EN LA CATEDRAL
K. tuvo que hacerse cargo de mostrar algunos monumentos artísticos a un cliente muy fructuoso para el Banco, el cual venía por primera vez a la ciudad. En otras épocas le habría realmente honrado aquella misión; actualmente, la aceptó contrariado. De hecho, no lograba conservar su prestigio en el Banco sino a costa de los más grandes esfuerzos. Cada hora que transcurría estando fuera de la oficina le ocasionaba enormes conflictos. Tampoco le era posible, como antes, sacar provecho de las horas de trabajo, pues dejaba correr el tiempo simulando estar ocupado. Su preocupación era mucho más intensa cuando no estaba en el Banco. Se le figuraba, entonces, ver al subdirector, que siempre estaba al acecho, introducirse en la oficina por breves momentos, sentarse frente a su escritorio, hurgar en sus papeles, recibir uno u otro cliente con el cual K. mantenía relaciones casi amistosas a través de los años, desviándolo de su consejero habitual y descubriendo en el trabajo del apoderado esos errores de los cuales K. se sentía, ahora, amenazado por todas partes, y que ya no podía eludir. Por eso siempre que le encargaban salir con el fin de visitar a un cliente o para emprender un corto viaje, lo que últimamente se había repetido por una mera coincidencia, él pensaba, así fuera muy honrosa la misión, que no se buscaba sino alejarlo para controlar su trabajo o que se pensaba prescindir de él con facilidad. Por otra parte, habría podido, sin problemas, rehuir esas comisiones, pero no se atrevía, ya que, por leve que fuera el fundamento de sus temores, lo hubiera delatado al rehusar. De ahí que en cada ocasión aparentaba aceptar de buen grado estas salidas. En la víspera de un pesado viaje de dos días, había disimulado un fuerte resfriado, a fin de evitar que fueran a reemplazarlo, tanto más por cuanto hacía mal tiempo. Fue a su regreso, desesperado por la neuralgia, que se enteró que lo destinaban a acompañar a un poderoso cliente italiano. Esta vez sintió la tentación de negarse rotundamente, con tanta más razón puesto que no se trataba de un trabajo puramente profesional; sin embargo, el deber de cumplir con la relación social tenía, claro está, gran importancia, pero no precisamente para él, pues, muy aparte de la satisfacción mundana, sabía muy bien que no podía sostenerse gracias al éxito en los negocios y que, si no lograba obtenerlo, nadie le tomaría en cuenta el hecho de haber proporcionado momentos de arrobamiento a ese señor venido de Italia; lo que él deseaba era no alejarse un solo día del escenario de su trabajo, temiendo demasiado que no pudiera volver a entrar; temor que consideraba en extremo exagerado pero que le atormentaba a pesar de todo. Sin embargo, no halló ningún pretexto que fuera acertado. Sus nociones de italiano no eran suficientes para guiar a un turista; su mayor desdicha era que en el Banco sabían de sus conocimientos artísticos, cuya importancia habían exagerado al enterarse que en una época fue miembro del comité de protección de monumentos artísticos de la ciudad, por razones de negocio. Se supo, también, que el italiano visitante era un gran aficionado al arte. Así pues, encontraron muy natural escoger a K. para que lo acompañase.
Aquella mañana el tiempo estaba cargado y lluvioso cuando K. llegó a la oficina, molesto ya por el día que le esperaba. Había ido a las siete de la mañana, para tener tiempo de despachar siquiera algo mientras aguardaba a su visitante. Se sentía muy agotado, por haber pasado la mitad de la noche repasando una gramática italiana para ponerse al corriente, y la ventana en cuyo reborde solía sentarse desde algún tiempo le atraía mucho más que el escritorio; mas no se dejó vencer por la tentación y decidió poner manos a la obra. Desafortunadamente, el ordenanza se presentó en aquel momento para anunciar que el director lo enviaba a ver si el señor apoderado estaba ya allí, y le pedía que tuviera la gentileza de acudir al salón de recepciones, en donde lo esperaba el señor de Italia.
—Voy en seguida —dijo K.
Introdujo en su bolsillo un pequeño diccionario, se colocó bajo el brazo un álbum de curiosidades de la ciudad, que había preparado en honor del extranjero, y se encaminó hacia la oficina del director, pasando por la del subdirector. Se sentía satisfecho de haber venido tan temprano y poder encontrarse en el acto a disposición del Banco, pues no era totalmente de esperarse encontrarlo allí tan de mañana. Naturalmente, el despacho del subdirector estaba aún tan desierto como a media noche. El ordenanza debió haber ido allí seguramente, a buscar a su jefe, sin encontrar ningún mortal.
Al entrar K. en el salón, los dos señores abandonaron los confortables sillones en los que estaban sentados; el director sonrió con toda amabilidad, mostrándose sumamente complacido de la llegada de K., e hizo de inmediato las presentaciones. El italiano apretó con fuerza la mano de K., y comentó acerca de alguien que se levantaba al canto del gallo. K. no entendió con quién estaba relacionada aquella alusión; el italiano empleó un vocablo raro cuyo sentido no captó hasta un rato después. K. respondió con algunas frases de cortesía; el extranjero las escuchó riéndose aún, mientras acariciaba con nerviosismo su gran bigote de un gris azulino. Ese bigote, sin duda, estaba perfumado; casi incitaba a uno a tocarlo y olerlo. Una vez estuvieron sentados y se inició la conversación K. se dio cuenta con gran desaliento que sólo entendía al italiano por momentos. Cuando aquel señor hablaba despacio, le entendía casi todo, pero sólo era algo excepcional; la mayor parte del tiempo las frases brotaban de sus labios como un torrente; simultáneamente, meneaba la cabeza como si estuviera maravillado. Otras veces cuando hablaba con rapidez, se embrollaba por lo regular en un dialecto que, en opinión de K., no tenía nada de italiano. Era sorprendente que el director lo entendiera y hablase hasta con soltura, lo cual K. pudo haber previsto, pues el cliente era del sur de Italia, donde el director había vivido algunos años. K. se dio cuenta que le sería muy difícil entenderse con el extranjero, pues el francés que este hablaba era aún menos inteligible que su italiano; además, aquel bigote no permitía ver el movimiento de los labios, lo que hubiera ayudado a quien lo oía. K. comenzó a presentir una serie de dificultades; sin embargo, renunció, por el momento, a tratar de comprender, pues en presencia del director, que con tanta facilidad lo entendía, su esfuerzo habría sido inútil, y se conformó con observar con un aire triste la postura del italiano, hundido en su sillón; de cuando en cuando daba tirones a su chaqueta corta y ajustada; algunas veces, levantando los brazos y agitando las manos, describía algo. K. que no llegaba a interpretar aunque se inclinaba hacia adelante para observar con más atención. Al cabo, K. se sintió de nuevo fatigado y optó por seguir sólo con la mirada los movimientos en los cambios de turno de la conversación y, con gran terror por su parte, se dio cuenta de que, distraídamente estuvo a punto de ponerse de pie, dar media vuelta y partir, de tan fastidiado que estaba. Mas el italiano, habiendo consultado su reloj, abandonó su asiento con increíble rapidez, se despidió del director y se acercó tanto a K. que este tuvo que retroceder su sillón para poder moverse con libertad. El director, adivinando en la expresión de K. la gran angustia que sentía frente al italiano, se mezcló en la conversación y, con toda delicadeza, daba la impresión de que sólo añadía algunos consejos, siendo que en realidad explicaba a K., en pocas palabras, todo lo que decía el cliente, el cual no dejaba de interrumpirlo.
