Ricky apenas distinguía su reflejo en el cristal. «El doctor Frederick Starks ya no existe —pensó—. Es otra persona».

Inspiró hondo y supo que su primera prioridad era crearse una nueva identidad. Una vez lo lograse, podría encontrar un hogar para el invierno que se acercaba. Necesitaría trabajar para complementar el dinero que le quedaba, así como consolidar su anonimato y reforzar su desaparición.

Echó un vistazo a la mesa. Había conservado el certificado de defunción de la madre de Rumplestiltskin, el informe policial del asesinato de su antigua pareja y la copia del archivo de sus meses en la clínica del Columbia Presbyterian, donde la mujer había acudido a pedirle una ayuda que él no había sabido darle. Pensó que había pagado un precio muy caro por un solo acto de negligencia.

El pago estaba hecho y no había vuelta atrás.

«Pero ahora yo también tengo una deuda que cobrar —pensó con frialdad—. Le encontraré —se prometió—. Y le haré lo que él me hizo a mí».

Apagó la luz para sumir la habitación en la penumbra. De vez en cuando, el barrido de unos faros recorría las paredes. Se echó en la cama, que crujió bajo su peso.

«Tiempo atrás estudié mucho para salvar vidas —se recordó—. Ahora debo aprender a acabar con una».

Ricky se sorprendió de la organización que era capaz de imponer a sus pensamientos y sentimientos. El psicoanálisis, la profesión que acababa de abandonar, es quizá la disciplina médica más creativa, precisamente debido a la naturaleza cambiante de la personalidad humana. Si bien hay enfermedades reconocibles y tratamientos establecidos en el ámbito de la terapia, en último extremo todos se individualizan porque no hay dos tristezas exactamente iguales. Ricky había pasado años aprendiendo y perfeccionando la flexibilidad del terapeuta, ya que cualquier paciente concreto podía acudir a su consulta cualquier día con algo idéntico o algo distinto por completo, y tenía que estar preparado a todas horas para los increíbles cambios de los estados de ánimo. Ahora debía valerse de las capacidades que había desarrollado durante los años pasados junto al diván y aplicarlas al único objetivo que le permitiría recuperar su vida.

No iba a permitirse soñar con volver a ser quien era. No se haría ilusiones de recuperar su hogar en Nueva York y reanudar la rutina de su vida. Ése no era el objetivo. El objetivo era conseguir que el hombre que le había arruinado la vida pagara por su diversión.

Cuando la deuda estuviera pagada, tendría libertad para convertirse en lo que quisiera. Hasta que el fantasma de Rumplestiltskin no desapareciera de su vida, no tendría un momento de paz ni un segundo de libertad.

De eso no tenía la menor duda.

Tampoco estaba seguro aún de que Rumplestiltskin creyera que se había suicidado. Era posible que sólo hubiese ganado algo de tiempo para él o para el familiar inocente que hubiese sido elegido. Era una situación de lo más inquietante. Rumplestiltskin era un asesino. Y Ricky tenía que lograr jugar mejor que él a su propio juego.

Lo primero sería convertirse en alguien nuevo y totalmente distinto al hombre que había sido.

Tenía que inventar ese nuevo personaje evitando cualquier indicio que revelara que el doctor Frederick Starks seguía existiendo. Su pasado le había sido arrebatado. No sabía dónde Rumplestiltskin podía haber puesto una trampa, pero estaba seguro de que había una esperando el menor indicio de que su cuerpo no estaba flotando en las aguas de Cape Cod.

Sabía que necesitaba un nuevo nombre, una historia inventada, una vida verosímil.

Se percató de que, en ese país, la gente era ante todo números. Un número de la Seguridad Social. Números de cuentas bancarias y tarjetas de crédito. Un número de identificación fiscal. Un número de carné de conducir. Números de teléfonos y direcciones. Así pues, lo más importante era crear esos números. Y después tendría que encontrar un empleo, una casa, crear un mundo a su alrededor que resultara verosímil a la vez que anónimo. Tenía que convertirse en un hombre insignificante, para así empezar a obtener la información que necesitaba para localizar y ejecutar al hombre que le había obligado a suicidarse.

