EL TÍO. LENI
Una tarde, a la hora del correo, cuando K. estaba precisamente muy ocupado, se presentó ante él un tío suyo, pequeño hacendado recién llegado del campo, el cual se introdujo en la oficina en momentos en que dos empleados transportaban unos papeles. De hecho, K. no se sorprendió tanto como cuando, no hacía mucho, le había asaltado la idea de su llegada. El tío no podía dejar de venir, K. lo sospechaba desde hacía un mes. Al verlo, le pareció un poco encorvado. Estrujando el panamá en su mano izquierda, tendió la derecha, hacia su sobrino, por sobre el escritorio, con una rudeza tan precipitada que tiró todo a su paso. El tío lo hacía todo con prisa, pues le perseguía la infeliz idea de que en un solo día de permanencia en la capital debía solucionar todo lo que se había propuesto, sin desperdiciar, para colmo, ninguna conversación, negocio o placer que surgiera ocasionalmente. K. estaba muy obligado para con él, ya que era su antiguo pupilo; debía ayudarlo en todo y ofrecerle albergue para pasar la noche, razón por la cual le llamaba «el fantasma rústico».
Tras las primeras vehementes expresiones, sin aceptar, por falta de tiempo, el sillón ofrecido por su sobrino, pidió a este que le concediese una breve entrevista confidencial.
—Es algo necesario —le dijo, pasando con dificultades la saliva—; algo necesario para mi tranquilidad.
K. despachó a todos los mozos, prohibiéndoles dejar pasar a quienquiera que fuese.
—¡Ay, Joseph!, ¡de lo que me he enterado! —exclamó el tío, tan pronto como estuvieron solos, juntando todos los papeles que encontró, sin mirarlos siquiera, para sentarse con mayor comodidad sobre ellos, encima del escritorio.
K. estaba callado. Presentía lo que iba a venir, pero, de súbito, aligerado de un trabajo agotante, comenzó por instinto a entregarse a una grata laxitud, con la mirada perdida más allá de la ventana, al otro lado de la calle, sin más vista, desde su asiento, que un pedazo del muro, una porción en forma de triángulo vacío entre dos escaparates.
—Y, ¡te callas mirando por la ventana! —exclamó el tío, con los brazos extendidos—. ¡Por el amor de Dios, Joseph, contéstame!, ¡dime, por favor!: ¿eso es verdad?, ¿puede ser verdad?
—Querido tío —dijo K., volviendo de su abstracción—: No entiendo a qué te refieres.
—Joseph —dijo el tío, en tono de amonestación—, estoy en la creencia de que siempre has dicho la verdad. ¿Acaso tus últimas palabras me hacen entrever un cambio?
—Creo adivinar, en parte, lo que piensas —respondió K., de un modo sumiso—: Sin duda te has enterado de mi proceso, pero ¿por quién?
—Erna me lo ha dicho por escrito —explicó el tío—. Ya sé que no la ves; que nunca te ocupas de ella, desdichadamente; no obstante, lo ha sabido; hoy recibí carta suya y, naturalmente, de inmediato vine, sin otro motivo que este, considerándolo más que suficiente. Puedo mostrarte el párrafo… —dijo, buscando la carta en su bolsillo—. Este es; dice así: «Hace mucho que no veo a Joseph; la semana anterior acudí al Banco para hablar con él, pero se hallaba tan ocupado que no me dejaron pasar. Al cabo de una hora de estar esperando, tuve que irme a casa debido a la lección de piano. Me habría gustado hablar con él; tal vez la ocasión de hacerlo me será pronto propicia. El día de mi aniversario me envió una gran caja de bombones; muy gentil de su parte. La última vez que escribí olvidé decirlo; ahora recuerdo que ustedes me lo preguntaban. El caso es que, en la pensión, los bombones desaparecen tan pronto como llegan. En lo que concierne a Joseph, quisiera informarte algo más. Como decía antes, no pude verle en el Banco, porque estaba al habla con un señor. Después de haber esperado pacientemente, interrogué a un mozo acerca de si la entrevista iba a durar aún mucho rato. Me respondió que eso era muy probable, pues, sin duda, se trataba del proceso que se había entablado contra el señor apoderado. Le pregunté a qué se refería ese proceso y si no estaba en un error, pero me aseguró que no estaba errado; es más, que no sólo era un proceso, sino hasta grave, pero que no sabía nada más. Dijo, también, que hubiera querido, por su parte, ayudar al señor apoderado, un hombre bueno y justo, pero que no acertaba cómo hacerlo, formulando votos porque intervinieran personas influyentes lo que, por otro lado, era de esperarse, naturalmente, y que todo habría de terminar bien, aun cuando, por el momento, la situación no parecía muy buena que digamos, de acuerdo con el humor del señor apoderado. Claro está que no di demasiada importancia, a tales historias y procuré calmar a este hombre candoroso, prohibiéndole hablar de este asunto, acerca del cual considero que sólo son habladurías. A pesar de todo, tal vez sería conveniente, querido papá, que te ocupes de ello en tu próxima venida. A ti habrá de resultarte fácil averiguar los pormenores e intervenir si es conveniente, puesto que cuentas con amigos influyentes. De no ser necesario, como es de suponer, darías al menos a tu hija la oportunidad de abrazarte, proporcionándole el más grande de los gustos». ¡Mi bondadosa hija! —exclamó el tío, al terminar la lectura, enjugándose unas lágrimas.