Entonces, K. se enteró que el italiano tenía aún algunos asuntos pendientes y que, por falta de tiempo, sacrificaba la intención de visitar todas las curiosidades; prefería, si K. opinaba lo mismo, pues a él correspondía la última palabra, limitarse a visitar la catedral, pero enteramente. Expresaba su gran satisfacción al tener la oportunidad de realizar esa visita en compañía de una persona tan amable como instruida, refiriéndose a K. Desafortunadamente, K. no trataba de escucharle, sino sólo de captar al vuelo las palabras del director. El italiano rogaba que tuviese la gentileza de acudir a la catedral dos horas más tarde, esto es, a las diez aproximadamente, si le convenía esa hora. Él esperaba que podría llegar con seguridad a tiempo.
K. respondió en sentido afirmativo, como era de esperarse; el italiano estrechó la mano del director; después la de K., una vez más al director, y partió escoltado por los dos señores; no se volvió hacia ellos sino a medias, pero no dejaba de hablar. Al llegar a la puerta, K. permaneció aún unos minutos a solas con el director, que tenía aspecto más enfermizo ese día y que se sintió obligado a pedir disculpas a K. Manteniéndose muy cerca suyo, le dijo que al principio tuvo intención de acompañar personalmente al italiano, pero que consideró preferible, sin exponer razones más precisas, enviar a K. También le dijo que si K. no entendía bien al visitante en los primeros momentos, no fuera a desconcertarse, pues no tardaría en lograrlo, y que si no podía captar todas las palabras tampoco sería una gran desgracia, pues el italiano no concedía mucha importancia al hecho de ser comprendido. Por otra parte, K. hablaba un magnífico italiano y saldría maravillosamente adelante en el asunto. Fue después de estas palabras cuando K. se retiró.
El tiempo que le quedaba lo empleó en buscar en el diccionario y anotar en una libreta de apuntes las palabras raras que le eran necesarias para la descripción de la catedral. Aquel trabajo resultaba muy molesto: ordenanzas que traían correspondencia; empleados que venían para hacerle preguntas y que, al ver a K. sumido en su tarea, se quedaban en un umbral de la puerta, sin retirarse antes de que se les hubiera escuchado; con respecto al subdirector, no queriendo este desperdiciar la ocasión de estorbar a K., se introducía a cada momento, le arrebataba el diccionario y lo hojeaba sin motivo alguno; había clientes que aparecían en la penumbra de la antesala, cada vez que la puerta se abría, y se inclinaban indecisos, pues querían llamar la atención pero no estaban seguros de que se les viese. En ese diminuto mundo del cual K. era el centro, todo se transformaba en derredor suyo mientras él reunía los vocablos que iba a necesitar, localizándolos en el diccionario, ejercitándose en la pronunciación y, por último, haciendo el intento de retenerlos en la memoria; pero esta, tan buena en otros tiempos, parecía haberlo abandonado. Por momentos se apoderaba de él una furia tal en contra de aquel italiano que le ocasionaba semejante trabajo, que enterraba su diccionario bajo los papeles, con la firme resolución de terminar con el entrenamiento; sin embargo, no tardaba en reconocer que no podría quedarse ante las obras de arte de la catedral dando vueltas, sin decir nada, al lado del extranjero. Entonces volvía al diccionario, aún con más ímpetu. A eso de las nueve y media, justo en el momento en que iba a irse, sonó el teléfono: era Leni que quería saludarlo y saber noticias suyas; K. le dio las gracias rápidamente y, asimismo, le dijo que no podía seguir hablando porque debía ir a la catedral.
—¿A la catedral? —preguntó Leni.
—Sí, a la catedral —aseguró K.
—¿Por qué a la catedral?
K. se esforzó en explicárselo con suma rapidez, pero, de buenas a primeras, Leni le interrumpió, exclamando:
—¡Te hostigan!
Esta compasión, sin que él la pidiera ni la esperase, no le gustó; se despidió, pues, en dos palabras y al colgar el receptor dijo por lo bajo, mitad para consigo y mitad para la joven, a pesar de que ya no le oía: «¡sí, es verdad, me hostigan!».
Sin embargo, los minutos transcurrían y ahora casi corría el riesgo de llegar tarde. Se metió en un coche; a tiempo se acordó de la colección de fotografías, que por la mañana no había tenido tiempo de entregar al italiano, y fue por ellas. Las conservó sobre sus rodillas y durante todo el trayecto no dejó de repiquetear con nerviosismo sobre el álbum. Aun cuando la lluvia aminoró un poco, el día era frío, húmedo, y sombrío. En la catedral habría poca luz, y con la prolongada permanencia sobre las glaciales losas, el resfrío de K. empeoraría mucho.
