EN LA SALA DESIERTA. EL ESTUDIANTE. LAS ESCRIBANÍAS
K. estuvo esperando una nueva convocatoria todos los días de la siguiente semana; no podía suponer que su rechazo a los interrogatorios se hubiese tomado al pie de la letra, y, como aún no había recibido nada el sábado por la tarde, pensó que estaba convocado, tácitamente, para el domingo a la misma hora y en el mismo lugar. Con esta convicción se dirigió allí. Esta vez tomó de inmediato la escalera y los corredores más directos. Algunos arrendatarios, al acordarse de él, le saludaron desde los umbrales de sus casas, pero a nadie tenía que preguntar la ruta a seguir y pronto llegó a la puerta requerida, la cual se abrió en cuanto hubo llamado. Sin detenerse a observar a la mujer que abrió, la misma de la otra vez, y que permaneció cerca de la entrada, iba a dirigirse a la pieza vecina, cuando la oyó decir:
—Hoy no hay sesión.
—¿Por qué no habría de haber sesión? —interrogó incrédulo.
Sin embargo, la mujer lo convenció con sólo abrir la puerta del recinto. Realmente, la sala estaba vacía; y en este vacío tenía un aspecto aun más miserable que el domingo anterior. La mesa continuaba en el estrado y soportaba unos libros de apariencia detestable.
—¿Puedo mirar estos libros? —preguntó K., no tanto por curiosidad sino simplemente para que se pudiera decir que no había ido del todo en vano.
—No —dijo la mujer, cerrando la puerta—; no está permitido. Estos libros pertenecen al juez de instrucción.
—¡Ah, claro! —exclamó K.— ¡Con que estos libros, que sin duda contienen los códigos, y procedimientos de nuestra justicia, exigen, claro está, que uno sea condenado no sólo siendo inocente, sino aun sin conocer la ley!
—Debe ser así… —dijo la mujer sin comprender casi nada.
—Bien, en este caso, me voy —dijo K.
—¿Debo decir algo al juez de instrucción? —preguntó la mujer.
—¿Usted lo conoce? —preguntó K., a su vez.
—Naturalmente —contestó la mujer—; mi marido es el ujier del tribunal.
Fue en aquel momento cuando K. se dio cuenta de que esa antesala, en donde el domingo anterior sólo había una tina con ropa, ahora estaba completamente acondicionada para dormitorio. La mujer advirtió su asombro, y añadió;
—Sí, nos dan aquí alojamiento gratuito, pero estamos obligados a retirar los muebles todos los días de sesión. El puesto de mi marido ofrece bastantes inconvenientes.
—Estoy menos sorprendido con el cuarto —dijo K., trasluciendo cierta ironía en la mirada—, que de saber que usted está casada.
—¿Lo dice usted —preguntó la mujer— por el incidente con el cual puse fin a su discurso de la última sesión?
—Claro está —dijo K.—. Actualmente ya pasó y está casi olvidado; pero, eso sí, en su momento me puso en verdad furioso. Y ahora, ¡me dice usted que es una mujer casada!
—Si yo interrumpí su discurso, ello no podía hacerle daño. Después que usted se fue le juzgaron muy mal.
—Es posible —dijo K., esquivando el último punto—; todo eso no la justifica.
—Estoy disculpada a los ojos de todos aquellos que me conocen —dijo la mujer—; el hombre que me abrazó el último domingo me persigue desde hace mucho. No parezco muy seductora, que digamos, pero lo soy para este. No hay nada qué hacer con él, mi marido ha tenido que ponerse de su parte; si quiere conservar su situación no tiene más que hacerse el desentendido, pues este muchacho es estudiante y llegará a una posición muy elevada. Siempre me sigue de cerca; acababa de salir cuando usted entró.
—No me sorprende —dijo K.—; esto se parece a todo lo demás.
—¿Intenta usted introducir reformas aquí? —preguntó la mujer, pausadamente, con aires de escudriñadora, como si dijera algo que pudiese ser tan peligroso para ella como para K.—. Eso es lo que saqué en conclusión de su discurso, que en lo personal me ha gustado mucho, aun cuando sólo oí una parte, pues al principio estaba ausente y, al final, me encontraba tirada en el suelo con el estudiante… ¡Es tan asqueroso, aquí! —exclamó, tras una pausa, cogiendo de la mano a K.— ¿Cree usted que llegará a obtener mejoras?
K. esbozó una sonrisa, mientras hacía girar su mano entre las tibias manos de la mujer.
—La verdad sea dicha —añadió—, no estoy encargado de obtener aquí mejoras, tal como usted dice, y si hablase usted de ello a alguien, al juez de instrucción, por ejemplo, haría que se burlaran de usted. Jamás me hubiera mezclado por mi gusto en semejantes asuntos, y la necesidad de mejorar esta justicia nunca ha perturbado mi sueño. Sin embargo, habiéndoseme detenido, porque estoy detenido, he sido forzado a mezclarme en ello por cuenta mía. Si por este motivo pudiera serle útil, sea en lo que fuera, lo haría, naturalmente, con mucho gusto, no sólo por amor al prójimo, sino también porque, a su vez, usted podría hacerme un favor.
—¿Cuál? —preguntó la mujer.
—Permitiéndome ver ahora, por ejemplo, los libros que están en la mesa.
—¡Naturalmente! —exclamó la mujer, dándose prisa en hacerlo entrar tras ella.
Los libros en cuestión eran viejos, desgastados; uno de ellos tenía las cubiertas hechas trizas, cuyos pedazos no se sostenían más que por hilos.
—¡Cómo está todo tan sucio! —dijo K., meneando la cabeza.
Antes de que K. tocara los libros, la mujer los desempolvó con la punta de su delantal. K. tomó el primero que le vino a la mano, lo abrió y descubrió un grabado impúdico. Un hombre y una mujer, desnudos, estaban sentados en un canapé. La intención del grabador era evidentemente obscena, pero había sido tan torpe que únicamente podía verse allí un hombre y una mujer sentados, de una rigidez tan extrema que parecían salir de la imagen y no llegaban a mirarse sino con un gran esfuerzo, a consecuencia de la falta de perspectiva. K. no quiso ver más; se conformó con hojear el segundo libro, fijándose en el título. Se trataba de una novela: Tormentos que Margarita tuvo que sufrir de su marido.
—¡Estos son —dijo K.— los libros de ley que aquí se consultan!, ¡y por esta gente debo ser juzgado!
—Yo le ayudaré, ¿quiere usted, señor? —dijo la mujer.
