Pasó el último día de su vida efectuando preparaciones febriles.
En la tienda de suministros del puerto deportivo compró dos depósitos de veinte litros para combustible de motores fueraborda, del tipo pintado en rojo que va al fondo de un esquife, conectado con el motor. Eligió el par más barato, después de pedir ayuda a un adolescente que trabajaba en la tienda. El muchacho intentó convencerlo de que se llevara unos depósitos un poco más caros que iban provistos de indicador del combustible y de válvula de seguridad, pero Ricky los rechazó con fingido desdén. El chico le preguntó para qué necesitaba dos y Ricky le indicó que uno solo no le bastaba para lo que tenía en mente. Simuló cólera e insistencia, y fue todo lo prepotente y desagradable que pudo hasta el momento en que pagó en efectivo.
Entonces aparentó recordar algo y pidió con brusquedad al adolescente que le mostrara pistolas de bengalas. El muchacho le enseñó media docena y Ricky eligió también la más barata, aunque el dependiente le advirtió que era de muy poco alcance, y tal vez no más de quince metros de altura. Sugirió otros modelos, un poco más caros, de mayor potencia y que proporcionaban más seguridad. Pero Ricky siguió desdeñoso y comentó que sólo esperaba usar la bengala una vez. Luego pagó en efectivo, tras quejarse del precio total.
Ricky imaginó que el adolescente estaría encantado de verlo marchar.
Su siguiente parada fue en una farmacia, donde pidió ver al farmacéutico encargado. El hombre, con una chaqueta blanca y un aire algo oficioso, salió de la trastienda. Ricky se presentó.
—Necesito que me suministre una receta —dijo, y le dio su número de colegiado—. Elavil. Una dosis de pastillas de treinta miligramos para treinta días. Nueve mil miligramos en total.
El hombre sacudió la cabeza, sorprendido.
—No he suministrado una cantidad así en mucho tiempo, doctor. Y en el mercado hay algunos fármacos nuevos que son mucho más efectivos, con menos efectos secundarios y no tan peligrosos como el Elavil. Es casi una antigualla. Hoy en día apenas se usa. Verá, tengo algo almacenado que todavía no ha caducado, pero ¿está seguro de que lo quiere?
—Por completo —contestó Ricky.
El farmacéutico se encogió de hombros, sugiriendo que había hecho todo lo posible por convencerlo de que se llevara un antidepresivo más eficaz.
—¿Qué nombre debo poner en la etiqueta? —preguntó.
—El mío —indicó Ricky.
Al salir, Ricky se dirigió a una pequeña papelería. Sin prestar atención a las hileras de tarjetas de felicitación para desear una pronta recuperación, dar el pésame, felicitar por el nacimiento de un bebé, por un cumpleaños o por un aniversario que abarrotaban los pasillos, tomó un bloc barato de papel de carta pautado, doce sobres gruesos y dos bolígrafos. En el mostrador, donde pagó, también consiguió sellos para los sobres. Necesitaba once. La joven cajera ni siquiera le miró a los ojos mientras marcaba los precios.
Lanzó todo al asiento trasero del viejo Honda y condujo deprisa por la carretera 6 hacia Provincetown. Esta población, al final del cabo, tenía una relación curiosa con los demás centros vacacionales cercanos. Recibía visitantes mucho más jóvenes y modernos, a menudo gays o lesbianas, que parecían el polo opuesto de los médicos, abogados, escritores y académicos que atraían Wellfleet y Truro. Estas dos poblaciones eran para relajarse, tomar cócteles y hablar de libros y de política, y de quién se divorciaba y quién tenía alguna aventura amorosa y, por lo tanto, estaban rodeadas de una especie de pesadez y monotonía casi constantes. En verano, Provincetown poseía ritmo musical y energía sexual. No se trataba de relajarse y recuperar biorritmos, sino de divertirse y relacionarse. Era un lugar donde las exigencias de la juventud y la energía eran primordiales. Había pocas oportunidades de que allí lo viera algún conocido. Por consiguiente, era el lugar ideal para su siguiente compra.
En una tienda de deportes se proveyó de una mochila negra como las que usan los estudiantes para llevar los libros. También de la billetera más barata y de un par de zapatillas de deporte normales. Al hacer estas compras, habló lo menos posible con el dependiente y evitó el contacto visual aunque no actuó de modo furtivo, lo que podría haber atraído su atención, sino que tomó las decisiones con presteza para que su presencia en la tienda pasara inadvertida.
