CAPÍTULO V

EL VERDUGO

Una de esas tardes en que K. iba por el pasillo entre su oficina y la escalera principal, siendo uno de los últimos en salir, pues no quedaban más que dos mozos ocupados en despachar unas expediciones en un reducido círculo iluminado por una lámpara eléctrica, oyó gemidos detrás de una puerta que siempre tomó por la de un simple cuarto a guisa de bodega. K. detuvo el paso, muy asombrado, y prestó atención para comprobar que no se equivocaba: tras un momento de silencio, comenzaron nuevamente las lamentaciones. Su primera idea fue la de ir a buscar un mozo por si fuera a necesitarse un testigo; mas, preso de una gran curiosidad, abrió completamente la puerta de un golpe dado con la mano. Como lo había supuesto, se encontraba ante un desván. El suelo estaba cubierto de impresos desechados y viejos tinteros de barro; tres hombres se hallaban en el centro, algo encorvados debido a que el techo era muy bajo. Les alumbraba una vela puesta en una tabla.

—¿Qué es lo que hacen aquí? —preguntó K., cuya emoción le hizo acelerar las palabras, pero con un tono apagado.

Uno de aquellos hombres, del cual se diría que dependían los otros dos, y que figuraba en primer plano, iba vestido de un raro conjunto de cuero obscuro, muy escotado, totalmente sin mangas. Este hombre no respondió nada, pero los otros dos exclamaron a un tiempo:

—¡Jefe!, ¡debemos ser apaleados porque tú te has quejado de nosotros al juez de instrucción!

En aquel momento K. reconoció a los dos agentes, Franz y Willem, y vio que, en efecto, el tercero sostenía una vara para pegarles.

—¡Cómo! —exclamó K., con la mirada puesta en ellos—. No, no me quejé; simplemente expuse lo que ocurrió en casa, en donde ustedes no se comportaron, claro está, de un modo irreprochable.

—Señor —dijo Willem, en tanto que Franz se escondía detrás suyo para esquivar al tercero—, si usted supiera lo poco que nos pagan, no nos juzgaría así. Por mi parte, tengo una familia a la cual alimentar; en cuanto a Franz, él quería casarse. Uno procura prosperar como sea, y no es sólo con el trabajo que se puede lograr, así sea rompiéndonos el espinazo como un buey. La buena calidad de su ropa interior me tentó; naturalmente, a los agentes nos está prohibido actuar así; fue mi culpa, pero es tradicional que la ropa nos corresponda, siempre ha sido así, créame. Además, eso es muy natural, pues a quienes han tenido la desgracia de ser detenidos ¿de qué les puede servir todo eso? Claro que, al enterarse el público, hay que castigar el delito.

—No sabía nada de lo que usted me dice; por lo demás, no he pedido, en absoluto, el castigo para ustedes; sólo era una cuestión, para mí, de principios.

Al oír esto, Willem dijo a su colega:

—¿Te enteras, Franz?, ¿no te dije que este señor no había pedido nuestro castigo? Ya ves, ahora, que no sabía siquiera que nos tenían que castigar.

—No te conmuevas por tales discursos —dijo el tercero a K.—; el castigo es tan justo como inevitable.

—No lo escuche… —dijo Willem, enmudeciendo sólo por llevar su mano a la boca sobre la que el verdugo acababa de darle un golpe con la vara.

—Somos castigados sólo porque tú nos has denunciado, de lo contrario nada nos hubiera ocurrido, aun cuando se hubiese sabido lo que hicimos. Siempre habíamos demostrado, los dos, principalmente yo, que éramos buenos guardianes. Tú puedes confesar que hicimos bien la guardia, visto en el plano de autoridad. Podríamos aspirar a una mejora en el trabajo y seguramente, hubiéramos llegado a ser, nosotros también, los que fustigáramos, como este inspector que está aquí y que ha tenido la fortuna de que jamás lo hayan denunciado, aunque eso no ocurra sino rara vez. Ahora, jefe, todo está perdido; nuestra carrera ha terminado; no se nos empleará más que en trabajos muy inferiores al de custodiar a los detenidos y, para colmo, tenemos que soportar esta tunda de palos.

—La vara esta ¿hace mucho daño? —preguntó K., examinando el instrumento que blandía el verdugo.

—Y será necesario quitarnos la ropa… —dijo Willem.

—¡Oh!, en estas condiciones… —dijo K., y miró al verdugo.

Este era un hombre bronceado como un marinero, con una cabeza feroz, firme.

K. le preguntó:

—¿Hay algún modo de evitarles esos golpes?

—No —respondió el fustigador, meneando la cabeza, al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa—. ¡Quítense la ropa! —ordenó a los agentes, y volvió a dirigirse a K.—: No es para creerse todo lo que dicen; el miedo a los golpes los entorpece bastante. Eso que cuanta este —y señaló a Willem— acerca de su carrera es una ridiculez. Ves como está de gordo; a los primeros golpes la vara se hundirá en su grasa. ¿Sabes cómo ha engordado tanto? Tomándose el desayuno de todas las personas a quienes ha detenido. ¿No se tomó el tuyo también? Sí, ya te lo decía: un hombre que tiene una barriga como esta, no podrá jamás ser un fustigador; no, absolutamente imposible.