—¿Puede usted, verdaderamente, hacerlo sin correr un riesgo? Usted decía no hace mucho que su marido debe servir a sus superiores.
—Le ayudaré a pesar de todo —dijo la mujer—. Vamos, es necesario que hablemos de ello. Pero no me diga nada más de mis riesgos: no temo el peligro sino cuando quiero.
Ella le señaló el estrado, rogándole que se sentara a su lado en el escalón.
—Tiene usted bellos ojos negros —dijo ella, cuando estuvieron sentados, mirándole de cerca—. También me dicen que yo tengo bonitos ojos, pero los suyos lo son más. Ya me había dado cuenta mucho antes, desde la primera vez que usted vino. Es por ellos precisamente que luego entré en la sala de juntas, lo que no acostumbro e incluso, en cierto modo me está prohibido.
«Ahora se explica todo —pensó K.—: Se me ofrece; está tan corrompida como todos los otros de aquí, ya tiene bastante con la gente de justicia, ello es fácil de entender, y, claro, se dirige al primero que llega elogiándole sus ojos».
Y dejó el asiento sin decir palabra, como si hubiese pensado en voz alta y explicado así su conducta a la mujer.
—No creo que usted pueda ayudarme —dijo K.—; para ayudarme verdaderamente necesitaría estar relacionada con altos funcionarios; y usted, probablemente, no ve sino empleados subalternos que van y vienen por aquí. A estos con seguridad los conoce usted mucho y podría obtener de ellos bastante; pero los más grandes favores que pudieran hacerle no adelantarían en absoluto, el fin de mi proceso; usted no habría logrado sino enloquecerse con algunos de ellos, y eso no lo quiero yo. Continúe frecuentando esa gente como hasta ahora; de hecho, creo que le es indispensable. No dejo de lamentar el tener que hablarle así. Para corresponder a su cumplimiento, también yo le confieso que usted me gusta mucho, en especial cuando me mira con ese semblante tan triste, para lo cual, por lo demás, no hay motivo. Usted forma parte del conjunto de personas a quienes debo combatir, pero es el caso que usted se siente muy a su gusto en el medio; incluso ama al estudiante, o al menos lo prefiere a su marido; eso se desprende fácilmente de sus propias palabras.
—¡No! —exclamó ella, aún sentada, habiendo tomado la mano de K. con un movimiento tan rápido que no le fue posible esquivarlo—. Usted no puede irse ahora; no le asiste el derecho de irse con un juicio erróneo. ¿Acaso podría irse en este instante?, ¿de veras soy tan insignificante como para que usted no quiera quedarse conmigo tan sólo un breve instante?
—Usted me ha entendido mal dijo K., —sentándose nuevamente—. Si usted se empeña en que de veras me quede, lo haré con gusto. Dispongo de tiempo, puesto que vine con la idea de un interrogatorio. Cuanto le dije no fue más que para rogarle no emprender ninguna gestión a favor mío. No hay nada en ello que pueda herirla, si considera que el término de mi proceso me es del todo indiferente y que me río de ser condenado; siempre claro está, que el proceso termine en realidad algún día, lo cual me parece muy dudoso. Mas, de pronto pienso que tanto la pereza como la negligencia y hasta el temor de los funcionarios de la justicia les ha hecho suspender la instrucción del proceso; de lo contrario, esto terminaría pronto. También es posible que persigan el asunto con la esperanza de obtener algunos estipendios, pero ya pueden esperar, lo puedo decir desde ahora, pues no he de sobornar a nadie. Tal vez pudiera usted hacerme un favor diciéndole al juez de instrucción, o a cualquier otro personaje de esos que gustan de propagar las noticias importantes, que todos los esfuerzos que desplieguen esos señores, por más que sin duda los hayan de intensificar, no me llevarán nunca a sobornar a ninguno. Sería trabajo absolutamente perdido, puede usted decírselo rotundamente. Además, es muy posible que ya lo hayan presumido; y aun si no es así, no doy tanta importancia a que se enteren ahora. Ello no haría más que ahorrarles esfuerzo; claro que así me evitaría alguno que otro contratiempo, pero no pido tanto que no sea aliviarme estas ligeras molestias con tal de que yo sepa que los demás padecen la repercusión, y habré de procurar que así sea. ¿Conoce usted al juez de instrucción?
—Ya le dije que sí —contestó la mujer—; era en ti en quien pensaba, sobre todo cuando ofrecí ayudarle. No sabía que él sólo era un subalterno, pero, puesto que usted lo dice probablemente debe ser así. Creo que el informe que rinde a sus jefes debe hacer cierta presión. ¡Escribe tantos reportes! Usted dice que los funcionarios son perezosos; seguramente no se puede decir eso de este. ¡Escribe una enormidad! El domingo último, por ejemplo, la sesión duró hasta la noche. Todo el mundo se había ido; él continuaba allí. Hacía falta luz; yo sólo tenía una lamparita de cocina. Se mostró muy satisfecho y, en seguida, se puso a escribir. Mi marido, que precisamente estaba de descanso ese día, vino antes de lo acostumbrado; entonces fuimos a buscar los muebles y los instalamos. Luego vinieron unos vecinos y estuvimos charlando a la luz de una vela. En resumen, nos olvidamos del juez y, al fin, nos acostamos. A eso de la medianoche, seguramente era muy tarde, de pronto despierto y veo al juez a un lado de mi cama. Tenía su mano delante de la lámpara, para evitar que la luz diera sobre mi marido, precaución inútil porque el sueño de mi marido es tal que no lo habría despertado nunca. Me asusté tanto que por poco grito, pero el juez de instrucción fue sumamente amable. Moviéndome a la prudencia, me dijo al oído que había estado escribiendo hasta esa hora, que me llevaba la lámpara y que nunca olvidaría el cuadro que le había brindado mientras dormía. Todo esto es sólo para decirle que el juez de instrucción en verdad escribe muchos reportes, principalmente acerca de usted, ya que su interrogatorio le ha suministrado el material más importante de la última sesión por dos días. A escritos de tanta extensión no se les puede restar importancia. A través de este incidente usted puede ver también que el juez de instrucción me requiere en amores, y que yo puedo influir mucho sobre él, de modo particular ahora, en los comienzos ya que es recientemente que ha debido fijarse en mí. Está muy inclinado hacia mí, tengo de ello otras pruebas. Precisamente ayer, por mediación del estudiante, el cual es de su confianza y su colaborador, me ha hecho llegar un par de medias de seda, relacionando el obsequio con la limpieza de la sala de sesiones; pero eso no fue más que un pretexto, pues este trabajo entra por obligación en lo que corresponde a mi marido y por ello recibe la paga. Se trata de unas medias muy buenas, vea usted —y recogió hacia arriba las faldas, hasta las rodillas, para mirárselas—: Son muy buenas medias, hasta demasiado; no están hechas para mí.
