11

Ricky tuvo una respuesta en el Times de la mañana siguiente, pero no del modo que esperaba. Le dejaron el periódico a la puerta de su casa como cada día salvo los domingos, cuando solía caminar hasta el quiosco del barrio para comprar el grueso periódico antes de dirigirse a la cafetería cercana, como Rumplestiltskin había mencionado en su carta. La noche anterior había tenido más problemas para dormir, así que cuando oyó que el repartidor dejaba caer el periódico a la puerta, estaba pendiente y, en unos segundos, lo había recogido y abierto en la mesa de la cocina. Sus ojos se dirigieron a los pequeños anuncios de la parte inferior de la portada, pero sólo vio una felicitación de cumpleaños, el gancho de un servicio informático de citas y un anuncio de una sola columna: oportunidades especializadas, véase página B-16.

Ricky lanzó el periódico al otro lado de la pequeña cocina, frustrado. Al chocar contra la pared, hizo el ruido de un pájaro que intentara volar con un ala rota. Enfurecido, se sintió presa de un arrebato de cólera. Había esperado un poema o alguna respuesta enigmática y burlona en la parte inferior de la primera plana, del mismo modo que él había formulado la pregunta. «Ningún poema, ninguna respuesta», gruñó para sí.

—¿Cómo esperas que lo consiga antes de tu maldita fecha límite si no contestas de modo oportuno? —increpó a alguien que no estaba físicamente presente pero que ocupaba todos sus pensamientos.

Notó que le temblaban las manos y se preparó un café. La infusión no sirvió demasiado para tranquilizarlo. Intentó relajarse con unos ejercicios de respiración profunda, pero sólo le redujeron el ritmo cardíaco. La rabia le invadía el cuerpo como si fuera capaz de alcanzar hasta el último órgano y oprimirlo. Tenía la cabeza a punto de estallar y se sentía atrapado dentro del apartamento que antes consideraba su hogar. El sudor le resbalaba por las axilas, la frente le ardía y tenía la garganta seca y rasposa.

Debió de estar sentado a la mesa, inmóvil por fuera y revuelto por dentro, durante horas, casi en trance, incapaz de imaginar su próximo paso. Sabía que tenía que hacer planes, tomar decisiones y actuar en determinadas direcciones, pero no obtener una respuesta cuando la esperaba lo había paralizado. Le pareció que apenas podía moverse, como si de repente todas sus articulaciones se hubiesen paralizado y no estuvieran dispuestas a obedecer órdenes.

No tenía idea de cuánto rato había permanecido sentado así antes de fijar la mirada en el Times que seguía donde lo había tirado. Ni tampoco cuánto tiempo había contemplado el revoltijo de páginas antes de fijarse en una raya roja que asomaba bajo el montón. Y entonces, tras captar esta anomalía (después de todo, en el pasado no se llamaba al Times la «Dama Gris» por nada), de relacionarla con él. Observó la raya y, por fin, se dijo: «El Times no utiliza tinta roja. Suele ser de un sobrio blanco y negro dispuesto en un formato de siete columnas y dos secciones con una regularidad absoluta. Incluso las fotografías en color del presidente o las modelos que exhiben la última moda de París parecen adoptar automáticamente el tinte monótono, y apagado del periódico».

Se levantó de la silla y se agachó sobre el revoltijo del periódico.

Alargó la mano hacia la salpicadura de color y tiró de ella.

Era la página B-16. Las necrológicas.

Pero, escrito en una tinta roja fluorescente sobre las imágenes, artículos y esquelas, leyó lo siguiente:

Siguiendo la pista estás

al volver la vista atrás.

Veinte años sitúa cuándo,

y a mi madre estás buscando.

Saber su nombre es otro cantar,

así que una pista te voy a dar.

Te diré que, cuando la atendiste,

como señorita la conociste.

Y los días que se sucedieron,

sus labios jamás sonrieron.

Dejaste tus promesas sin cumplir.

Y la venganza de su hijo vas a sufrir.

El padre lejos, la madre fallecida:

por eso quiero acabar con tu vida.

Y será mejor que termine esta rima,

o el tiempo se te echará encima.