Luego se dirigió a otra farmacia, donde compró tinte negro para el pelo, unas gafas de sol baratas y unas muletas ajustables de aluminio, no del tipo que llega hasta la axila y que prefieren los atletas lesionados, sino de la clase que utilizan las personas incapacitadas por alguna que otra enfermedad, con un asidero y un soporte semicircular para la mano y el antebrazo.
Hizo otra parada en Provincetown, en la terminal de autobuses Bonanza, una pequeña oficina junto a la carretera con un solo mostrador, tres sillas para esperar y un estacionamiento asfaltado con capacidad para varios autobuses. Esperó fuera con las gafas de sol puestas hasta que llegó un autobús del que bajó un grupo de visitantes de fin de semana y entró a efectuar su compra con rapidez.
En el Honda, de regreso a casa, pensó que apenas le quedaba tiempo suficiente ese día. La luz del sol daba en el parabrisas y el calor circulaba por las ventanillas abiertas. Era ese momento de la tarde veraniega en que las personas se reúnen en la orilla del mar, llaman a los niños para que salgan del agua, recogen las toallas, las neveras portátiles, los cubos y las palas de plástico y emprenden el camino algo incómodo hacia sus vehículos: un momento de transición antes de sumergirse en la rutina nocturna de la cena y una película, una fiesta o un rato tranquilo leyendo una vieja novela en rústica. Era el momento en que Ricky, los años anteriores, habría disfrutado de una ducha caliente y luego habría charlado con su mujer sobre cosas corrientes de su vida: alguna fase especialmente difícil de un paciente en su caso, un cliente que no podía salir de un aprieto en el de ella. Pequeños momentos que llenaban días, sencillos pero fascinantes, en el esquema de su apacible vida conyugal. Recordó esos momentos y se preguntó por qué no había pensado en ellos desde que ella había muerto. Recordar no lo puso triste, como sucede a veces al pensar en el cónyuge desaparecido, sino que lo reconfortó. Sonrió porque, por primera vez en meses, pudo recordar el sonido de su voz. Se preguntó si ella había pensado en las mismas cosas, no en los momentos grandes y extraordinarios de la vida sino en los pequeños momentos que rayan en lo corriente, cuando se preparaba para la muerte. Sacudió la cabeza. Supuso que lo habría intentado pero que el dolor del cáncer era demasiado intenso y, cuando la morfina lo enmascaraba, esos recuerdos quedaban bloqueados. Ricky lamentó haberse dado cuenta de ello.
«Mi muerte parece distinta», se dijo.
¡Muy distinta!
Entró en una gasolinera Texaco y se detuvo frente a los surtidores. Bajó del Honda y sacó el par de bidones del maletero para proceder a llenarlos de gasolina normal. Un empleado joven vio lo que hacía Ricky en la zona de autoservicio y le gritó:
—Oiga, si son para un fuera borda tiene que dejar espacio para el aceite. Algunos van con una mezcla de cincuenta a uno, otros de cien a uno.
—No son para un fueraborda, gracias. —Ricky meneó la cabeza.
—Son depósitos de fueraborda —insistió el muchacho.
—Sí. Pero yo no tengo un fueraborda.
El chico se encogió de hombros. Debía de trabajar ahí todo el año. Ricky supuso que sería un alumno local de secundaria que no imaginaba que los depósitos pudieran usarse para otra cosa distinta que para la que estaban concebidos, y que le había incluido en la categoría que los habitantes de Cape Cod reservaban a los veraneantes, consistente en un ligero desprecio y en el convencimiento de que nadie de Nueva York o Boston tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en ningún instante. Ricky pagó, puso los depósitos llenos en el maletero, algo que incluso él comprendió que era muy peligroso, y se marchó a su casa.
Dejó los depósitos de gasolina en el salón y fue a la cocina. Se sintió repentinamente agotado, como si hubiese gastado mucha energía, y se bebió con avidez una botella de agua que había en el frigorífico. Su corazón parecía aumentar su ritmo a medida que las horas de su último día menguaban. Se obligó a conservar la calma.
Extendió los sobres y el bloc de papel en la mesa de la cocina, se sentó y escribió la siguiente nota:
Al Departamento de Protección de la Naturaleza:
Les ruego acepten el donativo adjunto. No busquen más porque no tengo nada más que dar y, después de esta noche, no estaré aquí para darlo.
Atentamente,
Doctor Frederick Starks
Tomó un billete de cien dólares del fajo y lo metió junto con la carta en uno de los sobres con estampilla.
Después redactó notas parecidas e incluyó una cantidad similar en los demás sobres, salvo uno. Hizo donativos a la Sociedad Americana contra el Cáncer, al Sierra Club, a la Asociación de Conservación Costera, a la organización benéfica CARE y al Comité Nacional Demócrata. En cada caso, se limitó a escribir el nombre de la institución en el sobre.