K., pensativo, movió la cabeza. Debido a sus últimas preocupaciones, se había olvidado por completo de Erna; se había descuidado, incluso de felicitarle en el día de su aniversario. La historia de los bombones fue un invento de ella pero para resguardarlo, seguramente, de las recriminaciones de su tío y hasta de su tía. Era un detalle muy conmovedor y que, por lo valioso, nunca podría ciertamente recompensarlo bastantemente, ni con esos pases para el teatro que pensaba enviar a Erna en adelante y con regularidad. Claro que en su actual estado no se sentía capaz de ir a ver, en su pensión, a una joven de dieciocho años y conversar con ella.
—¿Qué me dices ahora? —preguntó el tío, que con la lectura de la carta había olvidado su prisa y todas sus inquietudes, dando la impresión de estar leyéndola todavía.
—A fe mía, querido tío, es verdad.
—¿Verdad? —exclamó el tío—. ¿Qué quieres decir con eso?, ¿cómo es posible que sea verdad?, ¿qué significa este proceso?, ¿no será, pese a todo, un proceso criminal?
—Sí, lo es…
—¿Y te quedas sentado aquí, tan tranquilo, cuando tienes a cuestas un proceso criminal? —vociferó el tío, cada vez más exaltado.
—Cuanto más tranquilo esté, será mejor —dijo K., con el ánimo más sosegado—•. No temas nada.
—¡Esto no podría tranquilizarme! —exclamó el tío—. Debes pensar en ti, en tus parientes, en nuestra reputación. Hasta ahora has sido el orgullo nuestro; no puedes convertirte en nuestra deshonra. Tu actitud —y observaba a K., con la cabeza ladeada— no me satisface; no es así como procede un condenado que es inocente, cuando goza aún de la plenitud de su vigor. Dime, pronto, de qué se trata, a fin de que pueda ayudarte. Naturalmente, se trata del Banco, ¿verdad?
—No —respondió K., poniéndose de pie—; pero estás hablando demasiado alto; el mozo debe escuchar seguramente detrás de la puerta, esto es para mí muy desagradable; será mejor que nos vayamos, así contestaré, después, todas tus preguntas. Comprendo que debo dar una explicación a la familia.
—¡Correcto! —aseguró el tío—. Date prisa, Joseph, date prisa.
—Me quedan sólo unas órdenes que dar —y llamó por teléfono a su suplente.
Este no tardó en presentarse; al verlo, el tío le indicó con la mano que era K. el que le hizo venir, lo cual nadie hubiera pensado poner en duda.
K., de pie ante su escritorio, mostrándole diferentes papeles, instruyó en voz baja al joven, que escuchaba fríamente, si bien con atención, aquello que faltaba por hacer en su ausencia. La presencia del tío era molesta, porque se quedó allí plantado, la mirada estupefacta, mordiéndose los labios con visible nerviosidad, sin escuchar pero aparentando que lo hacía. Luego, deteniéndose ora frente a la ventana, ora para contemplar un grabado, iba soltando diversas exclamaciones: «¡es del todo incomprensible!, me pregunto cómo acabará todo esto».
El joven simulaba no darse cuenta; escuchó tranquilamente hasta el fin las órdenes de K., tomó una que otra nota y se retiró, no sin prodigar un ligero saludo hacia su superior, así como en dirección al tío, el cual se encontraba, desafortunadamente, justo de espaldas, dedicado a mirar por la ventana, estrujando con sus manos las cortinas. Cuando apenas se oyó cerrar la puerta, el tío exclamó:
—¡Vaya!, ¡por fin se fue ese payaso!, ¡ya podemos hacer como él!
No hubo manera, por desgracia, de contener sus preguntas acerca del proceso mientras pasaban entre las columnas del vestíbulo, por donde iban y venían empleados y mozos y, entre ellos, precisamente, el subdirector.
—Pues bien, Joseph —comenzó por decir el tío, correspondiendo con ligeras inclinaciones a las reverencias de quienes se cruzaban con ellos—, ahora dime con toda franqueza en qué consiste ese proceso.
K. soltaba algunas frases sin importancia hasta que llegaron a la escalinata; entonces, explicó a su tío que no había querido decir nada delante de la gente.
—Está bien —dijo el tío—; pero, ahora, ¡habla! —Y se dispuso a escuchar con la cabeza inclinada, fumando su puro a pequeñas pero rápidas bocanadas.
—Antes que nada, querido tío —dijo K.—, no se trata de un juicio ante la justicia ordinaria.
—Pues esto es algo malo —dijo el tío.
—¿Cómo? —dijo K., lanzándole su mirada.
Encontrábanse en aquel momento en un peldaño de la escalinata; el portero parecía estar pendiente de lo que podía oír, y K. condujo con rapidez a su tío hacia abajo. Ambos salieron a la calle, en medio de la animada circulación. El tío iba apoyado del brazo de K. y no apremió ya con tantos ímpetus las respuestas de su sobrino; inclusive, por momentos caminaban en silencio.
—Pero, dime, ¿cómo pudo ocurrir eso? —preguntó de pronto, deteniéndose inesperadamente, por lo cual la gente, que les seguía hubo de desviar su camino, sobresaltada. Él prosiguió—: Todo eso no suele presentarse de repente, sino que se viene preparando desde antes; tú has de haberlo visto venir, ¿por qué no me escribiste? De sobra sabes que siempre estuve dispuesto a todo por ti; aún soy un poco tutor tuyo y hasta ahora siempre me he sentido orgulloso de serlo. Naturalmente sigo dispuesto a brindarte mi ayuda, si bien ahora resulta muy difícil dado que ya se encuentra iniciado el proceso. Lo mejor sería que te tomaras unas cortas vacaciones y las vinieras a pasar con nosotros en el campo. Veo que estás algo más delgado; en el campo te recuperarás y eso te hará bien, pues muchas son las penalidades que te esperan; además, la estancia allí te aislará en cierto modo de la justicia. Aquí cuentan con todos los medios posibles; forzosamente, tú eres su víctima, todo eso ocurre de un modo maquinal. Estando en el campo, por el contrario, se verán obligados, primero, a enviar a alguien o a reclamarte por correo, telégrafo o teléfono. Naturalmente eso es de un efecto menos violento, y si ello no ha de liberarte tendrás pese a todo, tiempo de respirar.