Bajo el poema había una gran R roja y, debajo, en tinta negra, un rectángulo dibujado alrededor de una necrológica, con una gran flecha que señalaba la cara y la reseña del fallecido. Y las palabras: «Aquí encajarás a la perfección».

Estudió el poema durante un momento que se convirtió en minutos y, por último, se acercó a la hora, mientras digería cada palabra del modo que un gourmet haría con una excelente comida parisina, sólo que Ricky encontraba un sabor amargo y salado. Ya era bien entrada la mañana, otro día más tachado, cuando se percató de lo evidente:

Rumplestiltskin había tenido acceso a su periódico entre la llegada al edificio de piedra rojiza y la entrega en su puerta. Sus dedos volaron hacia el teléfono y, en unos minutos, obtuvo el número del servicio de reparto. El teléfono sonó dos veces antes de que contestara una grabación:

«Si desea suscribirse, por favor, pulse uno. Si tiene alguna queja sobre el reparto o si no ha recibido su periódico, por favor, pulse dos. Para obtener información sobre su cuenta, por favor, pulse tres».

Ninguna de estas opciones le pareció adecuada, pero sospechó que una queja podría arrancarle una respuesta humana, así que probó el dos: Eso provocó un timbre de llamada, seguido de una voz de mujer:

—¿Cuál es su dirección, por favor? —dijo sin más.

Ricky dudó pero se la dio.

—Todos los repartos a esa dirección aparecen como efectuados —afirmó la mujer.

—Sí, recibí mi periódico, pero quiero saber quién lo repartió.

—¿Cuál es el problema, señor? ¿Necesita un segundo reparto?

—No.

—Este número es para las personas que no han recibido el periódico.

—Ya lo sé —replicó él, empezando a exasperarse—. Pero hubo un problema en el reparto.

—¿No fue a tiempo?

—Sí fue a tiempo.

—¿Hizo demasiado ruido el repartidor?

—No.

—Este número es para quejas del reparto.

—Sí, ya me lo ha dicho. O no exactamente eso, y lo entiendo.

—¿Cuál es su problema, señor?

Ricky vaciló mientras buscaba palabras corrientes para hablar con la joven.

—Mi periódico estaba pintarrajeado —soltó al fin.

—¿Quiere decir que estaba roto, mojado o ilegible?

—Quiero decir que alguien lo había alterado.

—A veces los periódicos salen de prensa con errores en la paginación o el doblado. ¿Se trata de esa clase de problema?

—No —respondió Ricky—. Lo que quiero decir es que alguien escribió cosas ofensivas en mi periódico.

—Ésta es nueva —comentó la mujer tras una pausa. Su reacción casi la convirtió en una persona real en lugar de la típica voz incorpórea—. Nunca la había oído antes. ¿Qué clase de cosas ofensivas?

Ricky decidió mostrarse vago. Habló deprisa y con agresividad.

—¿Es usted judía, señorita? ¿Sabe cómo sería recibir un periódico en el que alguien hubiera dibujado una esvástica? ¿O puertorriqueña? ¿Cómo le sentaría que alguien le hubiera puesto «Vuélvete a San Juan»? ¿Es afroamericana? Conoce la palabra que genera odio ¿verdad?

—¿Alguien le dibujó una esvástica en el periódico? —preguntó la chica, a quien parecía costarle seguirle el ritmo.

—Algo así. Por eso necesito hablar con la persona encargada del reparto.

—Creo que será mejor que hable con mi supervisor.

—De acuerdo. Pero antes quiero el nombre y el teléfono de la persona que efectúa los repartos en mi edificio.

La mujer vaciló, y Ricky pudo oír cómo revolvía unos papeles.

Luego hubo una serie de repiqueteos de teclas de fondo. Cuando ella volvió a hablar fue para leer el nombre de un supervisor de ruta, un conductor, sus números de teléfono y sus direcciones.

—Me gustaría que hablara con mi supervisor —dijo tras darle la información.

—Pídale que me llame —respondió Ricky antes de colgar.

En unos segundos estaba llamando al número que acababan de darle. Le contestó otra mujer.

—Reparto de Prensa.

—Con el señor Ortiz, por favor —pidió con educación.

