CAPÍTULO VII

EL ABOGADO, EL INDUSTRIAL Y EL PINTOR

Era un día de invierno. La nieve caía a través de una atmósfera grisácea. K. se encontraba en su oficina, sumamente fatigado, no obstante ser apenas las primeras horas de la mañana. Tomando como pretexto el mucho trabajo y a fin de liberarse de los empleados subalternos, había dicho al ordenanza que no dejara pasar a nadie. Mas, en vez de trabajar, se movía en su asiento y cambiaba de lugar los objetos de su mesa; por último, extendió maquinalmente su brazo sobre el escritorio, quedándose inmóvil, con la cabeza baja.

Ya no podía apartar de su mente la idea de su proceso. A menudo se había preguntado si no sería conveniente preparar un informe por escrito, para su defensa, y remitirlo al tribunal. Podría exponer en él, brevemente, su vida, explicando, a propósito de aquellos hechos de cierta importancia que le habían acontecido, los motivos que él tuvo para obrar como lo hizo, y juzgándolos, a continuación, de acuerdo con su actual modo de pensar; para concluir, hubiera dado las razones de ese último juicio. Le parecía que un informe así resultaba muy superior al método de defensa seguido por los abogados, los cuales no eran, por otra parte, personas irreprochables. K. no sabía, de hecho, lo que el abogado había emprendido; seguramente no sería de gran importancia. Había transcurrido más de un mes sin que su defensor lo hubiera citado de nuevo; por lo demás, en ninguna de las juntas anteriores tuvo la impresión de que aquel hombre pudiese hacer mucho en su favor. Era muy poco, casi nada, lo que el Maestro Huid le había preguntado; sin embargo, ¡eran tantas las preguntas por hacer! En ellas consistía lo esencial. El propio K. estaba consciente de todo lo que era necesario preguntar. No obstante, el abogado, lejos de interrogarlo, la emprendía en largos discursos o bien se quedaba callado ante K., inclinándose ligeramente sobre su mesa, debido, sin duda, a cierta sordera que padecía; daba tirones a un mechón de su barba y miraba los dibujos de la alfombra en el lugar posiblemente, donde K. había rodado con Leni. Una que otra vez le hacía advertencias huecas, como las que se hace a los niños. Se trataba de discursos inútiles, además de fastidiosos, por los cuales K. no pensaba darle ni un céntimo a la hora de la cuenta. Ahora bien, cuando el abogado creía haberlo humillado lo suficiente, por lo regular procuraba levantarle un poco el ánimo. Llevaba ganados, según decía, totalmente o en parte, muchos procesos de esa índole, los cuales, si bien más claros, no dejaban de parecer menos desesperados. Tenía la lista allí, en su cajón; y golpeaba en cualquier parte de la mesa. Claro que el secreto profesional no le permitía, desafortunadamente, mostrar los archivos. De la gran experiencia que él había adquirido a lo largo de todos sus litigios, K. no podría menos que beneficiarse: naturalmente, él se había puesto a trabajar en el acto, y hasta había esbozado ya el primer recurso. Este recurso era de suma importancia, puesto que todo el proceso dependía, a menudo, de la primera impresión producida por la defensa. Desgraciadamente, y era necesario, claro está, que lo advirtiera a K. desde un principio, ocurría con frecuencia que estos primeros recursos no fuesen leídos por el tribunal. Simplemente se les clasificaba, declarando que el interrogatorio del acusado era, de manera provisional, más importante que todos los escritos posibles. Añadíase que, si el recurrente insistía mucho, su petición sería leída al mismo tiempo que los demás documentos, antes del juicio definitivo, en cuanto estuviera completo el expediente. Mas ¡oh, fatalidad!, no siempre eso era real, agregaba el abogado; el primer recurso permanecía, por lo regular, en algún cajón en donde acababan por olvidarlo e, incluso, en el caso de que los conservaran hasta el final, por lo común no procedían a su lectura, tal como era del conocimiento del abogado, bien que, a decir verdad, lo sabía por rumores más o menos autorizados. Tal situación resultaba deplorable, pero no sin que mediara algún motivo. K. no debía olvidar que los debates no se llevaban a cabo en público, que podían efectuarse así en el caso de que el tribunal lo considerase necesario, pero que la ley no ordenaba esta publicidad. Asimismo, que los expedientes de la justicia, y en especial, el acta de la acusación, permanecían secretos para el acusado y su defensor, lo cual constituía un obstáculo, generalmente, para saber a quién dirigir el primer recurso y sólo permitía, en el fondo, que este recurso suministrara elementos útiles en el caso de un feliz acierto. Los recursos verdaderamente útiles no podían formularse, dijo además el Maestro Huid, sino después, cuando tuvieran efecto los interrogatorios, siempre y cuando las preguntas hechas al inculpado permitieran distinguir o adivinar los diversos objetos de acusación y los motivos en los cuales se basaban. Naturalmente, en tales circunstancias la defensa se hallaba en una situación muy desfavorable y sumamente penosa, pero era intencionada por parte del tribunal. De hecho, la defensa, seguía diciendo el abogado Huid, no está expresamente autorizada por la ley, esta sólo la tolera, y uno se pregunta si el apartado del artículo del Código que parece tolerarla lo expresa así en realidad. Tampoco hay, en sentido estricto, abogados a los que el tribunal acusador reconozca como tales, pues todos aquellos que fungen en calidad de defensores no son más que leguleyos. Este hecho, naturalmente, es muy deshonroso para el gremio. La próxima vez que K. tuviera que ir a las oficinas de la justicia, con solo mirar la sala especialmente destinada a los abogados quedaría seguramente horrorizado al ver la clase de gente que allí se congregaba. El simple aspecto del cuartucho asignado para ellos en el edificio era prueba del menosprecio que le merecían a la Corte. La luz del día sólo entraba allí a través de una diminuta claraboya, a tanta altura que, de querer uno asomarse a ella, so pena de respirar el humo de la chimenea vecina y embadurnarse de hollín la cara, se necesitaba, primero, encontrar algún colega que se prestara a servir de escalera; también, para dar siquiera una idea de la ruina en que se encontraba esa pieza, desde hacía más de un año había en el suelo un agujero por el cual, aun cuando no pasaría una persona, sí podría hundirse una pierna enteramente; si eso llegase a ocurrir, como quiera que esa sala de abogados se encontraba en el segundo piso, la pierna colgaría desde el techo del piso de abajo, justo en el centro de aquel corredor donde esperaban los acusados. Así pues, el gremio no exageraba al declarar que tales condiciones resultaban muy ignominosas. Cualquier reclamación era inútil. Además, les estaba estrictamente prohibido modificar algo por sus propios medios. Claro que la justicia tenía sus razones para hacerles sufrir ese tratamiento. Lo que ella perseguía era eliminar lo más posible la defensa, a fin de que el acusado respondiera por sí en todo. Su criterio al respecto no estaba tan desatinado, pero de eso a que pudiera sacarse en conclusión que los abogados fuesen inútiles para el acusado ante el tribunal había un verdadero abismo. Por el contrario, en ninguna otra parte podrían serle de tanta utilidad, ya que los debates no sólo eran secretos para el público, sino también para el acusado, en la medida, claro está, en que era posible mantener el secreto, pero no dejaba de serlo en gran escala. Al acusado no le asistía el derecho a examinar los expedientes, y resultaba muy difícil saber, a través de los interrogatorios, lo que podían contener aquellos legajos, especialmente para el acusado, el cual se encontraba atemorizado y cuya atención estaba absorbida por un sinfín de penalidades. Es ahí donde intervenía la defensa. Por lo regular, a los abogados no les permitían estar presentes en las entrevistas con el juez de instrucción; por eso los abogados debían dialogar con el acusado lo antes posible después de los interrogatorios, procurando entresacar lo que pudiera ser útil para la defensa en esos informes a menudo confusos. Pero en eso no estaba lo más importante, pues poco se podía averiguar de este modo; claro que un hombre capacitado, hablando con la verdad, sacaba más ventaja que otro. El triunfo mayor estribaba en las relaciones personales del abogado, en ellas residía el valor de la defensa. K. debía saber, naturalmente, en relación a sus propias experiencias, que la organización de la justicia distaba mucho de ser perfecta en los grados inferiores, donde predominaban los empleados interesados e infidentes. Él muro ofrecía grietas por ese lado. Era por esas grietas por donde la mayoría de los abogados se precipitaba; era por ahí que sobornaban, perseguían, espiaban. Había habido casos, al menos en otros tiempos, en que se cometió el robo de documentos. No se podía negar que ciertos abogados de la defensa lograban, por ese medio, sorprendentes resultados momentáneos favorables al inculpado; era de lo que solían también aprovecharse aquellos leguleyos para atraerse nuevos clientes; pero de tales resultados no se desprendía ninguna influencia o casi ninguna que propiciara la buena evolución de los debates. Sólo podían, en realidad, pesar para bien las honestas relaciones personales con importantes funcionarios, ganadas, naturalmente, en los grados inferiores; eran las únicas que tenían vara alta en el desarrollo del proceso, de un modo imperceptible al principio, pero más y más claramente en lo sucesivo. Por esa vía eran pocos los abogados que lograban el éxito; de ahí que la elección de K. podía considerarse feliz. No había, aseguraba el doctor Huid, más que uno o dos abogados defensores que pudieran vanagloriarse de contar con relaciones como las suyas. Naturalmente, a estos les tenía sin cuidado las relaciones que se pudieran hacer en la sala de abogados; no existía nada en común con esa gente. Sus relaciones eran más completas con los funcionarios de la justicia. El doctor Huid no necesitaba siquiera, muchas veces, hacer antesala para esperar la hipotética llegada de los jueces de instrucción, con el propósito de obtener de ellos, con más o menos fortuna, un resultado casi siempre equívoco y sometido a su antojo. En absoluto. El propio K. había podido cerciorarse de que los funcionarios, incluso los de categoría, venían a informarle personalmente, a las claras o por lo menos de un modo fácil de interpretar, y a discutir con él acerca de la continuidad en perspectiva de los debates. En ciertos casos, ellos acababan por convencerse y hacían suyo el parecer que se les insinuaba. Pero no se debía confiar demasiado; por más que hubieran expresado, categóricamente, su rotundo cambio de dirección y su actitud favorable a la defensa, podría ser que se dirigieran de inmediato a su despacho y proyectaran, para los debates del dia siguiente, un rumbo muy distinto y aun más riguroso para el inculpado, de aquel adoptado inicialmente según su propio punto de vista y del cual se suponía que se habían desviado enteramente. Contra ello nada podía hacerse, pues lo dicho a uno en privado quedaba, precisamente, sin testigo, y no era posible reclamar ninguna obligación, aun cuando la defensa no tuviese que esforzarse por conservar sus favores. Era necesario añadir que, en cuanto esos señores se ponían en contacto con los abogados de la defensa, cuando se enfrentaban con gente competente, no era sólo por lazos de amistad o por simple humanitarismo, sino porque en ciertos aspectos dependían de ellos.

Era ahí, precisamente, donde se ponían de manifiesto las fallas de la organización, que establecía desde un principio el secreto de la documentación. Entre los funcionarios y la sociedad no había contacto: por lo que se refiere a los procesos usuales, estaban bien apercibidos; dichos procesos seguían su curso, digamos, por sí solos, y no se requería intervenir más que de tarde en tarde y muy de paso; por el contrario, frente a casos de suma sencillez o singularmente difíciles, con frecuencia se quedaban confusos. El hecho de que estuvieran sumergidos a todas horas en sus Códigos les hacía perder el verdadero sentido de las relaciones humanas, y en esos últimos casos era cuando advertían su necesidad; recurrían entonces a los abogados para pedir consejo, y se hacían acompañar de un ordenanza que cargaba los documentos, tan secretos por lo regular. En aquella ventana que estaba ahi, podía verse con frecuencia a muchos de esos señores, inclusive algunos de los cuales nunca hubiera uno supuesto, contemplando la calle, con el más decaído de los ánimos, mientras el abogado examinaba los expedientes, a fin de poder aconsejar. Además, en esas ocasiones se advertía la seriedad con la que dichos señores tomaban su oficio y cómo se dejaban llevar de la desesperación cuando tropezaban con obstáculos, sin poderlos superar por culpa de su propia deformación profesional.