—Sin embargo, podrían ponerme trabas para irme —dijo K., sugestionado por cuanto dijo su tío.
—No creo que lleguen a eso —replicó el tío, pensativo—; se reservan bastante poder aun dejándote ir.
—Pensé —dijo K„ conduciendo a su tío por el brazo, con objeto de que no se detuviera— que darías a esta historia menos importancia que yo; pero me doy cuenta de que la tomas aun más a pecho.
—¡Joseph! —exclamó el tío, procurando desprenderse del brazo de su sobrino para detener el paso, sin que él se lo permitiera— Joseph: te han cambiado; te conocía firme en tus juicios; ahora, no sabes lo que dices. ¿Te empeñas en perder el proceso?, ¿sabes lo que eso significaría? Sencillamente, que serías excluido de la sociedad y contigo toda tu parentela; además de todo, esta sería la peor de las humillaciones. Joseph, rehazte, por favor, tu indiferencia me saca de quicio. Viéndote, parece cumplirse el proverbio: «Estar en un proceso es lo mismo que perderlo».
—Querido tío —dijo K.—, te exaltas; de nada sirve exaltarse, y es menos conveniente para mí que para ti. Deja que me valga un poco de mi propia experiencia; bien sabes que siempre sigo la tuya, hasta cuando me asombra. Y puesto que dices que toda la familia habría de sufrir con el proceso, lo que por mi parte es incomprensible, pero eso es secundario, quiero hacer de buen grado todo cuanto me indiquen; sin embargo, esa estancia en el campo no creo que pudiera ser provechosa en el sentido que tú le das, pues una huida sería igual a una confesión. Por otro lado, si bien me expongo a las persecuciones quedándome aquí, también estoy mejor situado para defenderme.
—Muy bien —dijo el tío, en un tono que indicaba un acercamiento—; si te hacía tal proposición era únicamente porque veía que con tu indiferencia arruinabas tu causa, y me hubiera parecido mejor ocuparme de ella en tu lugar. Ahora bien, si tú quieres dedicarte a ella con todas tus fuerzas, naturalmente es mucho mejor.
—Henos, pues, de acuerdo en eso —declaró K.—. ¿Quieres decirme qué debo hacer para empezar?
—Hay que darme tiempo para reflexionar —contestó el tío—. Ten en cuenta que han transcurrido veinte años desde que dejé la ciudad: el olfato se vuelve menos fino y uno no sabe a qué puerta llamar. Las relaciones que sostenía con personalidades que hubiesen podido serte favorables en este asunto se han relajado de suyo. Estoy algo aislado en el campo, tú lo sabes, y, en ocasiones como esta, uno lo nota. Tu caso me llega de un modo inesperado, aun cuando la carta de Erna me haya puesto en algo sobre aviso: y tu actitud actual confirma casi mis presentimientos. Pero eso poco importa; lo principal, ahora, es no perder un minuto siquiera —y aun antes de terminar lo dicho ya se estaba estirando, apoyado en las puntas de los pies, haciendo señas para que se parara un auto, a cuyo conductor le indicó una dirección, mientras empujaba a K. hacia el interior del vehículo.
Ya instalados, el tío explicó:
—Ahora mismo vamos a ver al maestro Huid, abogado, que fue condiscípulo mío; seguramente lo conoces de nombre. ¡Cómo!, ¿estás diciendo que no?, ¡esto sí es raro!: tiene, sin embargo, un gran prestigio como defensor y abogado de los pobres; pero, sobre todo, es el hombre en sí el que me inspira confianza.
—Estoy de acuerdo en todo lo que emprendas —dijo K., pasando por alto las prisas y la rudeza con que su tío hablaba del asunto, aparte de que no le resultaba muy gracioso, en su calidad de acusado, recurrir al abogado de los pobres—. No sabía —añadió— que era necesario contar con un abogado en casos como este.
—¡Vamos, hombre! —exclamó el tío—, ¡es muy natural!, ¿por qué no habríamos de tenerlo? Y, ahora, cuéntame todo cuanto ha ocurrido hasta aquí, con objeto de que esté al tanto del asunto.
K. empezó a desenmarañar en seguida su historia sin omitir nada, ya que únicamente con entera franqueza podía refutar el parecer de su tío en relación a que veía una gran deshonra en este proceso. Por una sola vez aludió, de un modo muy superficial, al nombre de la señorita Bürstner, pero ello no mermaba su lealtad, puesto que la joven nada tenía que ver con el proceso. En tanto que hablaba, iba mirando por la ventanilla; de pronto, se fijó que se aproximaban al rumbo en el que tenía sus oficinas la justicia, y se lo hizo observar a su tío, pero este no dio ninguna importancia a la coincidencia.
El automóvil se detuvo ante una sombría casa. El tío llamó a la primera puerta del piso bajo. Mientras esperaban la respuesta, el tío sonreía, dejando ver sus grandes dientes, diciendo en voz baja a su sobrino:
—Las ocho… en verdad no es una hora para los clientes, pero Huid no lo tomará a mal.
Por el otro lado de la mirilla de la puerta, se vislumbraron dos grandes ojos negros que examinaban a los visitantes, desapareciendo en seguida. Sin embargo, la puerta no se abrió. El tío y K. se confirmaron uno al otro el hecho de haber visto aquellos ojos.
—Es una nueva sirvienta a la que los extraños le dan miedo —dijo el tío, volviendo a llamar.