—Ortiz está en la zona de carga. ¿De qué se trata?

—Un problema con el reparto.

—¿Ha llamado a Envíos?

—Sí. Es cómo conseguí este número y su nombre.

—¿De qué clase de problema se trata?

—¿Qué le parece si comento eso con el señor Ortiz?

—A lo mejor no vuelve hasta mañana —repuso la mujer tras un momento de duda.

—¿Por qué no lo comprueba? —sugirió Ricky con frialdad—. De este modo podemos evitar una situación tan innecesaria como desagradable.

—¿Qué clase de situación desagradable? —preguntó la mujer, a la defensiva.

—Pues que me presentara ahí acompañado de un policía y tal vez de mi abogado. —Ricky se marcó un farol con su mejor tono patricio de «soy un varón blanco rico y el mundo me pertenece».

La mujer hizo una pausa.

—Espere un momento —dijo después—. Avisaré a Ortiz.

Unos segundos más tarde, un hombre con acento hispano cogió el teléfono.

—Soy Ortiz. ¿Qué ocurre?

—Hacia las cinco y media de esta mañana dejaron un ejemplar del Times en la puerta de mi casa, como todos los días —explicó Ricky—. La única diferencia es que hoy alguien me ha puesto un mensaje dentro del periódico, por eso llamo.

—No sé nada sobre…

—Señor Ortiz, no ha infringido ninguna ley y no es usted quien me interesa. Pero si no coopera conmigo, montaré un buen escándalo. Dicho de otro modo, todavía no tiene ningún problema, pero se lo va a crear a no ser que me dé unas cuantas respuestas útiles.

Ortiz intentó asimilar la amenaza de Ricky.

—No sé de ningún problema —aseguró—. Ese tío me dijo que no habría ningún problema.

—Yo diría que mintió. Cuéntemelo —exigió Ricky en voz baja.

—Enfilamos la calle donde mi sobrino Carlos y yo tenemos repartos en seis edificios. Ésa es nuestra ruta. Había una limusina negra aparcada en mitad de la calle con el motor en marcha, esperándonos. Un hombre bajó y nos dijo que necesitaba un periódico de ese edificio. Le pregunté por qué. Dijo que no era asunto mío y que no me preocupase, que sólo quería dar una sorpresa a un viejo amigo en su cumpleaños. Quería escribirle algo en el periódico.

—Continúe.

—Me dijo el piso y la puerta. Entonces sacó un bolígrafo y escribió en una página del periódico. Lo hizo sobre el capó de la limusina, pero no pude ver qué ponía.

—¿Había alguien más?

Ortiz reflexionó un momento.

—Bueno, tenía que haber alguien al volante, eso seguro. Las ventanillas de la limusina eran oscuras, pero tal vez había alguien más. El hombre miró dentro, como si comprobara con alguien si lo estaba haciendo bien, y terminó, me devolvió el periódico y me dio veinte dólares…

—¿Cuánto?

—Puede que fueran cien… —rectificó Ortiz en tono vacilante.

—¿Y luego qué?

—Hice lo que me pidió, dejar el periódico en la puerta correcta.

—¿Le esperaba fuera cuando salió?

—No. La limusina se había ido.

—¿Podría describirme a ese hombre?

—Blanco, de traje oscuro, quizás azul. Corbata. Ropa muy buena. Parecía un tío forrado. Sacó el billete de cien de un fajo como si fuera calderilla para un mendigo.

—¿Y su aspecto?

—Gafas oscuras, no demasiado alto, con un cabello bastante curioso, como si se lo hubieran dejado caer sobre la cabeza.

—¿Como si llevase peluquín?

—Sí, podría haber sido un peluquín, y una barbita, también. A lo mejor también era postiza. No era corpulento, pero sin duda estaba bien alimentado. De unos treinta años… —Ortiz vaciló.

—¿Qué?

—Recuerdo que las farolas se le reflejaban en los zapatos. Los llevaba muy lustrados. Eran carísimos. Esos mocasines con borlitas delante, ¿cómo se llaman?

—No lo sé. ¿Cree que podría reconocerlo si lo viera?

