EL SEÑOR BLOCK, NEGOCIANTE - K. SE DESLIGA DE SU ABOGADO
Al fin, K. tomó la decisión de dar las gracias a su abogado y retirarle la defensa. En el fondo no dejaba de preguntarse si con ello procedía bien, pero la convicción de que su actitud era necesaria pudo más que sus titubeos. El esfuerzo que tuvo que hacer para decidirse lo había rendido de tal modo, que aquel día en que se propuso emprender la acción no pudo sino trabajar con mucha lentitud en la oficina; y apenas dieron las diez ya se encontraba ante la puerta del abogado. Antes de llamar, aún estuvo reflexionando si no sería preferible resolver la cuestión por escrito o mediante la vía telefónica, pues pensaba que la entrevista resultaría seguramente muy embarazosa. Todo bien meditado, optó por la conversación personal. De lo contrario el abogado respondería con el silencio o con una fórmula previamente elaborada, y, a menos que Leni lograse descubrir algo, K. no llegaría a saber nunca cómo había reaccionado el Maestro Huid con la noticia de su exclusión, ni las consecuencias que ello podría acarrear según las doctas conjeturas de ese experto. Mientras que, si K. estaba ante él y le sorprendía súbitamente con su decisión, vería fácilmente en su rostro y en sus reacciones cuanto le interesaba saber, aun cuando el abogado escatimara las palabras. Así, K. no desechaba la posibilidad de rectificar su decisión.
Como de costumbre, la primera llamada no surtió efecto. «Leni podría andar un poco más aprisa», pensó. Por lo menos era satisfactorio que nadie se entrometiera, pues en esas ocasiones solía haber algún vecino que se ponía a protestar, como el primer día aquel señor en bata. Al oprimir el botón por segunda vez, K. se volvió para ver la puerta detrás suyo, pero ahora permanecía cerrada. Por fin, dos ojos aparecieron en la mirilla Esos ojos no eran los de Leni. Alguien dio vuelta a la aldabilla, pero, aún apoyado contra la puerta, exclamó: «¡es él!», y sólo entonces la puerta se abrió enteramente, cuando K. iba ya a empujarla, en el momento en que había oído girar la llave en la cerradura de la puerta del vecino; por eso K. entró con la rapidez del rayo en el vestíbulo, y pudo ver a Leni, pues era precisamente a ella a quien se había dirigido, la cual huía en camisón por el pasillo al que daban las habitaciones. K. la siguió un momento con la mirada; luego se fijó en el individuo que abrió la puerta. Era un hombrecillo enjuto, barbudo, y sostenía una vela en la mano.
—¿Es usted un empleado de aquí? —preguntó K.
—No, señor —respondió el hombre—; no soy de la casa. El abogado es sólo mi representante; he venido por un asunto judicial.
—Así, sin chaqueta, ¿eh? —preguntó K., señalándole su escasa indumentaria.
—¡Oh!, ruego me disculpe —dijo el hombre, alumbrándose con la vela, como si comprobara su real estado.
—Leni, ¿es la querida de usted? —preguntó K. secamente.
Estaba plantado con las piernas separadas, y sostenía su sombrero con las manos tras la espalda. El hecho de llevar aquel abrigo de pieles le hacía sentirse superior a ese hombrecillo raquítico.
—¡Oh, por Dios! —exclamó aquel, levantando una mano delante del rostro, aterrorizado y como defendiéndose—. No, no —añadió—. ¿Cómo pudo pensar eso?
—Parece que es usted digno de crédito —dijo K.—; de todas maneras, ¡sígame! —si bien con el sombrero le hizo la seña de que pasara adelante, preguntándole, mientras caminaba—: ¿Cómo se llama usted?
—Block, soy el negociante Block —respondió el hombrecillo, volviéndose hacia K. para presentarse, sin que este le permitiera detenerse.
—¿De verdad es su nombre? —preguntó K.
—Así es —le respondió—. ¿Por qué lo duda?
—Creí —le respondió K.— que usted podía tener razones para ocultar su verdadero nombre.
K. se sentía con tanta libertad como cuando, lejos del hogar, se charla con gente del pueblo, guardándose lo que sólo a uno mismo le concierne y hablando con seriedad únicamente acerca de los intereses de aquel que toma parte en el diálogo, lo cual parece elevarlo ante nuestros ojos, si bien autoriza, en compensación, a desentenderse cuando uno así lo quiere.
Al llegar frente a la puerta del despacho del Maestro Huid, K. se detuvo, abrió y, en tono imperativo, dijo al negociante, que dócilmente se había pasado de largo.
—¡Eh, no tan aprisa!, ¡alumbre aquí!
En la creencia de que Leni pudo haberse escondido allí, hizo que acercara la luz por todos los rincones, pero la pieza estaba vacía. Ante el gran retrato del juez, K. detuvo por los tirantes a su compañero.
—A este, ¿lo conoce? —preguntó, levantando el índice para señalarlo.
El negociante, a su vez alzó la vela, miró hacia arriba y, parpadeando, dijo:
—Es un juez.
—¿Un juez importante? —preguntó K., situándose al lado de Block, para observar la impresión que le causaba el cuadro.
—Es un juez importante —afirmó, con la mirada plena de admiración fija en el cuadro.
—Poco entiende usted de eso —dijo K.—. De entre todos los jueces de baja categoría, este es el más insignificante que puede haber.
—¡Oh!, ¡ya me acuerdo ahora! —dijo el negociante, bajando la vela—, ya lo había oído decir también.
—¡Pues, claro! —exclamó K.—. No pensaba en ello. Naturalmente, usted ya lo sabía.
—Y, ¿por qué?, ¿por qué, pues? —preguntó el negociante, mientras caminaba hacia la puerta, en cuya dirección K. lo iba empujando.
En cuanto estuvieron de nuevo en el pasillo, K. le preguntó:
—¿Usted sabe en dónde se ha escondido Leni?
—¿Escondido?, ¡oh, no! —dijo el negociante—; podría muy bien encontrarse en la cocina, preparando un caldo para el abogado.
—¡Haberlo dicho antes! —exclamó K.
—Quería conducirlo allí, pero usted me llamó… —respondió el negociante, desconcertado por las órdenes contradictorias de K.
—Se cree usted muy astuto, ¿verdad? Pues bien, condúzcame.
K. no había estado nunca en la cocina; era muy espaciosa, con una extraordinaria cantidad de utensilios; la hornilla, por ejemplo, era tres veces más grande que una cocina común; pero no se llegaba a distinguir pormenores de lo demás, pues la estancia no estaba alumbrada más que por una lucecita suspendida a la entrada. Leni se encontraba con su delantal blanco, como de costumbre; vaciaba huevos en una cacerola puesta sobre un anafe.
—Buenas noches, Joseph —dijo ella, dirigiéndole una mirada.
—Buenas noches —dijo K., señalando a un tiempo, con el dedo, una silla al negociante, el cual se sentó en ella.
K. se acercó a Leni por la espalda y, bajando la cabeza hasta su hombro, le preguntó:
—¿Quién es este hombre?
Leni rodeó con una mano la cintura de K., mientras con la otra continuaba revolviendo lós huevos en la cacerola; en seguida, le hizo ponerse frente a ella y le dijo:
—Es un pobre hombre, un pobre negociante; se llama Block. ¡Basta con verlo!
Se volvieron los dos para mirarlo. El negociante seguía sentado en el lugar que K. le había señalado y, como fuese que de un soplo apagó la vela porque la luz ya no era necesaria, apretaba la mecha para que no humeara.
—Cuando llegué estabas en camisón —dijo K., tomándole la cabeza para obligarla a volverla hacia la hornilla.
Leni se quedó callada.
—¿Es tu amante? —preguntó K.
Ella quiso coger la cacerola, pero K. le tomó las dos manos y le dijo:
—¡Vamos, responde!
—Ven conmigo al despacho; te explicaré todo —dijo ella.
—No —dijo K.—, dímelo aquí.
Leni se prendió del cuello de K. y quiso besarlo.
—No quiero que me beses ahora —le dijo él, rechazándola.
—Pero, Joseph —le dijo Leni, con tono suplicante y la mirada puesta en sus ojos—; ¿no estarás celoso del señor Block, verdad? —y volviéndose hacia este, añadió—: Rudi, ayúdame, ¿no ves que desconfía de mí?, ¡deja ya tu vela!