Crear la historia y la personalidad de su nuevo yo no le preocupaba. Al fin y al cabo era un experto en la relación entre los hechos y las impresiones que dejan en el yo. Más preocupante era cómo obtener los números que harían verosímil al nuevo Ricky. Su primera salida con tal fin fue un fracaso. Fue a la biblioteca de la Universidad de New Hampshire y resultó que necesitaba una tarjeta de identificación de la institución para que el guardia de seguridad le dejara pasar. Observó con nostalgia a los estudiantes que deambulaban por los estantes llenos de libros. Sin embargo, había una segunda biblioteca, mucho más pequeña, situada en la calle Jones. Pertenecía a las bibliotecas del condado y, si bien carecía del espacio y la tranquilidad de la universidad, tenía lo que Ricky creía necesitar, es decir libros e información. También tenía una ventaja secundaria: la entrada era libre. Cualquiera podía ir, leer un periódico, una revista o un libro en una de las cómodas sillas dispersas por el edificio de dos plantas. Pero para sacar un libro se necesitaba un carné. Aquella biblioteca disponía también de cuatro ordenadores para los usuarios. Vio una lista impresa de normas para el funcionamiento de los mismos, que empezaba por la de que su uso se asignaría por riguroso orden de llegada, seguida de las instrucciones de manejo.

Ricky echó un vistazo a los ordenadores y pensó que quizá le serían útiles. Sin saber muy bien por dónde empezar, con una especie de actitud antigua hacia los aparatos modernos, Ricky, el antiguo hombre de diálogo, recorrió los estantes de libros en busca de una sección de informática. No tardó más de unos minutos en encontrarla. Ladeó un poco la cabeza para leer el título de los lomos hasta que dio con Informática para principiantes – Una guía para profanos y miedicas.

Se sentó en una silla y empezó a leer. La prosa le pareció irritante y empalagosa, dirigida a verdaderos idiotas. Pero contenía mucha información, y si Ricky hubiese sido un poco más perspicaz, se habría dado cuenta de que ese léxico infantil estaba pensado para personas como él, porque cualquier niño de once años podría entenderlo.

Tras una hora de lectura, se acercó a los ordenadores. Era media mañana, a mitad de semana a finales de verano, y la biblioteca estaba casi vacía. Tenía la zona para él solo. Hizo clic en una de las máquinas y se dispuso a ello. En la pared, como había visto, había instrucciones y pasó a la parte en que explicaban cómo acceder a Internet. Siguió las instrucciones y la pantalla del ordenador cobró vida ante él. Siguió haciendo clics y tecleando instrucciones y en unos momentos se había sumido por completo en el mundo de la informática. Abrió un buscador, como había visto en las instrucciones, e introdujo la expresión: Falsa identidad.

Menos de diez segundos después, el ordenador le decía que había más de cien mil entradas en esa categoría. Empezó a leer desde el principio.

Al final de la mañana había averiguado que el negocio de crear identidades nuevas era próspero. Había docenas de empresas esparcidas por todo el mundo que le proporcionarían cualquier clase de documentación falsa, toda ella vendida con una declinación de responsabilidad que rezaba «A efectos de ocio solamente». Pensó que había algo delictivo en una empresa francesa que vendía carnés de conducir de California. Pero, aunque obvio, no era claramente ilegal.

Preparó listas de lugares y documentos, y reunió así una cartera ficticia. Sabía lo que necesitaba, pero obtenerlo era algo difícil, ya que la gente que buscaba una identidad falsa ya era alguien.

Él no.

Tenía un bolsillo lleno de efectivo y lugares donde podría gastarlo. El problema era que todos ellos pertenecían al mundo de la informática. El efectivo que tenía era inútil. Pedían números de tarjetas de crédito. Él no tenía ninguna. Pedían direcciones electrónicas. Él no tenía ninguna. Pedían una dirección real donde entregar el material. Él no tenía ninguna.

Afinó la búsqueda y empezó a leer sobre robos de identidades.

Descubrió que era una floreciente actividad delictiva en Estados Unidos. Leyó uno tras otro relatos terribles sobre personas que un día se despertaban y su vida era un caos porque alguien había incurrido en cuantiosas deudas a su nombre.

No le costó nada recordar cómo habían intervenido sus cuentas bancarias y de valores, y sospechó que Rumplestiltskin lo había conseguido fácilmente tras haber obtenido algunos números de Ricky. Eso explicaba por qué la caja que contenía sus antiguas declaraciones de la renta había desaparecido. No era demasiado complicado ser otra persona en el mundo de la informática. Se prometió que quienquiera que llegara a ser no volvería a tirar a la basura una solicitud preaprobada de tarjeta de crédito que hubiera recibido por correo sin haberla pedido.