—Lo dudo. La calle estaba muy oscura. La única luz era la de las farolas, y me parece que miré más el billete de cien que a él.

A Ricky eso le pareció razonable.

—¿Anotó la matrícula de la limusina?

Ortiz tardó un momento en contestar.

—No, joder. No se me ocurrió. Mierda. Debería haberlo hecho, ¿verdad?

—Sí —dijo Ricky. Pero sabía que no era necesario, porque ya conocía al hombre que había estado esa mañana en la calle esperando la furgoneta de reparto: era el abogado que decía llamarse Merlin.

A media mañana recibió una llamada telefónica del director del First Cape Bank, el hombre que guardaba el efectivo que le quedaba en un cheque bancario a su nombre. El directivo del banco parecía nervioso y alterado. Mientras hablaba, Ricky intentó recordar su cara, pero no pudo, aunque estaba seguro de que lo había visto en persona alguna vez.

—¿Doctor Starks? Soy Michael Thompson, del banco. Hablamos el otro día.

—Sí. Me está guardando un dinero ¿verdad?

—Lo tengo bajo llave en el cajón de mi escritorio. No le llamo por eso. Ha habido un movimiento inusual en su cuenta.

—¿Qué clase de movimiento inusual? —Quiso saber Ricky. El hombre pareció reflexionar antes de contestar.

—Bueno, no me gusta especular, pero parece que han intentado acceder a su cuenta sin autorización.

—¿De qué modo?

Pareció dudar de nuevo.

—Bueno, como ya sabe, estos últimos años hemos incorporado la banca electrónica, como todo el mundo. Pero como somos una entidad pequeña y localizada…, bien, nos gusta considerarnos anticuados en muchos sentidos…

Ricky sabía que esas palabras eran el eslogan publicitario del banco. También sabía que el consejo de administración del banco acogería con entusiasmo cualquier absorción por parte de uno de los megabancos el día en que le llegara alguna oferta lo bastante jugosa.

—Sí —afirmó—. Ése ha sido siempre uno de los mayores atractivos que ofrecen a los clientes.

—Gracias. Nos gusta pensar que ofrecemos un servicio personalizado.

—Pero ¿qué hay de ese acceso sin autorización?

—Poco después de haber cerrado la cuenta de acuerdo con sus instrucciones, alguien quiso efectuar cambios en ella a través de nuestros servicios de banca electrónica. Nos enteramos de estos intentos porque un individuo llamó después de que el acceso le fuera denegado.

—¿Llamaron?

—Alguien que afirmó ser usted.

—¿Qué dijo?

—Era para quejarse. Pero en cuanto oyó que la cuenta estaba cerrada, colgó. Fue todo muy misterioso y algo desconcertante, porque nuestros registros informáticos indican que conocía su contraseña. ¿Se la ha proporcionado a alguien?

—No —dijo Ricky, pero por un momento se sintió idiota. Su contraseña era 37383, el equivalente en cifras de las letras que componían la palabra FREUD, y era tan obvio que casi se sonrojó. Usar la fecha de su cumpleaños podría haber sido peor, pero lo dudaba.

—Bueno, supongo que hizo bien en cerrar la cuenta. —Ricky reflexionó por un instante antes de preguntar:

—¿Tiene alguna forma de rastrear el número de teléfono o el ordenador que se usó para intentar acceder a mi cuenta?

El hombre vaciló.

—Pues sí —dijo—. Pero la mayoría de ladrones electrónicos saben burlar a los investigadores. Usan ordenadores robados, códigos de teléfono ilegales y ese tipo de cosas para ocultar su identidad. A veces el FBI tiene éxito, pero disponen del sistema de seguridad informático más sofisticado del mundo. Nuestro sistema local es bastante menos efectivo. Y no se produjo ningún robo, de modo que la responsabilidad penal es limitada. La ley nos exige que informemos del intento a las autoridades bancarias, pero se tratará sólo de una entrada más en lo que lamentablemente es un archivo creciente. De todos modos, pediré que se ejecute ese programa para usted. Aunque no creo que nos lleve a ninguna parte. Los ladrones de banca electrónica son muy listos. Solemos acabar en un callejón sin salida.