Enmudeció de pronto, a un tiempo que posaba su mano sobre la de K., como para confirmar lo dicho, y dijo muy quedamente:
—Cuidado: Berthold nos está mirando.
K. alzó despacio la mirada. En el umbral de la entrada había un joven; era bajo de estatura, con las piernas torcidas, y por entre su barba, corta, y roja, entretenía sus dedos dándose aires de importancia. K. lo miró con curiosidad; era la primera vez que encontraba, por decirlo caritativamente, un estudiante que se especializaba en una ciencia jurídica, la que le era desconocida por entero; un hombre que llegaría probablemente, a ocupar una muy elevada posición. Por su parte el estudiante no parecía estar inquieto, ni mucho menos, por K.; simplemente, hizo una seña a la mujer, con la punta de su dedo emergido por un momento de su barba, y se dirigió hacia la ventana para esperar allí.
La mujer, inclinada hacia K., le dijo en voz baja:
—No me guarde rencor, se lo suplico y tampoco me juzgue mal; debo ir al encuentro de ese hombre horroroso: ¡vea esas piernas torcidas! Regresare en seguida y habré de seguirlo allí donde usted quiera; iré a donde usted desee y podrá hacer conmigo lo que guste. No pido más que estar fuera de aquí el mayor tiempo posible y mucho mejor si ya no hubiese de regresar nunca —y después de prodigar una caricia en la mano de K., abandonó el estrado y corrió hacia la ventana.
Irreflexiblemente, K. quiso alcanzar en el aire la mano de la lavandera, pero ella se había escapado ya. Esta mujer era para él en verdad irresistible y, pese a todos sus razonamientos, no hallaba siquiera uno válido para no caer en la tentación. Por un momento le vino la idea de que buscaba tal vez atraparlo en sus redes para entregarlo a la justicia. Pero la rechazó. Sin embargo. ¿De qué modo podía, pues, capturarlo ello?, ¿acaso no continuaría siendo lo suficientemente libre para anonadar a la justicia de un solo golpe, al menos por lo que a él correspondía?, bien podía alimentar esta mínima confianza. Y, luego, esta mujer, que daba la impresión de pedir ayuda con toda sinceridad, podría serle útil. No hallaría posiblemente nada mejor para vengarse del juez de instrucción y de todos sus secuaces, que no fuera sino quitarles esa mujer y tomarla ñor cuenta suya. Podría ser que entonces, después de haber dedicado largo tiempo a elaborar uno de esos mendaces reportes acerca de K., el juez de instrucción, a eso de la medianoche, encontrase vacía la cama de esa mujer, vacía, sí, porque ella pertenecía a K., porque esa mujer que en estos momentos estaba junto a la ventana, con ese esbelto cuerpo ágil y ardiente, de traje negro, de una tela burda y corriente, pertenecería del todo sólo a él.
Después de haber desvanecido de este modo las suspicacias que alimentaba contra ella, empezó a notar que el diálogo en la ventana se prolongaba demasiado; entonces se puso a golpear en el estrado; primero con la punta de los dedos y, en seguida, con el puño. El estudiante le lanzó una mirada por encima del hombro de la mujer, pero no se dio por importunado y aún la estrechó con más fuerza. Ella inclinó la cabeza muy hacia abajo, como escuchándole con gran atención, y él aprovechó el momento para besarla apasionadamente en el cuello y continuar hablándole. Para K. ello fue la confirmación de lo que la propia mujer le hubo dicho acerca de la tiranía con que la trataba el estudiante. K., se puso de pie y empezó a caminar de un lado a otro con pasos acelerados. Cavilaba cómo podría echar al estudiante con la máxima rapidez, de ahí que no le desagradara que el otro, impacientado sin duda por aquel modo de pasear que degeneraba por momentos en pataleos, le dirigiere esta perorata:
—Si usted tiene prisa, no hay nada que le impida irse. Lo habría podido hacer mucho antes; nadie lo hubiese lamentado; debió usted, incluso, haberlo hecho desde que llegué, y ¡pronto!
Si alguna exacerbación manifestaba esta ocurrencia, revelaba también toda la soberbia del futuro funcionario de la justicia al hablar con un acusado cualquiera. K. se detuvo muy cerca suyo y, sonriéndole dijo:
—Estoy impaciente, cierto; y el mejor modo de aplacar esta impaciencia será que usted nos deje. Suponiendo que usted ha venido aquí para estudiar, ya que según se me dijo es estudiante, no deseo nada más que dejarle libre este recinto e irme con esta mujer. Será necesario que usted estudie mucho tiempo todavía antes de que llegue a juez. No conozco muy bien su justicia, pero me figuro que ella no se conforma con los discursos desvergonzados en los que usted parece sentirse tan seguro.
—Fue un error dejarle en libertad —dijo el estudiante, tratando de hallar una explicación ante la mujer, por causa de las palabras tan ultrajantes de K.—. Fue una torpeza, ya se lo he dicho al juez de instrucción. Al menos, se le debió haber hecho quedar en su cuarto, durante los interrogatorios. Algunas veces no acabo de comprender al Juez.
—No tantos discursos —dijo K., ofreciendo su mano a la mujer—. ¡Decídase!
—¡Ah!, ¡conque esas tenemos! —exclamó el estudiante—. ¡No, no y no! ¡A esta mujer usted no la tendrá! —y, levantando a su amiga con un solo brazo, con una fuerza que jamás nadie hubiera podido suponer, se dirigió hacia la puerta, inclinando el hombro y prodigando una que otra mirada tierna a su cargamento. Tal huida manifestaba, indudablemente, temor a K.; sin embargo al acariciar la jactancia de querer exaltarlo aún más, al acariciar y oprimir con su mano libre el brazo de la mujer.
K. dio unos pasos a uno y otro lado del estudiante, pronto a sujetarlo y, en caso necesario, a estrangularlo; pero la mujer le dijo:
—No hay nada que hacer —y deslizó su mano por la cara del estudiante—; este pequeño monstruo no me soltará.
—Y usted, ¿no quiere que se le libere? —la interrogó K., dejando caer su mano sobre el hombro del estudiante, el cual trató de mordérsela.
