La antevíspera del trigésimo primer aniversario del nacimiento de K., a eso de las nueve de la noche, hora de tranquilidad en las calles, dos señores se presentaron en su domicilio. Vestían de levita; pálidos, gordos y rematados con sendos sombreros de copa que daban la impresión de estar atornillados en sus cabezas. Mutuamente se cedían el paso para que el uno entrara primero que el otro; en la puerta de la casa intercambiaron algunas pequeñas cortesías, las cuales repitieron, ampliándolas, ante la habitación de K.
Aun cuando la visita no le había sido anunciada, K., él también vestido de negro, se encontraba sentado cerca de la puerta, en la actitud de un caballero que espera a alguien, y se estaba poniendo unos guantes nuevos, cuyos dedos se iban amoldando poco a poco a los suyos. De inmediato se puso de pie y miró con curiosidad a los dos señores.
—¿Ustedes son quienes me han sido destinados? —preguntó K.
Aquellos señores afirmaron con la cabeza, señalándose recíprocamente y sosteniendo cada quien su clac en la mano. K. se decía, en su fuero interno, que no era aquella visita la que él esperaba. Se dirigió hacia la ventana y miró una vez más hacia la ensombrecida calle. Del otro lado casi todas las ventanas quedaban a obscuras, como la suya; muchas tenían las persianas caídas. En una ventana con luz, en el mismo piso, dos criaturas jugaban juntas detrás de una rejilla, todavía incapaces de cambiar de sitio, y tendían sus manecitas una hacia la otra. «Son dos actores de segundo plano estos que me envían», pensó K., volviéndose hacia ellos para convencerse del todo. «Quieren acabar conmigo al menor precio».
Después, con movimiento brusco, se plantó delante de ellos y les preguntó:
—¿En qué teatro actúan ustedes?
—¿Teatro? —dijo uno de aquellos señores, consultando con la mirada al otro.
Este se comportó como un mudo, luchando contra su organismo rebelde.
K. reflexionó para si: «no tienen preparación para ser interrogados», y fue en busca de su sombrero.
Apenas en la escalera, los dos señores intentaron tomarle por los brazos, pero él les dijo:
—A la calle, a la calle; no estoy enfermo.
En cuanto hubieron franqueado la puerta, le agarraron los brazos de un modo tan raro como nunca había sido conducido K. Iban con los hombros pegados por detrás contra los suyos y, en vez de darle respectivamente el brazo, tenían enlazados los brazos de K., todo a lo largo, con las manos hacia abajo, cogiéndolo en una forma irresistible, fruto de un largo ejercicio. K. iba rígido caminando entre ellos; formaban, ahora, un bloque tal que no se hubiera podido atropellar a uno de ellos sin aniquilar a los demás. Constituían una cohesión difícil de lograrse generalmente de no ser materia inerte. Al pasar bajo las farolas de gas, K. intentó repetidas veces, aun cuando resultaba difícil por la forma en que lo apretaban, observar a sus acompañantes mejor que como pudo hacerlo en la penumbra de su habitación. «Tal vez son tenores», pensó, al ver sus dobles barbillas gruesas. La esmerada pulcritud de sus caras le repugnaba. En ellas imaginaba las manos aún jabonosas, frotándose uno y otro el labio superior y aun las hendiduras de sus barbillas.
Ante tales apariencias, K. se detuvo; los otros hicieron lo mismo. Se encontraban a la orilla de una plaza sin gente, ornada de césped y de flores.
—¿Por qué ha sido a ustedes, precisamente, a quienes enviaron? —exclamó más bien que preguntar.
Con seguridad aquellos señores no acertaban qué responderle; esperaron, dejando colgar cada uno su brazo libre, como los enfermeros cuando el paciente a quien pasean quiere descansar.
—No seguiré adelante —dijo K., probando suerte.