Su situación, declaraba el abogado, nunca era demasiado fácil, pero no se les debía perjudicar haciéndoselo ver. La jerarquía de la justicia alcanzaba grados al infinito, en medio de los cuales, aun a los propios iniciadores se les dificultaba ubicarse. Ahora bien, como sea que los debates ante los tribunales solían permanecer secretos tanto para los bajos funcionarios como para el público, ellos no podían nunca seguirlos hasta el fin; las causas entraban, a menudo, en el ámbito de su jurisdicción, sin que ellos supieran de dónde venían ni por dónde se volvían a ir. También ignoraban las enseñanzas que se pueden obtener del estudio de las diversas fases de un proceso, del veredicto, de sus considerandos. No les asistía más derecho que el de consagrarse en la parte del proceso que la ley les destinaba, y era usual que supieran menos acerca de la continuidad, es decir, acerca de los resultados de su propio trabajo, que los abogados de la defensa, los cuales, por lo regular, se mantenían en contacto con los acusados hasta el final del debate. Por ahí, también, los funcionarios de la justicia tenían mucho que aprender de los abogados. Así pues, conociendo K. las circunstancias que prevalecían, no era para que se asombrara de esta propensión de los funcionarios a irritarse, lo cual se evidenciaba del modo más hiriente con respecto a los acusados. Cada quién adquiría su experiencia. De continuo, todos los funcionarios se hallaban irascibles, aun cuando aparentaban serenidad. Naturalmente, los abogadillos estaban expuestos a padecer mucho por eso. Contaban al respecto una historia que contenía mucha veracidad: érase un viejo funcionario, sosegado y buen hombre como el que más, que estuvo examinando un caso durante un día y una noche sin reposo, pues había que tener presente que estos servidores eran sumamente laboriosos; se trataba de una causa ardua, complicada al máximo por los requerimientos de los abogados. La mañana siguiente, después de veinticuatro horas de una labor tan ingrata, se ocultó detrás de la puerta y echó escaleras abajo a todos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se juntaron en uno de los llanos inferiores, a fin de ponerse de acuerdo en las medidas a tomar: por un lado, no tenían un derecho establecido para entrar; por consiguiente, estaban imposibilitados de cursar cualquier acción legal contra el funcionario en cuestión, aparte de que debían tratarlo con los debidos miramientos, conforme a lo que ya había quedado expuesto. Por otro lado, siendo que toda jornada sin pasar por el tribunal podía considerarse perdida, era mucho el empeño que tenían por entrar en la sala. Por último acordaron que debían cansar al anciano señor. Para lograrlo subirían de uno en uno. El que estaba de turno se dejaba echar desde arriba, no sin haberse resistido pacíficamente un buen rato; el accidentado era recogido por sus colegas, al pie de la escalera. Eso se repitió durante una hora, aproximadamente, hasta que el anciano señor, agotado por la noche de trabajo que había precedido, se sintió en extremo fatigado y se reintegró a su despacho. A los de abajo se les hacía difícil creerlo, y decidieron que uno de ellos iría a cerciorarse si el paso estaba libre. Fue sólo a su regreso que optaron por entrar, y no osaron decir nada, ya que los abogados no tenían la menor intención de introducir en el sistema judicial alguna mejora, sea la que fuera, en tanto que cualquier inculpado, así fuese el más pobre de espíritu, y eso era algo muy peculiar, tras el primer contacto con la justicia siempre empezaba por tramar planes de reforma, desperdiciando tiempo y energías que bien pudieran ser utilizadas con más provecho. En opinión del Maestro Huid, lo más razonable era adaptarse al sistema ya establecido. Aun cuando habrían podido mejorarse algunos pormenores, lo cual era una tontería, se hubieran logrado, en el supuesto más ventajoso, sólo resultados favorables para casos futuros; pero uno saldría sumamente perjudicado al atraerse la atención de funcionarios sedientos de venganza. Era necesario, a toda costa, no hacer nada que pudiera atraer la atención; había que permanecer tranquilo, aunque la repulsión fuera mucha; hacer lo posible por comprender que tan inmenso organismo judicial se mantenía siempre en cierto modo en el aire, y que intentar cualquier modificación por propia voluntad sería como no hallar suelo para los pies, corriendo el riesgo de hundirse; en tanto que la enorme corporación, apoyada siempre en su sistema, podía fácilmente encontrar una pieza de recambio y quedar como antes, a menos, y eso era lo más probable, que no se volviera aún más enérgica, más al acecho, más severa y hasta más maligna. Así pues, lo mejor era dejar en libertad al abogado, en vez de ponerle trabas. De nada servían, indudablemente, los reproches, tanto más por cuanto era inútil hacer comprender a la gente la importancia de sus motivos; pero era necesario, pese a todo, que K. supiera el gran perjuicio que había ocasionado a su propia causa, comportándose como lo hubo hecho con el jefe de oficina. En lo sucesivo, el nombre de este influyente funcionario debería casi ser borrado de la lista de personajes a quienes dirigirse para obtener algo en favor de K.; tal parecía que aquel, intencionalmente, no daba oídos a ninguna alusión al proceso, por insignificante que fuera: era muy claro. Esos funcionarios se comportaban más de una vez de un modo pueril. Por el detalle más inocente, y por desgracia la actitud de K. no lo era, podían sentirse heridos hasta el extremo de abstenerse de hablar a sus mejores amigos y darles la espalda cuando se topaban con ellos; y en todo reaccionaban en contra suya. También ocurría el caso de que la más pequeña broma que uno arriesgara, al estar desesperado por la causa, les provocara la risa sin gran motivo y, de súbito, se les había atraído del modo más sorprendente. La relación con ellos era, a un tiempo, muy complicada o muy fácil. No existía una norma que pudiera regularla.

Algunas veces, en tales circunstancias, causaba asombro que una vida fuera suficiente para que se llegara a admitir que se pudiese triunfar algún día. Evidentemente, había muchos de esos momentos melancólicos, conocidos de todo el mundo, en los que uno cree no haber logrado nada, en los que parece que nunca se ha triunfado más que en procesos destinados desde siempre al triunfo, los cuales se hubieran igualmente ganado sin la intervención de uno, aun cuando se hubiesen perdido todos los demás a pesar de los muchos desvelos, los sufrimientos y los pequeños resultados aparentes, que tanto gusto nos habían proporcionado; y en tales momentos, era de suponer que ya no había nadie de quien fiarse, y si se tuviera que contestar a preguntas concretas, no se atrevería uno a negar el hecho de haber lanzado por el mal camino, con la mejor intención del mundo, procesos que hubiesen llegado por sí solos a un feliz término. Incluso en este sentimiento había, claro está, un fondo de verdad; pero era lo único que quedaba. Todo eso era un estado de incredulidad, que afectaba en especial a los abogados cuando se les retiraba de las manos un proceso en el que habían avanzado bastante y que les satisfacía mucho. A un abogado defensor eso era lo peor que podía ocurrirle. De semejante desdicha nunca tenía la culpa el acusado, ya que este había elegido a su abogado y debía retenerlo pasara lo que pasare… Aparte todo, ¿cómo podría arreglárselas después de haberse hecho ayudar? Así pues, eso no llegaba nunca a ocurrir, pero sí era posible, alguna vez, que el proceso tomara una dirección en la cual el abogado no le asistía el derecho de continuar. Entonces, le era retirado, al mismo tiempo, el proceso, el inculpado y todo; de nada servían ya las mejores relaciones, pues los propios funcionarios se quedaban en la total ignorancia. El proceso entraba en una fase en que ya no se tenía el derecho de ayudar; quedaba atenido a las inaccesibles cortes de justicia en donde el abogado no podía ver más al inculpado. El día menos pensado, llegaba uno a su casa y descubría sobre el escritorio todos los requerimientos que había elaborado con tanto celo y esperanza.

Todo le era devuelto a uno sin derecho a figurar en la nueva fase del proceso; todo aquello no era más que papel mojado. No por eso podía decirse que el proceso estuviese perdido. Al menos no había ninguna razón imperiosa para admitir esa hipótesis. El caso era que no se podía saber, simplemente, nada del proceso, y que jamás se sabría. Ahora bien, tales casos sólo representaban, por fortuna, una excepción, y aun si el proceso de K. llegase a tomar algún día aquel camino, por ahora estaba lejos de entrar en semejante fase y era mucho lo que el abogado tenía por hacer. K. podía tener la seguridad de que la ocasión no estaba perdida. El recurso, según ya le había dicho, no estaba aún remitido; eso no apremiaba. Por el momento, era mucho más importante entablar los primeros contactos con los funcionarios que podían ser de utilidad, lo cual ya había sido hecho, y en cuyo éxito, había que confesarlo, sinceramente, existían algunas diferencias. Mas era preferible, de manera provisional, no revelar pormenores que sólo habrían de influenciar desfavorablemente a K., haciéndole abrigar demasiadas esperanzas o infundándose excesivos temores; debía bastarle con saber que algunos funcionarios se mostraron muy bien dispuestos y otros en un sentido no tan benévolo, pero sin negar su ayuda. En suma, el resultado era muy satisfactorio. Naturalmente, no se podía sacar aún ninguna conclusión, porque todas las gestiones previas empezaban igual, y sólo en la continuidad de los debates se lograría saber si habían sido de alguna utilidad. De cualquier modo, nada estaba perdido, y si a pesar de todo fuera posible atraerse al jefe de oficina, para cuyo fin ya se habían dado algunos pasos, «la herida quedaría limpia», al decir de los cirujanos, y podría esperarse confiadamente los efectos.

Cuando el abogado la emprendía con esta clase de discursos, no acababa nunca; en cada visita ocurría lo mismo. Siempre hablaba de progresos, pero nunca le asistía el derecho de decir en qué consistían. Constantemente trabajaba en el primer recurso; nunca lo daba por terminado, lo cual era tanto como decir excelente, en la siguiente entrevista, pues el momento no hubiera sido oportuno, algo difícil de prever, para despachar el documento. Si K., agobiado por los discursos, indicaba que el asunto no adelantaba nada, si bien tomaba en consideración las dificultades, respondíale que marchaba muy bien, paso a paso; claro que, de haberse dirigido a tiempo el abogado, naturalmente se habría podido avanzar más. Desgraciadamente no lo había hecho así; ese descuido acarrearía molestias peores que la pérdida de tiempo.

Lo único agradable a lo largo de aquellas conferencias era la presencia de Leni, que nunca dejaba de llevar el té al Maestro Huid cuando K. se encontraba con él. Leni permanecía detrás suyo aparentando que miraba al abogado, el cual se inclinaba mucho sobre la taza para verter el té con cierta avidez y sorberlo velozmente; ella se hacía tomar la mano por K. en secreto. Reinaba un silencio absoluto. El abogado seguía tomando el té; K. oprimía la mano de Leni y este se permitía, a veces, acariciarle suavemente los cabellos.

—¿Aún estás aquí? —preguntaba el abogado, al terminar.

—Quería llevarme de una vez la taza —contestaba Leni.

Había entre ellos un último apretón de manos; el abogado se secaba los labios, y exhortaba a K. con nuevo vigor.

¿Qué es lo que pretendía?, ¿darle valor?, o bien, ¿desesperarlo? K. no podía discernir entre lo uno y lo otro, pero pronto tuvo la certeza de que su defensa no estaba en buenas manos.

Pudiera ser que el abogado dijera la verdad, aunque hacía presumir que se empeñaba en atribuirse el primer papel y que nunca tuvo la oportunidad de defender un proceso de tanta importancia, según él, como el de K. Pero, esas relaciones que siempre sacaba a relucir, indudablemente tenían un cariz sospechoso. Al respecto cabía preguntarse si de verdad las utilizaba en favor de K. El abogado nunca dejaba de destacar que se trataba de funcionarios subalternos, es decir, dependientes, y su ascenso podía ser beneficioso, a veces, en la evolución del proceso. ¿No eran ellos, al fin y al cabo, los que se valían de abogado para obtener la evolución deseada, fatalmente perjudicial para él? Tal vez su proceder no era el mismo en todos los procesos, ya que lo contrario resultaba inverosímil. Indudablemente debía haber causas en las cuales brindaban alguna ayuda al abogado, a fin de premiar sus servicios, pues con seguridad a ellos les convenía sostener el buen prestigio del abogado; pero, si eso no se deslizaba así, entonces ¿cuál sería la intervención de ellos en el proceso de K., tan complicado, según decía el Maestro Huid, y que debía constituir un caso tan extraordinario que, indiscutiblemente, atrajo la atención de la justicia desde sus principios? ¡Oh fatalidad!, ¡ya no había duda!; era bien sabido que el primer recurso aún no había sido despachado; sin embargo, el proceso se inició hacía ya dos meses y todo estaba igual que entonces, de acuerdo con lo dicho por el abogado. La táctica era evidentemente magnífica, si se quería aletargar al inculpado y mantenerlo en la inactividad, con objeto de sorprenderlo a la hora del veredicto o, al menos, ante el resultado del recurso cuando se enterase súbitamente que le fue desfavorable y que la causa pasó a un tribunal superior.

Así pues, resultaba del todo necesario que el propio K. interviniera; y era justamente cuando se sentía desfallecido por la fatiga, en aquella mañana de invierno en que todo le parecía indiferente, que este convencimiento se le hacía imperioso. Aquella repulsión de los comienzos ya se había mitigado; de hallarse solo en el mundo pudo haberse desistido del proceso, en el supuesto de que se lo hubieran entablado, lo cual no hubiese ocurrido. Mas, ahora, ya su tío lo había puesto en manos del abogado y entraban en juego consideraciones de índole familiar, por lo que su situación dejó de ser independiente con respecto a la evolución del proceso; inclusive, por ligereza había hablado de ello a sus propios amigos, vanagloriándose, inexplicadamente, del asunto, en tanto que otros se habían enterado, sin saberse por quién. En cuanto a sus relaciones con la señorita Bürstner, se encontraban, al parecer, en suspenso a la par que su litigio. En suma, ya no tenía la opción entre acceder al proceso o rechazarlo; se hallaba completamente metido en él y era necesario defenderse. Si se cansaba, pues, ¡pobre de él!