La plaza de la catedral se hallaba desierta. K. recordó que cuando era niño ya había notado que todas las ventanas de las casas de esa angosta plaza tenían siempre las persianas bajas. Con el mal tiempo que hacía aquel día eso era más comprensible. La catedral parecía tan desierta como la plaza; a nadie se le ocurría ir ahí a esa hora. Recorrió las naves laterales y sólo encontró a una anciana que, abrigada con su chal, estaba de rodillas ante la imagen de la Virgen. A lo lejos avistó un sacristán cojo, que desapareció tras una puerta en la pared. K. había llegado puntual, justo cuando el reloj daba las diez; el italiano todavía no estaba ahí. Así pues, regresó hasta la entrada principal; pasmado, esperó unos instantes; luego, bajo la lluvia, dio una vuelta en torno a la catedral para comprobar si el cliente del Banco le esperaba por casualidad en alguna de las otras puertas. No estaba en ninguna parte. ¿Se habría confundido en la hora el director?, ¡quién iba a entenderá ese italiano! Como quiera que fuese, lo primero que debía hacer, por lo pronto, era esperar al menos una media hora. Se sentía cansado y deseaba sentarse; entró en la catedral; allí encontró, en un peldaño, un pedazo de alfombra, el cual fue empujando con la punta del zapato hasta el pie de la banca inmediata; se ajustó más al cuerpo su abrigo, alzándole el cuello, y se sentó. Para distraerse, abrió el álbum y se puso 3 hojearlo; bien pronto tuvo que renunciar a ello, pues era tanta la obscuridad que no se podía distinguir el menor detalle ni de la nave lateral más cercana. En la lejanía resplandecía sobre el altar mayor un enorme triángulo de llamas de cirio. K. no habría podido decir si las había visto antes. Tal vez acababan de encenderlas. Los sacristanes suelen ser silenciosos por oficio, no se les advierte. Al volverse, casualmente, percibió a corta distancia detrás suyo, contra una columna, un gran cirio que también ardía. Por mucha luz que dieran no alcanzaban a iluminar las esculturas, pues la mayoría de ellas se encontraba a la sombra de las naves laterales; aquellas luces no hacían sino acrecentar la obscuridad. El italiano tuvo tan buen juicio como falta de cortesía al actuar de aquel modo, no acudiendo: no habrían podido ver nada. Hubieran estado forzados a examinar algunas estatuas, palmo a palmo, con la lámpara de bolsillo que K. llevaba consigo.
A fin de cerciorarse cómo resultaba aquel sistema, K. se dirigió hacia una pequeña capilla lateral y subió unas gradas; inclinándose sobre la balaustrada de mármol, iluminó las figuras que resaltaban en bajo relieve. Se había formado un contraste entre las luces del tabernáculo y de la lamparilla. Lo primero que vio y que en parte adivinó fue un caballero revestido de armadura, esculpido en bajorrelieve sobre uno de los bordes. Estaba apoyado en su espada, clavada delante de él en la tierra casi yerma, pues no brotaba en ella más que una que otra hierba a la distancia, de trecho en trecho, y parecía observar fijamente una escena que debía deslizarse ante sus ojos. Tal vez hacía guardia. Siendo que K. no había visto en mucho tiempo figuras en bajorrelieve, tardó en examinar al caballero, si bien tenía que parpadear constantemente, pues no podía soportar el verde fulgor de su lámpara. Luego, paseando el rayo de luz por las otras partes del retablo, descubrió una sepultura, conforme al modelo usual y que, por otra parte, era de ejecución reciente. En seguida, guardó su lámpara y regresó a su anterior ubicación.
Parecía inútil esperar aún al italiano; afuera llovía, sin duda intensamente, y, como fuera que para K. hacía menos frío, dentro del templo, de lo que había supuesto, resolvió quedarse en él por el momento. Cerca suyo se elevaba el gran púlpito. Sobre su diminuto techo redondo estaban dispuestas oblicuamente dos cruces de oro, llanas, que se rozaban en la punta. El revestimiento exterior del apoyo y la sección que separaba la plataforma de la columna estaban adornados de pámpanos tiernos entre los cuales campeaban unos angelitos retozones. K. se acercó al púlpito y lo observó por todos sus lados. La escultura de la piedra estaba sumamente trabajada; la sombra entre el follaje y la que este proyectaba hasta el fondo daban la impresión de estar incrustadas en el relieve; K. introdujo su mano en uno de aquellos hoyos y palpó la piedra con suma suavidad; nunca había reparado en la existencia de aquel púlpito.
De súbito, le llamó la atención, detrás de la primera fila de bancas, un pertiguero que se hallaba de pie, con su larga túnica negra flotante, y observaba una tabaquera que sostenía en su mano izquierda. K. se preguntaba: «¿qué querrá este hombre?, ¿le pareceré sospechoso?, ¿esperará una propina?». El pertiguero advirtió que K. lo había visto y, con el índice, que contra el pulgar aprisionaba una brizna de tabaco, le señaló un lugar, sin que K. acertase a ver. La actitud de aquel hombre se le hacía incomprensible; dejó transcurrir unos momentos, pero el pertiguero insistía en su ademán, reforzándolo con enérgicos movimientos de cabeza.
—Y, pues, ¿qué quiere? —dijo por lo bajo, como para sí.
No atreviéndose a levantar la voz en aquel lugar, sacó del bolsillo su portamonedas y cruzó la primera hilera de bancas para acercarse al hombre. Este hizo con la mano un ademán negativo, alzó los hombros y se fue, cojeando. Iba caminando de una manera parecida a la de K. cuando, siendo niño, trataba de imitar, cojeando rápido, el movimiento de un jinete montado en su caballo. «¡Qué ingenuo —pensó—, tiene apenas la inteligencia necesaria para el servicio de la iglesia! ¡Cómo se detiene cuando yo lo hago!, ¡cómo me espía cuando me adelanto!». Fue tras él, sonriendo, a lo largo de toda la nave lateral hasta casi a altura del altar mayor. El viejo no dejaba de mostrarle algo, pero K. se resistía a mirar, pensando que el gesto del pertiguero no tenía otro fin que el de evitar que lo siguiera. Por último, acabó por dejarlo, no queriendo turbar demasiado su quietud; no había que alarmarlo, por si acaso el italiano fuese aún a llegar.
