CAPÍTULO IV

LA AMIGA DE LA SEÑORITA BÜRSTNER

En los días subsiguientes K. no encontró el momento oportuno de intercambiar palabras con la señorita Bürstner; procuró acercársele de muy distintas maneras, pero ella se propuso a toda hora impedir que lo lograra; probó de regresar a casa tan pronto como salía de la oficina y de permanecer a obscuras en su habitación, con el fin de observar el vestíbulo a lo lejos, desde su canapé. Si la sirvienta, creyendo que en la pieza no había nadie, cerraba la puerta, él la abría de nuevo. Por la mañana se levantaba una hora antes de lo habitual, con la intención de encontrarse a solas con la señorita Bürstner antes de que partiese para su trabajo. Ninguno de sus propósitos dio buen resultado. Resolvió escribir dos cartas dirigidas a la joven; una a su oficina y la otra a su domicilio. En ambas misivas pretendía, una vez más, justificar su conducta; se brindaba a darle todas las satisfacciones, prometiéndole no sobrepasar jamás los límites que la propia señorita Bürstner le impusiera, y le pedía únicamente que le brindara una entrevista; agregaba que, en tanto no se vieran, no podía hablar con la señora Grubach; finalmente, le decía que permanecería en casa durante todo el domingo próximo, pendiente de una señal suya que le permitiera aspirar al logro de su petición o al menos le diera a conocer las razones de su negativa, razones por demás inimaginables, puesto que él prometía hacer todo lo que ella quisiera. Las cartas no le fueron devueltas, pero tampoco tuvo respuesta. En cambio, el domingo siguiente pudo comprobar que se producía una señal bastante significativa. Desde temprano, por el ojo de la cerradura vio un singular movimiento del cual pronto tuvo la explicación. Se trataba de una joven de origen alemán que daba clases de francés, cuyo apellido era Montag; un ser débil, pálido y que cojeaba un poco. Había ocupado una habitación aparte y ahora se mudaba a la de la señorita Bürstner, para compartir con ella. Durante horas se le veía ir y venir por el vestíbulo; siempre se le olvidaba algo, algún libro que iba a buscar a su antigua habitación y lo llevaba a su nueva morada.

Cuando la señora Grubach se presentó llevándole el desayuno, pues desde que lo había exasperado ella se adjudicaba todo su servicio, no pudo abstenerse de dirigirle la palabra por la primera vez después de aquella famosa noche.

—¿Por qué hacen tanto ruido en el vestíbulo? —preguntó, sirviéndose el café—, ¿no podría ordenar que dejaran de hacerlo?, ¿no hay otro día más que el domingo para dedicarse a la limpieza?

Aun cuando él no miró a la señora Grubach, notó que esta lanzaba un suspiro de alivio. Seguramente en las preguntas de K. interpretaba un perdón o por lo menos algo así como un principio de perdón.

—No es por la limpieza, señor K. —dijo ella—; es simplemente que la señorita Montag se traslada donde la señorita Bürstner y está llevando sus cosas.

No dijo nada más, esperando ver cómo se lo tomaba K. y si le permitía decir algo más. Por su parte, K. la dejó primero en libertad mientras, absorto, removía el café con la cucharilla; después la miró, y dijo:

—¿Ya renunció usted a sus antiguas sospechas a propósito de la señorita Bürstner?

—¡Oh, señor K.! —exclamó la señora Grubach, que desde un principio sólo esperaba que tocase el tema, mientras entrelazaba sus manos tendidas hacia él—. Usted ha tomado últimamente tan a lo trágico un comentario de una nadería. Ni por asomo pensaba en herirlo, a usted ni a quienquiera que fuese; hace mucho tiempo que usted, señor K., me conoce, para que pueda estar convencido de ello. No tiene usted idea de lo que he sufrido esos últimos días. ¡Vaya!, ¿cómo iba yo a calumniar a mis huéspedes?, ¡y que usted señor K., lo haya creído y dijera que debía despedirlo!, ¿a usted?, ¿despedirlo?

Sus últimas palabras fueron ahogadas por las lágrimas; la señora Grubach se llevó el delantal a los ojos y soltó el llanto.