Aquellos dos ojos aparecieron una vez más; se diría que estaban entristecidos, si bien quizá era una ilusión óptica suscitada por la flama del gas que ardía tremolante por encima de sus cabezas, dando una luz muy débil.
—¡Abra! —vociferó el tío, golpeando con el puño—, se trata de amigos del señor abogado.
—El señor abogado está enfermo —comentó alguien detrás suyo.
Quien así había informado, en voz excesivamente baja, era un señor en salto de cama, de pie en el umbral de una puerta, en el extremo del pasillo. El tío, hecho una furia por la prolongada espera, se volvió de súbito para interrogar a voces:
—¿Enfermo?, ¿usted dice que está enfermo? —y avanzó con aires amenazantes, como si aquel señor representara en sí la propia enfermedad.
—Les están abriendo —dijo el señor, señalando la puerta del abogado y, ajustándose la bata, desapareció.
La puerta, verdaderamente, había sido abierta; allí, en el vestíbulo, se encontraba una joven. K. reconoció en ella los ojos negros que miraron por el ventanillo; eran unos ojos un poco saltones; ella iba envuelta con un amplio delantal blanco y sostenía una vela.
—En otra ocasión, abrirá usted un poco más aprisa, ¿eh? —dijo el tío por todo saludo, en tanto que la joven se inclinaba ligeramente—. Anda, pasa, Joseph —dijo a K.
—El señor abogado se encuentra enfermo —dijo ella, como queriendo detener al tío, el cual ya avanzaba directamente hacia una de las puertas.
K. no salía de su asombro mirando a la joven, aun cuando se encontraba de espaldas para cerrar. Tenía un cuerpo saludable, rollizo, y no sólo eran redondas sus pálidas mejillas y su mentón, sino también sus sienes y su frente.
—¡Joseph! —llamó otra vez el tío; y, luego preguntó a la joven—: El corazón, ¿verdad?
—Creo que sí —contestó la joven, que ya estaba de regreso con su luz, para mostrarles el camino, y abría una puerta, introduciéndolos en la habitación.
A un lado del dormitorio, a donde no llegaba aún la luz de la vela, un rostro de luenga barba se elevó por encima de la cama.
—¿Quién es, Leni? —preguntó el abogado deslumbrado por la luz.
—Soy Albert, tu viejo amigo —respondió el tío.
—¡Ay, Albert! —dijo el abogado en tono lastimero, dejando descansar la cabeza sobre la almohada, como si a su visitante no tuviera que ocultarle nada.
—Qué, ¿tan mal estás? —preguntó el tío, sentándose en el borde de la cama—. No lo creo, es un trastorno de debilidad cardiaca semejante a otros que tuviste y que pasará igualmente.
—Es posible —dijo el abogado, a media voz—; pero es el peor de todos: casi no puedo respirar, no duermo y voy perdiendo las fuerzas de un día a otro.
—¡Oh, que pena! —dijo el tío, poniendo con su descomunal mano el panamá sobre sus rodillas—. Pues, ¡sí que son malas estas noticias!, al menos ¿estás bien atendido? Aquí veo esto muy triste, demasiado obscuro. Hace mucho que no venía, me parece recordar que tu casa era más alegre; tu jovencita da la impresión de estar muy compungida, a menos que sea un disfraz…
La joven se había quedado con la vela cerca de la puerta. Tanto como la vaguedad de su mirada lo permitía, se adivinaba su interés puesto en K. más que en el tío, incluso cuando este se refirió a ella. K. se apoyaba en un asiento que empujó cerca de la joven.
—Estando enfermo como yo —dijo el abogado— se requiere reposo, y esta quietud no me resulta triste… —y tras breves segundos añadió—: Y además, Leni me atiende bien, es muy gentil.
A pesar de todo el tío no se convenció; evidentemente estaba predispuesto contra la joven enfermera; si por una parte consideró mejor no responder al abogado, por otra, no dejó de seguir a la joven con una severa mirada mientras se acercaba a la cama para depositar la vela en la mesita de noche e, inclinándose hacia el señor Huid, le dijo algo al oído.
El tío, pasando por alto cualquier miramiento con el enfermo, se puso de pie y fue tras ella de un modo que a K. no le hubiese parecido raro ver que asiese de las faldas a aquella mujer y la lanzase lejos de la cama. Por lo que a K. se refería, observaba tranquilamente. La enfermedad del abogado no le resultaba inoportuna, ya que, si no se había opuesto al celo con el cual el tío se empeñaba por luchar en favor de su causa, aceptaba de buen grado que la dirección de este celo fuese desviada de su curso sin que, por su parte, mediara ninguna intervención.
El tío ordenó, tal vez sólo para mortificar a la enfermera:
—Señorita, déjenos solos un momento, por favor; tengo un asunto personal que discutir con mi amigo.
La enfermera, que se hallaba todavía inclinada enteramente sobre el abogado, dedicada en arroparlo por el lado de la pared, volvió la cabeza y, en tono sosegado, en curioso contraste con las expresiones del tío, dichas con intermitencias, debido ora a la ira exaltada, ora a las palabras desbordadas, dijo:
—Ya ve usted que el señor está tan enfermo que no puede ahora discutir ningún asunto.
Sin duda, si ella repitió la expresión del tío sólo fue por comodidad; sin embargo, para cualquier persona que no fuese indiferente, la intención podía tener un cariz irónico. Por eso el tío brincó como si le hubiesen pinchado.
—¡Demonios!, ¡qué muchacha! —exclamó en un tono inconcebible, salido en el primer gorjeo de la exaltación.