Cuando terminó, miró el reloj y vio que se aproximaba la hora límite del Times para aceptar anuncios. Fue al teléfono y por cuarta vez llamó a la sección de clasificados.
Esta vez, sin embargo, el mensaje para el anuncio que dictó al empleado era distinto. Nada de rima, poemas o preguntas. Sólo la sencilla frase:
Señor R: Usted gana. Lea el Cape Cod Times.
Ricky volvió a sentarse en la cocina y tomó el bloc. Mordisqueó la punta del bolígrafo y luego se puso a redactar una última carta. Escribió con rapidez:
A quien pueda interesar:
He hecho esto porque estoy solo y no soporto el vacío de mi vida. Me resultaría imposible causar más daño a ninguna otra persona.
He sido acusado de cosas de las que soy inocente. Pero soy culpable de cometer errores con personas a las que amaba, y eso me ha llevado a dar este paso. Agradecería que alguien enviara por correo los donativos que he dejado. Todos los bienes y fondos restantes de mi patrimonio deberían ser vendidos y lo recaudado entregado a las mismas organizaciones benéficas. Lo que quede de mi casa aquí, en Wellfleet, debería convertirse en zona protegida.
A mis amigos, si los hay, espero que me perdonéis. A mis familiares, espero que lo entendáis.
Y al señor R, que me ayudó a llegar a esta situación, espero que encuentre muy pronto su propio camino hacia el infierno, porque ahí le estaré esperando.
Firmó esta carta con una rúbrica, la metió en el último sobre y la dirigió al Departamento de Policía de Wellfleet.
Con el tinte y la mochila en la mano, se dirigió hacia el baño del piso superior. Minutos después, tenía un cabello casi negro azabache. Se echó un vistazo en el espejo, le pareció que ofrecía un aspecto algo tonto y se secó con una toalla. Eligió ropas viejas y raídas de verano que guardaba en la cómoda y las metió, junto con una cazadora gastada, en la mochila. Tomó una muda más, doblada con cuidado, y la puso encima. Después volvió a ponerse la ropa que había llevado ese día. En un bolsillo exterior de la mochila metió la fotografía de su difunta esposa. En otro bolsillo metió el último mensaje de Rumplestiltskin y los pocos documentos que revelaban la causa de lo ocurrido. Los documentos sobre la muerte de la madre de Rumplestiltskin.
Llevó la mochila y la muda de ropa, las muletas de aluminio y el montón de cartas al coche y los dejó en el asiento del pasajero junto a las gafas de sol y las zapatillas de deporte. Volvió dentro y se sentó tranquilamente en la cocina a esperar que pasaran las horas que quedaban de la noche. Estaba inquieto y un poco intrigado, y de vez en cuando le asaltaba el miedo. Intentó no pensar en nada y tarareó para sí mismo para dejar la mente en blanco. Sin resultado, por supuesto.
Sabía que no podía causar la muerte de otra persona, ni siquiera de alguien a quien no conocía y con quien sólo estaba relacionado a través de lazos de sangre y matrimonio. En eso Rumplestiltskin había tenido razón desde el primer día. Nada en su vida, en su pasado, en todos los pequeños momentos que lo habían convertido en quien era, en quien se había transformado, en quien podría aún llegar a ser, valía algo frente a esta amenaza. Sacudió la cabeza al pensar que R le conocía mejor que él mismo. Lo había calado desde el principio.
Ignoraba a quién podría estar salvando, pero sabía que se trataba de alguien.
«Piensa en eso», se dijo.
Poco después de medianoche, se levantó y se permitió un último recorrido por la casa para recordar cuánto amaba cada rincón, y cada crujido de las tablas del suelo.
Le tembló un poco la mano cuando llevó un depósito de gasolina al primer piso, donde lo vertió abundantemente por el suelo. Roció la ropa de cama.
Utilizó el otro de la misma forma en la planta baja.
En la cocina, abrió todas las llaves de la vieja cocina de gas, de modo que la habitación se llenó al instante del olor característico a huevos podridos mientras la cocina siseaba. Se mezcló con el hedor a gasolina que ya le había impregnado la ropa.
Tomó la pistola de bengalas y se dirigió al viejo Honda. Lo puso en marcha y lo alejó de la casa, orientado hacia la carretera con el motor en marcha.