—No llore —dijo K. mirando por la ventana, pues su pensamiento sólo estaba puesto en la señorita Bürstner y en que albergaría a una muchacha en su habitación—. ¡No llore! —volvió a decir, dirigiéndose ahora a la dueña y, al ver que continuaba llorando, añadió—: Yo tampoco hablé tan seriamente como usted lo piensa; hubo un error entre los dos, esto ocurre a veces aun entre dos viejos amigos.

La señora Grubach retiró de sus ojos parcialmente el delantal, para ver el semblante de K.

—¡Claro!, ¡así es! —afirmó K., mientras, la actitud de la señora Grubach le hacía presumir que el capitán no había dicho nada, y añadió—: ¿Cree usted, verdaderamente, que yo podría reñir con usted por una persona extraña?

—Precisamente eso, señor K. —dijo la señora Grubach, que tenía la desdicha de decir siempre lo que debía callar, cuando se sentía a sus anchas—; no dejaba de preguntarme ¿por qué el señor K. se ocupa tanto de la señorita Bürstner?, ¿por qué riñe conmigo, si sabe que la más insignificante palabra venida de él es capaz de quitarme el sueño? No dije nada con respecto a la señorita que yo no hubiese visto con mis propios ojos.

K. guardó silencio, pues no hubiera sido capaz de abstenerse de despachar a la señora Grubach si llegaba a decir una palabra más, y no quería hacerlo. Se limitó a tomar su café y a dar a entender a la señora Grubach que su presencia era innecesaria.

De nuevo volvió a oírse que la señorita Montag arrastraba los pies al cruzar el vestíbulo.

—¿Oye usted eso? —dijo K., señalando con el índice hacia el pasillo.

—Pues sí —dijo la señora Grubach en un suspiro—; le ofrecí ayudarla y hasta prestarle la sirvienta, pero es muy testaruda, se ha empeñado en hacerlo sola. El proceder de la señorita Bürstner me sorprende; a menudo estoy cansada de tener a la señorita Montag, y vea usted: ¡la señorita Bürstner se la lleva a su habitación!

—Y usted ¿por qué se preocupa? —dijo K., removiendo el residuo de azúcar en la taza—, ¿le causa alguna complicación?

—No —respondió la señora Grubach—; de hecho, el cambio me da gusto, ya que me queda desocupada una habitación que puedo destinar a mi sobrino el capitán. Temía desde hace mucho que le causara a usted molestias al quedarse él en la sala, en donde me vi obligada a instalarlo, pues él no tiene miramientos.

—¡Qué ocurrencia! —dijo K., poniéndose de pie—. No es el caso; usted da la impresión de creerme muy nervioso, debido a que no soporto esas idas y venidas de la señorita Montag. ¡Vaya!, ¡ya vuelve a empezar!

La señora Grubach se sintió del todo impotente.

—¿Debo decirle, señor K., que deje para después lo que le falta para el cambio? Si usted quiere, lo haré en seguida.

—A pesar de todo, ella tiene que mudarse con la señorita Bürstner, ¿no es así? —preguntó K.

—Sí —respondió la señora Grubach, sin captar demasiado la intención de K.

—En este caso —dijo K.—, es necesario que lleve allí lo suyo.

La señora Grubach movió la cabeza en señal de conformidad. Esta muda resignación, que encerraba una amenaza de intimidación para K. aumentó más su enojo; comenzó a dar pasos entre la puerta y la ventana, entorpeciendo así la salida de la dueña, cuya intención era ya la de irse.

K. pasaba de nuevo delante de la puerta cuando llamaron. Era la sirvienta que venía a decir que la señorita Montag deseaba hablar un momento con el señor K., y que le suplicaba que acudiera al comedor, en donde ella lo esperaba. K. la escuchó pensativo; luego, se volvió bruscamente hacia la señora Grubach, mirándola con ironía, por lo que ella se espantó. Tal actitud de K. significaba que lejos de estar sorprendido esperaba desde antes la invitación de la señorita Montag, lo cual no tenía nada de extraordinario después de haber tenido que tolerar toda la mañana las molestias por parte de los huéspedes de la señora Grubach.