K., atemorizándose, aun cuando ya presentía algo parecido, se abalanzó hacia su tío, dispuesto a taparle la boca con ambas manos. El enfermo se incorporó, por fortuna, en ese instante, y su torso surgió detrás de la joven. El tío hizo una mueca como alguien que tiene que comer algo repulsivo; luego declaró, más calmado:
—Aún no he perdido la cabeza, señorita. Si eso que pido no fuese posible, no lo pediría. Ahora, déjenos, por favor.
La enfermera se mantenía de pie a la cabecera de la cama, de cara al tío. A K. le pareció que ella acariciaba la mano del abogado.
—En presencia de Leni puedes decir todo —afirmó el enfermo, en tono de súplica.
—No es a mí a quien concierne el caso. El secreto nada tiene que ver conmigo —dijo el tío, volviéndose de espaldas, como dando a entender que no quería discutir más; sin embargo, dejaba a su interlocutor tiempo para la reflexión.
—¿A quién, pues? —preguntó el abogado, con voz apagada, acostándose de nuevo.
—A mi sobrino; lo hice venir conmigo —y lo presentó—: Joseph K., el apoderado de…
—¡Oh, disculpe!, ¡no lo había visto! —exclamó, con más vigor, el enfermo, tendiendo la mano hacia K. y, dirigiéndose a la enfermera, dijo:
—Vete, Leni —y, ahora fue a ella a quien tendió la mano, como si se despidiera para mucho tiempo, a lo cual la joven no opuso resistencia.
—Tú no has venido, pues, a ver al enfermo —dijo al tío, el cual se le había aproximado más amistosamente—, sino por el asunto.
La idea de que vinieron a verlo debido a su enfermedad parecía como si lo hubiera tenido aplastado hasta ahora, de tanto que se mostró reanimado a partir de entonces. Se sostenía apoyado en un codo, lo cual, con seguridad, resultaba fatigante, y no dejaba de dar tirones a un mechón de su tupida barba.
—¡Uno diría que te sientes mejor —opinó el tío— desde que se fue esa bruja! —y se calló, para añadir en voz baja—: Apostaría a que está escuchando.
El tío se precipitó hacia la puerta, pero no había nadie detrás de ella. Al regresar no estaba decepcionado, sino irascible, ya que la ausencia de la enfermera le parecía aún peor. El abogado dijo:
—Te confundes acerca de ella… —y sin defenderla más, tal vez para demostrar que la joven no lo necesitaba, añadió en un tono más amistoso—: Por lo que se refiere al caso del señor, tu sobrino, habría de considerarme muy afortunado si las fuerzas me alcanzaran para una tarea tan penosa. Temo que ellas no estén a la altura de las circunstancias, pero no habré de escatimar nada y si no fuera posible que me enfrentase a todo, siempre se estará a tiempo de designar un colega que me auxilie. A decir verdad, esta causa me interesa sobremanera para que yo renuncie por adelantado a hacerme cargo personalmente. Si mi corazón me falla antes de tiempo, al menos habré aprovechado una ocasión digna de hacerlo.
Lo dicho era incomprensible para K. No dejaba de mirar a su tío en la creencia de encontrar la razón en él, pero este, que permanecía sentado, sosteniendo la vela en una mano, pues de la mesita de noche había rodado al suelo un frasco de alguna medicina, aprobaba con movimientos de cabeza cuanto iba diciendo el abogado, punto por punto, dirigiendo una que otra mirada a su sobrino como para dar ánimos a su aquiescencia. Entonces, ¿el tío le había ya hablado acerca de este proceso? No, 110 era posible. Todo lo que precedió a esta escena eliminaba dicha suposición. De ahí que K. dijera:
—No comprendo.
—¿Estaré en un error? —preguntó el abogado, tan estupefacto y confundido como K.—. ¿Mi apresuramiento me ha colocado tras una pista errónea?, ¿de qué asunto querían ustedes hablarme? Creí que se referían a su proceso.
—¡Naturalmente! —intervino el tío y, dirigiéndose a K. le increpó—: ¿Y tú qué es lo que no entiendes?
—Pues… —contestó K.—. ¿cómo supo usted, sea, lo que fuere, de mí y de mi proceso?
—¡Ah, vamos!, ¡era esto! —exclamó el abogado, con sonrisa de alivio—. No obstante usted sabe bien que soy abogado: estoy en contacto con las personas de la justicia; entre nosotros siempre se comentan los procesos, y la mente retiene aquellos que más impresionaron, en especial si se trata del sobrino de un amigo. Creo que en eso no hay nada de sorprendente.
—¿Aún quieres más? —dijo el tío a K.—; se diría que algo más te inquieta.
—¿Dice usted que tiene trate con personas de la justicia? —preguntó K.
—Claro que sí —confirmó el abogado.
—¡Haces unas preguntas tan pueriles! —reclamó el tío a K.
—Veamos: ¿con quienes trataría si no con gente de mi radio de acción? —dijo el abogado, con un tono tan irrefutable que dejó a K. pasmado.
—No obstante —K. terminó por decir en voz alta lo que meditaba—, usted trabaja para la justicia del Palacio de Justicia, mas no para la del granero.
Entonces, adquiriendo el abogado un tono como de alguien que explica al margen algo muy natural, dijo a K.:
—Usted ha de saber que estas relaciones son de gran utilidad en favor de mi clientela, y en muchos aspectos. No debiera ser yo quien lo diga. Mi enfermedad, naturalmente, me entorpece mucho por ahora, pero siempre cuento con buenos amigos de la justicia que vienen a verme y sigo enterándome, a pesar de todo, de las novedades: tal vez con más rapidez que otros muchos que se pasan el tiempo en el tribunal. Y tan es así, de hecho, que en estos momentos está aquí una persona a la que estimo mucho —y señaló un rincón sombrío.
—¿En dónde? —preguntó K., de un modo casi impertinente, debido al efecto de lo imprevisto.