—Los hay, sin embargo, que se parecen a mí —afirmó Willem, soltando la correa de su pantalón.

—No —repitió el verdugo, deslizándole la vara por el cuello hasta hacerlo estremecer—. ¡En lugar de escuchar, lo que tienes que hacer es desvestirte!

—Te pagaré largamente si los dejas ir —dijo K., sacando su cartera, sin mirar al verdugo, pues vale más, se dijo, tratar ciertos asuntos con la vista baja.

—Lo que tú quisieras es denunciarme también —dijo el verdugo— y hacerme fustigar con los demás, ¿verdad?; pues ¡no!, ¡no!

—Debes ser razonable —dijo K.—; si hubiera intentado algo para que los castigaran, no procuraría comprar ahora su libertad; no tendría más que cerrar la puerta, no ver ni oír nada, y regresarme a casa; pero ya ves que no lo hago; tengo mucho empeño en liberarlos. De haber previsto que serían castigados no habría jamás dicho ni sus nombres, pues no los considero culpables. La organización, esta sí lo es; lo son los altos funcionarios.

—¡Eso!, ¡eso es! —exclamaron los agentes y, de inmediato, recibió cada uno un buen golpe en sus espaldas desnudas.

—Si aquí, bajo tu látigo, tuvieras a uno de los magistrados —le dijo K., paralizando la vara que el otro alzaba—, no te impediría a buen seguro que lo golpearas; por el contrario te pagaría para que tomaras más ímpetu en favor de la causa justa.

—Eso que acabas de decir no es nada absurdo —afirmó el verdugo—; pero no creas que he de ceder al soborno. Me han empleado para fustigar, y fustigo.

El agente Franz, quien pendiente del éxito que indudablemente había de tener la intervención de K., se había mantenido a la expectativa, avanzó hacia la puerta, llevando puesto sólo el pantalón, se hincó de rodillas a los pies de K., colgándose de su brazo, y le dijo:

—Si no puedes conseguir que a los dos nos traten con indulgencia, procura al menos que sea yo el liberado. Willem tiene más edad que yo, su piel es más dura en todos conceptos, ya sufrió una vez, hace algunos años, esta clase de tormento; pero yo no he perdido nunca el honor, y si actué como lo hice fue inducido por él, pues Willem es mi maestro de lo bueno y de lo malo. La infeliz de mi prometida está esperando el resultado enfrente del Banco, y yo no sé dónde meterme —y con la orilla de la chaqueta de K. enjugó su rostro bañado en lágrimas.

—No espero más —dijo el verdugo, alzando la vara con las dos manos y asestando un golpe sobre Franz.

Willem, en un rincón, puesto en cuclillas, miraba furtivamente sin arriesgar un solo movimiento de cabeza. Al recibir el golpe Franz dio un grito, un grito prolongado y en un solo tono; no parecía provenir de un hombre, antes bien de una máquina de tortura; resonó por todo el pasillo y aun debió oírse por todo el edificio.

—¡No grite! —exclamó K., sin poderse contener y, después de mirar con gran afán en dirección por donde debía venir el personal rezagado, le propinó un empellón que, aun cuando no fue dado con gran violencia, sí bastó para hacerle caer con las manos tendidas hasta encontrar el suelo; sin embargo, no escapó al verdugo: la vara dio con él en tierra repetidas veces. Allí se le veía subir y bajar en un movimiento regular, medido, retorciéndose de dolor.

A lo lejos aparecía ya uno de los mozos, seguido de otro a pocos pasos de distancia. K. se apresuró a cerrar la puerta, acercándose a una ventana que daba al patio, y la abrió. El grito se había ahogado completamente. Con objeto de que los mozos no avanzaran, K. les dijo, alzando la voz:

—¡Soy yo!

—Buenas tardes, señor apoderado —respondieron al unísono. ¿Ha ocurrido algo?

—¡No, no! —contestó K.—; ¡es un perro que ladró en el patio! —y como fuera que los mozos estaban paralizados, añadió—: No tienen por qué dejar su trabajo.