—¿Podría intentarlo y decirme cómo ha ido, por favor? Enseguida. Tengo algunas limitaciones de tiempo —dijo Ricky.

—Lo probaremos y le llamaremos —contestó el hombre antes de colgar.

Ricky se reclinó en la silla y se permitió la fantasía de que el banco le daría un nombre y un número de teléfono y que así descubriría la identidad de su torturador. Luego sacudió la cabeza, porque no se imaginaba que Rumplestiltskin, tan meticuloso y precavido en todo, cometiera un error tan simple. Era más probable que hubiese accedido a esa cuenta y hecho la llamada posterior con la precisa intención de proporcionar a Ricky un camino a seguir. Esa idea le preocupó.

Aun así, a medida que el día empezó a escapársele de las manos, Ricky se percató de que sabía mucho más sobre el hombre que lo acechaba. La pista de Rumplestiltskin en el poema había sido curiosamente generosa, en especial para alguien que había insistido al principio en que sus preguntas pudieran contestarse con un «sí» o un «no». La respuesta había acortado mucho la distancia que le separaba del nombre del hombre. Veinte años atrás lo situaban en un período entre 1978 y 1983. Y su paciente era una mujer soltera, lo que descartaba bastante gente. Ahora tenía una base para trabajar.

Se dijo que sólo necesitaba reconstruir cinco años de terapias.

Examinar todas las pacientes femeninas de ese período. En algún lugar estaría la mujer que poseía la combinación adecuada de neurosis y trastornos que habría sido dirigida después al niño.

«Encuentra la psicosis en flor», pensó.

Siguiendo su formación y su costumbre, se sentó e intentó aislarse para recordar.

«¿Quién era yo hace veinte años? —se preguntó—. ¿A quién trataba?».

El psicoanálisis tiene un principio que está en la base de toda terapia: todo el mundo lo recuerda todo. Puede que no se recuerde con precisión fotográfica, que las percepciones y las reacciones estén enturbiadas o sesgadas por todo tipo de fuerzas emocionales, que los hechos recordados con claridad sean en realidad turbios pero, cuando por fin se revisa, todo el mundo lo recuerda todo. Las heridas y los temores pueden acechar escondidos bajo capas de estrés, pero están ahí y pueden encontrarse, por muy potentes que sean las energías psicológicas de la negación. Ricky, era partidario de este proceso de eliminación de capas para llegar al meollo de los recuerdos y descubrir la capa dura de debajo.

Así pues, empezó a sondear su propia memoria. De vez en cuando lanzaba una mirada a los retazos de notas que constituían sus archivos, enfadado consigo mismo por no ser más preciso. A cualquier otro médico, enfrentado con un asunto de años anteriores, le bastaría con quitar el polvo a una carpeta y extraer de ella los datos necesarios. Pero su tarea era mucho más compleja, porque todas sus carpetas estaban archivadas en su memoria. Aun así, Ricky sintió que podía lograrlo. Muy concentrado, con un bloc en el regazo, se dedicó a reconstruir su pasado.

Una tras otra, fueron cobrando forma imágenes de personas. Era un poco como intentar conversar con fantasmas.

Descartó a los hombres para dejar sólo a las mujeres. Los nombres le acudieron despacio; de modo bastante curioso, casi era más fácil recordar las quejas. Anotó en el bloc cada imagen de una paciente, cada detalle sobre un tratamiento. Todavía era disperso, inconexo, ineficiente y poco coherente, pero se dijo que estaba avanzando.

Cuando alzó los ojos, la consulta se había llenado de sombras. El día había pasado mientras él estaba absorto. En las hojas que tenía delante había plasmado doce recuerdos distintos del período en cuestión. En esa época, dieciocho mujeres como mínimo habían hecho algún tipo de terapia con él. Era una cifra manejable, pero le preocupaba que hubiera otras que era incapaz de recordar. Del grupo que recordaba, sólo tenía el nombre de la mitad. Y se trataba de pacientes de mucho tiempo. Tenía la inquietante sensación de que la madre de Rumplestiltskin era una mujer a la que sólo había visto brevemente.

La memoria y los recuerdos eran como las amantes de Ricky: ahora le parecían esquivas y veleidosas.