Al pasar de nuevo por la nave central para volver al lugar donde había dejado su álbum, vio contra una columna, que casi rozaba las bancas del coro, un pequeño púlpito suplementario, muy sencillo, de piedra blanca y lisa. Era tan pequeño que, de lejos, parecía un nicho todavía vacío, destinado a una estatua. Un predicador no podría, seguramente, retroceder un solo paso del antepecho. Además, el tornavoz de piedra del púlpito se iniciaba muy por debajo y se elevaba, sin ningún adorno, siguiendo una curva tan pronunciada que un hombre de mediana estatura no podría mantenerse derecho en la tribuna y se vería forzado a permanecer constantemente inclinado hacia afuera del apoyo. El conjunto parecía organizado para tormento del predicador; era incomprensible para qué podía servir aquel púlpito, disponiendo de otro tan grande y ornado con tanto arte.
Aquel diminuto púlpito no habría sorprendido de tal forma a K. si no lo hubiese visto iluminado por una lámpara como las que suelen encenderse antes del sermón. ¿Habría sermón?, ¿en aquella iglesia deshabitada? K. miró la escalera del púlpito, la cual ascendía en espiral alrededor de la columna, y que era tan estrecha que se hubiera dicho que no fue construida para uso humano sino simplemente como motivo ornamental. K. sonriendo lleno de asombro, vio a un sacerdote que se hallaba allí, con la mano puesta en la barandilla y disponiéndose a subir la escalera, con los ojos fijos en K. y que incluso, le hizo una señal con la cabeza. K., al advertirla, se persignó, inclinándose, lo cual debió haber hecho desde antes. El sacerdote tomó algo de impulso y se puso a subir a pasos cortos y rápidos. ¿En verdad iba, pues, a empezar un sermón?, ¡el sacristán de hacía un momento no era tan falto de inteligencia como parecía!, ¿acaso había querido conducir a K. hacia el predicador, lo que tenía, de hecho, una explicación, dado que la iglesia estaba tan desierta? Pero ¿acaso no había en otra parte, delante de una imagen de la Virgen, una anciana a la que debieron haber atraído hacia allí?, y, si se había de pronunciar un sermón ¿por qué no lo precedían con el órgano? Pero el órgano estaba callado y sólo centelleaba débilmente en lo alto de las tinieblas donde anidaba bajo la bóveda.
K. se preguntaba si no debía darse prisa para marcharse; si no lo hacia en ese momento habría de abstenerse en ello mientras durara el sermón; estaría obligado a quedarse y ¡sería tanto tiempo perdido! Hacía ya mucho rato que debió haberse considerado sin obligación de esperar al italiano; consultó el reloj: marcaba las once. Mas ¿podrían, verdaderamente, predicar en este desierto?, ¿podía K. representar por sí solo a todo el rebaño de fieles? ¿Y si sólo fuese un turista de paso? En el fondo ¿no lo era? No tenía sentido que fueran a predicar ahora, en un día cualquiera de la semana, a las once, con el más horroroso de los tiempos. El abate, ese joven moreno, del rostro rasurado, no podía ser sino un abate, seguramente sólo subía allí para apagar la lámpara encendida por error.
Pero no fue así. Por el contrario, después de examinar la lámpara, subió la mecha; luego se volvió lentamente hacia el apoyo y se salió de su reborde con las dos manos. Por unos momentos permaneció en aquella posición, mirando a su derredor, sin mover la cabeza. K. había retrocedido; ahora se encontraba delante de la primera banca, con los brazos apoyados en el reclinatorio. De modo horroroso vio, en alguna parte, al cuidador, que se acurrucaba tranquilamente, con la espalda encorvada, como alguien que da por terminado su trabajo. ¡Qué silencio el de esa catedral! Sin embargo, K. había de perturbarlo; no tenía la intención de quedarse; si la obligación del abate era venir a predicar en este templo a una hora determinada, sin tomar en cuenta el público, no tenía más que hacerlo. Lo conseguiría de igual modo aun cuando K. no estuviera allí, pues, la presencia de este único oyente no había de acrecentar en mucho el efecto del sermón. Así pues, K. se puso muy despacio en movimiento, atravesó la nave a lo largo de la banca, caminando de puntillas, llegó al pasillo central y avanzó hacia la salida, sin dificultad, salvo que las losas de piedra resonaban a la menor pisada, y que, además, las bóvedas repetían sordamente el ruido de sus pasos, según las leyes de una incansable progresión, con ecos variados.
Sentíase algo confundido al cruzar, bajo la mirada del cura, esas largas filas de bancas vacías; la magnitud de la catedral le parecía justo en el límite de lo que el hombre puede soportar. Al pasar junto a su anterior asiento, sin detenerse un instante siquiera tomó al vuelo su álbum. Estaba a punto de dejar la zona de las bancas y se iba acercando hacia el espacio libre que le separaba de la salida, cuando oyó por vez primera la voz del sacerdote. Era una voz potente y educada. ¡Cómo resonaba en el templo, tan dispuesto a recibirla! Pero no era a los fieles a quienes el eclesiástico llamaba, no había porqué engañarse con ello ni buscar evasivas; acababa de nombrarlo: «¡Joseph K!».
K. se detuvo al punto, con los ojos bajos. Todavía estaba libre. Podía avanzar y escaparse por una de las tres puertecitas tenebrosas que veía a pocos pasos de él. Eso significaría que él no había entendido o que, al menos, de haber entendido, no le preocupaba lo que pudieran decirle. En cambio, si se volvía sería el fin: estaría atrapado, admitiría haber comprendido tener conciencia de ser a él a quién se llamaba y estar dispuesto a obedecer.
Si el sacerdote hubiera insistido, K. se habría marchado, seguramente; mas, como fuese que el silencio se prolongó tanto tiempo como él hubo callado, volvió ligeramente la cabeza para ver lo que hacía el abate. Este se había quedado en el púlpito tan tranquilo como antes, pero se notaba claramente que advirtió el gesto de K. Hubiera sido infantil, en tal situación, no volverse por completo. K. realizó una media vuelta y vio que el sacerdote le hacía una seña para que se acercase. Como todo ya se había aclarado, se dirigió hacia el púlpito a grandes pasos, a la vez que por curiosidad por acelerar el fin del asunto. Se detuvo a la altura de las primeras bancas, pero la distancia era aún demasiado grande, en opinión del sacerdote, ya que extendió el brazo y, con el índice, señaló un lugar cerca del púlpito. K. obedeció; desde el lugar indicado no tenía más remedio que estirar la cabeza para ver a su interlocutor.