Podría haberse pensado que él no prestó atención a lo que Leni acababa de decirle; sin embargo, demostró que estaba al corriente al responder, si bien con lentitud mental:
—No comprendo por qué tendría que estar celoso.
—Tampoco yo lo entiendo —contestó K., y lo miró sonriente.
Leni soltó la risa y aprovechó la distracción de K. para asirse de su brazo y decirle al oído:
—Déjalo ya, ¿no ves la clase de hombre que es? Me he interesado algo en él, porque es uno de los clientes más importantes del abogado; no por otra razón. Y tú ¿qué?, ¿quieres hablar hoy con él? Está muy enfermo, pero, si lo deseas, te anuncio en seguida. Eso sí, tendrás que pasar la noche conmigo. ¡Hace tanto que no venías a visitarnos! El propio abogado preguntaba por ti. Está pendiente de tu proceso. Por mi parte, tengo mucho que decirte de todo lo que he sabido. Empieza por quitarte el abrigo, ¿no? —y le ayudó a quitárselo, recogió el sombrero y fue de inmediato al vestíbulo para colgarlos, regresando a toda prisa con objeto de ver cómo estaban sus yemas revueltas.
—¿Te anuncio primero o le llevo su caldo?
—Primero anúnciame —dijo K.
Se sentía contrariado: antes que nada, él habría querido discutir a fondo con Leni su propósito; pero la presencia del negociante estorbó sus planes. Ahora que su asunto empezaba a parecerle de suma importancia, no podía permitir que ese insignificante Block fuera a entrometerse, jugando un papel que podía ser decisivo. Así pues, llamó a Leni, que ya avanzaba por el pasillo.
—Llévale de una vez el caldo —le ordenó—; es necesario que recupere energías para la conversación que vamos a sostener: ¡le harán falta!
—¿También usted es cliente del abogado? —dijo el negociante, con voz apagada, queriendo comprobarlo; sin embargo, se llevó una decepción.
—¡A usted qué le importa! —exclamó K.
—¡Tú cállate! —añadió Leni, y, dirigiéndose a K. dijo—: Le llevaré el caldo —y vertió el caldo con las yemas en una taza—. Sólo hay que temer que después se duerma demasiado pronto, pues lo hace en cuanto ha comido.
—Lo que tengo que decirle ya lo despertará —declaró K., con el ansia constante de hacer que Leni comprendiera su propósito de hablar con el abogado acerca de algo muy importante. Antes de abordar el tema, quería que Leni tomase la iniciativa de preguntarle; pero ella se limitaba a cumplir exactamente sus órdenes. Cuando pasó junto a él lo rozó, con toda intención, diciéndole por lo bajo:
—Apenas lo haya tomado te anunciaré, para que podamos encontrarnos lo antes posible.
—¡Ve! —dijo K.
—Sé más amable, ¿no? —dijo ella, volviéndose una última vez desde el arco de la puerta.
K. la siguió con la mirada. Estaba ya definitivamente resuelto a deshacerse del abogado. Valía más no decir nada del asunto a Leni; ella no conocía bien el curso de los acontecimientos y, probablemente, lo haría desistir. Además, si en esta ocasión aún dudaba, en adelante continuaría en la incertidumbre y no habría más remedio que volver a empezar; porque ahora sí su resolución estaba perfectamente bien fijada. Cuanto más pronto la llevara a efecto, menos serían los perjuicios. Tal vez el negociante podría, por lo demás, informarle al respecto. K. le dirigió la mirada. El negociante lo advirtió y, en seguida, hizo el intento de ponerse de pie.
—Siga, siga sentado —dijo K., y tomó una silla para sentarse junto a él—. ¿Es usted un antiguo cliente del abogado?
—Sí —afirmó el negociante—, un cliente muy antiguo.
—¿Cuántos años hace que él lo defiende?
—No sé de qué modo lo interpretará usted —respondió aquel—. En los problemas que mi negocio suscita (se trata de un comercio de granos), él me aconseja desde que lo emprendí, esto es, hace cerca de veinte años; y en mi proceso, seguramente de este quiere usted hablar, me representa desde que se inició, hace más de cinco años… Sí, más aún —añadió, abriendo una vieja cartera—; aquí lo tengo todo anotado. Si usted lo desea, puedo informarle la fecha exacta; uno no llega a retener todo. El proceso se sigue desde hace mucho más tiempo; se inició poco después de la muerte de mi mujer, que acaeció hace más de cinco años y medio.
K. se aproximó aún más a él, y preguntó:
—Así pues, ¿él también lleva cuestiones de derecho común?
Aquella combinación de los negocios y el derecho le parecía sumamente tranquilizadora.
—¡Claro que sí! —reafirmó el negociante, y añadió al oído de K.—: Dicen, también, que es aún más hábil en esta clase de asuntos que en los otros.
Se diría que el negociante lamentó haberse excedido, pues poniendo su mano en el hombro de K., añadió:
—Le ruego que no vaya a traicionarme.
—No, no soy un traidor —le dijo K., dándole unas palmaditas en la rodilla.
—¡Oh!, es muy vengativo —dijo por lo bajo el negociante.
—Tratándose de un cliente tan leal como usted —dijo K.— seguramente no hará nada.
—¡Oh!, verá usted —dijo el negociante—, cuando está furioso no hace distinciones; por otra parte, no se puede asegurar que yo le sea leal.
—¿Cómo?, ¿por qué? —preguntó K.
—¿Puedo confiar en usted? —preguntó a su vez el negociante, algo dudoso.
—¡Creo que puede usted hacerlo! —dijo K.
—¡Muy bien! —declaró el negociante—, le revelaré parte de mi secreto; a cambio de que usted, por su lado, me dé a conocer algo suyo, a fin de que estemos unidos ante el abogado.
—¡Muy precavido! —exclamó K.— Pero ¡sea! Le confiaré mi secreto, que lo tranquilizará a usted absolutamente. A ver, ¿en qué consiste su deslealtad?
—Tengo… —empezó por decir el negociante, titubeando como si fuera a confesar algo deshonroso— tengo otros abogados además de él.
—No es tan grave… —dijo K., algo decepcionado.
—En eso no —dijo el negociante, el cual desde que había declarado su secreto respiraba con dificultad, si bien iba adquiriendo un poco de confianza, impresionado por la reflexión de K.—, sólo que ello no se permite, y menos todavía tratándose de abogados clandestinos. Y este es el caso: tengo cinco abogados falsos.
—¡Cinco! —exclamó K. asombrado por el número—. ¿Cinco abogados, aparte de este? —preguntó.
El negociante afirmó con la cabeza y dijo:
—Estoy en tratos con el sexto.
—Pero ¿por qué tantos? —preguntó K.
—Los necesito a todos.
—¿Quiere usted explicarse?
—Es muy fácil. Ante todo —explicó el negociante—, naturalmente, no quiero perder mi proceso. Por eso no debo arriesgar nada que pueda favorecerlo; hasta en el caso de que esta esperanza sea endeble, no tengo el derecho de tentar la suerte. De ahí que haya invertido en mi proceso todo lo que poseo. He sacado todo el dinero de mi negocio. En otras épocas mis oficinas abarcaban todo un piso; en la actualidad me conformo con una reducida pieza y un simple aprendiz. No es sólo la salida del dinero lo que ha ocasionado este retroceso, sino, especialmente, la disminución de mi capacidad de trabajo. Cuando uno quiere hacer algo por su proceso, ya no puede dedicarse a nada más.
—Usted, personalmente, ¿maneja a la justicia? —preguntó K.—. Precisamente es acerca de eso que quería oírle hablar.
—No es mucho lo que puedo darle a saber en ese sentido —dijo el negociante—. Intenté hacerlo en los comienzos, pero tuve que desistir cuanto antes. Es algo sumamente agotador, de lo cual no se obtienen grandes ventajas. En seguida me resultó imposible gestionar y hacer tratos en las oficinas de la justicia. El simple hecho de que uno deba estar allí sentado, en espera de que llegue su turno, requiere un gran esfuerzo. Usted ya supo lo que es la atmósfera de esas oficinas.
—Y ¿cómo sabe usted que estuve allí? —preguntó K.
—Hacía yo antesala cuando usted pasó por allí.
—¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó K., olvidando completamente el aspecto ridículo del negociante, dado su interés por aquel hecho—. Así pues, ¿usted me vio cruzar? ¿Estaba usted en la sala de espera cuando pasé por allí? Efectivamente, fui una vez.
—¡No es una gran coincidencia! —expresó el negociante— estoy allí casi todos los días.
—En lo sucesivo —dijo K.— es muy posible que yo también vaya muy a menudo, y es probable que sea recibido con mucho menos respeto que aquella vez. Entonces, todos se pusieron de pie; seguramente me tomaron por un juez
—No —dijo el negociante—; nos pusimos de pie por el ujier; ya sabíamos que usted era un inculpado; noticias como esas se propagan con mucha rapidez.
—Entonces, ¿ustedes ya lo sabían? —insistió K.—. Siendo así, seguramente les habrá parecido orgullosa mi postura. ¿Nadie comentó al respecto?
—No, al contrario —expresó el negociante—. Pero dejemos eso: ¡no son más que tonterías!
—¿Cuáles tonterías? —preguntó K.
—¿Por qué me pregunta eso? —reclamó a su vez el negociante, con cierta impaciencia—. Usted da la impresión de no conocer aún a esa clase de personas. Debe siempre tener presente que es tanto lo que se oye decir entre ellas, que la razón no siempre llega a explicárselo todo; uno acaba excesivamente agotado, hay muchos temas que dejan frío, y uno se desvía hacia las supersticiones. Hablo de los otros, pero en el fondo no valgo más que ellos. Una de tales supersticiones estriba en la creencia de que se puede leer el desenlace del proceso en la cabeza del acusado y, sobre todo, en el contorno de sus labios. Quienes creen en esos presagios han dicho que, de acuerdo con los labios de usted, no transcurrirá mucho tiempo para que sea condenado. Es una creencia, lo repito, una creencia ridicula, desmentida en la mayoría de los casos por la experiencia; sin embargo, cuando uno vive en ese ambiente, es difícil sustraerse a tales pensamientos. Usted no puede imaginarse la fuerza que tiene esa superstición. Mientras usted estuvo allí habló con un hombre, ¿verdad?, y ese hombre casi no acertó a responderle. Puede haber muchas razones, naturalmente, para turbarse; en esa ocasión, el desconcierto suyo se debió, ciertamente, al aspecto de la boca de usted. Después nos explicó que él creyó ver en sus labios la señal de su propia condena.
—¿En mis labios? —preguntó K., buscando en su bolsillo un espejito para mirarse en él—. No veo nada de extraño en mis labios; ¿y usted?
—Tampoco —respondió el negociante—. Absolutamente nada.
—¡Sí que es supersticiosa esa gente! —exclamó K.
—¿No se lo dije? —comentó el negociante.
—¿Tanto se frecuentan?, ¿intercambian impresiones? —preguntó K., y añadió en seguida—: Hasta este momento siempre estuve al margen.
—Por lo regular —aclaró el negociante— no se frecuentan. Son tantas personas que resulta imposible. Además, no son muchos los intereses en común. Si en ocasiones creen fortalecerse en grupo, no tardan en reconocer que ha sido un error. Nada se puede realizar en común contra la justicia. Todos los casos son examinados aisladamente; no hay tribunal más puntilloso. Nada es posible conseguir uniéndose. Algunas veces alguien, por su lado, logra saber algo en secreto; pero los demás no se enteran sino después, y nadie acierta a comprender cómo ocurrió el caso. No hay compañerismo; unos y otros coinciden en las antesalas, pero ahí se habla poco. Las conjeturas supersticiosas existen desde tiempos remotos y se propagan por sí solas.
—Observé —dijo K.— a esos señores hacer allí antesala, y su espera me pareció totalmente inútil.
—La espera no es inútil —afirmó el negociante—. Lo que resulta inútil es intervenir personalmente en el propio proceso. Ya le confesé que cuento con cinco abogados, aparte del Maestro Huid. Podría creerse, yo lo creí en un principio, que no había inconveniente en dejarles todo el cuidado de mi proceso. Sería un grave error; de igual modo que si lo confiara todo a uno solo. Usted no me entiende, ¿verdad?
—No —confesó K., poniendo su mano en la del negociante para frenar la marcha acelerada de sus revelaciones—. He de suplicarle que no hable tan aprisa, pues todo esto es muy importante para mí, y no alcanzo a captar todo cuanto dice.
—Hizo bien en avisármelo —declaró el negociante—; usted es un recién venido, un novato; su proceso data de sólo seis meses, ¿no es así?
—Exacto.
—Ya oí hablar de él; ¡qué proceso tan reciente! Infinidad de veces he podido reflexionar acerca de todo eso, ¡y me parece tan natural!
—Ha de estar usted muy complacido de que su proceso se encuentre tan adelantado —dijo K., disimulando su interés por saber en qué estado se hallaban sus asuntos.
Pero la respuesta del negociante no fue más precisa que la afirmación de K.:
—Sí —y bajó la cabeza—, ya van cinco años que procuro hacer presión en mi proceso.
Ambos guardaron silencio. K. estaba al acecho del regreso de Leni. En parte, no deseaba que volviera demasiado pronto, ya que le quedaban muchas cuestiones que plantear, y no deseaba ser sorprendido en su conversación confidencial con el negociante; sin embargo, estaba molesto de que ella permaneciese, no obstante su presencia, tanto rato con el abogado; el caldo con las yemas no era razón para una ausencia tan prolongada.
—No se me olvida —comentó el negociante, con lo cual K. fue atraído en seguida— la época en que mi proceso tenía aproximadamente el tiempo del suyo. Entonces sólo contaba con el Maestro Huid, pero no me satisfacía mucho…
K. pensó: «lo sabré todo», y movía la cabeza, confiado en que así alentaba al negociante a que dijera lo que era digno de saberse.
—Mi proceso —continuó el señor Block— no progresaba. Me citaron para los interrogatorios, y nunca dejé de acudir; presentaba documentos; exhibía mis libros de contabilidad, lo cual no era necesario, según supe más tarde, y no dejaba de ver a mi abogado, que ya había hecho entrega de varios recursos a la justicia…
—¿Varios recursos? —interrumpió K.
—Sí, ¡naturalmente! —confirmó el negociante.
—Eso, eso es, precisamente, algo que me interesa mucho —dijo K.—. En mi proceso, todavía está trabajando en el primero. Me doy cuenta que me tiene abandonado; ¡es una vergüenza!
—Es posible que tenga sus razones —dijo el negociante— para que el recurso no esté terminado. En lo que concierne a los míos, pudimos comprobar que no sirvieron de nada. Gracias a un funcionario pude leer uno de ellos: era un alarde de erudición, lo admito, pero no contenía nada substancioso. Abusaba mucho del latín, que desconozco, y había un sinfín de hojas con apelaciones a la justicia, y elogios dirigidos a ciertos funcionarios, sin que se les nombrara, a quienes, seguramente, los iniciados reconocían; en seguida, la propia adulación, la autoadulación del abogado, una adulación mediante la cual él se arrastraba con un servilismo como de perro a los pies de la justicia; finalmente, el análisis de antiguos casos judiciales que debían tener alguna similitud con el mío. Ese análisis, en mi opinión, estaba elaborado con sumo cuidado. Al exponerle todo esto, tómelo usted en consideración, no pretendo juzgar la labor del abogado; al fin y al cabo aquel recurso que conocí era sólo uno de tantos.
De cualquier manera, y eso sí que quede muy claro, jamás pude comprobar ningún progreso en mi causa.
—¿Qué clase de progreso quería usted comprobar? —preguntó K.
—Su curiosidad es muy comprensible —dijo el negociante, sonriendo—. En asuntos de esta índole es muy insólito que se pueda observar un progreso; antes yo lo ignoraba. Soy negociante, y en aquel tiempo lo era mucho más que en la actualidad. Entonces, quería ver progresos palpables; consideraba que era necesario que todo se organizara para llegar a una conclusión o, por lo menos, que estuviese bien encaminado. Sin embargo, los interrogatorios se sucedían y casi siempre eran semejantes entre sí; de antemano sabía las respuestas; las repetía en serie, como letanías. En el curso de la semana se me presentaban empleados de la justicia, ya fuera en el almacén, ya en mi casa o en cualquier parte, lo cual, naturalmente, era fastidioso; en ese aspecto, hoy en día eso ha mejorado, porque el teléfono evita tantas molestias. Además, los rumores de mi proceso ya empezaban a infiltrarse: los comerciantes amigos lo conocían, mis parientes no lo ignoraban tampoco. Causaba lástima por todas partes, pero no había el menor síntoma de que los primeros debates fuesen a producirse pronto. En esas condiciones, fui a quejarme a mi abogado. Escuché de él largas explicaciones, pero rechazó abiertamente hacer algo. Por mínimo que fuese, de acuerdo a mis deseos, alegando que nadie podía influir en la fecha de los debates y que era inverosímil pedir acelerarla en un requerimiento, como yo lo hubiera querido; que nunca se había visto, y que aquello no podría sino hundirnos tanto a mí como a él. Discurrí, entonces: «lo que este abogado no quiere o no puede hacer, otro habrá de quererlo y de poderlo». Así pues, me procuré otros abogados. No obstante, y prefiero decírselo de una vez: ninguno de ellos ha pedido ni ha logrado jamás que sea fijada una fecha; con una salvedad de la cual le hablaré después, es algo verdaderamente imposible. En ese sentido, el Maestro Huid no me había engañado; pero no estoy arrepentido de hacerme auxiliar por otros abogados. Es probable que el Maestro Huid le haya hecho mención a menudo de los falsos abogados; y seguramente los habrá tildado de indignos, lo cual es muy cierto. Sin embargo, cuando entabla comparaciones entre sus colegas y él, infaliblemente incurre en un pequeño error, acerca de lo cual, dicho sea de paso, quisiera llamar la atención de usted. Para distinguir entre esa gente a los abogados de su amistad, a estos les llama siempre «los grandes abogados». El término es erróneo. Claro está que cualquiera puede llamarse «grande», si le viene en gana, pero, en este caso, es el hábito judicial lo que establece la autoridad. Por tal costumbre es que distinguen los falsos abogados, entre aquellos que son o grandes o pequeños abogados. Tanto el Maestro Huid como sus colegas no son sino pequeños abogados; los grandes, de los cuales únicamente he oído hablar y a quienes jamás he logrado ver, pertenecen a una categoría muy superior frente a la de los pequeños abogados, de igual manera que estos están muy por encima de los falsos abogados, tan menospreciados por ellos.
—¿Ha dicho los grandes abogados?, ¿quiénes son?, ¿cómo puede uno llegar a ellos? —preguntó K.
—¿Es posible que nadie le haya hablado de ellos? —se preguntó el negociante—. No creo que haya un solo acusado que, habiendo oído mencionarlos, no haya soñado con ellos alguna vez. No vaya a dejarse; seducir por semejante idea. Pregunta usted quiénes son. No lo sé. Por lo que se refiere a llegar a ellos: es imposible. No conozco ningún caso del cual pueda asegurarse que ellos hayan tomado parte. Defienden, eso sí, a algunos clientes; pero eso no depende del deseo del inculpado; únicamente lo hacen con quien quieren. Si se hacen cargo de alguno, de hecho tiene que haber salido de la incumbencia de los pequeños tribunales. Por eso es preferible no pensar en ellos; de lo contrario, lo sé por propia experiencia, uno acaba por encontrar las consultas, los consejos y el auxilio de los demás tan insignificantes, tan inútiles, que quisiera uno enviarlo todo a paseo, irse a dormir y nunca más saber nada. Pero, claro está, esto seria una mayor estupidez; además, no podría uno quedarse por mucho tiempo acostado tranquilamente.
—Usted, ¿no ha soñado nunca en los grandes abogados? —preguntó K.
—No me duró mucho —confesó el negociante, comenzando a sonreír—. Por desdicha, uno no los olvida tan fácilmente; es algo que persiste en el pensamiento y atormenta, sobre todo durante la noche. En aquel entonces yo quería el triunfo inmediato; por eso fui al encuentro de falsos abogados.
—Y, ¡cómo están tan juntos uno del otro! —exclamó Leni, la cual había regresado con la taza y estaba plantada en el umbral de la puerta.
Verdaderamente, se les veía pegados uno al otro; con el menor meneo sus cabezas se habrían golpeado. Debido a que el negociante no sólo era de baja estatura sino algo encorvado, resultaba forzoso que K. se mantuviera sumamente inclinado para no perder lo que el otro decía.
—¡Un momento! —exclamó K., para detener a Leni, moviendo, en señal de impaciencia, la mano que aún tenía puesta sobre la del negociante.
—Quería que le hablase de mi proceso —dijo el negociante a Leni.
—Cuenta, cuenta —dijo ella.
Leni se dirigió al negociante en un tono afectuoso, pero como de condescendencia, lo cual no fue del agrado de K. Ahora se daba cuenta de que aquel hombre poseía, aparte todo, cierto valor y, principalmente, una experiencia acerca de la cual sabía expresarse muy bien. No había duda que Leni lo juzgaba mal. A K. le molestó, también, que retirara de la mano del señor Block la vela que retuvo durante todo el tiempo; asimismo, el ver que le limpiaba los dedos con la punta de su delantal; luego, que se arrodillase junto a él, para levantar una gota de cera derramada en su pantalón.
—Usted se disponía a explicarme con respecto a los falsos abogados —dijo K., apartando la mano de Leni, sin decirle nada.
—Tú, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Leni, y dio una palmadita a K., antes de continuar su quehacer.
—Perfecto, de los falsos abogados —dijo el señor Block, apoyando su mano libre sobre la frente, como esforzándose a recordar.
K., queriendo ayudarle, reconstruyó la idea:
—Quería usted, entonces, lograr un triunfo inmediato; por eso fue al encuentro de falsos abogados.
—Exactamente —dijo el negociante, pero no continuó.
K. pensó: «Es indudable que no quiere hablar en presencia de Leni», y, dominando su impaciencia por enterarse de la continuación, no insistió más.
—¿Me anunciaste? —le preguntó a Leni.
—Naturalmente —respondió ella—. Está esperándote. Ya deja a Block; podrás hablar con él más tarde: Block se queda.
K. estaba en la duda:
—¿Se queda usted aquí? —preguntó K., dirigiéndose al negociante, pues quería oír de él la respuesta.
K. no aceptaba que Leni hablara de Block como de un ausente. Ese día, todo lo que se refería a ella le contrariaba, movido de una oculta indignación; para colmo, la respuesta fue de Leni:
—Muy a menudo duerme aquí.
—¿Aquí duerme? —preguntó desconcertado, pues aún creía que el negociante no iba a esperar más que el tiempo justo para tratar su asunto con el abogado y que se irían al mismo tiempo para cambiar impresiones, tranquilamente, sobre los puntos que le interesaban.
—Sí, ¡claro! —exclamó Leni—. No toda la gente tiene el privilegio de ser recibida por el abogado a la hora que sea, como tú, querido Joseph. ¿Acaso no te asombra que el abogado, estando enfermo, te atienda a las once de la noche? Para ti es muy natural que tus amigos hagan algo a tu favor, por encima de todo. Claro… es por su gusto, y en especial el mío: me basta con saber que me quieres.
Al instante K. se preguntó: «¿que yo la quiero?»; sin embargo, también pensó: «sí, es cierto».
—Me recibe porque soy su cliente —dijo K., olvidándose de todo lo demás—. Si para que a uno lo recibieran en esas circunstancias se necesitase la ayuda de un tercero, se tendría que estar mendigando y dando las gracias a cada paso.
—¡Qué malicioso está hoy!, ¿verdad? —dijo Leni, dirigiéndose al negociante.
«Ahora soy yo el ausente», reflexionó K., y casi sintió rencor hacia Block cuando vio que este cometía la misma descortesía de Leni al dirigirse a ella:
—Hay otras razones por las cuales el abogado lo recibe en seguida: su proceso es más interesante que el mío y, además, estando en los comienzos no se encuentra malogrado; de ahí que le guste todavía intervenir; más adelante ya será distinto.
—¡Cuántas argucias! —dijo Leni, mirando a Block y esbozando una sonrisa burlona—. ¡Vean si es hablador! No se puede creer nada de lo que dice, ¿oyes? —añadió ella, llamando la atención de K.—. Es gentil, pero es más hablador que eso. Tal vez sea este uno de los motivos por el cual no lo resiste el abogado. En cualquier caso, no lo recibe si no le cuadra. Hice todo lo posible porque esta situación cambiara, pero ha sido inútil. Fíjate: llega a ocurrir que voy y anuncio a Block; sí, está conforme en recibirlo, pero al cabo de tres días. Y resulta que si Block no se encuentra aquí cuando él dice que pase, todo se perdió y es el cuento de nunca acabar. Por eso le he permitido que duerma aquí, pues más de una vez el abogado me ha llamado durante la noche para que lo haga venir. De ese modo, está preparado. Pero hay que decir también que si el abogado sospecha que estaba aquí, revoca la orden.
K. lanzó una mirada interrogadora al negociante. El señor Block afirmó con la cabeza. K. pensó que tal vez la humillación le hizo substraerse, pues, con la misma franqueza que antes, declaró:
—Sí, a medida que pasa el tiempo, uno se convierte en esclavo de su abogado.
—Se queja para fingir. ¡Bien que le gusta dormir aquí!, muchas veces me lo ha dicho —dijo Leni, y avanzó unos pasos para abrir una puertecita—. ¿Quieres ver el cuarto donde duerme? —preguntó.
K. se acercó y miró hacia el interior: era una diminuta pieza de techo bajo, sin ventana; una cama estrecha llenaba todo el espacio. Para acostarse en ella había que dar un salto. A la altura de la cabecera, se veía en la pared un hoyo a guisa de tragaluz, en cuyo borde había una vela, un tintero y un portaplumas, todo minuciosamente alineado, así como un fajo de papeles; sin duda eran documentos relativos al proceso.
—¿Duerme usted en el cuarto de la sirvienta? —preguntó K. al negociante, volviéndose hacia él.
—Leni me lo ha brindado —respondió Block—; ofrece muchas ventajas.
K. le miró fijamente. La primera impresión que le produjo el negociante tal vez fue buena; era indudable que Block poseía experiencia debido a que su proceso se había prolongado tantos años, ¡y pagaba bien caras sus experiencias! De repente, a K. se le hizo insoportable su presencia.
—¡Vamos!, ¡acuéstalo! —vociferó K., dirigiéndose a Leni, que parecía no entender nada.
K. estaba ansioso de ver al abogado, no sólo para despedirlo, sino, también, para deshacerse de Leni y del negociante. Apenas llegaba a la puerta, cuando Block le llamó en voz baja:
—Señor apoderado…
K. se detuvo y volvió la cabeza hacia él.
—… usted ha olvidado la promesa que me hizo —dijo Block, con una expresión de súplica—. Usted iba a confiarme, también, un secreto.
—Es cierto —dijo K., lanzando una mirada a Leni, en tanto que ella tenía la suya puesta en él—. Está bien, escúcheme, aunque en realidad no es un secreto: voy a despedir al abogado.
—¡A despedirle! —exclamó el negociante, el cual de golpe se había puesto de pie y recorría la cocina, con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Despedir a su abogado! —repetía una y otra vez.
Leni sintió el impulso de lanzarse sobre K., pero el negociante se interpuso y lo apartó de un empujón. Con los puños levantados, Leni fue tras de K., que ya iba más adelante. Él había puesto ya el pie en la habitación del abogado cuando Leni lo alcanzó. K. empujó la puerta detrás suyo, pero Leni puso el pie de por medio y la mantuvo abierta; se asió del brazo de K. e intentó hacerlo retroceder; sin embargo, K. le apretó con tanta fuerza la muñeca que ella se vio obligada a soltarlo, lanzando un gemido de dolor, y no se atrevió a entrar de inmediato, en la habitación; K. aprovechó el momento para cerrar con llave la puerta.
—Hace rato que lo espero —dijo el abogado desde la cama, dejando sobre la mesita de noche un pliego cuyo contenido había leído a la luz de la vela; y, poniéndose los lentes, miró a K. con severidad.
—No tardaré en irme —dijo K. en vez de disculparse.
Y como no era precisamente una disculpa, el abogado pasó por alto la frase y se limitó a declarar:
—En lo futuro, no lo recibiré a horas tan avanzadas de la noche.
—Se anticipa usted a mis decisiones —dijo K.
El abogado lo interrogó con la mirada, y dijo:
—Tome asiento.
—Si así lo quiere —accedió K., acercando a la mesita de noche una silla en la que se sentó.
—Me pareció ver que usted cerraba la puerta con llave —dijo el abogado.
—Sí —afirmó K.—, lo hice por Leni.
K. tenía el propósito de no perdonar a nadie.
—¿Se ha portado de nuevo inoportunamente? —preguntó el abogado.
—¿Inoportunamente? —repitió K.
—Sí —confirmó el abogado, dejando escapar la risa, por lo que le vino un acceso de tos; y luego volvió a reírse—. Ya a estas alturas se habrá dado usted cuenta de lo inoportuna que es —añadió, dando una palmadita en la mano que K. tenía apoyada sin preocupación sobre la mesita, con lo cual se la hizo retirar impulsivamente.
—Creo que usted no le concede demasiada importancia —dijo el Maestro Huid al observar el silencio de K.—. Mejor así; de lo contrario, debería pedir disculpas a usted. Es una obsesión de Leni, hace ya tiempo que se lo he perdonado. De no haber cerrado usted la puerta, me abstendría de hablarle de eso. Tal obsesión, aunque usted debiera ser el último a quien se lo dijera, pero lo hago, pese a todo, debido a su evidente desconcierto, esa obsesión, repito, consiste en que Leni encuentra muy bellos a todos los inculpados; se acerca a todos y los ama por igual; además, creo que se ve retribuida. En ocasiones, para distraerme, ella me lo cuenta, si le doy permiso. Yo no me asombro tanto de todo eso como parece sorprenderse usted. Cuando se les mira bien, realmente los acusados poseen cierta belleza. Es indiscutible que si oso decirlo es porque se trata de un curioso fenómeno relacionado con la historia natural. Claro está que la acusación no produce un evidente cambio exterior del inculpado. En otros asuntos de la justicia no ocurre igual; nuestros clientes, en su mayoría, continúan llevando la misma vida de siempre; además, si cuentan con un buen abogado que se ocupe bien de ellos, el proceso apenas les ocasiona molestias. Por lo tanto, cuando se adquiere experiencia en casos semejantes, se reconoce a un inculpado entre la muchedumbre. Y usted se preguntará en qué. Presiento que mi respuesta no le dejará satisfecho: porque los acusados son siempre los más bellos. No es precisamente que el delito les haga ser bellos, ya que no todos son culpables; al menos, puedo decirlo en mi calidad de abogado; tampoco se debe a que la condena los embellezca con una aureola previa, pues no todos están predestinados a la condena. La única razón estriba en el proceso entablado en contra de ellos, y del cual llevan, en cierto modo, el reflejo. Entre los que ostentan esa belleza, los hay más bellos unos que otros; pero todos lo son, hasta el propio Block. ese pobre infeliz.
Cuando el abogado se agotó, K. se había recuperado por completo; incluso, movió la cabeza al oír las últimas palabras del Maestro Huid, para reafirmarse en la idea que tenía desde mucho antes acerca de que el abogado recurría a generalidades para desviar su atención del verdadero tema, esto es; saber lo que el Maestro Huid había realizado en favor suyo.
El Maestro Huid debió comprender muy bien que K. le oponía, ahora, más resistencia que otras veces, y por eso quedó callado para darle la oportunidad de decir algo. Mas, ante su prolongado silencio, preguntó:
—¿Hoy vino a verme por algo en particular?
—Sí, —respondió K., poniendo su mano frente a la vela, pues la luz le deslumbraba y quiso ver mejor al abogado—; he venido a decirle que a partir de hoy le retiro el cuidado de mi defensa.
—¿Le oí bien? —preguntó el abogado, incorporándose a medias, con una mano apoyada sobre las almohadas para sostener el peso de su cuerpo.
—Supongo que sí —respondió K., erguido en su silla, como un cazador al acecho.
—Muy bien. Es un proyecto a discutir —dijo el abogado, tras una pausa.
—No es un proyecto —afirmó K.
—Es posible… —dijo el abogado—. Sin embargo, nosotros no vamos a precipitar nada.
El abogado se valió de la palabra «nosotros», con la intención tal vez de privar a K. de su libre albedrío; y, asimismo, de convencerle que podía fungir como consejero en caso de no ser ya su representante.
—No hay nada precipitado —aseguró K., el cual dejó lentamente el asiento y pasó detrás de su silla—; he dejado madurar mi razonamiento; y quizás hasta demasiado. Mi decisión es irrevocable.
—Entonces, permítame que aún le diga unas palabras —dijo el abogado, apartando el edredón, a fin de sentarse en la orilla de su cama.
Sus piernas, cubiertas de abundante vello blanco, erizado, tiritaban. Suplicó a K. le acercara una manta del sofá. K. fue a buscarla y, entregándosela, dijo:
—Se expone usted inútilmente a enfriarse.