—¡No! —exclamó la mujer, apartando con sus dos manos a K.—; ¡no, eso no! ¿Qué se ha creído usted? Sería mi perdición. Déjelo, se lo suplico; él no hace más que cumplir la orden del juez de instrucción de llevarme hasta él.
—¡Está bien!, ¡pues que se largue!, y a usted, ¡que no la vuelva a ver más! —exclamó K., furibundo por la decepción y descargando un golpe en la espalda del estudiante, hasta hacerlo tambalear.
Sin embargo, muy satisfecho de no haber sido derribado, aquel apresuró aún más la marcha, con su fardo bajo el brazo.
K. les siguió a paso lento, reconociendo que esta era la primera derrota irrebatible que sufría por parte de esa gente. Pero no era el caso de preocuparse: su fracaso se debía únicamente al hecho de haber provocado la pelea. De quedarse en casa, llevando una vida normal, no dejaría de ser mil veces superior a ellos y podría apartarlos de su camino a puntapiés. Se imaginaba la formidable escena ridícula que podría representar, por ejemplo, el cuadro de este miserable estudiante, morboso y pagado de sí, de mala estampa, barbudo, hincado de rodillas junto a la cama de Elsa, con las manos juntas, implorando perdón. Esta idea le gustó mucho y decidió que en la primera oportunidad habría de hacerlo ir a casa de Elsa.
Alcanzó la puerta movido por la curiosidad, para ver hacia dónde conducía a la mujer, ya que el estudiante no iba a cruzar las calles con ella bajo el brazo. No fue necesario ir muy lejos. Justo enfrente de la puerta había una angosta escalera de madera, la cual debía conducir, sin duda, a las buhardillas. A causa de una vuelta no pudo ver adonde iba. Fue por esa escalera que el estudiante la emprendió, sin dejar su presa, con lentitud, resoplando ya, pues la marcha le había fatigado. La mujer hizo con la mano una señal de despedida a K. y, alzando repetidas veces los hombros, quería decirle que ella no era responsable de ese rapto, pero con eso no denotaba gran pesar. K. la miró sin expresión alguna, como si fuera una mujer totalmente desconocida; no quería mostrarse decepcionado ni dar la impresión de que podía sobrellevar con facilidad su decepción.
Los dos tránsfugas se habían ya esfumado; él permanecía aún en el umbral. No cabía más que reconocer el engaño de la mujer, y aun doble, al pretextar que se la llevaba al juez, pues este ¡no iba a esperarla en un granero! Por mucho tiempo que durase el interrogatorio, la escalera de madera no aclaraba nada. K. advirtió que cerca de la subida había un cartelito y corrió a verlo. Estaba escrito con mano torpe. La inscripción decía: «Escalera de los archivos judiciales». Así pues, los archivos de la justicia se encontraban en aquel hórreo de ese cuartel de partes. Ciertamente, por su índole, la instalación no era para inspirar gran respeto, y nada mejor para devolver la tranquilidad al acusado como que este se cerciorara del poco dinero con que la justicia contaba, hasta verse forzada a colocar sus archivos en el lugar en donde los inquilinos del edificio, de los más pobres, arrojaban los trastos inservibles. También cabía la posibilidad de que hubiera suficiente dinero, pero que los empleados se apresuraran a echarle mano antes de ser aplicado para ios asuntos de la justicia. Naturalmente era muy verosímil por lo que K. había visto hasta entonces, pero tal corrupción, si bien algo deshonrosa para el acusado, resultaba más tranquilizadora aún que la supuesta pobreza del tribunal. Ahora, K. comprendía que la justicia debía sentir vergüenza de hacer llegar al acusado a una buhardilla para el primer interrogatorio, y por eso prefería importunarlo en su propio domicilio. ¡Cuál no sería la superioridad de K. sobre el juez, cuando a este lo instalaban en una buhardilla y él disponía en el Banco, de una gran pieza precedida de una antesala, provista de un ventanal que daba a la plaza más animada de la ciudad! Claro está que él no se beneficiaba de extras con los sobornos y no podía disponer de un ordenanza para que le proporcionara una mujer, servida en su escritorio. Pero, al menos en esta vida, renunciaba a ello de buen grado.
Se encontraba aún plantado delante del cartel, cuando un hombre que venía subiendo la escalera se asomó por la puerta abierta a la habitación, desde la cual se veía también la sala de sesiones; finalmente, preguntó a K. si no había visto allí a una mujer, un poco antes.
—Sin duda es usted el ujier, ¿no es así? —dijo K.
—Sí —contestó el hombre—. Y usted, ¿no es el acusado K.? Lo he reconocido ahora. Sea usted bienvenido.
Y ofreció su mano a K., el cual no se lo esperaba en absoluto.
—Hoy no hay sesión —añadió el ujier, desconcertado por el silencio de K.
—Lo sé —dijo K., revisando con la mirada el traje de civil que llevaba el ujier, sin más insignias oficiales que dos botones dorados que parecían haber sido arrancados de un viejo capote militar—. Hablé con su mujer hace apenas unos momentos; pero ya no está aquí, el estudiante la ha llevado al juez de instrucción.
—Eso es —dijo el ujier—, se me la llevan de continuo. ¡No obstante, hoy es domingo!, no estoy sujeto a ningún trabajo y, pese a ello, me mandan a comisiones inútiles, sólo para alejarme de aquí, y se cuidan, para colmo, de que no sea en extremo lejos a fin de que pueda imaginarme que estaré de regreso a tiempo. Me doy tanta prisa como puedo, desde la puerta vocifero con tal jadeo mi mensaje al interesado, que apenas si se me puede entender; luego, regreso corriendo; pese a todo el estudiante lo ha hecho aún más aprisa que yo. Claro, su trayecto no es tan largo, no tiene más que bajar la escalera del granero. Si yo no fuese tan esclavo hace ya mucho tiempo que lo habría estrellado contra la pared, ahí mismo, junto al cartel. Lo sueño siempre, aquí, sobre el suelo, apabullado, clavado, los brazos en cruz, los dedos extremadamente abiertos, las torcidas piernas en círculo y con salpicaduras de sangre a su derredor. Pero todo esto no es más que un sueño.
—¿No habrá otro medio? —preguntó K., sonriente.
—No doy con ninguno —respondió el ujier—. Y aún es peor. Hasta hace poco se contentaba con hacer ir a mi mujer a la habitación de él; ahora, como era de esperarse desde hace mucho tiempo es el juez de instrucción a quien se la lleva.