—Tú eres Joseph K. —dijo el abate.
—Sí —respondió K., reflexionando en la facilidad con que en otras épocas decía su nombre.
Eso era, por el contrario, desde algún tiempo, algo que para K. constituía un suplicio; en la actualidad, todo el mundo sabía su nombre. ¡Qué agradable era no ser conocido antes de que uno hubiese sido presentado!
—Estás acusado —dijo el abate, en voz sumamente baja.
—Sí —dijo K.—; estoy advertido.
—Entonces, eres el que busco —dijo el abate—. Soy el capellán de la cárcel —añadió.
—¡Ah, vaya! —dijo K.
—Te hice venir aquí para hablarte —dijo el cura.
—No lo sabía —dijo K.—. Vine para mostrar la catedral a un italiano —explicó K.
—Olvida lo secundario —dijo el abate—. ¿Qué llevas en la mano?, ¿es un devocionario?
—No —respondió K.—; es un álbum de curiosidades de la ciudad.
—¡Suéltalo! —dijo el abate.
K. arrojó el álbum con tanta violencia que se destrozó al caer, con un ruido seco, y rodó por el suelo.
—¿Ya sabes que tu proceso va mal? —preguntó el abate.
—Así me parece —dijo K.—. Me he preocupado mucho por él hasta ahora, sin resultado; a decir verdad, mi recurso aún no está listo.
—¿Cómo crees que habrá de terminar eso? —dijo el abate.
—Antes —respondió K.— yo creía que mi proceso terminaría bien; actualmente, a veces lo dudo. ¡No sé qué final pueda tener! ¿Tu lo sabes?
—No —dijo el abate—; pero temo que termine mal. Te consideran culpable. Tu proceso no saldrá posiblemente de la competencia de un tribunal inferior. Por el momento, por lo menos, se considera tu falta como probada.
—Pero ¡yo no soy culpable! —dijo K.—; es un error. Por otra parte, ¿cómo puede prejuzgarse a un ser humano culpable? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros.
—Exacto —respondió el abate—; es así como hablan los culpables.
—¿Tú también estás predispuesto contra mí? —preguntó K.
—No tengo ningún prejuicio contra ti —respondió el abate.
—Te lo agradezco —dijo K.—, porque todos los que se ocupan de mi proceso se forman un prejuicio en contra mía, y hacen que quienes nada tienen que ver con él lo compartan con ellos, y mi situación se vuelve cada vez más difícil.
—Te confundes con los hechos —dijo el abate—. La sentencia no viene de golpe; el procedimiento conduce a ella poco a poco.
—Precisamente en eso estoy —dijo K., bajando la cabeza.
—¿Qué vas a hacer ahora por tu proceso? —preguntó el abate.
—Voy a buscar ayuda todavía —dijo K., levantando la cabeza para tratar de captar lo que pensaba el eclesiástico—. Hay ciertas posibilidades a las cuales no he recurrido.
—Buscas demasiado la ayuda de los demás, sobre todo de mujeres —le respondió el abate, en un tono de reprobación—. ¿Es que no te das cuenta que ellas no son de verdadera ayuda?
—En ocasiones —dijo K.—, y hasta con frecuencia, podría concederte la razón, pero no siempre. Las mujeres tienen una gran preponderancia. Si lograra convencer a ciertas mujeres a las que conozco para que, unidas, trabajasen a favor mío, acabaría por obtener el triunfo. Sobre todo con esta justicia en la que únicamente se encuentra perseguidores de faldas. No hay más que mostrar de lejos una mujer a un juez de instrucción, y este será capaz de brincar por encima de su escritorio y del acusado para alcanzarla a tiempo.
El abate bajó la cabeza hacia el antepecho; era la primera vez que parecía oprimido por el techo del púlpito. ¿Qué tiempo haría allá, afuera? Ya no se trataba de un día gris: ya era plena noche. Ningún color de los grandes vitrales se reflejaba en la sombra de las paredes. Sin embargo, precisamente ahora el pertiguero aquel se dedicaba a apagar uno tras otro todos los cirios del altar mayor.
—¿Me guardas rencor? —preguntó K. al abate—. ¿Tal vez no sabes a qué justicia sirves?
No obtuvo respuesta, y añadió:
—Únicamente he hablado de mis experiencias.
Pero tampoco hubo respuesta de allí arriba.
—No tuve la intención de ofenderte —dijo K.
Ahora, el abate vociferó desde el púlpito:
—Y, pues, ¿no ves a dos pasos de distancia?
Lo había dicho enfurecido, aun cuando, al mismo tiempo, como quien ve que alguien cae y se altera involuntariamente porque es presa del temor.
Ambos guardaron silencio. Al abate se le dificultaba ver a K., debido a la obscuridad que reinaba bajo el púlpito, en tanto que K. lo veía a la luz de la lamparita. ¿Por qué no bajaba el abate? No había pronunciado el sermón; simplemente se limitó a dar unas indicaciones a K.; y era probable que ellas le hicieran más daño que bien si las tomaba en cuenta con toda exactitud. Pese a todo, no había duda de la buena intención del sacerdote. Si bajara del púlpito, K. podría llegar a una inteligencia con él; recibir un consejo del sacerdote no era un imposible; si así fuera, seguramente resultaría aceptable y decisivo; por ejemplo, aun cuando no mostrase cómo influir en el procedimiento, podría sí aconsejarle cómo salir del cerco del proceso, cómo poderlo soslayar y vivir fuera de él. Tal posibilidad debía existir; últimamente, K. había pensado en ella a menudo. De conocerla el abate, ¿la revelaría cuando se lo pidiera? Le asaltaba la duda, pues, ¿no pertenecía a la justicia el propio sacerdote?, ¿no había reprimido con furia su natural dulzura para recriminar severamente a K. cuando atacó al tribunal?
—¿No quieres bajar? —preguntó K.—. No hay que predicar… Ven conmigo, ¿no?
—Sí, ahora ya puedo hacerlo —dijo el abate, arrepentido seguramente de haberse exaltado, mientras descolgaba la lámpara—. Era necesario que empezara por hablar desde lejos. De lo contrario, me es fácil dejarme influir y, se me olvida mi ministerio.