K. recorrió con perpleja mirada en derredor suyo. La luz de la simple vela no alcanzaba a iluminar la pared de enfrente. Sin embargo, era un hecho que algo empezaba a moverse en el ángulo opuesto. A la luz de la vela, que ahora el tío levantaba, se podía ver a un señor ya mayor sentado junto a una mesita. Debió haber retenido la respiración para no hacerse notar. Dejó el asiento y, con parsimonia, mal disimulando su descontento porque se había llamado la atención sobre él, agitó sus manos, cual dos alitas, para expresar que rechazaba toda presentación y carantoñas y que no deseaba de ningún modo importunar a los demás, suplicando que se le dejase en la obscuridad y que se olvidaran de su presencia. Mas aquello ya no era posible.
—Ha sido una sorpresa —dijo el abogado a manera de explicación animándolo con gestos a que se aproximara.
Aquel lo hizo con lentitud, mirando a su alrededor, vacilando mucho, pero sin perder la dignidad.
—Señor jefe de oficina… ¡Oh, perdón!, no los he presentado aún… Mi amigo Albert K. y su sobrino, el señor apoderado Joseph K.; y aquí tenemos el señor jefe de oficina… El señor jefe de oficina ha tenido la gentileza de visitarme. Un profano no puede sospechar todo el valor de esta visita; para aquilatarlo hay que estar iniciado, hay que conocer el trabajo que abruma a este apreciado señor. Y él ha venido a pesar de todo y estábamos conversando apaciblemente, en la medida que mi decaimiento me lo permitía. A Leni no le habíamos prohibido que dejara pasar a las visitas, porque no esperábamos a nadie; pensábamos permanecer solos. Fue entonces, mi querido Albert, cuando se oyeron los golpes dados con el puño contra la puerta, que el señor jefe de oficina se ha retirado en un rincón, con la silla y la mesa; mas, de pronto, entiendo que, si estamos de acuerdo, tenemos un tema común de conversación, con que ¡reunámonos de nuevo… Señor jefe de oficina! —añadió con una inclinación de cabeza y una sonrisa complaciente, señalando un sillón cerca de la cama.
—Sólo puedo quedarme, lamentablemente, unos minutos —dijo con toda amabilidad el jefe de oficina, hundiéndose en el sillón y mirando su reloj—. Los negocios me requieren; pero, no quiero desperdiciar la ocasión de conocer a un amigo de mi amigo.
Y brindó una obsequiosa reverencia al tío, que se mostraba muy complacido con este nuevo amigo; su temperamento le impedía manifestar sus sentimientos, pero correspondió a las palabras del jefe de oficina con una risa tan sonora como agradable. ¡Horrible cuadro! K. podía contemplar todo a sus anchas, pues nadie se ocupaba de él. El jefe de oficina, a partir del momento en que fue llamado para tomar parte en la conversación, tomó el mando de esta, según era su costumbre. El abogado, cuyo decaimiento anterior seguramente sólo lo había hecho valer para ahuyentar a los nuevos visitantes, se dedicó a escuchar atentamente, con la mano resguardando el oído, en tanto que el tío, que no había soltado la vela y la balanceaba sobre su muslo, movimiento que era visto con inquietud por el abogado, muy pronto olvidó toda preocupación para entregarse al arrobamiento en el que la elocuencia del jefe de oficina lo había sumergido, así como los ademanes ondulantes con los que acompañaba sus palabras. En cuanto a K., que se apoyaba en la parte ascendente de la cama, no prestó atención, tal vez con toda intención, al jefe de oficina, y no era más que oyente de aquellos ancianos señores. Por otra parte, apenas entendía cuál era el tema de la conversación; él dejaba divagar sus pensamientos, reflexionando tan pronto acerca de la enfermera y de la brusquedad con que la trató su tío, como preguntándose si no habría ya visto el rostro del jefe de oficina. ¿Era posible que se encontrara en medio de la gente de su primer interrogatorio? Podría ser también que se equivocase; sea lo que fuere, el jefe de oficina pudo figurar, perfectamente, entre los ancianos de barba rala de la primera fila del auditorio.
Al llegar K. a ese punto de sus reflexiones, un ruido de porcelana rota puso los oídos tensos a todo el mundo.
—Voy a ver lo que ha ocurrido —dijo K., y se encaminó despacio hacia la salida como si quisiera dar tiempo a que los demás lo retuvieran.
En cuanto estuvo en el vestíbulo, tratando de poder moverse en la obscuridad, sintió que una mano pequeña se posaba sobre la suya, que todavía estaba asida de la manija de la puerta. Aquella mano cerró con cuidado la puerta. Era la mano de la enfermera, que lo había oído llegar.
—No ha ocurrido nada —dijo ella—; estrellé, simplemente, un plato contra la pared, con el fin de que usted saliera.
—Yo también pensaba en usted —declaró K., turbado.
—Tanto mejor. Venga.
Dieron unos pasos hasta una puerta de cristales esmerilados, la cual fue abierta por la joven.
—Pase —dijo ella.
Era el despacho, sin duda, del abogado. Tanto como uno podía ver a la luz de la luna, que en aquellos momentos iluminaba un pequeño rectángulo del suelo a través de dos ventanales, la pieza estaba provista de viejos y pesados muebles.
—Aquí —dijo la enfermera, mostrando un arcón obscuro con respaldo de madera tallada.
Una vez sentados, K. continuó observando; se encontraba en una gran sala en la que la clientela del abogado de los pobres debía sentirse totalmente perdida. Se imaginó ver a los clientes avanzar, con pasos cortos, hacia aquel inmenso escritorio. Pero pronto olvidó esta impresión; no tuvo más ojos que para la joven sentada muy cerca suyo, que casi lo apresaba contra el brazo del sillón.