Ahora los señores no tenían por qué responder; era suficiente con que no soltaran su presa, procurando llevar a K. en vilo para trasladarlo; pero K. se resistió. «No me harán ya falta muchas más fuerzas; las emplearé aquí todas», pensó. Recordaba a esas moscas que, queriendo escapar de lo pegajoso, se arrancan las patas. «¡Ya tendrán trabajo conmigo estos señores!», decía para sí.
En aquel preciso momento, la señorita Bürstner surgió por una escalerilla del fondo de la calle encajonada. Después de todo, tal vez no se trataba de ella; pero el parecido era en verdad asombroso. ¡Qué más le daba que fuese o no la señorita Bürstner! K. sólo pensaba en lo inútil de su resistencia. No había ninguna heroicidad en resistirse, en ocasionar dificultades a les dos señores ni en buscar, con todo y defendiéndose, el goce de un último destello de vida. Reinició la marcha, y la alegría que experimentaron los dos señores se reflejó en su propio rostro. Ahora le dejaban escoger la dirección; K. los condujo tras las huellas de la joven, no para alcanzarla, tampoco para verla el máximo tiempo posible, sino simplemente para no olvidar el aviso que ella representaba para él. «Ahora —se decía, y la simultaneidad de los pasos suyos con los de aquellos dos señores confirmaba sus pensamientos—, ahora no tengo más que conservar hasta el final la lucidez de mi raciocinio. Invariablemente, he pretendido en este mundo llevar adelante veinte ideas a un mismo tiempo y, por añadidura, con un propósito no siempre encomiable. Fue un error; y, ahora, ¿voy a demostrar que nada aprendí en un año de proceso?, ¿partiré como si fuera un ser torpe, el cual nunca fue capaz de aprender nada?, ¿he de permitir que digan de mí que al iniciarse el proceso pretendía terminarlo, y que al acercarse la consumación no quería sino volverlo a empezar? No, no quiero que digan eso. Me siento dichoso de que me hayan sido destinados estos dos señores casi mudos, que no entienden nada y dejan para mí solo el que yo me diga lo que es necesario hacer».
La joven acababa de meterse por un callejón lateral, pero K. pedía ya abstenerse de ella, y se abandonó a sus compañeros. Plenamente de acuerdo en lo sucesivo, los tres la emprendieron a lo largo de u^ puente iluminado por la luz de la luna; los señores cedían con facilidad a sus menores movimientos; cuando él se dirigió hacia la baranda, ellos siguieron su dirección, y quedaron frente al río. A la luz de la luna el agua resplandecía, y se agitaba al bifurcarse alrededor de una pequeña isla sobre la que se apiñaba un frondoso follaje. Bajo los árboles corrían senderos de grava; pero no se les podía ver: estaban bordeados de confortables bancas; los veranos, K, había encontrado en ellas un placentero descanso.
—No quería detenerme —dijo K. a sus compañeros, algo apenado por la sumisión que demostraban.
Uno de los dos hizo una seña al otro, detrás suyo, que parecía ser un reproche por aquella permanencia allí, la cual se prestaba a malentendidos; luego continuaron su camino.
Llegaron a unas calles por las que iban de subida y en ellas descubrían, tan pronto cerca, tan pronto lejos, agentes de policía parados o haciendo ronda. Uno de tantos, con gran bigote y que tenía la mano sobre la empuñadura de su sable, se acercó con toda intención hacia el grupo, que se le hacía sospechoso. Los señores se detuvieron; el agente ya iba a decir algo, cuando K. atraje con fuerza a sus compañeros para seguir adelante; por varias veces se volvió, discretamente, observando si el policía continuaba tras ellos; pero, tan pronto como hubieron doblado una esquina, quedando ocultos, K. echó a correr, y los señores se vieron forzados a hacer lo mismo, a costa de una gran sofocación.
Así llegaron rápidamente a las afueras de la ciudad, que por ese lado, apenas sin transición, terminaba en el campo.