—El motivo lo vale —dijo el abogado, cubriéndose la espalda con el edredón y enrollándose las piernas con la manta—. Su tío es mi amigo, y usted, en el curso de los días, se ha ganado mi afecto; lo declaro enfáticamente y no me avergüenzo por ello.
Aquellas enternecedoras palabras molestaron excesivamente a K., ya que le obligaban a extenderse en explicaciones, lo cual hubiera preferido evitar, al mismo tiempo que lo confundían acerca de la forma cómo decírselo con toda sinceridad, aun cuando su decisión no se había debilitado en absoluto.
—Le agradezco mucho su buena amistad —empezó por decir—. Mis respetos por su esfuerzo. Usted se ha dedicado a mi asunto tanto como le ha sido posible y del modo que usted creyó más favorable para mí; sin embargo, últimamente me he convencido de que su empeño no es suficiente. Claro está que no pretendo convencer a un hombre como usted, de más edad y experiencia que yo, a que haga suyas mis opiniones. Si lo intenté alguna vez fue involuntariamente; le ruego me disculpe. Pero el asunto es de suma importancia. Tengo la convicción de que necesita mucha más energía que hasta ahora.
—Es comprensible… está usted impaciente —dijo el abogado.
—No estoy impaciente —dijo K., algo contrariado y cuidando menos sus palabras. Usted debe haberse dado cuenta, la primera vez que lo visité acompañando a mi tío, que me preocupaba muy poco mi proceso. Cuando no me lo recordaban expresamente, me olvidaba de él por completo. Pero mi tío se obstinó a que yo diera a usted mi representación y accedí por complacerlo. Era de esperarse que a partir de entonces el proceso anduviera más ligero que nunca, ya que si uno se hace representar es para substraerse a las propias obligaciones. Y ha resultado al revés: nunca me había causado tantas preocupaciones mi proceso, como desde que usted se hizo cargo de él. Mientras estuve solo no me ocupaba del asunto, y casi no sentía su opresión; al contar con un defensor consideré que todo estaba dispuesto para que se empezara a mover; cada vez con más ansia esperaba su intervención, pero jamás se ha producido nada. Es cierto que usted me ha dado varias informaciones acerca de la justicia, y que seguramente nadie más hubiera podido proporcionármelas. Pero no podría conformarme con eso, cuando advierto que el proceso permanece en la obscuridad, en momentos en que se vuelve más y más amenazador.
K. había puesto de lado su silla, y se mantenía de pie, con las manos en los bolsillos, cara a cara con su abogado.
—En tantos años de ejercer el oficio —dijo el abogado, con mucha calma, la voz baja y a la expectativa—, al final ya nada nuevo se descubre. ¡Cuántos clientes, encontrándose su proceso en la misma fase que el suyo, han permanecido ante mí igual que usted y me han hablado en los mismos términos!
—¡Bien! —exclamó K.—. Esto significa que a dichos clientes no les asistía menos razón que a mí. Esto no impugna lo que dije.
—No era mi intención impugnar lo dicho por usted —aclaró el abogado—; simplemente quería añadir que esperaba por su parte mayores razonamientos por el hecho, en especial, de haber transmitido a usted, en comparación con los otros clientes, muchos más conocimientos acerca de la justicia y de mi papel en ella. Y ahora debo comprobar que, pese a todo, ¡usted no confía en mí!, ¡usted no facilita mi labor!
¡Qué manera de humillarse ante K.! Ya no tenía ningún miramiento al honor de su profesión, a pesar de ser tan susceptible en lo tocante a la dignidad. Y, ¿por qué actuaba así? Se diría que era un hombre muy ocupado en el ejercicio de su carrera; siendo rico, por añadidura, no podía dar demasiada importancia a la falta ni a la pérdida de un cliente. Además, era enfermizo, y hubiera debido pensar en aligerarse un poco el trabajo. No obstante, ¡se aferraba a K.!, ¿por qué razón?, ¿por simpatía personal para con el tío?, o bien, ¿consideraba el proceso de K. como algo extraordinario que le permitiría destacar ora ante K. ora (posibilidad que nunca habría que excluir) ante sus amigos y la justicia?
A K. la actitud del abogado no le decía nada, por más que lo escudriñaba a fondo. Podía pensarse que el Maestro Huid disfrazaba sus sentimientos con la expresa intención de observar el efecto de sus palabras. Sin duda, el abogado interpretó el silencio de K. mucho más a favor suyo, pues prosiguió en estos términos:
—Habrá observado, seguramente, que, no obstante la importancia de mi bufete, carezco de secretario. En otras épocas era diferente; hubo un tiempo en que hacía trabajar a varios juristas jóvenes; hoy en día trabajo solo. Por un lado, se debe a un nuevo giro de mi clientela, puesto que me dedico más y más a casos semejantes al suyo; por otro, a la experiencia que he ido acumulando en tales asuntos. Me convencí que no podía confiar a nadie el cuidado de estos trabajos sin correr el riesgo de faltar contra mi clientela y contra los deberes que me había impuesto. Pero, para hacer todo por mí solo, conforme había resuelto, estuve obligado a rechazar casi todas las peticiones de quienes venían a mi encuentro, y sólo pude ya acceder a los deseos de quienes me inspiraban un gran interés. Bien, continuemos: sin ir más lejos, se podría encontrar muchos individuos que se precipiten tras las mínimas migajas mías. Por exceso de trabajo he caído enfermo. Pese a todo, no me arrepiento de mi decisión. Tal vez debiera haber rehusado aceptar tantas causas, contrariamente a como lo hice, pero, en cualquiera de los casos he tenido la satisfacción de comprobar que fue un gran acierto el hecho de darme completamente a aquellas de las cuales acepté hacerme cargo: el triunfo corona mis esfuerzos. Cierto día leí una bella fórmula que marca perfectamente la diferencia que hay entre el abogado de las causas comunes y el de las causas a las que me dedico ahora. Aquel conduce a su cliente hasta su juicio mediante un hilo; el otro, lo toma a cuestas desde un principio, y lo lleva sin soltarlo hasta el juicio y aun más lejos. Y es así. Pero, probablemente he de haberme equivocado un poco al decir que jamás me arrepiento de esta enorme tarea. Cuando uno se percata de que su labor no es apreciada en todo su valor, como en el caso de usted, entonces, claro, se me ocurre lamentarlo.
Tales explicaciones, lejos de convencer a K., le impacientaron más. Presentía, en el tono del abogado, lo que le esperaba si accedía; de nuevo comenzarían los intentos de darle ánimos; se le seguiría diciendo que el recurso avanzaba, que los funcionarios de la justicia parecían bien dispuestos, pero que surgían enormes dificultades… En suma, saldría a relucir por centésima vez lo que sabía hasta la saciedad; se le volvería a ilusionar con falsas esperanzas y se le atormentaría nuevamente con amenazas imprecisas. Había que terminar de golpe. Por eso reclamó:
—De continuar usted haciéndose cargo de mi proceso, ¿qué se propone emprender en defensa mía?
El abogado se resignó a esta pregunta hiriente y respondió:
—Continuaré las gestiones que ya emprendí en favor de usted.
—¡Exactamente lo que suponía! —exclamó K.—. Está demás insistir.
—Intentaré aún algo más —dijo el abogado, como si él fuese quien debía de soportar las molestias de las cuales se quejaba K.—. Creo que, de hecho, si usted ha llegado a juzgar mal el valor de mi auxilio jurídico, y, aún más en general, a conducirse de la manera como lo hace en este asunto, es porque se le han prodigado demasiadas atenciones, siendo como es un inculpado; o de pronto porque se le ha tratado con negligencia. No faltaron razones; mas, por lo regular, es preferible estar encadenado que libre. Si usted presenciara la forma en que se procede con los demás acusados, ello le serviría, quizá de lección. Va usted a comprobarlo; llamaré a Block. Abra la puerta y ocupe un lugar aquí, junto a la mesita de noche.
—Con mucho gusto —dijo K., e hizo lo que el abogado le pedía.
Cuando se trataba de aprender algo, siempre estaba dispuesto. Pero, no queriendo dejar nada en el aire, preguntó aún al Maestro Huid:
—Ya sabe usted que le retiro el cargo de representarme. ¿Verdad?
—Sí —respondió el abogado—; pero es una decisión que puede usted rectificar hoy mismo.