Al levantarse de la silla, tenía las rodillas y los hombros entumecidos. Se estiró despacio, se agachó y se frotó la recalcitrante rodilla, como si pudiera vigorizarla. Se dio cuenta de que no había probado bocado en todo el día y, de repente, se sintió hambriento. No tenía demasiadas cosas para preparar en la cocina, y se volvió para mirar por la ventana la noche que caía sobre la ciudad, a sabiendas de que tendría que salir a comprar algo. La idea de salir de casa casi apagó su hambre y le secó la garganta.

Era una reacción curiosa. Había tenido tan pocos miedos en la vida, tan pocas dudas. Ahora, el mero hecho de salir de casa le hacía vacilar. Pero se armó de valor y decidió dirigirse dos manzanas al sur, a un bar donde podría tomar un bocadillo. No sabía si le estarían vigilando (esto se estaba convirtiendo en una duda constante para él), pero decidió ignorar la sensación y continuar. Y se recordó que había hecho progresos.

El calor de la calle pareció abofetearle, como si hubiera encendido una estufa de gas en su cara. Caminó las dos manzanas como un soldado, con la mirada al frente. El local estaba a mitad de la manzana, con media docena de mesitas fuera en verano y un interior estrecho y mal iluminado, una barra situada en un lado y otras diez mesas apiñadas en el resto del espacio. Había una mezcla de adornos en las paredes que iban desde recuerdos deportivos hasta pósters de Broadway, fotografías de actores y actrices y algún que otro político. Era como si el local no hubiese logrado forjarse del todo una identidad como punto de reunión de un grupo concreto y, por ello, procurara satisfacer a una clientela diversa creando un batiburrillo en su interior. Pero la cocina, como en muchos sitios parecidos de Manhattan, preparaba una hamburguesa y un bocadillo de carne con queso más que aceptables y de vez en cuando, incluía algún plato de pasta en el menú, todo a precios bastante económicos, algo en lo que Ricky no pensó hasta entrar por la puerta. Ya no tenía ninguna tarjeta de crédito disponible, y su efectivo era escaso. Tomó nota mentalmente de que debía empezar a llevar cheques de viaje encima.

El interior del local estaba en penumbra, y parpadeó para que sus ojos se habituasen a la luz mortecina. Había unas cuantas personas en el bar y una mesa o dos vacías. Una camarera de mediana edad lo vio vacilar.

—¿Quieres cenar, cariño? —le preguntó con una familiaridad que parecía fuera de lugar en un bar que favorecía el anonimato.

—Sí —contestó.

—¿Mesa para uno? —Su tono indicaba que sabía que iba solo y que comía solo todas las noches, pero que alguna cortesía anticuada, fuera de lugar en la gran ciudad, le exigía hacer esa pregunta.

—Sí otra vez.

—¿Prefieres sentarte a la barra o a una mesa?

—Una mesa. A ser posible, en el fondo.

La camarera se giró, vio una vacía en la parte de atrás y asintió.

—Sígueme —indicó. Lo condujo hasta una mesa y abrió un menú delante de Ricky—. ¿Algo de beber?

—Una copa de vino. Tinto, por favor.

—Marchando. El especial del día son los linguini con salmón. Están de rechupete.

Ricky observó cómo la camarera se dirigía hacia la barra. El menú tenía cubiertas de plástico y era mucho más grande físicamente de lo necesario para una modesta selección que ofrecía. Ricky estudió la lista de hamburguesas y de entrantes descritos con un florido entusiasmo literario que quería ocultar la simplicidad de su realidad. Dejó el menú sobre la mesa, a la espera de que la camarera le sirviese el vino. La chica había desaparecido; seguramente había ido a la cocina.

En su lugar, delante de él, estaba Virgil.

Sostenía en las manos dos copas de vino tinto. Vestía unos vaqueros desteñidos y una camiseta lila, y llevaba bajo el brazo un caro portafolios de piel color caoba. Dejó las bebidas en la mesa, apartó una silla y se sentó frente a él. Alargó la mano y le arrebató el menú.

—Ya he pedido el especial para los dos —dijo con una sonrisita seductora—. La camarera tiene toda la razón: está de rechupete.