K. lo esperó al pie de la escalera. El abate le tendió la mano al bajar, aún antes de pisar el suelo.
—¿Puedes concederme un poco de tiempo? —pidió K.
—Tanto como quieras —dijo el abate, poniendo a su alcance la lamparita para hacérsela llevar.
Hasta de cerca conservaba en toda su persona cierto porte de solemnidad.
—Eres muy amable conmigo, —dijo K.
Iban y venían uno junto al otro por la nave lateral, en medio de las tinieblas.
—Eres una excepción entre todos los que sirven a la justicia —agregó—, inspiras más confianza que cualquier otro de ellos, y conozco ya a muchos. Contigo puedo hablar abiertamente.
—No te engañes —dijo el abate.
—¿En qué podría engañarme? —preguntó K.
—Es acerca de la justicia que te engañas —le dijo el abate—, y de este error se habla en las Escrituras, por lo que precede a la Ley. Escucha: «Un centinela se encuentra apostado ante la Ley; cierto día, llega un hombre hasta él y le pide permiso para entrar. El centinela le dice que no puede dejarlo entrar en ese momento. El hombre reflexiona y pregunta, entonces, si podrá entrar más tarde. “Es posible —dice el centinela—, pero no ahora”. El centinela se retira de la puerta, abierta como de costumbre, y el hombre se asoma para observar el interior. El centinela, viéndolo hacer, ríe y dice: “Si tanto lo deseas, prueba de entrar no obstante mi prohibición; pero ten en cuenta que soy poderoso, y no soy sino el último de los centinelas. Encontrarás centinelas cada vez más poderosos a la entrada de cada sala; a partir de la tercera ni yo puedo soportar la presencia de ellos”. El hombre no se esperaba tantas dificultades, pensaba que la Ley debía ser accesible a todo el mundo y en cualquier momento; ahora, al examinar más detenidamente el abrigo de pieles, del guardián, su nariz grande y picuda, su larga barba rala y negra, al estilo tártaro, se decide a esperar, sin embargo, hasta que se le permita entrar. Él centinela le da un banquillo y lo hace sentar al lado de la puerta. Allí permanece durante largos años. Una y otra vez repite los intentos, a fin de que le dejen pasar, y colma al centinela con sus ruegos. En ocasiones, el centinela lo somete a breves interrogatorios, le pregunta acerca de su pueblo y de otros temas, pero no son más que cuestiones indiferentes, como las que plantean los señores importantes; para terminar, siempre le dice que no puede dejarlo entrar. El hombre, que para su viaje se ha procurado de toda suerte de provisiones, emplea todo, por muy apreciado que le sea, para sobornar al centinela; y este lo toma todo, pero le dice: “Si lo acepto es sólo para que no puedas pensar que has descuidado algo”. En el curso de los largos años de espera, el hombre no deja casi nunca de observar al centinela. Pasa por alto a los demás centinelas, salvo al primero, de quien sospecha que es el único que le impide entrar en la Ley, y maldice a voces la crueldad del destino durante los primeros años; más tarde, al envejecer, no hace sino rezongar: vuelve a la infancia. Y como son tantos los años durante los cuales se ha dedicado a observar al centinela, acaba por conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, a las cuales pide que lo ayuden a doblegar al guardián. Por último, su vista se ha debilitado; no acierta a saber si en verdad se hizo de noche en derredor suyo, o si sus ojos lo engañan. Mas, en ese momento, en medio de la obscuridad, vislumbra un resplandor a través de las puertas de la Ley. Desde ahora, ya no le queda vida por mucho tiempo. Antes de morir, todos los recuerdos acuden a su mente para imponerle una pregunta que él todavía no ha formulado. Y no pudiendo ya erguir su cuerpo rígido, hace una señal al guardián para que se aproxime. El guardián se ve obligado a inclinarse mucho hacia él, ya que la diferencia de sus estaturas se ha modificado excesivamente. “¿Qué quieres saber aún? —le pregunta— ¡eres insaciable!”. “Si todo el mundo quiere conocer la Ley —le dice el hombre— ¿cómo es posible que, desde hace tanto tiempo, nadie te haya pedido, salvo yo, que le dejes entrar?”. El guardián se da cuenta que para el hombre es el fin, e, intentando llegar hasta el tímpano aniquilado, le dice a voces, junto al oído: “Sólo tú tenías derecho de entrar aquí, pues esta entrada únicamente estaba hecha para ti; ahora me voy, y cierro”.»,
—O sea, que el centinela engañó al hombre —dijo K., de inmediato, pues se había interesado vivamente por la historia.
—No te precipites al juzgar —dijo el abate—; no hagas tuyas, sin reflexión, las opiniones de los extraños. Te acabo de referir la historia según el texto de las Escrituras. Ahí no se dice que el hombre haya sido engañado.
—De todos modos, está bien claro —opinó K.—; el centinela habló cuando ya era demasiado tarde.
—Aún no había sido interrogado —dijo el abate—; piensa, también, que no era sino un simple centinela; y, como tal, había cumplido con su deber a la perfección.
—¿Por qué aseguras que había cumplido su deber a la perfección? —preguntó K., y se adelantó a la respuesta—: No lo cumplió. Su deber era, posiblemente, vedar el paso a los extraños; mas debió haber dejado pasar a ese hombre a quien se le destinó la entrada.