K. dio a la sirvienta el encargo de anunciar a la señorita Montag que él iría de inmediato, y se dirigió al armario con objeto de cambiarse de chaqueta. Entretanto, la dueña se lamentaba en voz baja acerca de lo inoportuno de la señorita Montag, pero K. sólo le dijo, secamente, que se llevara el servicio del desayuno.

—¡Cómo!, ¡si no ha probado casi nada! —exclamó ella.

—¡De todos modos, lléveselo! —prorrumpió K. en tono furioso, posesionado de la idea de que la señorita Montag tenía que ver hasta con este servicio, y que lo fastidiaba.

Al cruzar el vestíbulo lanzó una mirada a la puerta cerrada de la señorita Bürstner; no era allí en donde se le requería, sino en el comedor, y entró como una ráfaga de viento, sin llamar previamente.

La estancia era muy larga, estrecha y con una sola ventana. El espacio apenas había permitido instalar de través un aparador a cada lado de la puerta, aparte de la mesa, a todo lo largo desde la entrada hasta la ventana, muy grande pero casi inabordable. La mesa estaba puesta para un número considerable de comensales, pues la mayoría de los huéspedes comían allí los domingos.

Al entrar K., la señorita Montag se alejó de la ventana y avanzó hacia él, siguiendo el borde de la mesa; luego, con la cabeza demasiado erguida, como de costumbre, le dijo:

—No sé si usted me conoce.

K. la miró, frunciendo el ceño.

—¡Naturalmente! —dijo él—; hace ya mucho tiempo que usted vive en casa de la señora Grubach.

—Sí —respondió la señorita Montag—, pero no creo que a usted le preocupe mucho la pensión.

—No —dijo K.

—¿Quiere usted sentarse? —propuso la señorita Montag.

Ambos acercaron sendas sillas al extremo de la mesa y se sentaron frente a frente. Pero la señorita Montag abandonó por un instante su asiento, para ir en busca de su ridícula bolsa, olvidada en el borde saliente de la ventana, y regresó balanceándola en la punta de los dedos. Luego, empezó a hablar:

—Debo decirle únicamente unas palabras por encargo de mi amiga. Ella hubiera querido venir para hablarle personalmente, pero hoy se siente un poco cansada; ruega a usted disculparla, y que sea a mí a quien escuche, en lugar de a ella. Por lo demás, no podría decirle nada que no sea lo que debo anunciarle. Creo, incluso, que puedo decirle más que ella, puesto que estoy relativamente menos interesada en este asunto. ¿No lo cree usted?

—¿Qué se puede decir? —respondió K., molesto al advertir que la señorita Montag tenía la mirada clavada en sus labios.

Con su actitud parecía atribuirse un derecho de dominio hasta en las palabras aún no pronunciadas.

—A no dudar, ¿la señorita Bürstner no quiere concederme la entrevista personal que le he solicitado?

—Sí, eso es —contestó la señorita Montag—, o más bien, no es así exactamente; usted se expresa con rudeza. Generalmente una entrevista no se concede ni se rechaza. Puede ocurrir que se considere innecesaria, y este es el caso. Ahora, después de su razonamiento, puedo hablar con toda libertad. Usted ha pedido, de palabra o por escrito, una entrevista a mi amiga. Así pues, ella sabe, o por lo menos es lo que saco en conclusión, ella sabe ya cuál es el motivo de la entrevista, y está persuadida, por razones que desconozco, que no serviría de nada hablar. Por otra parte, apenas ayer me habló de esto y muy superficialmente; me dijo que a esta entrevista usted tampoco debía darle mucha importancia, ya que la idea surgió sólo por azar, y que muy pronto, por propia convicción, si es que usted no se ha convencido ya, habrá de reconocer la inutilidad de todo esto sin más explicación. Le he respondido que tal vez era cierto, pero, pensándolo bien, para una mayor claridad de la situación, era preferible que ella le respondiese con toda franqueza. Me ofrecí a hacerlo en su lugar, y mi amiga, después de alguna indecisión, aceptó. Espero haber actuado en el sentido que ella deseaba, pues la menor duda es siempre molesta hasta en las nimiedades; y cuando puede despejarse con facilidad, como en este caso, es mejor hacerlo de inmediato.