—Y su mujer ¿no tiene ninguna responsabilidad en eso? —preguntó K., conteniéndose, ya que también lo consumían los celos.
—¡Sí, claro! —exclamó el ujier—. Puedo asegurar que ella tiene la mayor culpa. Es ella la que le echó los brazos al cuello. En cuanto a él, va tras de todas las mujeres. Sin ir más lejos, en este edificio le han corrido de cinco hogares por haberse deslizado entre los matrimonios. Desdichadamente, mi mujer es la más bonita de todas las de aquí y yo soy el que menos puede defenderse.
—Siendo así —dijo K.—, naturalmente no hay nada que hacer.
—Y ¿por qué no? —inquirió el ujier—. Sería cuestión, de una vez por todas, de propinar a este estudiante, que no es más que un cobarde, una sarta de golpes en cuanto intentara tocar a mi mujer, para que nunca lo volviera a repetir. Pero yo no tengo el derecho y no hay quien quiera darme este gusto, pues todo el mundo tiene miedo a su poder. Debería ser una persona como usted.
—¿Como yo?, ¿por qué? —preguntó K., sorprendido.
—¡Porque es usted un acusado! —respondió el ujier.
—No hay duda —dijo K.—, pero precisamente por eso debo temer su venganza, podría valerse de la influencia que tiene; si no en el resultado del proceso, podría serlo, por lo menos, en su instrucción.
—Naturalmente —afirmó el ujier, considerando el punto de vista de K. tan justo como el suyo—. Pero aquí no se emprenden, por regla general, procesos que no puedan conducir a nada.
—No comparto su opinión —declaró K.; sin embargo, ello no podrá impedir que, en un momento dado, me ocupe del estudiante.
—Se lo agradeceré mucho —dijo el ujier algo ceremoniosamente, si bien no parecía creer que pudiera realizarse su máximo deseo.
—Tal vez hay aquí muchos otros empleados —añadió K.— que merezcan un trato igual; a lo mejor todos.
—¡Oh, sí, claro! —exclamó el ujier, como si fuera muy natural.
El ujier miró a K. con más confianza de la hasta ese momento testimoniada, a pesar de su mucha cordialidad, y añadió:
—Todo el mundo se rebela en estos tiempos.
De pronto, la conversación parecía causarle cierta pena, y la interrumpió diciendo:
—Debo presentarme en la oficina. ¿Quiere usted venir conmigo?
—No tengo nada que hacer allí —dijo K.
—Podría ver los archivos; nadie se fijará en usted.
—Así pues, ¿hay algo curioso que ver allí? —preguntó K., poniéndolo en duda, pero ansioso por aceptar.
—Pensé —dijo el ujier— que eso le interesaría.
—Vamos, pues —dijo K. finalmente—. Le acompaño —y se dirigió a la escalera, subiendo aun con mayor prontitud que el ujier.
Al ir a entrar por poco cae, pues faltaba un escalón detrás de la puerta.
—No hay consideración alguna con el público —dijo.
—En absoluto —afirmó el ujier; basta con que mire esta sala de espera.
Se trataba de un largo corredor con varias puertas, burdamente construidas, que daban acceso a las diversas secciones del granero. Aun cuando la luz del día no daba allí de pleno, tampoco estaba completamente a oscuras; la pared que las separaba del corredor no era hermética sino que, de un lado, se veía varias de las oficinas a través de una especie de enrejado de madera por el que pasaba un poco de luz y así se podía también vislumbrar a los empleados ante sus pupitres cuando estaban escribiendo o de pie, contra el calado, ocupados en observar a las personas que pasaban. Ese día, por ser domingo, la concurrencia en la sala de espera era muy escasa. Todos daban la impresión de ser muy modestos, estaban repartidos en tramos casi regulares, sentados en bancas de madera colocadas en ambos lados del corredor. Todos aquellos hombres vestían descuidadamente, si bien la mayor parte, a juzgar por el aspecto particular del rostro, por sus modales, por el corte de la barba y por muchos otros pormenores difíciles de definir, pertenecían evidentemente a las más elevadas clases de la sociedad. A falta de perchas, habían dejado sus sombreros debajo de las bancas, seguramente debido a que cada uno seguía el ejemplo de su precedente. Cuando vieron venir a K. y al ujier, quienes se encontraban más cerca de la puerta se pusieron de pie para saludarlos y los demás, a su vez, se creyeron obligados a hacer lo mismo, de suerte que todos se fueron poniendo de pie a medida que pasaban aquellos dos señores. Por lo demás, nadie se mantuvo derecho, sino con el dorso inclinado y las piernas semidobladas; se hubiera dicho que eran pordioseros de la calle. K. esperó al ujier, que venía detrás suyo, y le dijo:
—¡Qué de humillaciones han debido recibir!
—Sí —afirmó el ujier—; son acusados; todos cuantos ve usted aquí son acusados.
—Verdaderamente —dijo K.—, ¿son, pues, colegas míos? —y volviéndose hacia uno de aquellos hombres que se hallaban cerca suyo, alto y delgado, casi entrecano, le preguntó con toda cortesía—: ¿Qué espera usted aquí?
La insospechada pregunta dejó turbado al hombre, circunstancia tanto más penosa por cuanto bien se veía que se trataba de alguien conocedor del mundo, que en todas partes, a excepción de aquel lugar, debía ser muy dueño de sí y a quien no le era fácil olvidar la superioridad adquirida sobre los demás. Allí, no supo qué responder a una simple pregunta, y miraba a sus compañeros como si estuvieran obligados a ir en su ayuda, casi como que nadie pudiese exigirle una respuesta en tanto no le llegara algún auxilio. El ujier intervino, entonces, para devolverle la tranquilidad e infundirle ánimo:
—Este señor le pregunta simplemente qué es lo que usted espera. Así pues, responda.
La voz del ujier, sin duda más familiar al hombre, obtuvo mejor resultado:
—Espero… —comenzó a decir y se detuvo de pronto.
Era evidente que había escogido la manera de empezar para responder con precisión a la pregunta formulada, pero no acertaba con la continuación. Algunos de los acusados se habían aproximado y rodeaban al grupo. El ujier les dijo:
—Circulen, circulen, desembaracen el paso.
Retrocedieron un poco, pero sin que nadie regresara aún a su lugar anterior. El hombre interrogado que había tenido tiempo de tranquilizarse, tanto que sonrió al responder, dijo:
—Hace aproximadamente un mes envié algunos requerimientos a la justicia, y espero que los atiendan.
—Se diría que usted está muy preocupado —dijo K.