Con el fin de no tener que entrar en conversación con ellos, K. se asomó a la ventana; tras un momento, al mirar de nuevo hacia el pasillo, comprobó que ya se habían ido. Sin embargo, permaneció a la expectativa; no se atrevía a regresar al cuarto de los trastos viejos, así como tampoco quería ir a su casa. El patio al cual miraba era pequeño, cuadrado y con muchas oficinas a su derredor; tras las ventanas todo era obscuridad; únicamente las de más arriba alcanzaban, sin embargo, el reflejo de la luna. K. se esforzaba por distinguir, en un ángulo sombrío, las carretillas que debían encontrarse allí enzarzadas unas con otras. Se sentía atormentado por no haber podido evitar el castigo corporal de los dos agentes, pero no era su culpa; ¡si Franz no hubiera dado aquel grito!, (claro que el dolor debió haber sido muy intenso; pese a todo, en un momento dado es necesario saber dominarse); de lo contrario, él habría encontrado alguna manera de convencer al verdugo. Si todos los servidores de aquella justicia eran unos canallas, ¿por qué el verdugo, que desempeñaba el trabajo más inhumano de todos, no hubiera sido la excepción de la regla? A K. no le pasó inadvertida la chispa codiciosa que cruzó por los ojos del verdugo ante los billetes de banco. Ese hombre, evidentemente, había golpetado con la intención de hacer subir el precio del soborno, y K. no lo hubiese regateado, porque tenía verdadero empeño en liberar a los agentes. Y era muy natural que así lo hiciera en este caso, puesto que ya había empezado a luchar contra la corrupción de la justicia.

Naturalmente que a partir del momento en que Franz lanzó aquel grito, a K. no le quedaba nada que intentar; no era prudente correr el riesgo de que los mozos llegaran hasta allí y, tras ellos, tal vez un tropel de gente; entre todos lo hubieran sorprendido negociando con los hombres en aquel cuarto. A menos que se sacrificase, pero nadie podía exigírselo. De haber tenido la intención de hacerlo, hubiera resultado más fácil: con sólo quitarse la ropa y brindarse al castigo en lugar de los agentes. Pero no, el verdugo no habría aceptado la proposición de un substituto; hubiese sido faltar gravemente a su deber, sin conseguir provecho alguno. Es más, habría sido faltar doblemente, ya que la persona de K. debía ser sagrada para todos los empleados de la justicia durante todo el tiempo que se prolongara el proceso, de no mediar, claro está, ciertas disposiciones que previesen algo excepcional. Sea lo que fuere, K. no pudo menos que cerrar la puerta y no por ello dejó de exponerse a algún peligro. Era de lamentar el hecho de haber dado un golpe a Franz, pudiendo sólo justificar su conducta debido a la excitación.

De nuevo se oyeron a lo lejos las pisadas de los trabajadores. Con el fin de no hacerse ver, K. cerró la ventana y se encaminó hacia la escalera principal. Cerca del cuarto de desechos se detuvo y escuchó un momento; no se oía ningún ruido; aquel hombre podía, con sus golpes, haber matado a los agentes, ¿acaso no estaban enteramente a merced suya? K. alargó la mano hacia el tirador de la puerta, pero la retiró en seguida. Ya no podía ayudar a nadie; todos los empleados estaban por llegar. En desquite, tomó la decisión de hablar del caso y pedir, por todos los medios que estuvieran a su alcance, el castigo al que eran merecedores los verdaderos culpables, naturalmente los altos funcionarios, de los cuales ninguno había osado presentarse aún ante él. Al bajar la escalinata del Banco, observó a todo el que pasaba por delante y, hasta donde la vista le alcanzó, no pudo ver ninguna joven que esperara a nadie. Todo cuanto había dicho Franz al anunciar que su prometida esperaba allí era una mentira, disculpable hasta cierto punto, pues no tuvo otro fin que acrecentar la compasión de K.

Al otro día, el recuerdo de los agentes no se apartaba de la mente de K.; estuvo tan distraído durante su trabajo que, para terminarlo, se vio obligado a permanecer en la oficina aun más tiempo que en el día anterior. Al irse, como quiera que tenía que pasar por delante del cuarto aquel, su obsesión lo impulsó a abrirlo. Lo que vio, en vez de la obscuridad que esperaba, le hizo casi perder la cabeza. Todo se encontraba exactamente igual como lo vio en la víspera, al abrir la puerta: los impresos desechados, los tinteros, el verdugo con la vara, los agentes, aún vestidos completamente, y la vela sobre la tabla. Y los agentes comenzaron a lamentarse como en el día anterior:

—¡Jefe!, ¡jefe!

K. cerró al punto la puerta e, incluso, le dio de golpes con los puños como si de este modo quedara mejor cerrada. Casi llorando, acudió a la pieza en la que los mozos trabajaban tranquilamente en la multicopiadora, quienes, asombrados, paralizaron su tarea.

—¡A ver si limpian de una vez ese cuarto de los trastos! —les reclamó vociferando—, ¡allí se nada en la inmundicia!

Los mozos aseguraron que lo harían al otro día. K. estuvo de acuerdo, pues en verdad era muy tarde para obligarles a que lo hicieran de inmediato, como fue su primera intención. Entonces, se sentó entre ellos, por breves momentos, a fin de verlos de cerca: ojeó el montón de copias, aparentando examinar el trabajo, y partió con el cerebro vacío, cansado, comprendiendo que los mozos no osarían retirarse sino después que lo hubiese hecho él.