El abogado se metió de nuevo en la cama; extendió el edredón hasta la altura de sus rodillas, y se volvió hacia la pared. Luego, tocó el timbre.
Leni acudió al momento; lanzó un golpe de vista rápido, tratando de averiguar lo que había ocurrido: el hecho de que K. estuviese, dueño de sí, a la cabecera del Maestro Huid, le pareció bastante tranquilizador. K. la miró fijamente. Ella le prodigó una sonrisa.
La joven, en vez de ir al encuentro de Block, le llamó a voces desde la puerta:
—¡Block!, ¡el abogado!, ¡pronto!
En seguida, aprovechándose de que el Maestro Huid estaba de cara a la pared, sin poner atención en lo que ocurría a su derredor, ella se deslizó detrás de la silla de K. A partir de aquel momento no dejó de importunarlo, ora inclinándose sobre el espaldar de la silla, ora acariciándole el cabello y las mejillas, con mucha ternura, realmente, y precaución. K., habiendo agotado la paciencia, trató de impedírselo atrapándola de una mano hasta que, después de cierta resistencia, ella optó por abandonarlo.
Block había acudido en cuanto se le hubo llamado, pero se quedó en el umbral, indeciso sobre si debía entrar. Mantenía las cejas alzadas e inclinaba la cabeza en actitud de espera, aguardando, seguramente, que la orden fuese repetida.
K. hubiera querido darle valor para que se acercase; pero se había propuesto romper definitivamente, no sólo con el abogado, sino con toda la casa; de ahí que permaneciera inmóvil. Leni, por su parte, estaba callada. Block, al ver que después de todo no se le echaba, entró de puntitas, ansioso, con las manos, crispadas, puestas detrás de la espalda. Había dejado la puerta entreabierta, para salir con rapidez a la primera voz de alerta. No vio a K. Su vista estaba fija en lo alto del edredón, por encima del cual tampoco podía percibir al Maestro Huid, pues este se hallaba arrinconado contra la pared. De pronto, el abogado hizo oír su voz:
—Block, ¿está aquí?
La pregunta alcanzó a Block, que ya había avanzado, a mitad de su pecho y, también, de su espalda; se tambaleó y, deteniéndose, con la espina dorsal encorvada, dijo:
—Para servir a usted.
—¿Qué quieres? —le preguntó el abogado—. Vienes en mal momento.
—Y, pues, ¿no me han llamado? —preguntó Block, interrogándose más bien que interrogando al abogado.
Ahora tenía las manos hacia arriba, como para protegerse, y se mantenía alerta, para levantar el vuelo.
—¡Se te ha llamado, sí, pero esto no quiere decir que no hayas venido en mal momento! —vociferó el abogado y, tras una pausa, añadió—: Siempre vienes en mal momento.
Desde que el abogado empezó a hablar. Block ya no miraba hacia la cama; sus ojos se perdían contemplando un rincón cualquiera de la estancia; sólo una que otra vez paseaba la vista por encima del edredón, como si la mirada que el abogado le lanzaba de reojo a intervalos le deslumbrara demasiado. También, porque no le era menos difícil oír, pues el Maestro Huid hablaba contra la pared, en voz baja y aceleradamente.
—¿Desea que me retire? —preguntó Block.
—Ya que estás aquí —dijo el abogado—, puedes quedarte.
Cualquiera se hubiese figurado que con esas palabras el abogado había complacido a su cliente; sin embargo, la reacción de Block fue a la inversa, pues se puso a temblar como si le hubiera amenazado con apalearlo.
—Ayer me entrevisté —dijo el abogado— con el tercer juez, amigo mío, y poco a poco fui llevando la conversación hacia tu asunto. ¿Quieres saber lo que me dijo?
—¡Oh, sí, se lo suplico! —exclamó Block.
Y como el abogado no se decidió a seguir hablando, él insistió en su ruego, doblándose como si fuera a ponerse de rodillas.
Entonces, K. lo reprendió secamente:
—¿Qué haces, eh?
Y como Leni había tratado de no dejarle hablar más, K. le tomó la otra mano, no precisamente por una demostración amistosa, sino con fuerza, hasta que ella se puso a lloriquear, buscando la manera de escapársele.
Block fue quien pagó las consecuencias por la intervención de K.
—¿Quién es tu abogado? —le preguntó al Maestro Huid.
—Usted —respondió Block.
—Y aparte de mí, ¿quién más? —volvió a preguntar el abogado.
—Nadie —afirmó Block.
—No obedezcas, pues, a nadie más que a mí —le ordenó el Maestro Huid.
Block aceptaba todo; barrió con la mirada a K., maliciosamente, y sacudió la cabeza.
De haber analizado con palabras aquella actitud, se habría tenido que recurrir a soeces insultos. ¡Y pensar que fue precisamente con ese hombre con quien K. había querido hablar de su propio asunto!
—No te molestaré más —dijo K., apoyado en el respaldo de su silla—. Híncate, arrástrate a cuatro patas, haz cuanto quieras; me tiene sin cuidado.
No obstante, Block tenía sentido del honor, al menos ante K., pues avanzó hacia él, agitando los puños, y le alzó la voz lo más que podía atreverse en presencia del abogado:
—A usted no le asiste el derecho de hablarme de este modo; no se lo permito. ¿Por qué me ofende de tal forma, aquí, para colmo, delante del señor abogado que sólo nos tolera, a usted y a mí, por lástima? ¡Usted no es ningún superior mío!, ¡usted también es un acusado, tiene igualmente un proceso! Pero, si a pesar de eso se considera todavía un señor, también yo soy un señor y tan importante o más que usted. Y quiero que se me trate como tal, especialmente usted. Asimismo, si se considera el preferido, porque tiene el privilegio de permanecer sentado aquí, y de escuchar tranquilamente, dispuesto a que me arrastre a gatas, como usted ha querido decir, le recordaré el antiguo dicho: «para el hombre sospechoso, es mejor la actividad que el descanso, pues aquel que descansa siempre corre el riesgo, sin sospecharlo, de encontrarse en la balanza con el peso de todos sus pecados».
K. no dijo nada más; se hallaba asombrado ante la turbulencia del cliente. ¡Cuántas veces aquel hombre había cambiado de actitud en sólo la última hora! ¿Sería el proceso lo que le hacía tambalearse de un lado al otro, sin que le permitiese distinguir un amigo de un enemigo?, ¿no se daba cuenta que el abogado lo humillaba con el único fin de hacer alarde de su autoridad frente a K.? O, quizá, pretendía someterle. Pero si acaso Block no era capaz de caer en la cuenta de una u otra intención, o si el abogado le atemorizaba tanto que de nada le servía percibirlo, ¿cómo podía conservarse, pese a todo, tan maligno y tan astuto para engañar al abogado, sin descubrirle a todos los demás, aparte de él, a quienes había encargado que le auxiliaran? Y, ¿cómo se atrevía a lanzarse contra K., el cual podía, a cada momento, revelar su peligroso secreto? Mas su osadía fue aún peor: acercándose hacia la cama del Maestro Huid, elevó hasta él su queja contra K.:
—Señor abogado —empezó por decir—: ¿Ha oído usted en qué forma me ha hablado este hombre? Pueden contarse las horas que ha durado su proceso y pretende ya darme consejos, a mí, que tengo el mío desde hace cinco años. Incluso, se atreve a ofenderme. No tiene idea de nada y me insulta, a mí que he estudiado minuciosamente, tanto como mis débiles fuerzas me lo permiten, todo cuanto demandan las conveniencias, así como los deberes y las tradiciones judiciales.
—No te preocupes por nadie —le dijo el abogado—. Tú haz lo que creas justo.
—¡Naturalmente! —exclamó Block, dándose ánimos y lanzando una veloz mirada burlona hacia K., después de lo cual se arrodilló cerca de la cama y añadió—: ¡Estoy de rodillas, mi abogado!
El Maestro Huid enmudeció. Block acariciaba discretamente el edredón con una mano. En medio del silencio que reinaba en la estancia, Leni, liberándose de las manos de K., exclamó:
—¡Me haces daño!, ¡déjame! Me voy con Block. Leni fue junto a Block, sentándose en la orilla de la cama. Él se mostró muy satisfecho al verla allí, y le rogó, mediante gestos y zarandeos, mediar por él cerca del abogado. Se hacia evidente que necesitaba oír las declaraciones del Maestro Huid, si bien su interés era únicamente para que las aprovecharan los demás defensores. Leni debía saber de qué manera atraerse al abogado. Ella señaló la mano del Maestro Huid, y le acercó los labios para inducir al otro a que depositara en ella su beso. De inmediato Block besó la mano del abogado, y aun lo repitió por segunda vez a indicación de Leni.