—Naturalmente —contestó el hombre—, ¿acaso no se trata de un asunto que me incumbe?
—No todo el mundo piensa como usted —dijo K.—. Fíjese; yo estoy acusado, pero, tan cierto como que quiero alcanzar el cielo, no he presentado nunca documentos o lo que fuera. Usted, ¿lo considera necesario?
—No lo sé con precisión —contestó el hombre, una vez más desconcertado por completo.
Era evidente que él pensaba que K. quería bromear; igualmente, que hubiera preferido, sin duda, volver a su antigua respuesta por temor a incurrir en otro error; pero, ante la mirada impaciente de K., optó por decir:
—En lo que a mi concierne, yo sí redacté los documentos.
—Se diría que usted no cree que estoy acusado —dijo K.
—¡Oh, sí, señor!, ¡naturalmente! —exclamó el hombre, retirándose un poco hacia un lado, evidenciando en su respuesta más temor que fe.
—Usted no me cree, ¿verdad? —preguntó K., a un tiempo que, inconscientemente, debido a la humilde actitud de aquel hombre, le tomó del brazo como para obligarlo a creer.
No quiso hacerle daño, y fue muy ligeramente que lo tocó, pero el hombre lanzó un alarido como si K., en vez de haberlo rozado con los dedos, lo hubiera apresado con tenazas al rojo vivo. Con aquel risible alarido K. acabó por excederse. Al fin, si no creían que él estaba acusado, qué más daba, ¡tanto mejor! Tal vez el hombre lo tomaba por un juez. Entonces, a modo de despedida, le tomó el brazo con más fuerza, le dio un empellón contra la banca y se fue.
—Los acusados, en su mayoría, son extremadamente sensibles —dijo el ujier.
Detrás de los dos, casi todos los que esperaban se reunieron en torno al hombre, que ya había dejado de vociferar, y lo interrogaban, al parecer, acerca de los detalles del incidente. K. vio, entonces, cómo se aproximaba un gendarme, al cual se le reconocía sobre todo por el sable, cuya vaina, a juzgar al menos por su color, parecía de aluminio. El asombro de K. fue tal que tocó el arma para cerciorarse. El gendarme, atraído por los alaridos del acusado, preguntó qué era lo que había ocurrido. El ujier procuró tranquilizarlo en pocas palabras, pero aquel declaró que debía investigar por su cuenta y, saludando se marchó paso a paso, pero con cierta rapidez. Era sin duda por causa de la gota que sus pasos eran cortos.
No fue por mucho tiempo que K. se inquietó por él ni por la gente del corredor, ya que hacia la mitad de este vio un pasadizo, sin puerta, por donde torcer a la derecha. Al preguntar al ujier si era ese el camino correcto, respondió aquel afirmativamente con la cabeza y K. se introdujo en el pasadizo. El hecho de ir uno o dos pasos delante de su acompañante se le hacía molesto, ya que esta manera de andar podía inducir a confundírsele al menos en aquel sitio, con un criminal al que se le conduce ante el juez. Por eso solía esperar a su guía, pero este se retrasaba siempre un poco. Con la intención de terminar pronto con aquel hecho penoso, K. declaró finalmente:
—Me basta con lo que vi; ya quisiera irme.
—Usted no ha visto aún todo —afirmó el ujier, con una candidez intolerable.
—Es que no quiero ver todo —dijo K., que además se sentía en verdad muy fatigado—; me quiero ir; dígame ¿por dónde salimos?
—¿Acaso está usted perdido? —preguntó el ujier muy asombrado—. No tiene más que doblar la esquina y continuar por el pasadizo hasta encontrar la salida.
—Sí, pero usted venga conmigo —le suplicó K.—; enséñeme el camino a seguir, podría equivocarme, ¡hay tantos!
—¡Este es el único! —exclamó el ujier, en un tono de reproche—. No me es posible regresar con usted: debo llevar mi mensaje; ya es mucho el tiempo que he perdido con usted.
—¡Venga, sígame! —repetía K: con ímpetu, como si acabara de coger en mentira al ujier.
—¡No hable tan recio! —dijo por lo bajo el ujier—. Esto está lleno de oficinas; si usted prefiere no regresarse solo, acompáñeme todavía un momento, o espere aquí mientras termino mi comisión.
—¡No, no! —dijo K.—. No espero más; es necesario que me siga de inmediato.
No había tenido tiempo todavía de examinar en dónde se encontraba; fue al ver abrirse una de las muchas puertas de madera que había alrededor, cuando observó el lugar. Una jovencita, atraída seguramente por sus voces, les salió al encuentro.
—¿Qué desea, señor? —le dijo.
Tras ella se vislumbraba en la penumbra un hombre que iba aproximándose. K. lanzó una mirada al ujier: este individuo era quien le había dicho, no obstante, que nadie se fijaría en él. Y ahora ya tenía dos burócratas encima suyo. Al rato, todos los empleados se le plantarían delante para preguntarle qué hacía allí. La única explicación admisible que podía dar acerca de su presencia descubriría su condición de acusado. Sería necesario decirles la fecha del próximo interrogatorio y precisamente eso era lo que no quería, ya que no había ido sino por curiosidad; y si se valía de la otra explicación, esto es, que lo llevaba un afán de cerciorarse de que esa justicia era tan repulsiva en su interior como por fuera, resultaba aún menos posible de argumentar. Y en verdad no creía haberse equivocado. No pretendía ir más lejos, estaba harto; se sentía demasiado oprimido por cuanto había visto hasta allí; no sería ya capaz de hacer frente a la situación si se topaba con uno de los altos funcionarios que podían presentarse en todo momento por cualquiera de aquellas puertas. Quería irse con el ujier o, si era necesario, partir solo.
Pero su silencio debía ser impresionante: la joven y el ujier se habían quedado mirándole como si de un momento a otro esperaran que fuese a operarse en él una transformación, espectáculo que no quisieran perderse. El hombre al cual K. había visto venir desde lejos ya estaba ahí, con las dos manos apoyadas en la puerta, manteniendo el equilibrio sobre la punta de los pies, semejante a un espectador inquieto. La joven fue la primera en advertir la actitud de K., debida a un malestar, y fue en busca de un sillón.
—Quiere usted sentarse, ¿verdad? —le dijo.
K. se sentó de inmediato y se apoyó en los dos brazos del mueble, para sostenerse mejor.
—Está usted un poco mareado, ¿no es cierto? —dijo la joven.
Ahora veía su rostro muy cerca del suyo; tenía esa expresión severa propia de muchas mujeres en su más bella juventud.