Por el momento, aún no había por qué inquietarse demasiado. En el Banco pudo llegar en un tiempo relativamente corto al puesto que ocupaba, gracias a su propio esfuerza, y se sostenía en él rodeado de la estimación de todos. Así pues, no tenía más que consagrar a su proceso una parte de las facultades que le permitieron alcanzar tal posición; no podía haber ninguna duda de que todo saldría bien. No obstante, si quería llegar al final, era necesario expulsar a priori la idea de culpabilidad; no había delito. El proceso no era más que un gran negocio cuyos riesgos, como de costumbre, estaba a su cargo sortearlos. No debía, pues, retener en su mente la idea de una culpa; antes bien, aferrarse solamente a su propio interés. Por esta razón, lo mejor sería que retirara al abogado, cuanto antes, el derecho de representarlo. Se trataba, tal vez, de acuerdo con lo que ese hombre le había expuesto, de algo por completo inusitado y, posiblemente, muy ofensivo; pero K. no podía permitirse el tener que toparse con obstáculos provenientes de su propio defensor. Tan pronto como el abogado fuese excluido, había que expedir el recurso de inmediato e insistir firmemente, todos los días si era posible, para que fuera tomado en consideración. Claro está que no había de contentarse con permanecer como los demás, sentado en aquel corredor, con el sombrero debajo de la banca; por el contrario, había de apremiar constantemente a los empleados, hacerlos asediar por mujeres o por cualquiera que fuese y persuadirlos a sentarse a su mesa y examinar el recurso, en vez de recorrer la vista por el corredor a través de aquella especie de enrejado de madera. No escatimar esfuerzos, establecer lo requerido y vigilar hasta el máximo. Era ya tiempo que la justicia se topara con un inculpado que supiera defenderse.

Aun cuando K. confiaba en sí para llevar a cabo ese programa, se cohibía ante la dificultad de redactar el primer recurso. Apenas una semana antes se sentía turbado al concebir la idea de que llegara un día a verse forzado a redactar, de su puño y letra, un documento; sin embargo, jamás imaginó que pudiese ser tan difícil. Recordaba una mañana en que, estando colmado de trabajo, dejó todo de pronto, tomó un lápiz y se dispuso a trazar en un cuaderno el borrador de un documento de esa especie dirigido a su indolente abogado. En aquel instante, se abrió la puerta y entró el subdirector riendo a carcajadas. Para K. aquella risa resultó muy penosa, aun cuando nada tenía que ver con el recurso, puesto que el subdirector lo ignoraba, sino a una ocurrencia que acababa de oír, relacionada con las finanzas. Para su mejor comprensión debía ser explicada con una gráfica, y fue por dibujarla que él se inclinó sobre la mesa, arrebató el lápiz a K. y utilizó el cuaderno destinado al memorial.

Ahora nada intimidaba a K. aquel documento debía quedar listo. Si no encontraba tiempo en la oficina, que era lo más probable, lo elaboraría por las noches en su casa. Si las noches no alcanzaban, solicitaría un permiso; lo principal era no emprender nada a medias, pues ese era el peor de los métodos, no sólo en los negocios, sino siempre y en todas las circunstancias. Ese recurso representaba un trabajo inagotable. De no ser una mente ágil, resultaba fácil imaginar que nunca se acabaría, y no por pereza o astucia, razones que sólo eran válidas en el caso del Maestro Huid, sino porque, sin saberse nada acerca de la naturaleza de la acusación y todas sus derivaciones, había que recordar la propia existencia hasta en sus más ínfimos pormenores, exponerla en todos sus dobleces y discutirla en todos sus aspectos. Y, ¡cuán triste trabajo, para colmo! Era bueno, tal vez, para ocupar la mente debilitada de un retirado y para ayudarlo a pasar los días interminables. Pero en esos momentos, en los que K. requería de toda su potencia cerebral para el trabajo, en los que cada hora transcurría con demasiada rapidez, pues él se hallaba en pleno auge y representaba un peligro para el subdirector; ahora que él quería disfrutar, en su condición de varón todavía joven, de sus cortos atardeceres y breves noches, era precisamente cuando tenía que dedicarse a la redacción de aquel documento. K. se consumía en lamentaciones. Por instinto, deseando acabar con sus angustias, oprimió el botón eléctrico correspondiente a la antesala y, al mismo tiempo, miró el reloj: eran las once. Durante dos horas, un tiempo excesivo, precioso, no hizo más que divagar, y se sentía, lógicamente, aun más extenuado que antes. De todos modos el tiempo no estuvo enteramente desperdiciado, puesto que le había permitido tomar resoluciones que podían serle de gran provecho. Junto con el correo, los ordenanzas le entregaron unas tarjetas de visita de dos señores que hacía ya mucho rato esperaban ser recibidos. Se trataba de dos clientes del Banco a quienes, por su importancia, nunca debió haberlos hecho esperar tanto tiempo. ¿Por qué tuvieron que venir, precisamente, en momentos tan inoportunos? Del otro lado de la puerta, le parecía oírles preguntar, a su vez, por qué un hombre tan trabajador como K. desperdiciaba las mejores horas de labor ocupándose de asuntos privados. Agotado aún por sus preocupaciones anteriores y por las que habrían de llegar, se puso de pie para recibir a su primer visitante.

Era un industrial, varón de baja estatura, muy vivaracho, a quien K, conocía muy bien. Aquel expresó su pena por haber interrumpido a K. en su trabajo, tan valioso; y este se excusó de haber hecho esperar tanto rato a tan distinguido señor, pero lo dijo en un tono de indiferencia que bien pudo molestar al industrial, si no hubiera sido que estaba completamente absorto en su asunto. De todos sus bolsillos sacó cuentas y tablas; las puso, desplegadas, ante K., le dio explicaciones de varias cantidades, corrigió un pequeño error de cálculo que le saltó a la vista, no obstante la rapidez con que examinaba todo, y recordó a K. haber cerrado con él, el año anterior, un asunto parecido, mencionando de paso que en esta ocasión otro Banco estaba interesado en operar con él a toda costa. Finalmente, enmudeció, para escuchar la opinión de K., que, en un principio, había seguido la explicación del industrial, captando el alcance del negocio y concentrado en la idea; desdichadamente fue por poco rato, pues pronto dejó de escuchar y sólo movía la cabeza a cada exclamación del industrial, terminando por abstenerse de aquel gesto, limitándose a observar la calvicie de aquella cabeza que se inclinaba sobre los papeles y preguntándose a qué hora ese hombre comprendería que no hacía más que predicar en el desierto. Por eso, en cuanto aquel se hubo callado, K. pensó, realmente, que lo hizo para darle a entender que era incapaz de escuchar. Mas, por la expresión del industrial, advirtió con tristeza que estaba a la expectativa de cualquier respuesta y que era necesario, pues, continuar la conversación. Entonces bajó la cabeza, como si hubiera recibido una orden, y empezó a señalar con el lápiz conforme pasaba la vista sobre los papeles, desviándola una que otra vez para anotar cualquier cifra. El industrial suponía alguna impugnación: cierta inexactitud en los números, o que tal vez estos no eran convincentes… De todos modos, con una mano tapó los papeles y emprendió la exposición global del asunto, acercándose aún más a K.

—Es difícil —dijo K., poniendo mala cara.

Sin tener ya nada en dónde detenerse, debido a que los papeles estaban ahora cubiertos, se dejó caer, sobre el brazo del sillón, y sólo abrió los ojos con languidez al abrirse la puerta de la dirección, por donde apareció el subdirector, al que vio como a través de un velo. De momento, no pensó en nada que no fuera en el resultado inmediato de esa intromisión que venía en su auxilio, pues el industrial, habiéndose puesto de pie súbitamente, se apresuró a ir al encuentro del recién llegado, si bien K., temeroso de que el subdirector fuera a esfumarse, hubiese querido que el otro se movilizara diez veces más rápido. Su temor era infundado, pues al encontrarse los dos señores se estrecharon las manos y juntos avanzaron hacia el escritorio de K.

El industrial se quejó del poco interés que su asunto había merecido por parte del señor apoderado, y señaló a K., el cual volvió a sumergirse en los papeles al cruzar su mirada con la del subdirector. Mientras los dos señores se encontraban inclinados sobre el escritorio y el industrial se desvivía por demostrar al subdirector el interés de sus proposiciones, a K. le parecía que aquellos dos varones, cuya estatura se le figuraba extremadamente elevada, negociaban por encima de él su propio asunto. K. dirigió discretamente la mirada hacia arriba, para saber lo que allí ocurría, cogió uno de tantos papeles del escritorio, se lo puso en la palma de la mano, y lo tendió hacia aquellos señores, mientras se iba poniendo de pie muy despacio. Su proceder no respondía a ninguna necesidad; sólo obedecía a la impresión de que así necesitaría actuar cuando al fin hubiese terminado el extenso recurso que lo liberaría por completo. El subdirector, enteramente absorto en la conversación, lanzó una ligera mirada al papel, puesto que lo que para el apoderado era fundamental carecía de importancia para él; simplemente, tomó de la mano de K. el papel, le dijo: «gracias, ya me enteré», y dejó tranquilamente la hoja sobre la mesa. K., al recibir el desaire, lo miró de medio lado; mas el subdirector no lo advirtió o, si se dio cuenta, fue por ello aún más estimulado; soltó varias veces la risa, desorientó al industrial con una respuesta sutil, pero lo sacó en seguida de la duda, formulando para sí una nueva objeción. Finalmente, lo invitó a trasladarse a su despacho, con objeto de finiquitar el asunto.

—Es algo de suma importancia —dijo el industrial—; me doy perfectamente cuenta. El señor apoderado —añadió, hablando directamente al industrial— se sentirá en verdad feliz de que lo liberemos de esta operación, ya que se requiere reflexionar con la mente reposada, y hoy me parece muy agotado por el excesivo trabajo; además, hay algunas personas que lo esperan desde hace rato en la antesala.

K. tuvo apenas la entereza necesaria para apartar la vista del subdirector y sólo dirigir al industrial una sonrisa amable, pero helada. Con sus dos manos apoyadas sobre la mesa, como un dependiente detrás de su vitrina, miraba a los dos señores que recogían los papeles ante sus ojos y, sin dejar la conversación, desaparecían en la dirección. El industrial se volvió siquiera una vez, desde la puerta, para decir que se iba sin despedirse, ya que tenía el propósito de regresar para poner al corriente al señor apoderado acerca de los resultados de las negociaciones y, también, porque tenía que darle una pequeña noticia.

Al fin, K. se encontró nuevamente a solas; ni por un momento se le ocurrió hacer pasar a otros clientes, pero sí pensó en que la suerte le favorecía, pues quienes esperaban en la antesala estaban en la creencia de que aún discutía con el industrial, y nadie, ni el ordenanza, se atrevía a entrar. Avanzó hacia la ventana, se sentó en el reborde, sosteniéndose de la falleba, y contempló la plaza al exterior. Seguía cayendo la nieve; no se despejaba la atmósfera.

Así permaneció mucho rato, sin saber a ciencia cierta lo que le preocupaba; por momentos miraba, con cierto temor, hacia la puerta del vestíbulo, porque le parecía oír un ruido; convencido de que nadie entraba, se tranquilizó, fue al tocador, se lavó con agua fría y regresó a sentarse en su ventana, con la mente más despejada. La determinación que había tomado de defenderse por sí solo le parecía, ahora, más difícil de lo que, en un principio calculó, que le costaría llevar a cabo. En tanto que el cuidado de su defensa estuvo a cargo del abogado, apenas se había sentido en el fondo un poco inquieto por el proceso; lo estuvo observando siempre desde lejos, como si no le tocara directamente; había dispuesto de tiempo para examinar a su antojo el curso del asunto o para desligarse de él. Ahora, si asumía aisladamente la función de defenderse, quedaba expuesto solo a los golpes de la justicia, al menos por el momento; el resultado sería, al final, la libertad definitiva. En la espera habría de hacer frente a muchos mayores peligros que los que surgieron hasta entonces. De quedarle alguna duda, acaecido en este día con el industrial y el subdirector le estaba demostrando ampliamente lo contrario. ¡Qué actitud la suya en la confusión en que se precipitó por el hecho de haberse decidido a tomar su propia defensa! ¿Qué ocurriría en lo sucesivo?, ¿cuál era el futuro en gestación?, ¿encontraría la buena senda que lo condujera, salvando los obstáculos, hasta un feliz término? Una defensa llevada con toda minuciosidad, porque de otro modo no tenía sentido, ¿acaso no le exigiría, forzosamente, renunciar a todo lo demás?, ¿lo lograría sin perjuicio? Y con el Banco, ¿qué haría? Si se tratara sólo del recurso, para eso quizá un permiso sería suficiente, aun cuando una petición de vacaciones pudiera significar un grave riesgo en estos momentos; se trataba de todo un proceso cuya duración no podía ser prevista. ¡Cuán grande era el obstáculo, de un solo golpe, en la carrera de K.! ¡No tenía más remedio que trabajar para el Banco!