—Se lo agradezco —respondió K.

Con movimiento pausado, K. se puso de pie y miró a la señorita Montag; luego, paseó la mirada por la mesa y la ventana: el sol daba de pleno en la casa de enfrente; y, seguido de la señorita Montag, que parecía recelar un poco, encaminó sus pasos hacia la puerta, pero al llegar a ella ambos tuvieron que retroceder, porque se abrió de pronto y entró el capitán Lanz, a quien K. nunca había visto tan de cerca. Era un hombre alto, de unos cuarenta años de edad, con los carrillos abultados y la piel curtida; saludó con una inclinación a los dos, avanzó hacia la señorita Montag y le besó ceremoniosamente la mano; sus atenciones para con ella contrastaban con la postura de K.; sin embargo, la señorita Montag no daba la impresión de guardarle rencor, y le pareció que hasta lo quería presentar al capitán. A K. no le interesaba en absoluto; no podía ser amable con ninguno de los dos; aquel modo de saludar, llevando la mano a los labios, le había hecho asociar la idea de la joven con un grupo de conjurados que, dándose aires de inofensivos y desinteresados, se confabularan secretamente para mantenerlo alejado de la señorita Bürstner. Eso no fue todo lo que le hizo sospechar: también cayó en la cuenta de que la señorita Montag se valía de algo así como de un arma de dos filos. Por un lado, ella se las arreglaba para dar la mayor importancia a las relaciones entre K. y la señorita Bürstner, en especial a la entrevista solicitada; por otro, volteaba el asunto de suerte que, aparentemente, era K. el que exageraba todo. Era necesario demostrarle que ella iba desencaminada, a K. no le animaba ningún deseo de exagerar nada; sabía que ella era simplemente una mecanógrafa, y que no tardaría en ceder. Incluso no tomaba en consideración, deliberadamente, cuanto le había dicho de ella la señora Grubach. Imbuido de estas reflexiones fue que abandonó el comedor, con un ligero saludo. Ansiaba volver a su habitación; una risilla de la señorita Montag le hizo pensar que tanto a ella como al capitán tal vez podría él reservarles una sorpresa. Miró en derredor suyo, como al acecho, observando si algún ruido podía presagiar un estorbo. Por todos lados reinaba la calma; sólo se oía la conversación procedente del comedor y la voz de la señora Grubach desde el pasillo de la cocina. El momento era propicio; K. se decidió por llamar a la puerta de la señorita Bürstner; al no obtener respuesta lo hizo una vez más, pero tampoco contestó nadie. ¿Estaría dormida?, ¿se sentía de veras tan cansada?, ¿disimulaba su presencia porque presentía que nadie más sino K. era capaz de tocar con tanta suavidad? K. pensó que ella simulaba estar ausente, y empezó de nuevo, haciéndolo ahora con más fuerza; al comprobar que su llamada no daba ningún resultado, abrió la puerta, con prudencia, no sin que le asaltara un sentimiento de culpa, si bien fue en vano porque no había nadie en la habitación que, por lo demás, no se parecía, en absoluto, a la que él conoció en otra ocasión: a lo largo de la pared había dos camas; sobre tres sillas cerca de la puerta se veía un montón de ropa íntima y vestidos; un gran armario estaba abierto. Seguramente la señorita Bürstner había salido mientras la señorita Montag estuvo hablando con él en el comedor. No fue mucha la decepción para K., pues no contaba con encontrar a la joven; su intento fue por desquite: un desafío a la señorita Montag; sin embargo, una vez cerrada la puerta, le resultó muy doloroso reparar que por la parte del comedor la señorita Montag hablaba con el capitán Lanz, lo que le hizo suponer que estaban allí desde que él abrió la puerta… Daban la apariencia de no estar observando; hablaban en voz baja y seguían sus movimientos despreocupadamente, como suele hacerse en una conversación cuando se mira algo sin darse uno cuenta cabal de lo que ocurre alrededor. A K., no obstante, estas miradas le caían encima como un terrible peso, y alcanzó su habitación con apresuramiento, andando por la orilla del pasillo.