Se levantó del ordenador y salió de la biblioteca. El sol brillaba con fuerza y el aire seguía lleno del calor del verano. Caminó casi sin rumbo hasta encontrarse en un barrio de sencillas casas de dos pisos con estructura de madera y jardines pequeños donde a menudo había desparramados juguetes de plástico de colores vivos. Oyó voces infantiles que procedían de un jardín trasero, fuera de la vista. Un perro de raza indefinida lo miró desde donde estaba echado, sujeto con una correa a un grueso roble. El perro movió la cola con vivacidad, como si invitara a Ricky a acercarse y acariciarle las orejas. Ricky echó un vistazo alrededor, a las calles arboladas, donde las tupidas ramas creaban zonas de sombra en la acera. Una ligera brisa recorría las copas verdes y hacía que las vetas y las manchas de penumbra de la calle cambiaran de forma y posición antes de volver a detenerse. Avanzó calle abajo y en la ventana delantera de una casa vio un cartelito escrito a mano:

SE ALQUILA HABITACIÓN. INFORMACIÓN AQUÍ

Ricky se dijo que era lo que necesitaba, pero se detuvo. «No tengo nombre. Ni pasado. Ni referencias», pensó.

Anotó mentalmente la dirección de la casa y siguió adelante mientras pensaba: «Tengo que ser alguien. Alguien que no pueda rastrearse. Alguien solo pero real».

Una persona muerta podía volver a la vida. Pero eso suscitaba un interrogante, un pequeño desgarro en la tela, que alguien podía descubrir. Una persona inventada podía surgir de repente de la imaginación, pero eso también suscitaba interrogantes.

El problema de Ricky era distinto al de los delincuentes, al de los hombres que querían huir del pago de una pensión alimenticia, al de los antiguos miembros de una secta que temían que los siguieran, al de las mujeres que se escondían de maridos violentos.

Tenía que convertirse en alguien que estuviera muerto y vivo a la vez.

Pensó en esta contradicción y sonrió. Levantó la cabeza hacia el sol abrasador.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer.

No tardó demasiado en encontrar una tienda de ropa del Ejército de Salvación. Se encontraba en un pequeño centro comercial, por donde pasaba la principal línea de autobús. Era un lugar con edificios cuadrados, de pintura descolorida y desconchada, no exactamente decrépito y no precisamente venido a menos, sino un lugar que reflejaba el desgaste del abandono en las papeleras sin vaciar y en las grietas del estacionamiento asfaltado. La tienda del Ejército de Salvación estaba pintada de un blanco monótono y reflectante, de modo que brillaba al sol de la tarde. El interior era parecido a un pequeño almacén, con electrodomésticos como tostadoras y planchas para hacer gofres en un lado, e hileras de ropa donada en percheros que ocupaban el centro de la tienda. Algunos jóvenes repasaban los percheros en busca de pantalones anchos de faena y otros artículos anodinos, y Ricky se deslizó tras ellos para inspeccionar el mismo montón de ropa. A primera vista le pareció que nadie donaba al Ejército de Salvación nada que no fuera marrón o negro, lo que se ajustaba a su idea.

Encontró enseguida lo que buscaba: un abrigo largo y desgarrado de lana que le llegaba a los tobillos, un jersey gastado y unos pantalones dos tallas más grandes que la suya. Todo era barato, pero eligió lo más barato, casi lo más estropeado e inadecuado para el final todavía cálido del verano de Nueva Inglaterra.

El cajero era un voluntario mayor, con gafas gruesas y una camiseta incongruentemente roja que destacaba en el ámbito sombrío de la ropa donada. El hombre se acercó el abrigo a la nariz y lo olisqueó.

—¿Está seguro de que quiere éste?

—Sí —contestó Ricky.

—Huele como si hubiese estado en algún sitio desagradable —dijo el hombre—. A veces tenemos material que logra llegar a los percheros pero no debería hacerlo. Hay cosas más bonitas si busca un poco más. Éste apesta y se le tendría que haber remendado ese desgarrón antes de ponerlo a la venta.

—Es justo lo que necesito —dijo Ricky.

El hombre se encogió de hombros, se ajustó las gafas y miró la etiqueta.

—Bueno, no pienso cobrarle los diez dólares que piden por él. ¿Qué le parece tres? Me parece más justo. ¿Qué dice?

—Muy generoso por su parte —dijo Ricky.

—¿Para qué quiere esta basura? —Quiso saber el hombre, con una curiosidad nada malsana.

—Es para una producción teatral —mintió Ricky.

—Espero que no sea para la estrella del espectáculo —asintió el dependiente—. Porque si huele este abrigo, exigirá que contraten a otro encargado de vestuario.

El hombre soltó una carcajada ruidosa con la broma, y sus sonidos entrecortados sonaron más fatigosos que divertidos. Ricky se le unió con una risa falsa.