K. miró hacia su escritorio. ¿Debía pedir que introdujeran a los clientes del Banco y tratar, ahora, con ellos? En tanto que el proceso seguía su curso y que allí arriba, en el granero, los funcionarios de la justicia quedaban pendientes de los archivos de este proceso, ¿debía él resolver los asuntos del día?, ¿no era eso algo semejante a un suplicio aprobado por el tribunal como complemento del proceso?, ¿y el Banco tomaría en cuenta al valorar su trabajo? ¡Jamás! Allí no era del todo ignorado su proceso; pero ¿de quién era conocido y en qué medida? El subdirector no sabía nada; de lo contrario, sería de ver cómo ya se hubiera valido de ello. No hubiese demostrado ningún sentimiento humano ni de solidaridad. Y ¿el director? Por supuesto que era favorable a K. De haber llegado a sus oídos, la noticia del proceso, ya hubiera buscado la manera de aligerar el trabajo de K. hasta donde le fuese posible, sin éxito probablemente, pues ahora que el equilibrio establecido hasta entonces por K. empezaba a debilitarse, aumentaba más y más la influencia del subdirector, el cuál explotaba en beneficio propio el deplorable estado de salud de su jefe. Ante esta situación, ¿qué podía esperar K.? Tal vez con tanto discurrir no hacía sino gastar su resistencia; sin embargo, prefería no engañarse y ver todo lo más claro posible.

Sin más motivo que el de retardar el momento de entregarse al trabajo, probó de abrir la ventana; estaba tan dura que tuvo que valerse de las dos manos. Una mezcla de niebla y humo invadió la estancia y la llenó de un ligero olor a quemado. Uno que otro copo de nieve penetró, también, llevado por el viento.

—¡Qué horrible otoño! —dijo detrás suyo el industrial, que, sin ser advertido, regresaba de la oficina del subdirector.

K. movió la cabeza en señal afirmativa y miró con intranquilidad la cartera del industrial, quien se apresuraba a sacar sus papeles para comunicarle el resultado de sus negociaciones con el subdirector. Pero el industrial, que había observado la mirada de K., en vez de abrir la cartera dio a esta un golpecito, y dijo:

—¿Quiere saber el resultado? Me lo he metido en el bolsillo, o casi; este subdirector suyo es un hombre muy agradable… pero ¡no es de fiar!

El industrial soltó la risa y estrechó la mano de K., en la creencia de que también él iba a reírse. K. estaba pasmado de que no quisiera, ahora, enseñarle los papeles; además no encontró nada de gracioso en la observación del industrial.

—Señor apoderado —dijo entonces aquel señor—. Sin duda le hace daño el mal tiempo; tiene usted aspecto de preocupado.

—Sí —respondió K., llevando sus manos a las sienes—: Dolores de cabeza, problemas familiares…

—Comprendo —dijo el industrial, que siempre se impacientaba y no era capaz de escuchar hasta el final—. Todo el mundo tiene una cruz que llevar a cuestas.

Instintivamente, K. había dado un paso hacia la puerta para acompañarlo, pero aquel añadió:

—Quisiera todavía decirle unas palabras, señor apoderado. Me apena mucho importunarle al referirme a eso precisamente hoy, pero ya he venido dos veces en estos últimos días, y cada vez lo he olvidado. Si ahora lo dejo para más tarde, quizá ya no tendría objeto y sería a lo mejor una lástima, ya que, después de todo, lo que quiero decirle puede tener cierto valor.

Antes de que K. tuviera tiempo de responder, ya el industrial se había acercado a él y, golpeándole ligeramente el pecho con el reverso del dedo, le preguntaba en voz baja:

—Usted tiene un proceso, ¿verdad?

K., retrocediendo, exclamó:

—¡Ha sido el subdirector quien se lo ha dicho!

—¡Nunca jamás! —aseguró el industrial— ¿cómo podría saberlo?

—Y, ¿usted? —preguntó K., con más dominio de sí.

—De por aquí y de por allá me llegan pequeñas noticias del tribunal —declaró el cliente—; precisamente es con respecto a eso que quería decirle unas palabras.

—Entonces, ¡todo el mundo está en contacto con la justicia! —dijo K., dejando caer la cabeza.

K. condujo al industrial hacia su escritorio. Ambos se sentaron como antes.

—Lo que puedo informarle —declaró el industrial— no es, quizá, de mucha importancia; pero en esta clase de asuntos no hay que descuidar nada. Además, deseaba brindarle mi ayuda, por modesta que sea. Siempre nos hemos llevado bien en las actividades financieras ¿no es así?, ¡entonces!…

K. hubiera querido disculparse de su actitud anterior, pero el industrial, poniéndose la cartera debajo el brazo, demostró que tenía prisa y paralizó con ello cualquier intervención.

—Me enteré de su proceso —continuó diciendo el industrial— por un tal Titorelli. Es un pintor; Titorelli no es más que su seudónimo, desconozco su verdadero nombre. Desde hace muchos años, una que otra vez va a mi despacho y me lleva cuadritos por los cuales, ¡es un mendicante!, le doy algo así como una dádiva. Son, eso sí, cuadros bonitos, llanuras silvestres, paisajes… en fin ¡usted sabe! Ya nos habíamos acostumbrado a esas operaciones, y se realizaban siempre de la mejor manera. Últimamente, ha estado yendo con demasiada frecuencia, y no pude menos que reprochárselo. Conversando, toqué el punto: tuve curiosidad por saber cómo podía vivir sólo de la pintura; entonces supe, con gran asombro, que vivía especialmente del retrato. Trabajaba, me dijo, para el tribunal. Le pregunté «¿para cuál?», y fue así que me enteré… Usted mejor que nadie puede figurarse hasta qué punto sus relatos me dejaron estupefacto. A partir de entonces, siempre me entero, a través de sus visitas, de alguna novedad con respecto a la justicia y, poco a poco voy, adquiriendo mucha experiencia en esas cuestiones. La verdad sea dicha, ese Titorelli es un charlatán, a menudo debo hacerle callar, no sólo porque no puede desmentir que sea un farsante, sino también y antes que nada porque un hombre de negocios como yo, abismado en sus propias aflicciones, no tiene tiempo de preocuparse por las historias de los demás. Pero ¡dejemos esto! Pensé que el tal Titorelli pudiera servirle; dado que conoce a muchos jueces y aun cuando no tenga posiblemente mucha influencia, puede indicarle la mejor manera de acercarse a ciertos magistrados. Y aunque tales consejos no fueran decisivos, podría usted sacarles gran partido, porque usted es casi un abogado, siempre lo he dicho: «el señor K. es casi un abogado». ¡Oh!, ¡a su proceso no le tengo ningún miedo! Pero ¿quiere usted visitar ahora a Titorelli? Con una recomendación mía hará seguramente cuanto le sea posible. Pienso, sinceramente, que usted debería ir. No es necesario que sea hoy; cuando usted lo quiera; en su oportunidad. Además, por el hecho de aconsejárselo no está obligado a ir con él. Si usted piensa que puede prescindir de él, puede dejarlo de lado. Podría ser que haya usted preparado un plan concreto y que con Titorelli corriera el riesgo de estorbarlo. Siendo así, no vaya a verlo, se lo ruego. Por otra parte, se necesita contenerse para ir a buscar los consejos de ese pájaro de cuenta. En fin, usted sabrá lo que más le convenga. Aquí van unas palabras de recomendación y las señas de ese buen hombre.

K. tomó la carta y la puso en un bolsillo. Se sentía contrariado, pues, en el mejor de los casos, la ventaja que podía sacar de aquella recomendación era relativamente menor que el disgusto de saber que el industrial estaba enterado del proceso y el peligro que había si el pintor divulgaba el enredo. Apenas pudo, haciendo un esfuerzo, agradecer en breves palabras al cliente, el cual alcanzaba ya la puerta.

—Iré a verle —dijo, al fin, para despedirse— o, mejor, le pediré por escrito que acuda a la oficina, pues ahora estoy muy ocupado.

—Ya sabía yo —dijo el industrial— que usted daría con la mejor solución. En realidad pensé que usted hubiera preferido no hacer venir al Banco a personas como este Titorelli, evitando hablar con él acerca de su proceso. Tampoco es conveniente dejar cartas en poder de personajes de esa índole. Usted ha de haber reflexionado, sin duda, en todo esto, y sabrá lo que hace.

K. asintió con la cabeza y salió al vestíbulo para acompañar al industrial. Aunque tranquilo en apariencia, comenzaba a sentir miedo de su proceder. Había dicho que escribiría a Titorelli sólo para demostrar al acaudalado cliente que apreciaba su recomendación y que no quería tardar un instante siquiera en reflexionar en las posibilidades de ir al encuentro del pintor; pero, si hubiera juzgado útil su ayuda, le hubiese escrito de inmediato. Ahora bien, bastó la reflexión del industrial para hacerle prever los peligros que una carta podía acarrear. Así pues, bien poco podía confiar en su propio juicio. Si era capaz de invitar precisamente por carta a un individuo dudoso para que acudiera al Banco, y si planeaba hablar de su proceso con él a unos pasos del despacho del subdirector, ¿acaso no era posible, incluso, hasta muy probable, que bordeara otros peligros sin sospecharlo y hasta con la posibilidad de lanzarse sobre nuevos escollos imprevistos? No habría de tener siempre a alguien cerca suyo para prevenirle. Y era ahora, ¡precisamente ahora, cuando quería reunir todas sus energías para salir a la palestra, que le asaltaban, acerca de su propio cuidado, dudas que jamás hubo conocido! ¿Es que sólo faltaba que las dificultades con las que tropezaba en su trabajo profesional viniesen también a obstaculizar su proceso? No le cabía en la cabeza cómo pudo concebir la idea de invitar a Titorelli, mediante una carta, a presentarse en el Banco. Pensando en ello, meneaba aún la cabeza cuando el ordenanza se le acercó con objeto de hacerle ver a tres señores que estaban sentados en una banqueta de la antesala. Eran los que aguardaban desde hacía mucho tiempo ser recibidos en el despacho de K. Tan pronto como vieron que el ordenanza le hablaba, se habían puesto de pie, cada uno buscando la ocasión de ser el primero en introducirse. Ya que el Banco tenía tan pocas consideraciones, hasta el punto de hacerles perder el tiempo en esa sala de espera, ellos no querían observar la menor prudencia.

—Señor apoderado —empezó por decir uno de ellos.

Pero ya K. se había hecho traer su abrigo y, mientras se lo ponía con ayuda del ordenanza, dijo a los tres:

—Perdonen, señores, lo siento mucho, no tengo tiempo de recibirlos ahora. Pido a ustedes mil disculpas, pero tengo que arreglar unes asuntos de primordial urgencia y estoy obligado a salir de inmediato. Ustedes han visto cuánto tiempo me han tenido ocupado. ¿Tendrían la gentileza de regresar mañana o cualquier otro día? A menos que prefieran que tratemos sus asuntos por teléfono. O, si ustedes lo desean, podrían quizás informarme de sus asuntos ahora, en pocas palabras, y por carta les daré las respuestas. Claro que lo mejor sería que ustedes regresaran en otra ocasión.

Aquellos señores, a quienes se les anunciaba, ahora, que su espera había sido en vano, quedaron tan atónitos ante las proposiciones de K. que, sin pronunciar palabras, se miraron unos a otros.

—¿Estamos de acuerdo? —preguntó K., volviéndose hacia el ordenanza que le alcanzaba su sombrero.

Por la puerta abierta del despacho se veía cómo la nieve caía cada vez con más intensidad. K. levantó el cuello de su abrigo y lo abrochó debajo de su barbilla. En aquel preciso instante salió el subdirector de la pieza contigua; sonriendo, miró a K., quien, con su abrigo de pieles puesto, hablaba aún con aquellos señores de la antesala, y preguntó;

—¿Se va usted, señor apoderado?

—Sí —respondió K., enderezándose; algunos asuntos me reclaman en la ciudad.

El subdirector, que se había ya vuelto hacia los señores, interrogó:

—¿Y estos caballeros?… Me parece que esperan desde hace mucho…

—Ya nos arreglamos dijo K.

Sin embargo, ya no había manera de contener a los tres señores; rodearon a K. y declararon que no hubieran esperado tantas horas si sus asuntos no hubiesen sido urgentes y si no hubiesen pensado ser atendidos de inmediato, a fondo y en particular. El subdirector los escuchó un instante; luego observó a K., el cual permanecía allí, sombrero en mano, sacudiendo el supuesto polvo una y otra vez por diferentes partes, y dijo al fin:

—Señores, hay una solución muy sencilla: si ustedes quieren conformarse conmigo, con mucho gusto me encargaré de recibirlos en lugar del señor apoderado. Naturalmente, debemos arreglar esto en seguida. Somos gente de negocios, igual que ustedes, y sabemos lo que vale el tiempo. ¿Quieren pasar por aquí? —y abrió la puerta que conducía a la antesala de su oficina.

¡De qué modo el subdirector se las entendía para apropiarse de lo que K. estaba obligado a sacrificar! Pero K., ¿no sacrificaba más de lo que era absolutamente necesario? Durante el tiempo en que él se apresuraba a ir al encuentro de un pintor desconocido, para satisfacer las exigencias de una esperanza muy vaga e ínfima, como debía confesárselo, su reputación sufría un perjuicio irreparable. Sin duda le hubiese valido más despojarse de su abrigo de pieles y rescatar al menos a los dos clientes que, sin duda, esperaban aún en la estancia de al lado. K. lo habría intentado si no hubiese visto entonces en su despacho al subdirector, que buscaba algo en el archivo como si fuera el suyo. Cuando K., alterado, se aproximó a la puerta, el subdirector le dijo a voces:

—¡Oh! ¿Todavía está usted aquí? —y se volvió hacia K.; los rígidos pliegues de su rostro indicaban no el paso de los años, sino la energía.