—No respetas lo suficiente las Escrituras; tergiversas la historia —dijo el abate—. La historia contiene, en relación a la entrada, dos declaraciones de importancia hechas por el guardián: una, al principio; otra, al final. La primera dice que él no podía permitir, en aquel momento, la entrada al hombre; la segunda dice; «Esta entrada únicamente estaba hecha para ti». Si existiera una contradicción entre estas dos declaraciones, podrías tener razón: el centinela habría engañado al hombre. Pero no existe contradicción. Volviendo a las declaraciones, la primera anuncia la segunda. Podríamos casi decir que el centinela se excede en el cumplimiento de su deber al permitir al hombre que considere la posibilidad de entrar más tarde. En aquel momento, es posible que su deber haya sido, simplemente, negar la entrada al hombre. En efecto, muchos exegetas se asombran de que el guardián haya podido permitirse tal insinuación, pues parece ser un amante de la exactitud y riguroso cumplidor de su deber. Por largos años vela, sin abandonar su puesto, y no cierra la puerta sino hasta el final; tiene conciencia del alcance de su misión, pues dice: «Soy poderoso», y respeta a sus superiores puesto que declara: «yo no soy sino el último de los centinelas». No es hablador, ya que deja pasar mucho tiempo ante de hacer preguntas indiferentes, conforme el texto de las Escritoras; tampoco es venal, ya que, cuando acepta los obsequios, dice: «Si lo acepto es sólo para que no puedas pensar que has descuidado algo». No se deja conmover ni exasperar por cuanto atañe al cumplimiento de su deber, pues se dice del hombre: «colma al centinela con sus ruegos». En suma, su propio físico delata un carácter cargante, puesto que es de nariz grande y picuda, de larga barba rala y negra, al estilo de los tártaros. ¿Puede encontrarse un portero más fiel? Pero en su carácter hay otros rasgos que son sumamente favorables para quien solicita la entrada, los cuales nos demuestran, en cualquier caso, que el guardián haya podido excederse en el cumplimiento de su deber, al dejar traslucirse la insinuación a la cual me referí con respecto a las posibilidades que el hombre de nuestra historia pudiera tener, más tarde, de penetrar en el seno de la Ley. Nadie se atrevería a negar, de hecho, que ese portero no hubiese sido algo simple y engreído, lo cual en parte se derivaría de cierta ingenuidad suya. Por más precisas que sean sus declaraciones en relación a su poder y al de los demás guardianes, de los cuales dice que ni él puede soportar la presencia de ellos, el tono que usa al hacerlas demuestra que su punto de vista se encuentra enturbiado por la puerilidad y el orgullo. Los historiadores afirman al respecto que es posible comprender algo y engañarse a un tiempo acerca de lo mismo. De cualquier modo, uno está forzado a admitir que así se manifiesten muy ligeramente tanto el orgullo como la ingenuidad, no dejan de menoscabar la firmeza del cuidado de la entrada; lo cual quiere decir que existen fallas en el carácter del guardián. Hay que agregar, además, que el portero parece ser amable de por sí. No siempre persiste en la actitud a que le obliga su cargo. Desde los comienzos bromea con el hombre, cuando lo invita a pasar, no obstante su prohibición; luego, no lo echa, antes bien le da personalmente un banquito y deja que tome asiento al lado de la puerta. La paciencia con la que, durante tantos años, sobrelleva el apremio del hombre, nos lo hacen ver propenso a la compasión; asimismo las breves conversaciones que entabla, los obsequios que acepta y su condescendencia al soportar que el hombre maldiga ante él la crueldad del destino, siendo que en su condición de portero es, pese a todo, quien lo representa. No todos se hubieran comportado así. Por último, ¿acaso no acude y se inclina hacia el hombre a una simple señal suya para facilitarle la postrer pregunta? No se le pueden advertir huellas de impaciencia, como no sea en estas palabras: «eres insaciable»; el centinela sabe que en ese instante todo ha terminado; hay quienes van más lejos y sostienen que esa exclamación expresa cierta admiración amistosa, si bien, a decir verdad, encierra una ligera condescendencia. De todas maneras, el centinela es un personaje presentado en forma muy distinta a como tú lo pensaste.
—Si, conoces mejor la historia que yo y desde hace más tiempo —dijo K.
Ambos guardaron silencio por unos instantes; luego, K. declaró:
—Así, piensas que el hombre no fue engañado.
—No te confundas respecto a mis palabras —respondió el abate—. Yo sólo expongo las diversas tesis planteadas ante una misma situación. No des demasiada importancia a las glosas. Las Escrituras son inmutables y las glosas no son, a menudo, sino la expresión de la desesperanza que experimentan los glosadores. En el caso que nos ocupa, hay comentaristas que pretenden que el guardián fue el engañado.
—Pues, ¡si que van lejos! —exclamó K.—. Y, ¿cómo lo prueban?
—Tal afirmación —dijo el abate— se funda en la ingenuidad del portero. Se dice que no conoce el interior de la Ley, sino tan sólo el camino que él recorre delante de la puerta. Los glosadores consideran pueril la idea que él tiene del interior y piensan que es con su propio temor con el que quiere atemorizar al hombre; inclusive que su temor es más fuerte que el del hombre, pues este no pide más que entrar, pese a que le han hablado de horrendos centinelas, en tanto que el propio guardia no quiere entrar, o al menos no es esa su preocupación. Otros opinan que es de suponer que haya entrado, puesto que ha sido elegido para el servicio de la Ley y que la contrata sólo pudo efectuarse en el interior. Pero a uno le asiste el derecho de responderles que pudo muy bien haber sido designado desde adentro sin que se requiriera entrar, y que, de todos modos, no habría ido muy lejos, puesto que a partir del tercer centinela no soporta la presencia de ninguno. Además, en ninguna parte queda dicho que durante tantos años en los que el hombre espera, haya el centinela referido jamás algo, sea lo que fuere, del interior, exceptuando su reflexión a propósito de los centinelas. Naturalmente, podría ser que le estuviera prohibido hablar de ello, pero no lo menciona siquiera. Se saca en conclusión que él nada sabe del aspecto ni de la importancia del interior, y que se engaña acerca de ello. Y se equivoca, también, acerca del aldeano, pues él es inferior a ese hombre y lo ignora. Que es un hecho el trato que le da como a inferior, se pone de manifiesto en varios pasajes, los cuales, sin duda, recuerdas todavía. Aparte todo esto, la realidad de que es inferior queda muy clara en la tesis que aquí expongo: Primero, el hombre libre es superior al hombre sujeto. Ahora bien, el hombre que ha llegado es libre, puede ir a donde guste; lo único que le está vedado es el acceso a la Ley, y sólo hay una persona que se lo impida: el guardián. Si se sienta al lado de la puerta y ahí pasa el resto de su vida, lo hace por su propia voluntad; la historia no menciona que se le obligara a ello nunca. En cambio, el guardián está sujeto a su puesto porque su deber lo exige; no puede alejarse ni, tampoco, por ningún concepto aparente, introducirse, así lo desee. Más aún: si está al servicio de la Ley, sólo la sirve en lo concerniente a esa entrada. En consecuencia, de hecho sólo la sirve por ese hombre al cual ha sido destinada la entrada. Ahí podemos hallar una razón más para considerarlo como un subordinado. Cabe admitir que durante muchos años ha debido realizar su trabajo inútilmente; toda la vida de un hombre, por así decir, pues se habla de que llega un hombre, y se sobreentiende, por lo tanto, que está en edad madura, lo cual hace suponer que el centinela ha debido esperar mucho tiempo antes de ejercer su función; esperar, para ser exactos, tanto como le plugo al hombre, el cual llegó cuando quiso. Y es hasta el fin de esa espera prolongada que él depende de ese hombre, puesto que no termina sino con la inminente muerte del visitante; así pues, permanece subordinado a él hasta el fin. Además, el texto demuestra a cada instante que el guardián da la impresión de ignorar todo eso. Por otra parte los glosadores no ven ahí nada de sorprendente, pues, en su opinión, el guardián se engaña aún más burdamente acerca de otro punto: conocer a fondo su función. ¿Acaso al final no dice: «ahora me voy, y cierro»? Pero queda dicho al principio que la puerta de la Ley está abierta como de costumbre y, siendo así, esto es, independientemente de la duración de la existencia del hombre al cual está destinada, el propio centinela no debería cerrarla. Aquí las opiniones se contradicen. Unos opinan que el centinela, al declarar que cerrará la puerta, da simplemente una respuesta; otros opinan que quiere destacar su deber; hay quienes aseguran que busca hundir al hombre en sus remordimientos, hasta su último pesar. Sin embargo, un considerable número de comentaristas está de acuerdo en afirmar que él no podrá cerrar la puerta; inclusive, piensan que al final por lo menos, queda inferior al hombre en conocimientos, pues este vislumbra un resplandor a través de la puerta de la Ley, en tanto que el centinela siempre da la espalda a la entrada, en su calidad de guardián, y no testimonia, con ninguna declaración, que haya advertido algún cambio.