—Bueno, el director me dijo que consiguiera algo raído, así que supongo que la culpa será suya —afirmó—. Yo sólo soy el recadero. Teatro local, ¿sabe? El presupuesto es reducido.

—¿Quiere una bolsa?

Ricky asintió, pagó y salió de la tienda con su compra bajo el brazo. Vio que un autobús llegaba a la parada del centro comercial y corrió para tomarlo. El esfuerzo le hizo sudar y, una vez se sentó en el asiento trasero, sacó el jersey viejo y se secó la frente y las axilas con él.

Antes de llegar a la habitación del motel esa noche, Ricky llevó todas sus compras a un parque, donde se dedicó a ensuciarlas con algo de tierra junto a unos árboles.

Por la mañana, metió la ropa vieja que había comprado en una bolsa de papel marrón. Todo lo demás (los pocos documentos que tenía sobre Rumplestiltskin, los periódicos y las otras prendas que había comprado) fue a parar a la mochila. Pagó la cuenta en la recepción del motel y dijo al hombre que seguramente regresaría en unos días, información que no hizo que éste alzara los ojos de la sección de deportes del periódico que lo mantenía absorto.

Había un autobús de Trailways que salía para Boston a media mañana y con el que Ricky ya estaba algo familiarizado. Como siempre, se sentó en la parte posterior y evitó el contacto visual con el pequeño grupo de pasajeros para mantener la soledad y el anonimato en cada paso. Se aseguró de ser el último en bajar en Boston. Al inhalar la mezcla de gases de escape y de calor que parecía estar suspendida en la calle, tosió. Pero el interior de la terminal de autobuses tenía aire acondicionado, aunque incluso ese ambiente parecía sucio. Había filas de asientos de plástico de color naranja y amarillo sujetos al suelo de linóleo, muchos de los cuales exhibían señales y marcas dejadas por personas aburridas que habían tenido que esperar horas a que llegara o saliera su autobús. Se notaba un fuerte olor a fritura, y a un lado de la terminal había una hamburguesería junto a una tienda de Donuts. Un quiosco ofrecía los periódicos del día y revistas además de la pseudopornografía más corriente. Ricky se preguntó cuántas personas comprarían en aquella terminal un ejemplar de U. S. News & World Report y la revista pornográfica Hustler a la vez.

Se sentó lo más cerca posible frente a los aseos de hombres y esperó. En unos veinte minutos, se convenció de que los aseos estaban vacíos, en especial después de que un policía con su camisa azul manchada de sudor hubiera entrado y salido poco después quejándose en voz alta a su compañero, de lo más divertido, sobre el desagradable efecto de un perrito caliente ingerido hacía poco. Ricky entró deprisa en cuanto los dos policías se alejaron con un repiqueteo de tacones en el sucio suelo de la terminal.

Con movimientos rápidos, se encerró en un retrete y se quitó la ropa normal que llevaba para cambiarla por las prendas compradas al Ejército de Salvación. Arrugó la nariz ante la dura combinación de sudor y almizcle que le llegó al ponerse el abrigo. Metió la ropa en la mochila, junto con todo lo demás, incluido el dinero en efectivo, salvo cien dólares en billetes de veinte, que hundió dentro de un desgarro del abrigo, de modo que si bien no estaban del todo seguros, por lo menos estaban resguardados. Tenía un poco de calderilla, que se metió en el bolsillo de los pantalones. Al salir del retrete se miró en el espejo del lavabo. No se había afeitado en un par de días y eso ayudaba.

Un grupo de taquillas de metal azul cubría una pared de la terminal. Metió la mochila en una, aunque conservó la bolsa de papel que había usado para llevar las prendas viejas. Echó dos monedas de veinticinco y giró la llave. Cerrar los pocos objetos que tenía le hizo vacilar. Pensó un instante que ahora estaba más aislado que nunca. Ahora, salvo la llavecita de la consigna número 569 que llevaba en la mano, no había nada que lo vinculara a nada. No tenía identidad y ninguna relación con nadie.

Inspiró hondo y se metió la llave en el bolsillo.

Se marchó deprisa de la terminal y sólo se detuvo una vez, cuando creyó que nadie le observaba, para coger algo de tierra del suelo y restregársela por el cabello y la cara.

Para cuando había recorrido dos manzanas, las axilas y la frente habían empezado a sudarle, y se los secó con la manga del abrigo.

Antes de haber llegado a la tercera manzana, pensó: «Ahora parezco lo que soy. Un sin techo».