El subdirector comenzó de nuevo a ojear.

—Busco —explicó— la copia de un contrato que debe encontrarse aquí, de acuerdo con lo que dice el representante de la firma. ¿Quiere darme una mano?

K. avanzó, pero el subdirector le dijo:

—Gracias, ya lo encontré. —Y se retiró a su oficina con un voluminoso paquete de escritos, que incluía el contrato.

«No soy capaz ahora —se decía K.—, pero, tan pronto como haya terminado con mis dificultades personales, será el primero en sentirlo, ¡y lo sentirá amargamente!».

Algo tranquilizado con aquella idea, encargó al ordenanza, que sostenía la puerta abierta desde hacía un buen rato, informar en su oportunidad al director que unos asuntos le habían hecho ir a la ciudad. Acto seguido, abandonó el Banco, casi feliz de poder entregarse por unos momentos a su asunto.

Tomó un auto y se trasladó inmediatamente al domicilio del pintor, ubicado en un suburbio del extremo opuesto al de las oficinas del tribunal. Era un lugar apartado, mucho más pobre que aquel de la justicia, con casas todavía más obscuras y calles llenas de un lodo que ennegrecía la nieve derretida. En el edificio donde vivía el pintor se encontraba sólo abierta una de las hojas de la puerta; de un agujero perforado en el muro K. vio, al acercarse, que brotaba de golpe un asqueroso líquido amarillo y humeante, que hizo huir a más de una rata. Al pie de la escalera había un chiquillo haraposo, echado boca abajo en el suelo, que lloraba, pero apenas se le oía en medio del estruendo procedente de un táller de hojalatería situado en la otra banda del corredor. La puerta del taller estaba abierta; tres obreros formaban un semicírculo alrededor de quién sabe qué pieza contra la cual asestaban golpes de martillo. Una gran lámina de hojalata colgada en la pared despedía una luz macilenta entre dos de aquellos obreros e iluminaba sus rostros y sus delantales de trabajo. K. no lanzó sino una mirada distraída sobre aquel cuadro; quería terminar cuanto antes, sondear al pintor en pocas palabras y regresar lo más pronto posible al Banco. Por pobre que fuera el resultado obtenido, este pequeño triunfo tendría la mayor influencia en su trabajo de la jornada.

Al llegar al tercer piso, falto de aliento, tuvo que moderar su paso; tanto la escalera como los pisos eran desmesuradamente altos, y el pintor vivía en una buhardilla. La atmósfera estaba viciada, ningún conducto de ventilación daba sobre el hueco de la escalera, limitada entre grandes paredes horadadas sólo de trecho en trecho, en su parte más alta, por tragaluces minúsculos. En el momento en que K. se detuvo, salieron de una puerta unas niñas a todo correr y, riendo, se lanzaron a subir la escalera; K. las siguió despacio, y atrapó a una de ellas que, habiendo tropezado, quedó rezagada, en tanto que las demás continuaban hacia arriba.

—¿Vive en esta casa un pintor Titorelli?

La niña, una chiquilla jorobada de apenas trece años, le dio un ligero codazo y lo miró de reojo. Ni los pocos años ni su defecto físico habían podido preservarla de la más completa corrupción. No sonrió siquiera, observó a K. con severidad, con una mirada fija y provocativa. K. se hizo el desentendido y le preguntó:

—¿Conoces al pintor Titorelli?

Ella afirmó con la cabeza, y preguntó a su vez:

—¿Para qué lo quiere?

K. pensó que lo más importante era informarse cuanto antes acerca de Titorelli.

—Quiero que pinte mi retrato —le dijo

—¿Su retrato? —preguntó, con la boca sumamente abierta y dando un ligero golpe en el brazo de K., como si él hubiera dicho algo en extremo sorprendente o disparatado; luego, con sus dos manos se levantó el vestido, que ya era muy corto, y corrió lo más aprisa que pudo tras las muchachitas, cuyo griterío se perdía ya en lo alto de la escalera.

A la siguiente vuelta K. las volvió a encontrar a todas. Sin duda, la jorobadita les había informado acerca de las intenciones de K., por lo que ellas lo aguardaban allí, a cada lado de la escalera, apretándose contra las paredes para facilitarle con más comodidad el paso, y se alisaban con la mano los pliegues de sus respectivos delantales. En sus rostros y sus posturas se dejaba ver una mezcla de ingenuidad y corrupción. Sin dejar de reír, se alinearon detrás de K. y, precedidas de la jorobadita, que asumió el mando, fueron detrás suyo. A la jorobadita le debió K. el haber encontrado el buen camino, de lo contrario hubiese escalado todo seguido; pero ella le indicó que había que torcer para llegar a la vivienda de Titorelli. La escalera que conducía hasta allí era aún más angosta, muy larga, toda derecha, visible en su integridad; se detuvo justo ante la puerta. Esa puerta, relativamente iluminada, pues recibía la luz del día desde arriba mediante una pequeña claraboya oblicua, estaba hecho de tablas de madera en blanco, con el nombre de Titorelli pintado de rojo a grandes pinceladas. No bien K. hubo subido la mitad de la escalera, seguido de su cortejo, cuando la puerta se entreabrió y pudo verse por la rendija a un hombre vestido sólo con un camisón, que curioseaba, atraído seguramente por el ruido de tantas pisadas.

—¡Oh! —exclamó al ver aquel tropel, y se retiró de inmediato.

La jorobadita aplaudió de gusto, y las demás chiquillas se apretujaron detrás de K. para forzarlo a ir más aprisa.

Antes de que estuvieran ellas arriba, el pintor abrió del todo la puerta e invitó a K., inclinándose profundamente, a que entrara. Con una seña rechazó a las niñas, sin permitir que ninguna entrase, no obstante sus ruegos y las tentativas que hicieron para pasar contra su voluntad. La jorobadita fue la única que logró introducirse en la pieza, escurriéndose por debajo del brazo que él tendía a través del hueco de la puerta. El pintor corrió en su persecución, la cogió por la falda, le hizo dar vueltas a su derredor y la puso afuera con las otras, que no se atrevieron a cruzar el umbral durante aquellos momentos.

K. no podía sino pensar que aquella escena se deslizaba del modo más amigable del mundo. Todas y cada una de las muchachitas se mantenían al pie de la puerta; tenían la barbilla levantada y dirigían al pintor bromas incomprensibles para K.; Titorelli se reía, mientras zarandeaba a la jorobadita. Al fin, el pintor cerró la puerta, hizo otra reverencia a K., y se presentó:

—Titorelli, artista pintor.

K. respondió, señalándole la puerta tras la cual cuchicheaban las niñas.

—Parece que se les recibe muy bien en esta casa…

—¡Ah, las bribonzuelas! —exclamó el pintor, procurando abrochar el cuello de su camisón, sin conseguirlo.

Además, iba descalzo; no alcanzó a ponerse más que unos calzoncillos largos, de tela amarilla, sujetos en la cintura por un cordón cuyas puntas le flotaban alrededor de los tobillos.

—Estos pequeños monstruos se exceden —prosiguió, mientras se empeñaba en abrochar su camisa de noche, pero el botón había ya brincado.

El pintor fue en busca de una silla y la ofreció a K.

—Una vez —continuó el pintor— hice el retrato de una de ellas; no estaba hoy aquí. Desde entonces, todas están sobre mí. Cuando me encuentro en casa, sólo entran con mi permiso; pero cuando no estoy, siempre hay aquí por lo menos una. Se han mandado hacer una llave de mi puerta y se la prestan una a la otra. No tiene usted idea de tal trastorno. Por ejemplo, entro con una dama cuyo retrato debo ejecutar; abro la puerta con mi llave, y aquí está la jorobadita, cerca de la mesa, pintándose de rojo los labios con el pincel, mientras sus hermanos y hermanas, que tienen a su cargo la vigilancia, se desencadenan por toda la habitación y me hacen destrozos por todos los rincones. Asimismo, como ayer por la noche, llego a casa tarde (razón por la cual, aparte mi salud, está todo en desorden, ruego me disculpe), llego, como dije, tarde, trepo a mi cama y, cuando estoy entre las sábanas, siento un pellizco en las piernas; miro debajo de la cama, y saco a tirones a una de esas imprudentes. El por qué vienen aquí, a hostigarme en mi casa, no lo sé; usted ha podido observar que no hago nada para atraerlas. También en mi trabajo, naturalmente, me estorban. Si no fuera que pusieron gratuitamente a mi disposición este estudio, hace ya tiempo que me hubiera mudado.

Justo en ese momento, preguntaron detrás de la puerta, con vocecita aguda y temerosa:

—Titorelli, ¿podemos entrar?

—No —respondió el pintor.

—Y yo sola, ¿no puedo tampoco? —preguntó la misma voz.

—Tampoco —afirmó el pintor, acudiendo a cerrar con llave la puerta.

Entretanto, K. daba una mirada a la estancia; no se hubiera imaginado que se pudiese llamar estudio a ese miserable cuartucho. Resultaba difícil dar en él más de dos pasos a lo largo ni a lo ancho. Todo, paredes, techo y suelo, era de madera; finas estrías de luz corrían entre las tablas. Contra la pared, frente a K., estaba la cama, sobrecargada de cobertores, almohadas y edredones de diversos colores. En el centro de la pieza había un caballete y en él un cuadro, cubierto con una camisa cuyas mangas se balanceaban hasta el suelo. A espaldas de K. estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver a más distancia que el techo de la casa vecina cubierto de nieve.

El chirrido de la llave en la cerradura recordó a K. su propósito de no quedarse demasiado rato. Sacó, pues, de su bolsillo la carta del industrial, la puso al alcance del pintor y le dijo:

—Por este señor a quien usted conoce, he sabido su dirección y es por consejo suyo que he venido a verle.

Con sólo una mirada leyó la carta, y la echó sobre la cama. De no haber asegurado el industrial tan firmemente que conocía a Titorelli y si no hubiera hablado de él como de un pobre hombre que recibía sus dádivas, se podría creer en verdad que Titorelli no conocía al industrial, o que, por lo menos, no se acordaba de él.

—¿Quiere usted comprar cuadros o que le haga un retrato?

K. miró al pintor con asombro. ¿Qué decía aquella carta? Naturalmente, K. había supuesto que el industrial informaba que el motivo de la visita era el proceso. Sin duda se había precipitado demasiado en venir, sin reflexionar en nada. Ahora no había más que dar alguna respuesta al artista y, dirigiendo la vista hacia el caballete, preguntó:

—¿Está pintando un cuadro?

—Sí —afirmó el pintor y tiró de la camisa que cubría el caballete haciéndole seguir la misma suerte que la carta—; es un retrato. Buen trabajo, pero aún no está terminado.

La casualidad era favorable a K., no se le podía brindar una mejor oportunidad para hablar de la justicia: el retrato era de un juez, Tenía un gran parecido al cuadro que K. había visto en el despacho del Maestro Huid. Se trataba aquí, claro está, de otro juez (era un hombre robusto, con abundante barba negra que le invadía las mejillas); además, aquel era, sin duda, un cuadro al óleo, mientras que este estaba realizado con ligeros tintes al pastel. Por lo demás, había una gran semejanza: aquí, también, parecía que el juez, con aire amenazador, estaba a punto de alzarse del trono de cuyo brazo se había ya asido para enderezarse. K. iba a exclamar «¡es un juez!», pero se contuvo por un momento y fue apromixándose al cuadro como para examinarlo en detalle. En el respaldo del sillón se destacaba un personaje alegórico, cuyo sentido no acertó a descifrar K.; lo preguntó al pintor; este respondió que aún no estaba terminado, y, con las puntas de lápiz que tomó de una mesita, recalcó al pastel la silueta, sin aclarar nada a los ojos de K.

—Es la justicia —dijo, al cabo.

—¡Oh, sí!, empiezo a reconocerla —respondió K. Ahí está la venda que le cubre los ojos y aquí la balanza. Se diría que tiene alas en los talones o que se dispone a correr, ¿no es así?

—Sí —afirmó el pintor—. Es por encargo que he debido realizarlo así; debe representar al mismo tiempo la Justicia y la Victoria.

—Resulta una alianza difícil —declaró K., esbozando una sonrisa—. La justicia no debe moverse, de lo contrario la balanza oscila y ya no puede pesar con exactitud.

—Lo hice como lo quiere el cliente —dijo el pintor.

—¡Claro! —exclamó K., que no tuvo la intención de herir a nadie—. Ha pintado usted la alegoría tal como está representada en el verdadero trono.

—No —rectificó el pintor—; nunca he visto la alegoría ni el trono; lo hice de improviso, tal como me lo han ordenado…

—¡Cómo! —exclamó K., fingiendo—. No obstante, ¡es un juez quien está sentado en este sillón! Y, ¿se ha hecho pintar, sin embargo, en una pose tan solemne? Está en el trono como un presidente de Corte.