—No se inquiete —añadió la joven—, este malestar no tiene nada de extraordinario aquí; casi siempre se experimenta una crisis de esta índole cuando se llega aquí por primera vez. Es la primera vez que usted viene, ¿verdad? En este caso, como le dije, es algo muy común lo que le ocurre. ¡Es tanto lo que el sol calienta el techo!; de ahí que las vigas se calienten y, en consecuencia, el aire se vuelve pesado y opresivo. No es un lugar muy adecuado para haber establecido en él las oficinas, que digamos, no obstante las ventajas que por otra parte ofrece. Ciertos días, aquellos de las grandes sesiones, y son frecuentes, apenas se puede respirar. Y si considera usted que toda la gente trae aquí su ropa a secar, lo cual no se les puede prohibir por completo a los inquilinos, no le causará extrañeza su ligero malestar. Uno acaba por habituarse del todo a la atmósfera del lugar. Cuando usted haya vuelto por segunda o tercera vez, casi no sentirá ya esta opresión. ¿Se encuentra usted mejor?
K. no contestó nada; se sentía doblemente incómodo por estar atenido a esas personas y por culpa de su repentina indisposición. Además, desde que supo la causa de su estado, en vez de hallar un alivio, sentía mayor decaimiento. A la joven no le pasó eso inadvertido e inmediatamente, para remediar en algo al enfermo, tomó una vara que estaba contra la pared y empujó con ella el borde de un tragaluz que daba a cielo abierto, justo encima de la cabeza de K. Fue tanto el hollín que de él cayó que la joven se decidió a cerrarlo en seguida y tuvo que limpiar con su pañuelo las manos de K., en exceso extenuado para hacerlo él. Habría preferido permanecer allí tranquilamente sentado hasta recuperar sus fuerzas para irse, pero no podría lograrlo si no dejaban de inquietarse por él.
Y resultó que, para colmo, la joven anunció:
—No es posible que usted permanezca aquí; está estorbando la circulación.
K. alzó los párpados como preguntando de qué circulación hablaba, a riesgo de que él la interrumpiera.
—Si usted quiere, lo conduciré a la enfermería. Ayúdeme, si me hace el favor —pidió ella al hombre apoyado en la puerta, el cual se acercó de inmediato.
Pero K. no quería que lo llevaran a la enfermería; no deseaba ir más lejos, era necesario evitarlo, pues de hundirse más en estos lugares se agravaría su mal.
—Ya puedo andar —dijo, tratando de ponerse de pie, aun cuando estaba anquilosado por haber permanecido mucho rato inmóvil, por lo que le fue imposible sostenerse.
—No, no puedo —añadió meneando la cabeza.
K. se sentó de nuevo, lanzando suspiros. Pensó que el ujier hubiera podido conducirlo con facilidad; pero, sin duda, el ujier debió haberse ido hacía mucho tiempo, pues por más que lo buscaba entre el hombre y la joven, los cuales se mantenían delante suyo, no alcanzó a verlo.
—Creo —dijo el hombre, el cual vestía con elegancia, destacándose en él su chaleco gris, cuya forma de corte, en puntas semejaba una cola de golondrina—, creo que el mal de este señor es por causa de la atmósfera del lugar; lo más conveniente para él y para nosotros será que, en vez de llevarlo a la enfermería, lo saquemos de las oficinas.
—¡Exacto! —exclamó K., que de tanto regocijo interrumpió al hombre—. Al salir, me sentiré bien en seguida. Por lo demás, ya no me siento tan decaído; sólo necesito que me sostengan un poco por debajo de los brazos; no habré de darles mucho trabajo y tampoco el camino es largo, será suficiente con que me conduzcan hasta la puerta; me sentaré un rato en los escalones y al primer intento ya me sentiré como antes, porque nunca he padecido de estos mareos; en verdad, este me sorprende mucho. También yo estoy acostumbrado al ambiente de los oficinas; claro que este, como ustedes lo han dicho, es realmente excesivo. ¿Serían tan bondadosos de acompañarme un poco? Tengo vértigo y me siento mal si trato de ponerme de pie yo solo —y alzó los hombros para facilitar que lo tomaran por debajo de los brazos.
No obstante, el hombre no hizo caso; se quedó muy tranquilo, con las manos en los bolsillos, y soltó la risa.
—Lo ve usted —dijo a la joven— ¿no lo adivina exactamente? Este señor sólo se siente mal aquí; en otra parte no le ocurre esto.
La joven sonrió levemente a un tiempo que daba un golpecito en el brazo del hombre, haciéndole comprender que se había excedido.
—¡Qué se imagina usted! —exclamó el hombre sin dejar de reír—. ¡No espere nada mejor que acompañar a este señor!
—¡Vaya!, está bien —dijo la joven, aprobando a un tiempo con su hermosa cabeza—. No le dé demasiada importancia a esa risa —añadió, dirigiéndose a K.
Una vez más K. se había entristecido; miraba fijamente delante suyo y parecía no tener necesidad de explicaciones.
—Este señor… permítame que se lo presente —y al señalar al hombre, este dio su anuencia con un movimiento de la mano—: Este señor es nuestro encargado de información. Se dedica a proporcionar a los inculpados todas las informaciones que les hagan falta; y, como nuestros sistemas de trámites no son muy conocidos en la población, hay mucha solicitud de informes. Para todo tiene una respuesta. No tiene más que ponerlo a prueba, si lo desea. Pero no consiste en eso su único mérito: ¡goza del privilegio de la elegancia! Nosotros creíamos, al decir nosotros se entiende todos los funcionarios, que era conveniente vestir con elegancia al encargado de información, a fin de que impresionara favorablemente al público, ya que es con él con quien los inculpados deben entenderse antes que con nadie. Los demás, desafortunadamente, vamos muy mal vestidos, no tiene más que observarme: no nos preocupamos por la moda, no tendría gran interés para nosotros embarcarnos en gastos extraordinarios, dado que pasamos casi todo el tiempo en las oficinas; aquí también dormimos. Pero, eso sí, como le decía, para nuestro encargado de información juzgamos que era necesario un buen traje. Siendo que nuestra administración es algo insólita al respecto y como desdichadamente, no quiso proporcionárselo por su cuenta, hicimos una colecta, a la cual contribuyeron también los inculpados. Así fue cómo le pudimos comprar a nuestro colega el bonito traje que usted ve, y otros más. Ahora, todo habría de marchar bien para la buena impresión, si él no echara a perder nuestra obra con esa risa que espanta a todos los acusados.