—Pensé —le dijo— que a usted se le ocurriría venir por propia iniciativa, sin necesidad de llamarlo. A pesar de todo, es curioso: primero, desde que llegaron, usted no dejaba de mirarme; y ahora me hace esperar. Llámeme Leni —añadió, aceleradamente, como si este apelativo no debiera descuidarse un solo momento.
—Con gusto —respondió K.— pero, lo sorprendente a lo cual se refiere usted, Leni, es de fácil explicación: yo debía escuchar, antes que nada, la charla de esos señores, no podía alejarme sin motivo; además, no soy un descarado, tengo más bien un carácter tímido, y usted no aparenta, tampoco, entusiasmarse a primera vista.
—No es eso —dijo Leni, apoyando un brazo en el del sillón—; no es eso —repitió, mirándole a los ojos—; ocurre que yo no le gusté y, sin duda, aún no le gusto.
—Gustar… —dijo K., eludiendo—. Gustar sería decir poco.
—¡Oh! —dijo ella, sonriente.
El razonamiento de K., seguido de esta breve exclamación, proporcionó a Leni cierta superioridad; K. también enmudeció por un momento. Habiéndose ya acostumbrado a la obscuridad de la estancia, podía distinguir, ahora, diversos pormenores de la instalación. Observaba, en especial, una gran pintura colgada a la derecha de la puerta, y se inclinó hacia adelante para verla mejor. La figura central representaba a un hombre con toga de juez, sentado en un elevado trono, cuyo color semejante del oro deslumbraba todo el cuadro. Lo curioso en ese retrato era la postura del magistrado: en lugar de estar sentado con majestuosa calma, apoyaba fuertemente su brazo izquierdo contra el espaldar y el brazo del sillón, en tanto que su brazo derecho quedaba enteramente separado, con sólo la mano apoyada en el sillón, como si el juez fuera a estallar en un impetuoso movimiento de indignación para decir algo decisivo, quizá para pronunciar el implacable veredicto. El acusado debía hallarse supuestamente al pie de la escalera, cuyos peldaños superiores se percibían cubiertos con una alfombra amarilla.
—¿Acaso es mi juez? —dijo K., señalando con el dedo el cuadro.
—Lo conozco —dijo Leni, mirándolo también ella—; viene con bastante frecuencia; el retrato corresponde a su juventud; pero no es posible que nunca se le haya parecido, pues el verdadero juez es sumamente bajo. Eso no le impediría haberse hecho representar inmenso, pues es enormemente vanidoso como, por otro lado, lo son todos aquí. Yo también soy vanidosa; estoy francamente molesta porque a usted no le gusto.
Por toda respuesta K. pasó el brazo alrededor de Leni, atrayéndola hacia él. Leni apoyó silenciosamente la cabeza en su hombro. Mas, con el pensamiento puesto siempre en el juez, le preguntó:
—¿Cuál es su categoría?
—Es juez de instrucción —respondió ella, tomando la mano que K. había pasado en torno de su cintura y jugando con sus dedos.
—¡Otra vez un simple juez de instrucción! —exclamó K. decepcionado—. Los altos funcionarios se ocultan. ¡Él está, sin embargo, sentado en un trono!
—Todo eso no es más que una invención —dijo Leni, con el rostro casi rozando la mano de K.—. La verdad es que se sienta en una vieja silla de cocina sobre la que le ponen un paño de caballo, doblado en cuatro. Pero ¿no puede usted pensar más que en su proceso? —añadió, con lentitud.
—No, en absoluto —dijo K.—. Quizás es poco aún lo que pienso en él.
—No es ahí precisamente donde está su error —dijo Leni—. He oído decir que está usted en exceso obcecado.
—¿Quién dijo eso? —preguntó K., sintiendo sobre su pecho el cuerpo de Leni y mirando el tupido y firme trenzado de su pelo obscuro.
—No puedo decir demasiado —respondió Leni—; no me pida nombres; corrija su defecto: no sea tan obcecado. No hay armas contra esta justicia; es obligado confesar. En la primera ocasión, confiese; sólo podrá zafarse después de haberlo intentado y, aun entonces, únicamente lo logrará si alguien acude en su ayuda; pero, no se inquiete, yo seré quien se ocupe de eso.
—Usted parece conocer bien esta justicia y las mentiras que en ella se requieren —dijo K. sentándola sobre sus rodillas, pues se apretaba demasiado fuerte contra él.
—Está bien así —dijo ella, acomodándose a gusto, después de allanar los pliegues de su blusa y de su falda; y, luego entrelazó sus brazos en el cuello de K., echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirándolo.
—Y si no confieso ¿usted no podrá ayudarme? —preguntó él, para probarla.
Entretanto, él pensaba, sorprendido: «Estoy tras quien me ayude: primero, la señorita Bürstner; luego, la mujer del ujier y, por último, esta menuda enfermera que me da la impresión de tener una inexplicable necesidad de mí. Hela aquí, sentada sobre mis rodillas, como si este fuera su verdadero lugar».
—No —respondió Leni, balanceando lentamente la cabeza—, de no confesar usted, será imposible ayudarle; se burla de mí, es testarudo, no se deja convencer… ¿Tiene usted una amiguita? —preguntó después de una pausa.
—No —dijo K.
—¡A que sí! —preguntó ella, afirmando.
—Sí, es verdad —respondió K.—; lo negaba y, sin embargo, traigo conmigo su fotografía.
Y, a fuerza de ruegos, K. le mostró el retrato de Elsa. Acurrucada en las rodillas de K., Leni estudió la imagen; era una instantánea, fue tomada al final de una de aquellas danzas remolinantes que a ella le complacía ejecutar en el cabaret donde trabajaba; su vestido revoloteaba aún en espirales alrededor de ella; sus manos descansaban en sus firmes caderas, y miraba a un lado, riéndose; no se alcanzaba a ver en la toma con quién se reía de aquel modo.