—Sí, esos señores son bastante vanidosos —explicó el pintor—, y la autoridad superior autoriza a que se hagan representar así; a cada uno se le indica con precisión cómo tiene el derecho de hacerse representar. Desafortunadamente, la pintura al pastel no se presta al género; en el cuadro no se destacan, los detalles de la vestimenta ni las florituras del trono.

—Efectivamente —dijo K—; es raro que usted se haya decidido por la pintura al pastel.

—Es el juez quien lo ha querido así —dijo el pintor—. Está destinado a una dama.

La vista del cuadro parecía haberle inflamado el ánimo para el trabajo: se subió las mangas del camisón, tomó algunos lápices y los retuvo en una mano. K. vio cómo se iba formando en derredor de la cabeza del juez, bajo las trémulas puntas de los pasteles, una sombra rojiza cuya aureola iba a esfumarse hacia el borde de la tela. Poco a poco ese juego de sombras acabó por rodear la cabeza de algo semejante a una corona o a un ornamento mobiliario. En contraste, por un débil matiz a poca distancia, todo quedaba claro alrededor de la figura alegórica, que adquiría un relieve sorprendente, pero no tenía gran parecido con la diosa de la Justicia ni con la de la Victoria, antes bien le daba un extraordinario aire a la diosa de la Caza. A K. le interesó el trabajo del pintor más de lo que hubiera imaginado; sin embargo, se estaba reprochando haber permanecido allí tanto rato sin empezar aún nada con respecto a su asunto.

—Y, ¿cómo se llama este juez? —preguntó, de pronto.

—No me asiste el derecho a decirlo —respondió el pintor, inclinado sobre el cuadro, sin prestar la menor atención al visitante, pese a que lo había recibido con tantos miramientos.

K. tomó a capricho la actitud del pintor, y se molestó por el tiempo que perdía con él.

—Es usted, sin duda un hombre de confianza de la justicia, ¿no es así? —preguntó K.

Al instante, Titorelli dejó de lado sus lápices, se puso de pie y, frotándose las manos, miró a K. sonriente.

—Siempre hay que comenzar por la verdad —declaró—. Usted ha venido a verme para que le hable de la justicia, conforme se me dice en la nota, y empieza usted por ablandarme al comentar mis cuadros. No estoy resentido con usted, no podía saber lo que no marcha conmigo. ¡No!, ¡se lo ruego! —añadió, presintiendo que K. se preparaba a una objeción, para eludirla rotundamente, y continuó—: Aparte de todo, su reflexión es totalmente exacta: soy un hombre de confianza de la justicia.

El pintor guardó silencio como para dar tiempo a que su interlocutor asimilara el hecho. Nuevamente se oía a las chiquillas detrás de la puerta. Con seguridad se atropellaban para mirar por el ojo de la cerradura; tal vez también podrían ver el interior por las rendijas de la puerta. K. se abstuvo de dar disculpas, porque no deseaba desviar al pintor del tema de la conversación; pero tampoco podía permitirle que exagerara hasta el punto de que se volviera inaccesible para él. Asi, optó por preguntarle simplemente:

—Su puesto, ¿está oficialmente reconocido?

—No —respondió el pintor, de un modo escueto, como si esta comprobación fuese a impedirle continuar.

—A menudo, esas situaciones oficiosas —afirmó K., dispuesto a no dejarle callar— tienen más influencia que las oficiales.

—Es lo que ocurre en mi caso —dijo el pintor, balanceando la cabeza y frunciendo el ceño—. Cuando ayer comenté de su causa con ese industrial, él me preguntó si yo podría ayudarlo a usted; le respondí: «le basta sólo con que pase por mi casa», y me complace mucho que haya venido usted tan pronto. El asunto parece interesarle bastante, lo cual, claro está, no me sorprende. Pero, antes que nada, ¿quiere usted quitarse el abrigo?

A pesar de que K. tuvo el propósito de no tardarse, la invitación del pintor le proporcionó gran alegría. La atmósfera se le había hecho ya pesada. Por varías veces se había fijado, con asombro, en la pequeña estufa de hierro instalada en una esquina de la pieza. Dicha estufa no estaba encendida; asi pues, el olor del ambiente era inexplicable. Mientras se despojaba del abrigo de pieles e, incluso, se desabrochaba la chaqueta, el pintor se excusó diciendo:

—Necesito calor; aquí hay muy buena temperatura, ¿verdad? En este sentido la habitación está muy bien situada.

K. nada dijo; no era precisamente el calor lo que lo atosigaba, sino más bien la pesadez del aire lo que le entorpecía la respiración. La estancia no debió haber sido ventilada desde hacía mucho tiempo. Esa angustia se acentuó en K. a partir del momento en que, accediendo el ruego del pintor, se sentó sobre la cama, para ocupar el artista la única silla, en la que se instaló ante el caballete. A Titorelli se le hacía incomprensible que K. permaneciera en el borde; le dijo que no se preocupara, que se sentase cómodamente y, al verlo indeciso, fue a hundirlo en las almohadas y los edredones. Luego regresó a su asiento y formuló, por primera vez, una pregunta positiva, que hizo olvidar a K. todo lo demás:

—¿Es usted inocente?

—Si —respondió K.

Sentíase dichoso de responder a esta pregunta, tanto más por cuanto no se la hacían a título oficial y, por lo tanto, no implicaba ninguna responsabilidad. Nadie, hasta ahora, le había interrogado tan abiertamente. Y para saborear aún más su regocijo, repitió:

—Soy completamente inocente.

—¡Ah, ah! —acentuó el pintor, inclinando la cabeza con actitud de reflexión. Tras breves segundos, se puso de pie y comentó—: Si usted es inocente, el asunto es muy sencillo.

La mirada de K. se enturbió; aquel hombre que se decía confidente de la justicia, hablaba con la candidez de un niño.

—Mi inocencia —afirmó K.— no simplifica el asunto en nada —y, no pudiendo reprimir una sonrisa, la acompañó de un lento movimiento de cabeza—. ¡Hay tantas sutilezas en las que la justicia se pierde! Llega a descubrir un crimen allí donde nunca lo hubo.

—Claro, claro —dijo el pintor, como si K. le hubiera apartado inútilmente de sus pensamientos—. De todos modos: ¿usted es inocente?

—Sí —afirmó de nuevo K.

—Es lo esencial —asentó el pintor.

Las objeciones no ejercían en él ningún influjo; sin embargo, con todo y su tono decidido, no llegaba a saberse si lo decía por convicción o por simple indiferencia.

K., con el fin de dilucidar antes que nada ese punto, dijo:

—Ciertamente, usted es mejor conocedor de la justicia que yo; sólo sé lo que han querido decirme. Pero me he dado cuenta de que todo el mundo coincide en afirmar que ninguna acusación es formulada a la ligera y que, una vez cursada, el tribunal está totalmente convencido de la culpabilidad del acusado; asimismo, que difícilmente puede quebrantarse esa convicción.

—¿Dice usted «difícilmente»? —dijo el pintor en tono de pregunta y lanzó la mano al aire—. Diga usted que la justicia no permite nunca que le arrebaten esa convicción. Si yo pintara aquí, en un cuadro, a todos los jueces juntos, y usted se defendiese ante él, tendría mejor suerte que ante el verdadero tribunal.

—Sí —dijo K. para sí, olvidando que su intención había sido únicamente sondear al pintor.

Detrás de la puerta, una de las muchachitas comenzó a preguntar:

—¡Titorelli!, ¿no se marchará pronto?

—¡Cállense! —dijo el pintor, alzando la voz en dirección a la puerta. ¿No comprenden que estoy conversando con este señor?

—¿Vas a pintar su retrato? —volvió a preguntar, sin darse por satisfecha.

Al no responder el pintor, tornó a hablar:

—¡No vayas a pintarlo! Es un hombre feo.

En seguida brotó en la escalera un incomprensible vocerío de exclamaciones aprobatorias. De un salto el pintor llegó a la puerta y la entreabrió. Alcanzó a ver las manos tendidas de muchas chiquillas en actitud de súplica. El pintor les dijo:

—Si no se quedan tranquilas, las arrojaré a todas por la escalera. Siéntense ahí, en los escalones, y no se muevan.

Evidentemente, no obedecieron de inmediato, pues él se vio aún forzado a ordenar:

—¡Vamos! ¡Allí, siéntense!

Sólo entonces volvió la calma.

—Tenga a bien disculparme —dijo el pintor, al volver al lado de K.

Este casi no se había vuelto hacia la puerta; había dejado en completa libertad al artista, para hacerse cargo o no de su propia defensa, así como, en caso afirmativo, de elegir los medios que quisiera. También se quedó impasible cuando Titorelli se inclinó hacia él para hablarle al oído, a fin de que desde afuera no pudiesen enterarse.

—Estas muchachas también pertenecen a la justicia.

—¿Cómo? —preguntó K., volviéndose hacia el pintor y mirándole asombrado.

Titorelli ocupó su asiento y, en cierto modo bromeando, explicó:

—No hay nada que no dependa de la justicia.

—Es la primera noticia —dijo K. secamente.

El tono general que el pintor dio a su reflexión borraba el carácter alarmante de su advertencia en relación a las niñas. Pese a todo, K. no pudo menos que mirar por un momento detrás de la puerta, cerciorándose de que las muchachitas se mantenían tranquilamente sentadas. Sólo una entre todas había deslizado una pajita por una rendija de la puerta, haciéndola subir y bajar pausadamente.

—No da usted la impresión de conocer aún lo bastante la justicia —dijo el pintor, que había separado en exceso las piernas y daba golpecitos en el suelo con la punta del pie—. Pero no tendrá necesidad, puesto que es usted inocente: puede usted manejarse solo.

—¿Cómo lo haría usted? —preguntó K.—. ¿No me decía, hace un momento, que la justicia no admite ninguna clase de prueba?

—Ante el tribunal, no; pero… —afirmó el pintor, moviendo el índice en el aire, como para hacerle notar que existía una sutil diferencia— es algo distinto con las pruebas que se producen oficiosamente en la sala de deliberaciones, en los corredores o en este taller.

Cuanto expresaba ahora le parecía más verosímil a K.; era muy semejante a lo que había oído decir a los demás. Era hasta más esperanzador. Si en verdad resultaba tan sencillo como el Maestro Huid lo había afirmado a K., con respecto a hacer que amigos del juez ejercieran en él su influjo, las relaciones del pintor con los magistrados podían ser muy importantes. ¡No había que desperdiciarlas! Titorelli podría llegar a ocupar un buen lugar entre quienes K. iba reuniendo a su alrededor, poco a poco, en calidad de auxiliares. ¿Acaso en el Banco no se elogiaban las dotes del señor apoderado como organizador? Era el momento de demostrarlo. El pintor observaba el efecto que había producido su explicación; luego, con cierta impaciencia, preguntó:

—¿No está usted asombrado de que hablo casi como un jurista? Es el resultado de mi trato asiduo con esos señores de la justicia. Eso me reporta, naturalmente, grandes beneficios, pero la inspiración artística se resiente mucho.

—¿Cómo fue que usted entabló relaciones con los jueces? —preguntó K., queriendo captarse la confianza de Titorelli antes de hacerla suya definitivamente.

—Del modo más sencillo —respondió el pintor—: Heredé esas relaciones. Ya mi padre fue pintor del tribunal. Es una situación que siempre se obtiene por herencia. No hay más que entrenar en este oficio a los recién venidos. De acuerdo con los grados de los funcionarios, uno se encuentra, de hecho, frente a prescripciones tan distintas, tan variadas y, en especial, tan secretas que nadie las conoce, salvo determinadas familias. Yo guardo en aquel cajón, que usted puede ver allí abajo, normas usadas por mi padre, las cuales no enseño a nadie. Así pues, hay que dominarlas a fondo para estar autorizado a realizar el retrato de los jueces. Aun cuando yo las perdiera, conozco de memoria tantos secretos que nadie podría arrebatarme el puesto. Cada juez, usted comprende, quiere ser plasmado como los grandes jueces de otros tiempos, y no hay excepto yo, quién sepa hacerlo.

—Eso es aun más envidiable. Así, su posición es firme —dijo K., el cual pensaba en su propia posición en el Banco.

—Sí, firme —aseguró el pintor, poniéndose derecho, ensoberbecido—, y también me permite ayudar de tiempo en tiempo a uno que otro pobre diablo inculpado.

—Y, ¿cómo lo hace? —preguntó K., pasando por alto el trato de pobre diablo que el pintor acababa de darle.

Titorelli, por su parte, no dejó que la conversación se desviara, y declaró:

—En el caso de usted, siendo inocente por completo, veamos lo que voy a emprender…

K. consideraba ya impertinente que se le hablara una y otra vez de su inocencia. En ocasiones, se le figuraba que el pintor hacía de su exoneración el requisito de una ayuda que por lo mismo se volvía inútil. Sin embargo, K. se contuvo y no le interrumpió. En modo alguno quería renunciar a esa ayuda: así lo había decidido. Ño le parecía problemática como la del abogado; inclusive, la prefería con gran diferencia a la de este, pues le era ofrecida con más ingenuidad y mayor franqueza.