—Eso es —dijo con ironía el encargado de información—; no comprendo, señorita, qué necesidad tenía de referir todos nuestros secretos a este señor, o más bien de imponérselos, porque ni por asomo se empeña en saberlos. Fíjese: está por completo ensimismado en sus propios asuntos.
K. no tenía ganas de contradecirle. Posiblemente la intención de la joven era buena; tal vez no buscaba más que entretenerlo o darle tiempo para que se restableciera, pero había fracasado en su objetivo.
—Hizo falta que le explicara su risa; era ofensiva, —dijo la joven.
—Creo que este señor —respondió el empleado— habría de perdonarme peores ofensas con tal de que lo acompañase hasta la salida.
K. no dijo nada, no levantó la vista siquiera; soportaba que se hablase de él como de un objeto y consideraba que era mejor así. De pronto sintió la mano del informador encima de uno de sus brazos y la de la joven encima del otro.
—¡Vamos!, ¡de pie, hombre quebradizo! —dijo el encargado de la información.
—A los dos se los agradezco muchísimo —dijo K., con la voz apagada, poniéndose de pie poco a poco y, con sus propias manos, deslizando las de sus ayudantes hacia donde su cuerpo necesitaba más sostenimiento.
—Podría decirse —dijo la joven a media voz, cerní del oído de K., mientras avanzaban por el corredor— que pretendo halagar a nuestro encargado de Información; sea lo que fuere, no busco más que decir Iíi verdad: este hombre no tiene el corazón duro; nadie le ha encomendado que acompañe hasta la puerta a los inculpados que se sienten mal; lo hace, sin embargo, con buena voluntad. Es muy posible que ninguno ile nosotros sea de corazón duro, inclusive estaríamos dispuestos a brindar un favor a quien lo necesitara; pero, en calidad de empleados de la justicia, aparentamos a menudo que somos de mal corazón y que no queremos ayudar a nadie. Eso es algo que me hace sufrir mucho.
—¿Quiere usted sentarse un momento aquí? —preguntó el encargado de información.
Se hallaba en pleno corredor, precisamente enfrente del acusado al cual K. se había dirigido apenas llegó. Poco faltó para que K. enrojeciera al no tener más remedio que exhibirse en aquel estado lamentable delante de ese hombre ante el cual se mantuvo tan erguido tan sólo unos momentos antes. Ahora estaba sostenido por dos personas, y el encargado de información hacía girar su sombrero con la yema de los dedos; tenía enmarañado el pelo y se le venía a la frente sudorosa. Sin embargo, de nada de todo eso parecía darse cuenta el acusado; se mantenía de pie, con humildad, ante el encargado de información, que no lo veía siquiera; y no pretendía más que excusar su presencia.
—Sé bien —decía— que hoy no se pueden ocupar de mi asunto. A pesar de todo vine pensando que podría esperar aquí; siendo domingo, dispongo de tiempo y no creo molestar a nadie.
—No es necesario que se excuse tanto —dijo el encargado de información—; esta inquietud lo honra a usted. Claro está que usted ocupa un lugar de más en la sala de espera; puesto que eso no me molesta en absoluto, no quiero abstenerme de ponerlo al corriente de su asunto. Cuando uno ha visto como yo que tantos inculpados se desentienden vergonzosamente de todos sus deberes, se sabe ser comprensivo con las personas como usted. Tome usted asiento.
—¡Eh, eh!, ¿sabe dirigirse al público, verdad? —dijo por lo bajo la joven a K.
K. movió la cabeza en señal afirmativa, pero se sobresaltó al oír que el encargado de información le preguntaba de pronto:
—¿Tal vez quisiera usted sentarse?
—¡Oh, no! —respondió K.—. No quiero terminar de descansar aquí.
Lo había dicho con la máxima decisión posible, pero le hubiera gustado realmente sentarse. Sentía algo así como un mareo. Tenía la sensación de que iba en un barco con mal tiempo; le parecía que el agua impetuosa golpeaba contra los mamparos de madera y asimismo que oía desde el fondo del pasadizo un bramido semejante al de una ola que debiera pasar encima de su cabeza; se hubiese dicho que el pasadizo se bamboleaba y que los inculpados de cada banda subían y bajaban acompasadamente. La tranquilidad del hombre y de la joven que lo acompañaban no podía ser más incomprensibe. La suerte de K. dependía de ellos. Si lo soltaban caería como un plomo. Percibía sus pasos regulares, sin que pudiera marcar el suyo, pues estaba forzado a llevarlo casi a rastras. Al cabo notó que le hablaban, pero no distinguía las palabras; únicamente oía un zumbido que le pareció que llenaba todo el espacio, y que calaba persistentemente una especie de sonido agudo semejante al de una sirena.
—Hablen más alto —balbució, manteniendo la cabeza baja, avergonzado por lo que decía, pues no dudaba que habían hablado fuerte.
Por fin, como si el muro se hubiera quebrado bruscamente, una ráfaga de aire le sopló el rostro y oyó que decían junto a él:
—Se empeña en irse a toda costa, y al decirle que aquí está la salida hay que repetírselo una y otra vez sin que se mueva ni más ni menos que un tronco.
K. se dio cuenta, en aquel momento, que estaba frente a la salida; la joven abrió la puerta. Tuvo la sensación de que recuperaba todas las fuerzas de una vez y, para disfrutar el anticipo de la libertad, se precipitó a bajar el primer escalón, desde donde se despidió del hombre y de la joven, que se mantenían pendientes de él.
—Gracias, muchas gracias —les repetía.
Por varias veces les estrechó la mano hasta que se convenció de que aquellas personas, acostumbradas a la atmósfera de las oficinas, toleraban con dificultad el aire fresco que soplaba en la escalera. A duras penas pudieron contestar; incluso, si él no hubiera cerrado la puerta de inmediato, la joven se hubiese desplomado. Aún permaneció allí un momento. Gracias a un espejo de bolsillo acertó a peinarse; recogió el sombrero en el escalón siguiente, en donde lo debía haber abandonado el encargado de la información, y bajó la escalera con tantos ímpetus que hasta se espantó de su transformación. Su buena salud jamás le había causado una sorpresa semejante. ¿Acaso su cuerpo quería sublevarse y se disponía a desconcertarlo con una nueva índole de molestias, ahora que él sobrellevaba tan bien las del proceso?, ¿sería conveniente, quizá, ir a ver un médico en la próxima ocasión? De todos modos, estaba decidido a emplear los domingos en lo sucesivo.