Después se situó frente a las ventanas del salón. El olor a gasolina que rezumaba la casa se mezclaba con el que tenía en las manos y la ropa. Pensó en lo incongruentes que resultaban esos olores fuertes, en contraste con el calor del verano, la madreselva y las flores silvestres más un ligerísimo toque salobre del mar que impregnaban la brisa que se deslizaba inocentemente entre los árboles. Inspiró hondo una sola vez, procuró no pensar en lo que estaba haciendo, apuntó con la pistola, la amartilló y disparó a la ventana central. La bengala formó un arco en medio de la noche y dejó una estela de luz blanca en la oscuridad entre su posición y la casa para atravesar la ventana con un tintineo de cristales rotos. Esperaba una explosión, pero en su lugar oyó un ruido sordo y apagado, seguido de un brillante chisporroteo. En unos segundos vio las primeras llamas danzando por el suelo y propagándose por el salón.
Corrió hacia el Honda. Para cuando había subido al coche, toda la planta baja estaba en llamas. Mientras bajaba por el sendero de entrada, oyó la explosión cuando el fuego alcanzó el gas de la cocina.
Decidió no mirar atrás y aceleró hacia la noche cada vez más oscura.
Condujo con cuidado y sin pausa hasta un lugar que conocía desde hacía años, Hawthorne Beach. Estaba a unos cuantos kilómetros por un angosto y solitario camino asfaltado, alejado de toda urbanización, aparte de un par de casas viejas parecidas a la suya. Al pasar frente a cualquier casa que pudiera estar habitada, apagaba las luces. En la zona de Wellfleet había varias playas que habrían servido para su propósito, pero ésta era la más aislada y en la que tenía menos probabilidades de encontrar algún grupo de adolescentes de juerga. Había un pequeño estacionamiento a la entrada de la playa, donde solía operar el Trustees of Reservations, la asociación ecológica de Massachussets dedicada a proteger los lugares naturales del estado. El aparcamiento tenía capacidad para unos veinte coches y a las nueve y media de la mañana solía estar lleno porque la playa era espectacular: una amplia extensión de arena a los pies de un acantilado de unos quince metros recubierto de matas de Zostera verde, con algunas de las olas más fuertes del cabo. La combinación gustaba tanto a las familias que disfrutaban del paisaje como a los surfistas que gozaban con las olas y la fuerza de la marea, de modo que su deporte incluía siempre algo de riesgo. Al final del estacionamiento había un cartel de advertencia:
CORRIENTES FUERTES Y RESACA PELIGROSA
NO NADAR SIN LA PRESENCIA DEL SALVAVIDAS
ATENCIÓN A LAS CORRIENTES AMENAZADORAS
Ricky aparcó junto al cartel. Dejó las llaves puestas. Colocó los sobres con los donativos en el salpicadero y dejó el sobre con la carta dirigida a la policía de Wellfleet en el asiento del conductor.
Tomó las muletas, la mochila, las zapatillas de deporte y la muda, y se alejó del coche. Puso esas cosas en lo alto del acantilado, a unos metros de la valla de madera que señalaba el angosto sendero que bajaba a la playa, después de sacar la fotografía de su mujer del bolsillo exterior de la mochila y ponérsela en el bolsillo de los pantalones. Oía el batir de las olas y notó una leve brisa del sureste. Eso le alegró, porque le indicaba que el oleaje había aumentado en las horas posteriores al atardecer y golpeaba la costa como un luchador frustrado.
Había luna llena y su resplandor se extendía por la playa. Eso facilitó su recorrido lleno de resbalones y tropezones desde el acantilado hasta la orilla.
Como había previsto, el oleaje rugía como un hombre enloquecido y rompía lanzando una lluvia de espuma blanca a la arena.
Un ligero frío, llegado con un soplo de viento, le golpeó el pecho y le hizo vacilar e inspirar hondo.
Después se desnudó; dobló la ropa y la dejó en un montón ordenado, que situó con cuidado en la arena lejos de la marca que la marea alta de la tarde había dejado, donde lo vería la primera persona que se asomara en lo alto del acantilado por la mañana. Tomó el frasco de pastillas, se lo vació en la mano y dejó el recipiente de plástico con la ropa.
«Nueve mil miligramos de Elavil —pensó—. Tomados de golpe, dejarían a una persona inconsciente en cuatro o cinco minutos».
Lo último que hizo fue colocar la fotografía de su mujer en lo alto del montón, sujeto por la punta de un zapato.
«Hiciste mucho por mí cuando estabas viva —pensó—. Hazme este último favor».
Levantó la cabeza y observó el inmenso océano negro frente a él.
Las estrellas salpicaban el cielo, como si estuviesen encargadas de señalar la línea de demarcación entre el oleaje y el firmamento.
«Una noche bastante bonita para morir», se dijo.
Y entonces, desnudo como el amanecer que estaba sólo a unas horas, caminó despacio hacia el agua embravecida.