El pintor había acercado su silla a la cama y continuaba, ahora en voz muy baja:

—He olvidado preguntarle qué clase de absolución prefiere. Existen tres posibilidades: la absolución real, la absolución aparente y el plazo ilimitado. La absolución real es, naturalmente, la mejor, pero no tengo la mínima influencia en lo que concierne a esta absolución. A mi juicio, no existe quién pueda hacer tomar el acuerdo de una absolución real. En este sentido, sólo la inocencia del acusado puede suscitarla. Siendo usted inocente le sería posible, de hecho, confiarse solo a su inocencia. En este caso, no le hace falta mi ayuda ni la de nadie.

En principio, K. quedó atolondrado por aquella esmerada exposición; mas, recobrando su propio dominio, respondió en voz igualmente baja, tal como él le había hablado:

—Creo que usted se contradice.

—¿En qué? —preguntó el pintor, con toda calma, prodigándole una sonrisa.

Esa sonrisa despertó en K. la sensación de que no se trataba de descubrir contradicciones en lo que había dicho el pintor, sino en los procedimientos de la propia justicia. Por lo tanto, no retrocedió, y dijo:

—Usted acaba de hacer hincapié en que la justicia no admite pruebas; luego, usted ha restringido el alcance de sus palabras, diciendo que no se trataba sino de la justicia oficial; ahora asegura, incluso, que el inocente puede prescindir de ayuda. He aquí la primera contradicción. Más aún: usted me había declarado que se podía influir personalmente en los jueces, en tanto que, ahora, niega que la absolución real, como usted la llama pueda lograrse mediante las relaciones. Esta es su segunda contradicción.

—Las dos son fáciles de explicar —respondió el pintor—. Se trata de dos conceptos diferentes: por un lado, lo que dice la ley; por otro, mis experiencias personales. Tenga mucho cuidado de no confundirlos. Por lo que respecta a la ley, si bien no la he leído, se habla en ella, naturalmente, de que el inocente es absuelto, pero eso no indica que se pueda influir en los jueces. Ahora bien, pude comprobar todo lo contrario; nunca ha llegado a mis oídos la noticia de ninguna absolución real; pero, en cambio, he visto intervenir muchas influencias. Es posible, naturalmente, que en ninguno de los casos por mí conocidos haya estado de por medio algún inocente, pero ¿acaso no le parece inverosímil? En tantos casos, ¿ni tan sólo uno inocente? Era yo todavía un niño, cuando en casa ya oía a mi padre hablar de procesos; los jueces que acudían al taller propagaban las noticias de la justicia; aparte de eso, no se hablaba de nada más en nuestro medio. En cuanto a mí, desde que tuve la oportunidad de introducirme en el tribunal supe aprovecharme de él; he presenciado todas las sesiones importantes; he seguido de cerca, tanto como se puede, un número infinito de procesos y nunca, debo confesarlo, nunca he visto una absolución real.

—De manera que ¡ni tan sólo una absolución real! —exclamó K., dándose una respuesta a sus esperanzas—. Eso confirma la opinión que ya tenía de la justicia. Por este lado tampoco existe ninguna probabilidad. Un solo verdugo podría reemplazar a todo el tribunal.

—No hay que generalizar —dijo el pintor, mostrándose descontento—. Únicamente he hablado de mi experiencia personal.

—Y, pues, ¿no es suficiente? —dijo K.—. ¿Acaso habrá usted oído hablar acerca de absoluciones reales que se hubieran pronunciado en otro tiempo?

—Se dice que sí las hubo —comentó el pintor—; pero es difícil saberlo: las sentencias del tribunal no se publican nunca. Los propios jueces no tienen derecho a examinarlas. Por eso no se han conservado más que leyendas sobre la justicia de lo pasado. Ellas hablan de verdaderas absoluciones y hasta en la mayoría de los casos, y nada nos impide creerlo, pero también nada nos puede probar su autenticidad. Sin embargo, no hay que desecharlas del todo, ciertamente deben contener algo de verdad y, por otra parte, son muy bellas; me he valido de muchas para temas de mis propios cuadros.

—Unas simples leyendas no cambian en nada mi opinión —dijo K.—. Ante el tribunal uno no puede apoyarse en esas leyendas, ¿verdad?

—Es cierto: no se puede —contestó el pintor.

—Entonces, está de más hablar de ellas —declaró K.

De manera provisional, K. admitía todas las opiniones del pintor, hasta cuando le parecían inverosímiles y que se contradecían entre ellas; por el momento, no había tiempo de inquirir ni rechazar lo que le decían. Daría por logrado lo máximo si llegaba a convencer al pintor de que lo ayudase en alguna forma, aun cuando con la intervención quedara dudoso el triunfo. Por eso dijo:

—Dejemos, pues de lado la absolución real. Usted mencionó dos soluciones más.

—Sí, la absolución aparente y el plazo ilimitado. Son las dos que resta discutir —dijo el pintor—. Pero, antes de abordar este tema, ¿no quiere quitarse la chaqueta?

—Es verdad —dijo K., sintiendo que sudaba copiosamente en cuanto se le recordó el calor—. Es casi insoportable.

El pintor afirmó con la cabeza, como si comprendiera muy bien el malestar de K.

—¿No podríamos abrir la ventana? —preguntó K.

—No —contestó el pintor—, sólo es un cristal encajado en el marco; no se le puede separar.

K. se percató, entonces, de que había estado esperando desde los comienzos que el pintor fuera a dejar el asiento para ir hacia la supuesta ventana y que la abriera de golpe; o quizá pensó que era necesario que él lo hiciese. Estaba dispuesto a respirar a pleno pulmón la peor de las neblinas. La sensación de encontrarse allí, completamente privado de aire, le ocasionaba mareo. Con una mano golpeó el edredón que se encontraba junto a él y, con voz débil, dijo:

—Pero ¡es desagradable!, ¡dañino!

—¡Oh, no! —replicó el pintor, en defensa de su ventana—. Así sea un simple cristal, como nunca se puede abrir, el calor se conserva mucho más que con una doble ventana. Y si quiero ventilar la habitación, lo que no es del todo necesario, pues el aire pasa por todas las rendijas, no tengo más que abrir una de las puertas o hasta las dos.

K., algo esperanzado por esta explicación, paseó la mirada alrededor suyo para descubrir la segunda puerta. El pintor lo advirtió, y dijo:

—Está detrás de usted; me vi forzado a poner la cama de través.

Fue entonces cuando K. vio la puertecilla.

—Sí, aquí todo es demasiado pequeño —continuó diciendo el pintor, adelantándose a cualquier crítica por parte de K.—. Debí arreglármelas lo mejor posible. Claro que la cama está muy mal colocada delante de la puerta. Cada vez que viene el juez, cuyo retrato estoy haciendo, se topa con esa puerta. Le he dado la llave para que pueda esperarme aquí mientras no estoy; pero suele venir, por lo regular, muy temprano, cuando aún estoy dormido y, naturalmente, me arranca siempre de mi sueño al abrir la puerta justo a mi cabecera. Perdería usted el respeto o algo semejante por los jueces, si oyera las imprecaciones con las que lo recibo en cuanto, por la mañana, pasa por encima de mi cama. Podría pedirle la llave, pero la situación sería peor: de un simple golpe con el codo se puede arrancar de sus goznes cualquiera de las puertas que hay aquí.

Desde que el pintor inició su discurso, K. se preguntaba si debía despojarse de su chaqueta; llegó a la conclusión de que no resistiría por mucho tiempo si no lo hacía en seguida. Se la quitó, pues; pero, eso sí, la conservó sobre su rodilla, para poder ponérsela tan pronto como se agotara la conversación. Apenas quedó en mangas de camisa, cuando una de las chiquillas dijo a voces:

—¡Ya se quitó la chaqueta!

Al punto se oyó cómo todas se apiñaban contra las rendijas para presenciar cada una el espectáculo.

—Las niñas creen —trató de explicar— que voy a pintar un retrato de usted y que por eso se desviste.

—¡Ah, vaya! —dijo K., sin mostrar mucho humor, pues no se sentía del todo bien a pesar de haberse aligerado la vestimenta; y, habiendo olvidado los términos que usaba el pintor, preguntó en un tono de disgusto—: ¿Cómo llamaba usted a las otras dos soluciones?

—La absolución aparente y el aplazamiento o prórroga ilimitada —respondió Titorelli—. A usted le toca escoger. Puedo ayudarlo en las dos, con mucha dificultad, naturalmente: la única diferencia es que para la absolución aparente se requiere un esfuerzo enérgico y transitorio, y para la prórroga ilimitada un pequeño esfuerzo constante. Hablemos, primero, si usted lo desea, de la absolución aparente. Yo escribo en un papel una atestación de inocencia. La fórmula de esta declaración me la transmitió mi padre; ella es por entero intocable. Tan pronto como esté escrita la atestación, habré de visitar a los jueces que conozco. Esta misma tarde puedo comenzar por darla a conocer al juez cuyo retrato estoy haciendo, y que debe venir a posar. Y. ¡ya está!, le presento mi papel, le explico que usted es inocente y me ofrezco, voluntariamente, en calidad de caución de esa inocencia. No es un simple compromiso de forma, sino una verdadera caución de algo que me compromete.

En la mirada del pintor se traslucía algo así como una especie de reproche por el hecho de que K. lo colocara en su lugar, cargándole el peso de semejante fianza.

—Sería enteramente amable… —dijo K.— pero ¿le creería el juez?, y su absolución para mí ¿sería real?

—Es aquello que yo le decía. Por otra parte, no es del todo seguro que todos me crean enteramente. Es posible que muchos jueces me pidan que, primero, lo presente a usted, personalmente, a ellos. Será necesario, entonces, que usted vaya conmigo. En este caso, hablando sinceramente, la mitad de la causa está ganada, sobre todo, si yo lo pongo sobre aviso acerca de la manera como debe usted comportarse con ellos. Ahora bien: con aquellos que me eliminen por principio, no será tan fácil; y el caso habrá de presentarse. Si bien estoy decidido a intentar todo, habremos de renunciar a ellos. Sin embargo, no será demasiado grave, pues algunos jueces no son suficientes para decidir en semejante cuestión. Una vez haya reunido el número conveniente de firmas en mi atestación, iré al encuentro del propio juez que instruye el proceso. Es posible que tenga ya su firma en mi papel; entonces, todo se desarrollará con más rapidez. Pero, en general, al llegar a esta fase de operaciones, uno ya no encuentra más impedimentos; es el periodo en que el inculpado abriga las mayores esperanzas, porque, y es curioso comprobar que se trata de un hecho irrefutable, la gente se siente mucho más segura en ese momento que después de la absolución. Ya no hay casi nada por hacer cuando se ha llegado ahí. El juez tiene, con la atestación, la garantía de cierto número de jueces; puede absolver a usted sin temer, y es lo que hará, seguramente, por darme gusto y, obligatoriamente, a algunos amigos más, después de haber cumplimentado ciertas formalidades. Por lo que a usted respecta se despide del tribunal y queda en libertad.

—Y, entonces, ¿quedo libre? —preguntó K., con cierta indecisión.

—Sí —respondió el pintor—, pero sólo en apariencia o, mejor dicho, de manera provisional. De hecho, los jueces subalternos, tales como aquellos que tengo por amigos, no tienen derecho de pronunciar la absolución definitiva. El único que tiene ese derecho es el Tribunal Superior, con el cual no podemos tomar contacto ni usted, ni yo, ni nadie. De lo que allí ocurra, nosotros no sabremos nada; por otra parte, dicho sea entre paréntesis, no queremos saberlo. Aquellos jueces a quienes tratamos de introducir en nuestro juego no tienen ningún derecho de dejar limpio de acusación al inculpado; lo tienen, únicamente, para liberarlo. Dicho en otras palabras, esta clase de absolución lo substrae provisionalmente de la acusación, pero ello no implica que permanezca colgada sobre usted, con todas las consecuencias que ello pueda acarrear si llega a intervenir una orden superior. Debido a las relaciones que mantengo con la justicia, puedo explicar a usted la diferencia que prácticamente existe entre una y otra absolución. Para la real, todos los justificantes del proceso deben ser extinguidos; desaparecen íntegramente; todo queda destruido, no sólo la acusación, sino también los documentos del proceso y hasta el cuerpo de la absolución. Nada perdura. En el caso de la absolución aparente ocurre de distinta manera. El acta que la establece no implica en el proceso ninguna otra modificación que la de enriquecer los expedientes con el certificado de inocencia, el cuerpo de la absolución y sus considerandos. En todos los demás aspectos, el proceso sigue su curso. Se procede a conducirlo a instancias superiores y a llevarlo a los secretariados inferiores, tal como lo exige el trámite de los documentos a través de las oficinas; es así que no deja de pasar por toda índole de vicisitudes, con sus altibajos más o menos importantes e interrupciones de mucha o poca duración. Resulta imposible saber el curso que tomará. Vista la situación desde afuera, uno puede, en ocasiones, imaginarse que todo fue olvidado mucho tiempo atrás, que los documentos se extraviaron y que la absolución es total. Sin embargo, los iniciados saben muy bien que no. Ningún papel puede extraviarse; la justicia nunca olvida. Un día cualquiera, cuando nadie se lo espera, uno de tantos jueces revisa el acta de acusación, se da cuenta que no deja de estar vigente, y ordena de inmediato la detención. He dado por hecho que entre la absolución y el nuevo arresto haya transcurrido cierto tiempo, lo cual es factible, y puedo citar casos; pero es muy probable que la persona absuelta, al regresar del tribunal, encuentre que lo aguardan frente a su casa para detenerlo por segunda vez. Entonces, naturalmente, adiós libertad.