El abogado continuaba silencioso. Entonces, Leni se inclinó sobre él, y con el movimiento se marcaron las magníficas formas de su cuerpo: al quedar casi rozando el rostro del Maestro Huid, ella acarició su larga cabellera blanca. El gesto logró sacar de su mudez al anciano.
—Temo decírselo —y dejó ver su cabeza con un ligero movimiento, quizá para solazarse con la presión de la mano de Leni.
Block escuchaba con la cabeza baja, como si estuviera haciendo algo prohibido.
—¿Por qué tiemblas? —preguntó Leni.
K. tenía la sensación de oír un diálogo previamente ensayado, que debió haberse repetido y se repetiría aún a menudo, y que no podía ofrecer interés más que a Block.
—¿Cómo se ha portado hoy? —preguntó el abogado, en vez de responder.
Antes de hablar, Leni fijó la mirada en Block y observó cómo este tendía los brazos hacia ella y retorcía las manos en un ademán de súplica. Al cabo, ella meneó la cabeza con suma seriedad y, volviéndose de nuevo de cara al abogado, aseguró:
—Ha estado tranquilo; ha trabajado mucho.
¡Era un viejo negociante el que estaba allí, un hombre con luengas barbas, que suplicaba a una joven le acordara una buena calificación! Cualesquiera que fuesen sus reservas mentales, nada podía justificarlo a los ojos de quien presenciase aquella escena, que también a él envilecía. Tal era el resultado que el Maestro Huid perseguía con su método, al cual K., por fortuna, no había estado expuesto sino poco tiempo; el cliente terminaba por olvidar al mundo entero, arrastrándose constantemente por aquel camino tortuoso, con la esperanza de llegar al final de su proceso. De cliente había pasado allí a ser el perro del abogado. Si este le hubiera pedido meterse debajo de la cama y ladrar como desde el fondo de una perrera, lo hubiese hecho con gusto.
K., al escuchar, pesaba las palabras y se mantenía por encima de la escena, como si estuviera encargado de captar todo cuanto allí se hablase para darlo a conocer en esferas superiores.
—¿Qué ha hecho durante todo el día? —preguntó el abogado.
—Con objeto de que no me estorbase —respondió Leni—, lo he encerrado en el cuarto de servicio donde suele estar de costumbre. De vez en cuando lo he podido observar por el tragaluz. Se encontraba siempre hincado de rodillas sobre su cama; había puesto en el borde del tragaluz los escritos que le prestaste, los cuales estuvo leyendo. Esto me dio buena impresión, pues el cristal no da sino a un patio sombrío en el que casi no hay luz. Como sea que, pese a ello, Block leía, considero esto una gran prueba de docilidad.
—Me complace esta noticia —dijo el abogado. Pero ¿ha leído con inteligencia?
Durante todo este diálogo, Block movía los labios de continuo; sin duda, iba pronunciando las respuestas que esperaba de Leni.
—No puedo responder con precisión —declaró Leni—. En todo caso, observé que leía seriamente. Una y otra vez repetía la misma página siguiendo con el dedo linea por línea. Siempre que lo miré, lanzaba suspiros como si la lectura le causara gran esfuerzo. Los escritos que le has prestado deben ser de muy difícil comprensión.
—Sí —confirmó el abogado—, lo son. Tampoco creo que él comprenda una palabra de ellos. Sólo están destinados a darle una idea de lo difícil que es la lucha en la que me bato para su defensa. Y, ¿para quién me he lanzado en ese duro combate? Para, es casi ridículo de decir, para un tal Block. Es necesario que él se dé cuenta de lo que significa eso. ¿Ha estudiado sin detenerse?
—Casi sin detenerse —respondió Leni—. Una sola vez me ha pedido agua para beber. Le pasé el vaso por el intersticio. Luego, a las ocho, lo dejé salir y le di a comer un bocado.
Block examinó a K. ligeramente con la mirada, envanecido de que aquello que acababa de referir de él fuese algo así como grandes proezas que debían impresionar mucho a los oyentes. Parecía pleno de esperanzas; recuperó un poco de soltura; se movía una y otra vez sobre sus rodillas. Y fue aún más sorprendente el ver cómo las próximas palabras del Maestro Huid le dejaban pasmado.
—Tú lo alabas —dijo efectivamente el abogado—; pero es precisamente eso lo que me dificulta expresarme. El juez no se ha pronunciado de un modo favorable con respecto a Block ni a su proceso.
—¿No se ha pronunciado a favor?, ¿cómo es posible? —preguntó Leni.
Block la miró con tanta intensidad, que se hubiera dicho que le atribuía la virtud de convertir a su favor las palabras que, no obstante, el juez había soltado después de tanto tiempo.
—No —volvió a decir el Maestro Huid—; no se ha pronunciado a su favor. En su semblante se traslucía la sorpresa desagradable cuando me referí a Block: «No me hable de Block», me dijo. «Es mi cliente», le respondí. Y él me dijo aún: «Deja que abuse de usted». «No lo creo —repliqué—, Block trabaja con mucho ahínco en su proceso, no deja de ocuparse de su asunto; vive prácticamente en mi casa, para mantenerse al tanto. No se suele encontrar tanto interés. Es indiscutible que, personalmente, es más bien desagradable: tiene feos modales y es sucio, por añadidura; pero desde el punto de vista pleitista es irreprochable». Al decir «irreprochable», exageré intencionalmente. Él me respondió: «Block es simplemente astuto. Ha ido acumulando mucha experiencia y sabe cómo dar largas a su proceso. Pero su ignorancia es mucho mayor que su astucia. ¿Qué diría si él supiera que su proceso no ha comenzado todavía, que la campanilla para abrir la causa no ha sonado siquiera?». ¡Quieto, Block! —exclamó, pues este hacía el intento de enderezarse sobre sus rodillas temblorosas para dejar oír, seguramente, la súplica de una explicación.
Por primera vez el abogado se refería a Block con claridad. El Maestro Huid miraba con una expresión de cansancio, tan pronto al vacío como a Block, el cual se desplomó lentamente sobre sus rodillas, abatido por aquella mirada.
—Lo que el juez haya dicho —continuó el abogado— no tiene importancia alguna para ti. No te asustes por la mínima expresión. Si ello vuelve a ocurrir, no te diré nada más. No puede uno soltar una frase sin que en seguida nos mires como si se pronunciara tu sentencia. ¡Hace enrojecer, la conducta de mi cliente!, ¡quebranta la confianza que había puesto en mí! ¿Qué quieres?, ¿no estás aún con vida?, ¿no te encuentras todavía bajo mi protección? ¡Estúpido miedo! Has sacado no sé de dónde, que, en muchos casos, la sentencia viene de improviso, pronunciada por no importa quién; con las debidas reservas, tampoco deja de ser cierto, naturalmente; sin embargo; es del todo exacto que tu preocupación me repugna, y que veo en ello una deplorable falta de confianza. ¿Qué fue, pues, lo que dije? He repetido las palabras de un magistrado. Sabes bien que son muchas y muy diversas las opiniones que se acumulan en derredor de un litigio. Dicho juez, por ejemplo, inicia el proceso en un momento distinto al mío. Hay diferencias en los puntos de vista: eso es todo. Conforme a la antigua costumbre, en un memento dado del proceso suena la campana. Entonces, en opinión de aquel juez, es cuando se inicia el proceso. No puedo decirte ahora todas las razones que impugnan esta opinión; por otra parte, no las entenderías. ¡Basta con que sepas que son muchos los argumentos que la invalidan!
En plena turbación, Block empezó a rascar la piel de la alfombrilla de cama. Su temor ante las declaraciones del juez le hacía olvidar, de repente, la esclavitud en que se encontraba con respecto al abogado; imbuido de sus propios pensamientos, daba vueltas en torno a las palabras del juez.
—¡Block! —exclamó Leni, en tono de reprimenda, tirándolo ligeramente hacia arriba por el cuello de su chaqueta—, ¡deja esa piel de animal y pon atención a lo que dice el abogado!
K. no podía comprender cómo su defensor pudo imaginar que le atraería con toda aquella representación teatral. Ello hubiese sido suficiente, si no hubiera tenido la intención desde antes, para no regresar.