—Eso sí está bien fundado —dijo K., que se había mantenido atento a la explicación del abate e, incluso, había repetido a media voz ciertos pasajes—. ¡Muy bien fundado! Ahora hasta yo creo que el guardián se engaña. Mas ello no borra la primera impresión que me produjo la historia, la cual coincide que con la que acabo de experimentar. No tiene gran importancia el hecho de que el guardián vea o no con claridad, podría dudarse de ello; pero, si él está engañado, con mucha más razón lo está el hombre. El centinela deja, en tal caso, de ser engañoso. Mas eso sí, aparece tan ingenuo que merece ser despedido de inmediato. Imagina, en efecto, que si el error en el que se encuentra no le perjudica, es, en cambio, muchísimo más peligroso para el hombre.
—Estás tocando aquí la tesis divergente —le dijo el abate—. Ha habido quienes han dicho que la historia no concede a nadie el derecho de juzgar al centinela. De cualquier modo que se nos presente no deja de ser un servidor de la Ley, y escapa, pues, al juicio humano. Desde este punto de vista, no se le debe considerar ya inferior al hombre, pues, el solo hecho de que esté sujeto por su servicio a una entrada, así sea una sola, de la Ley, lo sitúa incomparablemente en un nivel superior al del hombre que vive en el mundo, aun cuando viva con libertad. El hombre se acerca a la ley por primera vez, en tanto que el centinela ya se encuentra en ella. Este fue elegido por la Ley para que le sirviera; poner en duda la dignidad del guardián equivaldría a dudar de la Ley.
—No comparto esa opinión —dijo K., meneando la cabeza—. De aceptarse, habría que creer todo lo que dice el guardián, y eso no es posible. Inclusive, tú has expuesto claramente las razones.
—No —dijo el abate—; no está uno obligado a dar por cierto todo lo que él dice; es suficiente con que todo se considere necesario.
—Triste opinión —dijo K.; por ella la mentira estaría a la altura de una norma en el universo.
K. emitió esa observación, pero su juicio no era definitivo. Se sentía excesivamente fatigado para poder profundizar todo el alcance de la historia hasta sus últimas consecuencias. Además, ella conducía su pensamiento por sendas con las que no estaba familiarizado; lo instigaba a preocupaciones quiméricas, que merecían ser más bien discutidas por gente de la justicia que por él. La historia inicial se había vuelto irreconocible; no deseaba sino olvidarla. El abate lo toleró con mucho tacto y aceptó su reflexión sin pronunciar una palabra, si bien no estaba de acuerdo con sus propios sentimientos.
Siguieron caminando un rato más en silencio. K. no se separaba del abate un paso siquiera, pues era tal la obscuridad que no acertaba adonde dirigirse. La lámpara que sostenía en la mano se había apagado desde hacía mucho tiempo. Justo delante suyo vio el centelleo de la imagen de plata de un gran santo, que en seguida pasó de nuevo a la sombra. Con el fin de no seguir enteramente a merced del abate, le preguntó:
—¿No estamos ya cerca de la entrada principal?
—No —respondió el abate—; nos encontramos a mucha distancia. ¿Quieres irte ya?
Aun cuando K. no lo había pensado por el momento, dijo al punto:
—Naturalmente; debo irme. Soy el apoderado de un Banco, donde me esperan. Vine únicamente para mostrar la catedral a uno de nuestros clientes extranjeros.
—Muy bien, pues, ¡vete! —dijo el abate, y le tendió la mano.
—Pero es que me siento perdido, yo solo, en esta obscuridad —dijo K.
—Alcanza la pared de la izquierda, síguela sin dejarla nunca y así darás con una salida.
El abate se había alejado unos pasos cuando K. exclamó con voz muy alta:
—¡Espera aún, por favor!
—Espero —dijo el abate.
—¿No tienes algo más que preguntarme? —pidió K.
—No —dijo el abate.
—Hace poco eras tan gentil conmigo… —dijo K.—. Me explicabas todo; y, ahora, me dejas como si no quisieras saber nada de mí.
—Me dijiste que debías irte —respondió el abate.
—Sí, claro, compréndelo —dijo K.
—Antes, comprende quién soy —dijo el abate.
—Eres capellán de prisiones —dijo K., acercándose hacia él.
No necesitaba regresar al Banco tan pronto como dijo; podía muy bien quedarse aún.
—Ello significa que pertenezco a la justicia —dijo el abate—. Siendo así, ¿qué podrías importarme? La justicia no quiere saber nada de ti. Te recibe cuando vienes; te deja cuando te vas.