—Y, entonces, ¿se inicia de nuevo el proceso? —preguntó K., poniéndolo en duda.

—Por supuesto —respondió el pintor—. Se reanuda el proceso; pero, siempre hay la posibilidad de promover una nueva absolución aparente. Es necesario, entonces, concentrar una vez más todas las fuerzas y nunca rendirse.

Posiblemente el pintor agregó estas últimas palabras debido a que K. empezaba a traslucir cierto desaliento.

—Pero, la segunda absolución ¿no es más difícil de obtener que la primera? —preguntó K. como anticipándose a posibles revelaciones del pintor.

—No se puede precisar nada al respecto —respondió el artista—. ¿Cree usted que el segundo arresto pueda influir con los jueces en favor del inculpado? No hay nada de eso. En el momento de la absolución, los jueces habían ya previsto el segundo arresto; de ahí que no es concebible que pudiese influir en nada. Pero si es fácil que el humor se hubiese transformado y que un sinfín de otros motivos pudieran influir modificando las opiniones acerca del caso. Así pues, hay que adaptarse a las nuevas circunstancias para perseguir la segunda absolución, la cual requiere, por lo regular, tanto trabajo como la primera.

—Y, pese a todo, ¿tampoco es definitiva? —dijo K. en una pregunta cuyo tono y movimiento de cabeza daban la consabida respuesta.

—Naturalmente —dijo el pintor—, y tras la segunda viene el tercer arresto, como el cuarto, después de la tercera, y así sucesivamente. Es lo que corresponde a la naturaleza de la absolución aparente.

K. guardó silencio.

—Diríase que no encuentra ventajosa la absolución aparente. Tal vez prefiera usted la prórroga ilimitada. ¿Debo explicarle el sentido del también llamado aplazamiento ilimitado? —dijo el pintor.

—Sí —asintió K.

El pintor se había respaldado cómodamente en su asiento, con la camisa desabrochada en el pecho, y una mano por debajo de ella acariciándose el costado.

—La prórroga ilimitada… —dijo, enmudeciendo un instante, mientras miraba ante él, como si tratase de encontrar una explicación perfectamente adecuada— mantiene el proceso, de un modo indefinido, en su primera fase. Para alcanzarla es preciso que el inculpado y la persona que lo auxilia, sobre todo dicho auxiliar, estén siempre en contacto con la justicia. Insisto en que ello no significa tanto gasto de energías como para el logro de la absolución aparente; sin embargo, es necesaria una atención mucho mayor. No debe perderse de vista el proceso: a intervalos regulares hay que ir al encuentro del juez interesado, así como en las ocasiones especiales, procurando de todos modos conservar sus favores. De no conocer personalmente a ese juez, hay que instar sobre él mediante jueces que lo conozcan, sin renunciar por eso a tratar con él de un modo directo. Si todo se hace cuidadosamente, podemos decir con certidumbre que el proceso no pasará de su primera fase. Es indudable que no termina, pero el acusado puede estar casi seguro de no ser condenado, como si estuviera en libertad. La prórroga indefinida ofrece, frente a la absolución aparente, la ventaja de asegurar al inculpado un futuro menos inseguro; lo pone a salvo de una súbita y terrorífica detención; no tiene que verse en la penosa necesidad de lanzarse tras la búsqueda de la absolución, cuando las circunstancias le ofrecen menos posibilidades. Infaliblemente, la prórroga ilimitada trae consigo muchas amarguras, y es preciso pensar en ello. Me refiero expresamente al hecho de que el inculpado nunca se encuentra libre, como tampoco lo estaría, en el sentido estricto de la palabra, con la absolución aparente. Se trata de otra desventaja. El proceso, naturalmente, no puede detenerse sin que haya al menos una apariencia de causa. Asimismo, es necesario que ella se persiga teóricamente, que de vez en cuando se tomen ciertas disposiciones: organizar interrogatorios, ordenar pesquisas, etc. En una palabra, que el proceso gire de continuo en el pequeño círculo dentro del cual se halla artificialmente limitada su acción. Claro está que todo eso ocasiona al inculpado muchos sinsabores, acerca de los cuales no hay que exagerar tampoco. En realidad, todo queda en apariencia; los interrogatorios, por ejemplo, son muy breves; algunas veces, si no se dispone de tiempo o no se tiene deseo de acudir, uno puede excusarse; asimismo, se puede convenir con ciertos jueces la distribución del tiempo por todo un periodo en adelante; en el fondo sólo se trata de presentarse una que otra vez ante el magistrado para cumplir con el deber de un inculpado.

Antes de que el pintor hubiese concluido de hablar, ya K. se había puesto de pie y, con la chaqueta bajo el brazo, se disponía a irse.

—¡Ya está de pie! —vociferaron detrás de la puerta.

—¿Quiere ya partir? —preguntó el pintor, dejando también su asiento—. Seguramente es la atmósfera la que lo ahuyenta de aquí; es muy enojoso. Aún faltaría mucho por decir. Tuve que hablar demasiado concisamente; espero haberme hecho comprender.

—¡Oh, sí! —exclamó K. a quien le dolía la cabeza debido al esfuerzo por concentrarse.

No obstante tal afirmación, y con el propósito de confortar el ánimo de K., el pintor dijo una vez más, resumiendo: ambos métodos tienen esto en común: impiden la condena del inculpado.

—Pero también impiden su absolución real —dijo K., en voz baja, como si se avergonzara de haberlo comprendido.

—Ha captado usted la palabra —dijo el pintor apresuradamente.

K. alargó el brazo y puso la mano sobre su abrigo, mas no se resolvió a ponerse la chaqueta. De haberse dejado llevar de su impulso, habría cogido todo y se hubiese ido a la calle en mangas de camisa; las propias chiquillas no lograron que se decidiera a ponerse todo, pese a que se anticipaban, diciéndose unas a otras que ya se estaba vistiendo. El pintor, teniendo empeño en interpretar la actitud de K„ dijo:

—Usted no se ha decidido todavía por ninguna de mis proposiciones. Se lo apruebo. Mi propio consejo hubiese sido que no se decidiera de inmediato. Entre las ventajas y los inconvenientes hay equivalencia. Es necesario pesar todo minuciosamente. Pero, por otra parte, no debe perderse demasiado tiempo.

—Volveré pronto —dijo K., el cual, presa de una súbita decisión, se deslizó su chaqueta, se puso el abrigo en los hombres y, con apresuramiento, se dirigió hacia la puerta, del otro lado de la cual las niñas comenzaron a dar de gritos, en tanto que él se imaginaba que las veía a través de la madera.

—Sosténgame su palabra —dijo el pintor, sin acompañarle—. De lo contrario, seré yo quien vaya al Banco para interrogarle.

—¡Ábrame, pues! —dijo K., tirando de la manija que, sin duda, debía estar retenida por las chiquillas desde el lado opuesto, pues la puerta se resistía fuertemente.

—¿Quiere usted —le preguntó Titorelli— que las niñas vayan molestándolo por toda la escalera? Pase mejor por allí —y le señaló la puerta que se encontraba detrás de la cama.

No aspirando K. a nada mejor, regresó hacia la cama. Pero el pintor, en vez de abrir, se metió debajo de aquella, y preguntó desde el fondo donde se hallaba tendido:

—¡Un momento!: ¿No quisiera ver una tela de las que puedo venderle?

K. no quiso ser descortés, puesto que el artista se había interesado en él y hasta se había ofrecido a seguir prestándole su ayuda, sin que se hubiera hablado todavía de algo así como de una compensación, por un olvido del propio K.

En realidad, K. no podía eludir la oferta: aunque trémulo de impaciencia, se dejó mostrar el cuadro. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de telas, todavía sin enmarcar, cubiertas de tanto polvo que, en cuanto sopló sobre la primera, K. se vio envuelto por largo rato en una nube, con la respiración cortada.

—Es una llanura silvestre —dijo a K., poniendo la tela a su alcance.

La pintura representaba dos macilentos árboles que se erguían entre una hierba sombría, a gran distancia uno del otro. Al fondo, el sol se ocultaba en medio de una gran profusión de colores.

—¡Bien! —dijo K.—. Le compro este.

Lo dijo en tono demasiado cortante; por eso le dio gusto cuando vio que el pintor, lejos de molestarse, le ofrecía un segundo cuadro:

—Aquí está —dijo— la pareja del primero.

Posiblemente estaba bien concebido como pareja del primero, pero no se advertía la menor diferencia: árboles, hierba y puesta de sol. A K. esta similitud le tenía sin cuidado.

—Son bellos paisajes —expresó K.—; le compro los dos, y los colgaré en mi oficina.

—¡El motivo parece gustarle! —dijo el pintor, tomando un tercer cuadro—. ¡Vamos bien!, pues aquí hay otra obra del mismo estilo.

La obra no era del mismo estilo, era exactamente igual. Titorelli aprovechaba a la perfección la oportunidad de vender sus viejas telas.

—Me llevo también este —dijo K.—. ¿Cuál es el precio de los tres?

—Hablaremos de ello en otra ocasión —dijo el pintor—. Ahora tiene usted prisa y, de todos modos, quedamos en contacto. Me siento feliz de que los cuadros le gusten. Le daré todos los que tengo aquí. Todos representan llanuras selváticas, ya he pintado varias llanuras. A muchas personas no les gustan, porque esos paisajes les parecen un poco tristes; pero hay otras, como usted, que aprecian precisamente esta melancolía.

K. no estaba en disposición de ánimo como para fijarse en las experiencias profesionales de un artista mendicante.

—Envuélvalas —dijo, cortándolo en lo mejor de su alocución—; mañana vendrá mi mozo a llevarlas.

—No es necesario —dijo el pintor—. Espero que podré encontrar quien los cargue y le acompañe en seguida —y abrió la puerta, inclinándose por encima de la cama.

—No vacile —dijo— en subirse sobre el colchón; todos los que entran aquí lo hacen así.

K. no necesitaba de aquel estímulo, pues podía pasarse sin él sin ningún miramiento; inclusive ya había puesto el pie en medio del edredón, pero al mirar por la puerta abierta tuvo un sobresalto que le hizo retroceder.

—¿Qué es esto? —preguntó al pintor.

—¿De qué se asombra? —interrogó a su vez el artista, también sorprendido—. Son las oficinas de la justicia. ¿No sabía usted que aquí estaban? Las hay en casi todos los graneros. ¿Por qué no habría de haberlas aquí? Mi propio taller forma asimismo parte de sus locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.

K. no se asustó tanto por haber encontrado en este lugar los archivos de la justicia, sino por el hecho de comprobar su ignorancia en todo lo relacionado con el tribunal. Le parecía que la principal norma para un inculpado debía ser la de encontrarse siempre preparado a todo, no dejarse nunca sorprender, no mirar a la derecha cuando su juez se encuentra a la izquierda; y era precisamente contra aquella norma que volvía siempre a faltar.

Ante él se extendía un largo corredor del que venía un aire tal que, en comparación, el del taller resultaba refrescante. En ambos lados había bancas, al igual que en la antesala del secretariado en donde se llevaba el asunto de K. La instalación de esas oficinas parecía regirse, en todas partes, por prescripciones rigurosas. Por el momento, en ellas no había gran afluencia de personas. Un hombre, sentado, o más bien medio recostado sobre una de las bancas, tenía el rostro escondido entre los brazos, contra la madera, y parecía estar durmiendo; otro se hallaba de pie en la semiobscuridad, en el extremo opuesto del corredor. K. se decidió a trepar sobre la cama; el pintor hizo lo mismo, con las telas bajo el brazo.

Pronto dieron con un ujier. K. los reconocía por el botón dorado, que resaltaba en sus trajes de civil. El pintor encomendó a ese hombre llevar los cuadros de K. Este, más que andar, se tambaleaba, y sostenía un pañuelo apretado contra su boca. Cuando se encontraba cerca de la salida, las chiquillas se abalanzaron delante de ellos; con el paso por el granero K. no pudo, pues, esquivar el encuentro. Sin duda, ellas habían visto que se abría aquella puerta del taller y dieron la vuelta para llegar por ese lado.

—¡Ya no es posible acompañarlo más! —exclamó el pintor, soltando la risa, debido al asalto de las bribonzuelas—. ¡Hasta pronto!, ¡no pierda demasiado el tiempo en reflexiones!

K. no le dirigió una mirada siquiera. Tan pronto como se vio en la calle, paró el primer coche de punto que pudo encontrar. Le faltaba tiempo para deshacerse del ujier, cuyo botón dorado le hacía daño a la vista, si bien nadie más que él, probablemente, lo advertía.

El servidor de la justicia quiso subir al asiento del cochero, pero K. lo despachó de inmediato.

Habían dado ya las doce del día cuando el coche se detuvo frente al Banco. A K. le hubiese gustado dejar allí los cuadros, pero le asaltó el temor de que en alguna ocasión pudiera verse obligado a demostrar al pintor que los conservaba. Así pues, pidió que los subieran a su despacho, en donde los guardó en el cajón más bajo de su escritorio, para esconderlos a los ojos del subdirector.