—Tiene el talle ajustado —comentó Leni, señalando el lugar en donde se advertía, según ella—; no me gusta; ella es brutal y torpe. Claro que con usted tal vez es dulce y amable. En la foto se nota. Estas muchachas altas y robustas no saben ser, con frecuencia, más que dulces y amables. Pero ¿estaría dispuesta a sacrificarse por usted?
—No —dijo K.—; ella no es dulce ni amable, y no sería capaz de sacrificarse por mí. Por otra parte, nunca le he pedido nada de eso y tampoco he observado nunca esta foto con tanta minuciosidad como usted.
—Es que a usted no le interesa mucho esta joven —dijo Leni—; y, pues, ¿no es su querida?
—Sí —afirmó K.—; no lo niego.
—Es posible que ahora —dijo Leni— ella sea su querida, pero no habría de dolerle mucho si usted la perdiera o si la cambiase por otra; por mí, por ejemplo.
—Claro, es una idea que puede acudir —dijo K. sonriente—; pero, Elsa le lleva una gran ventaja: no sabe nada de mi proceso y aun si supiera algo acerca de él no pensaría nunca en ello. Nunca haría nada por convencerme para que cediese.
—No hay en eso ninguna ventaja —dijo Leni—; si ella no tiene otra, no pierdo la esperanza. ¿Tiene algún defecto físico?
—¿Un defecto físico? —preguntó K., a su vez.
—Sí —dijo Leni—; yo tengo uno pequeño. Vea:
Ella separó los dedos cordial y anular de su mano derecha, entre los cuales la piel había crecido hasta el extremo de la segunda falange. De inmediato, debido a la obscuridad, K. no vio lo que Leni quería mostrarle; entonces ella condujo la mano de él a ciegas y le hizo palpar el pedacito de piel.
—¡Qué fenómeno! —exclamó K., y, mirando en conjunto la mano, añadió—: ¡Vean qué bonita garra!
Leni, con cierto orgullo, observaba el asombro de K., el cual no cesaba de separar y juntar los dos dedos, hasta que, al fin, los besó antes de dejarlos.
—¡Oh! —exclamó ella, al punto—; me ha besado.
Repentinamente, boquiabierta, trepó sobre sus rodillas. K. la miraba estupefacto. Ahora que la tenía mucho más cerca de él, percibió que despedía un perfume amargo y ardiente, algo así como un olor a pimienta. Leni llevó la cabeza de K. hacia su pecho, se inclinó sobre ella, mordió y besó su cuello y hasta dio mordiscos en los cabellos de K.
—¡Me ha tomado a cambio! —exclamaba una y otra vez—. Ya lo ve, ¡ahora me ha tomado a cambio!
En aquel instante, una de sus rodillas resbaló, y ella lanzó un pequeño grito, y casi cayó sobre la alfombra. K. la tomó por la cintura para retenerla, pero fue arrastrado en la caída.
—Ya me perteneces. Aquí tienes la llave de la casa; ven cuando quieras —le dijo a oído, al despedirse.
Ella le lanzó aún un beso al aire, mientras él se iba. Al salir de la casa estaba lloviznando; pretendía llegar hasta el centro de la calle para ver por última vez a Leni en su ventana, cuando, de un automóvil estacionado enfrente, surgió el tío; K. estaba demasiado distraído para darse cuenta; el tío tomó por el brazo a su sobrino y lo empujó contra la puerta del edificio como si quisiera aplastarlo en ella.
—¿Cómo has podido hacer eso? —le gritó a voz en cuello—. ¡Has hecho el peor servicio a tu causa, que iba por buen camino! Vas y te arrinconas con una basura que, para colmo, evidentemente es la querida del abogado, y pasas las horas con ella, sin acercarte a nosotros; no buscas un pretexto, no disimulas nada, lo haces a la vista; luego, corres a reunirte con ella, te quedas a su lado y nos plantas a los tres: a tu tío, que se parte el alma por ti; al abogado, a quien es necesario que conquistes, y al jefe de oficina, en especial, ¡este personaje tan poderoso, que con respecto a tu asunto, en la fase en que se halla, todo lo puede! Nosotros procuramos encontrar un modo de ayudarte; es necesario que yo trate al abogado con suma prudencia, es necesario que el abogado, a su vez, trate con miramientos al jefe de oficina, y, ante tantas dificultades, tu deber sería, por lo menos, sostenerme lo más posible; pero no, ¡te quedas afuera! Y llega, forzosamente, un momento en el que nada se puede ocultar. Claro que estos hombres son educados, no hablan de ello, me evitan la pena, pero, finalmente, al no poder reprimirse y no pudiendo hablar del asunto, no han pronunciado una palabra más. Hemos permanecido un buen rato callados, pendientes de tu retorno. Todo fue en vano. Al cabo, el jefe de oficina que permaneció mucho más tiempo de lo que deseaba, se puso de pie, para retirarse; se echaba de ver que me compadecía, sin poderme ayudar; esperó todavía junto a la puerta un buen rato, mostrándose de una amabilidad inconcebible; y, luego, se ha marchado. Imagina el alivio que he sentido al ver que se iba; ya no podía respirar. El abogado, enfermo como está, ha sufrido aún más; este hombre tan excelente ya no podía hablar cuando le he dicho adiós. Tú has contribuido, probablemente, a su entero hundimiento; has acelerado la muerte de un hombre que era el único a quien recurrir. Y a mí, tu tío, me dejas aquí, esperándote por horas, bajo la lluvia. Toca, estoy totalmente empapado.