En una pequeña cantera, abandonada en las proximidades de una casa de exteriores aún urbanos, fue donde los señores se detuvieron, ya sea porque hubiesen determinado previamente ese lugar como meta, ya porque estuvieran demasiado fatigados para seguir avanzando. Soltaron a K., el cual esperaba en silencio; se quitaren los sombreros de copa y enjugaron con sus pañuelos el sudor de sus frentes, en tanto que observaban la cantera. El esplendor de la luna lo inundaba todo, con esa calma y esa naturalidad que no es propia de ninguna otra luz.
Después de intercambiar algunas demostraciones de cortesía para resolver la cuestión de quién tenía la precedencia, pues era el caso que ambos señores debían haber recibido la misión entre los dos, uno de ellos se acercó a K. y le quitó la chaqueta y el chaleco, así como la camisa. K. se estremeció sin poder contenerse; el señor le dio una palmadita en la espalda, para infundirle valor; después, dobló cuidadosamente aquellas prendas, como si se tratara de algo que habría de usarse en un tiempo no previsto. Con el fin de no tener a K. inmóvil, expuesto al fresco del aire nocturno, lo tomó por el brazo y lo hizo pasear yendo y viniendo, mientras el otro localizaba dentro de la cantera un lugar apropiado. En cuanto aquel señor halló el lugar hizo una seña al otro y este condujo a K. hasta allí; estaba frente al muro, cerca del cual aún había una piedra arrancada. Los señores hicieron sentar a K. sobre el suelo e inclinarse contra la piedra, con la cabeza sobre ella. Como sea que, a pesar de todo el trabajo que se tomaban y la buena voluntad de K., su posición resultaba sumamente embarazosa e inverosímil, uno de los señores rogó al otro que le permitiera, por un momento, acomodar él solo a K.; sin embargo, la situación no mejoró, terminando por dejarlo en una postura que no aventajaba a las que antes habían logrado. Uno de los señores desabrochó, entonces, su levita, y sacó de una funda, colgada de un ceñidor que llevaba alrededor del chaleco, un largo y delgado cuchillo de carnicería, de doble filo; lo sostuvo hacia arriba y comprobó los dos filos a la luz. En aquel momento volvieron a empezar los mismos horrendos comedimientos anteriores. El que tenía el cuchillo, alargando la mano por encima de K., lo tendió al otro, y este se lo devolvió de la misma manera. Ahora K. sabía perfectamente que su deber hubiera sido tomar por su cuenta el instrumento, mientras pasaba de mano en mano por encima de él, y hundirlo en su propio cuerpo. Pero no lo hizo; por el contrario, movió aún con libertad su cuello, a uno y otro lado, y miró en torno suyo. No podía representar su papel hasta el final; no podía descargar de todo el trabajo a las autoridades; la responsabilidad de ese último error recaía en aquel que le había negado las fuerzas que le restaban y que habrían de hacerle falta para ello. Su mirada fue a dar en el último piso de la casa contigua a la cantera. Como si una luz desprendiera las dos hojas de una ventana, esta se abrió de par en par allá arriba; un hombre, delgado confuso a esa distancia y a esa altura, se asomó súbitamente al exterior, lanzando los brazos hacia adelante. ¿Quién era?, ¿un amigo?, ¿un alma bondadosa?, ¿alguien que compartía su desgracia?, ¿alguien que quería ayudarle?, ¿era uno solo?, ¿eran todos?; ¿había aún un recurso?; ¿existían objeciones todavía sin promover? Ciertamente. La lógica, por muy inquebrantable que sea, no resiste a un hombre con ansias vivir. ¿Dónde estaba el juez, al que nunca vio?, ¿dónde estaba la Suprema Corte, a la cual nunca había llegado? Levantó las manos y separó mucho los dedos.
Pero uno de los dos señores lo había ya agarrado por la garganta; el otro le hundía el cuchillo en el corazón, y aún lo hizo girar dos veces. Con los ojos mortecinos vio aún a los dos señores, quienes, inclinados muy cerca de su rostro, mejilla contra mejilla, observaban el desenlace.
—¡Como perro! —dijo.
Y era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle.