PRIMER INTERROGATORIO
K. había sido notificado de que el domingo siguiente se llevaría a efecto un breve interrogatorio relativo a su caso. Fue enterado de que, en lo sucesivo, la instrucción habría de ser seguida con regularidad y que las entrevistas se celebrarían, si no todas las semanas, al menos con mucha frecuencia; era necesario, le dijeron, terminar rápidamente el proceso en interés de todo el mundo. No por eso resultarían menos minuciosos los interrogatorios; por el contrario, habrían de serlo al máximo, aun cuando lo bastante cortos, sin embargo, como para evitar un cansancio excesivo: de ahí las razones que condujeron a escoger ese sistema de breves interrogatorios frecuentes. Por lo que respecta al domingo, si ese día resultó el preferido fue para no perjudicar a K. en su trabajo profesional. Era de suponer que él estaba de acuerdo; en todo caso, si prefería otro día, procurarían complacerle en la medida de lo posible, interrogándolo de noche, por ejemplo; si bien este no era un buen sistema, ya que K. no estaría en condiciones de soportar suficientemente la fatiga, de suerte que se atendrían al domingo, si no veía en ello objeción. Naturalmente, estaba obligado a presentarse y era demás insistir en ello. Le fue informado el número de la casa a la cual debía acudir; se trataba de un edificio alejado, que se encontraba en una calle de suburbios, adonde K. nunca había ido.
K. colgó el receptor sin responder nada a la información que le comunicaban. El proceso estaba urdiéndose y había que hacer frente a la situación. Era preciso que ese primer interrogatorio fuese también el último. Pensativo, permanecía allí, cerca del aparato, cuando oyó detrás suyo la voz del subdirector, que deseaba telefonear pero K. le cerraba el camino.
—¿Malas noticias? —preguntó el subdirector, sin ninguna intención de enterarse de algo sino con la de apartar a K. del aparato.
—No, no —dijo K., retirándose, pero sin irse.
El subdirector descolgó el receptor y, sin soltarlo, dijo a K. mientras esperaba la comunicación:
—Una pregunta, señora K.: ¿me complacería viniendo el próximo domingo por la mañana a un paseo en mi velero? Se reunirá mucha gente; sin duda habrá de encontrar amigos. El procurador Hasterer, entre otros. ¿Quiere usted venir? Vamos, diga que sí.
K. procuraba poner atención en lo que le decía el subdirector. Era casi un acontecimiento, ya que esta invitación del subdirector, con el cual nunca se había llevado muy bien, significaba por parte de su jefe un intento de reconciliación, así como el reconocimiento de la importancia del lugar que K. llegaba a tener en el Banco; revelaba el valor que el segundo jefe de la Institución daba a la amistad de K. o, en todo caso, su neutralidad. Aun cuando el subdirector no había hecho esta invitación sino en tanto esperaba que lo comunicaran, sin dejar el receptor, constituía, no obstante, una humillación por parte suya. K. se la hizo sufrir por segunda vez al contestar:
—Se lo agradezco infinitamente, pero ya he comprometido mi mañana del domingo.
—¡Qué lástima! —exclamó el subdirector en tanto que se volvía hacia el teléfono, pues acababa de entablarse la conversación.
La comunicación se prolongó bastante; habiendo permanecido K. distraído y sin alejarse del teléfono, se sobresaltó al advertir que el subdirector colgaba el receptor y, para disculpar algo su presencia inútil, dijo:
—Me acababan de telefonear para ir a cierto lugar, pero han olvidado decirme a qué hora.
—Llame de nuevo —dijo el subdirector.
—¡Oh, no tiene tanta importancia! —dijo K., si bien restaba valor a su precedente excusa.
El subdirector trató aún con él diferentes asuntos mientras se iba. K. se limitaba a responderle, pero su mente estaba en otra parte. Reflexionaba que lo mejor sería presentarse el domingo a las nueve, ya que era esa la hora en que la justicia empezaba a funcionar semanalmente.
El domingo hizo un tiempo gris. K. se sentía muy cansado debido a que pasó la mitad de la noche en el restaurante, con motivo de una fiestecita en torno a la mesa de costumbre, y poco le faltó para olvidarse de la hora. No tuvo casi tiempo de reflexionar y coordinar los distintos proyectos que había elaborado en el curso de la semana; tuvo que vestirse con la máxima rapidez y, sin desayunarse, dirigir sus pasos hacia el suburbio que le había sido indicado. No obstante que casi no tenía tiempo de fijarse en las calles, vio en la ruta, hecho extraño, a Rabensteiner, Kullisch y Kaminer, los tres empleados del Banco que estaban de por medio en su caso. Los dos primeros se cruzaron con él en tranvía; Kaminer se encontraba sentado en la terraza de un café, rodeado de una balaustrada sobre la que se inclinó, con curiosidad, en el momento en que K. pasaba por delante. Los tres le habían seguido con la mirada, asombrados de sorprender a su superior corriendo de tal modo; algo semejante a una jactancia lo había hecho desistir de tomar el tranvía; sentía cierta aversión a utilizar en su caso la ayuda de quienquiera que fuese; no quería recurrir a nadie, a fin de tener la certeza de no mezclar a nadie en el secreto. En fin, no tenía el menor deseo de humillarse ante la comisión investigadora con una puntualidad excesixa; pero, entretanto, se apresuraba para tener la seguridad de que llegaría a las nueve, si bien no había sido citado a una hora exacta.
Se había figurado que reconocería de lejos el edificio, por alguna señal de la que no tenía idea alguna, o por cierta agitación delante de sus puertas. Sin embargo, la calle de San Julio, en donde debía hallarse el edificio y a la entrada de la cual se detuvo un instante, sólo ofrecía de cada lado una larga hilera de elevadas casas, grises y uniformes, enormes caserones de alquiler destinados a gente pobre. En aquella mañana de domingo las ventanas, en su mayor parte, estaban ocupadas por hombres en mangas de camisa apoyados en el borde del pretil y sosteniendo, con prudencia y ternura, niños de brazo. En otras ventanas se amontonaban sábanas, mantas y edredones, por entre los cuales aparecía, una que otra vez, la cabeza desgreñada de una mujer. Unos a otros se llamaban, dirigiéndose bromas, de lado a lado de la calle. Una de aquellas bromas hizo reír mucho a costa de K. a lo largo de las casas, por intervalos regulares, había pequeños puestos de fruta, carne o legumbres, a nivel más bajo del suelo de la calle, siendo necesario bajar algunos peldaños para llegar allí; era un ir y venir de mujeres, y las había conversando, estacionadas en la escalera. Un verdulero ambulante, que pregonaba su mercancía, por poco atropella con su carrito a K. Al mismo tiempo, un gramófono, cuyo primer vigor fue empleado en barrios más lujosos, entonó un himno triunfal.
K. se deslizó despacio por la calle; parecía como si le sobrara tiempo o como si el juez de instrucción le hubiese visto desde alguna ventana y se diera por enterado de su presencia. Eran las nueve pasadas. A lo lejos se veía el edificio: tenía una fachada sumamente larga y una puerta de grandes dimensiones, la cual debía abrirse para el acarreo de las mercaderías de diversos almacenes. Sus puertas permanecían cerradas, y por los nombres que ostentaban, K. fue reconociendo algunas firmas relacionadas con el Banco. Contrariamente a su costumbre, se fijo minuciosamente en esos pormenores, deteniéndose un rato a la entrada del patio. Cerca suyo, un hombre, descalzo, leía el periódico. Dos muchachos se balanceaban en los varales de un carro. Frente a la bomba del agua, una niña delgaducha, vestida con una camisola, se mantenía de pie, observando a K., mientras se llenaba su depósito. En una esquina, entre dos ventanas, tendían ropa en una cuerda, maniobra dirigida desde abajo por un hombre.
Cuando K. avanzaba ya en dirección a la escalera se paró súbitamente, al darse cuenta de que había tres más, aparte un pequeño corredor que sin duda conducía a un segundo patio. Se exasperó al comprobar que no le habían precisado la ubicación de la oficina en la que debía presentarse. Lo habían tratado con un raro descuido o una indiferencia indignante. Tenía la intención de hacerlo destacar, lisa y firmemente. Pese a todo, optó por escalar la primera, poniendo en juego mentalmente aquella expresión del inspector Willem, con respecto a la justicia cuando «es atraída por el delito», de ahí que el recinto que buscaba debía hallarse, seguramente, al final de la escalera escogida al azar por K.
En tanto que subía, hizo enfadar a unos niños que jugaban en un descansillo, los cuales le miraron de mala manera cuando cruzó sus dominios. «Si regreso por acá —se decía— será necesario que les traiga bombones, para así granjearme sus simpatías; o un bastón para azotarlos». Debió esperar a que el tiro en el juego de bolos terminara su curso; dos golfillos, que ya tenían malas trazas de vagabundos adultos, le obligaron a ello, asidos a su pantalón. De haberlos zarandeado les hubiese hecho daño, y temía a sus gritos.
Sus verdaderas pesquisas comenzaron en el primer piso.
Como sea que no podía preguntar por el juez de instrucción, inventó un carpintero de nombre Lanz, nombre que le vino en mente porque era el del sobrino de la señora Grubach, y decidió llamar a todas las puertas preguntando si allí vivía el carpintero Lanz, a fin de tener un pretexto para mirar al interior. Pero pronto se percató de que, a menudo, esto podía lograrse con más facilidad debido a que casi todas las puertas estaban abiertas para permitir la entrada y salida de los niños. El hecho dejaba ver, por lo regular pequeños aposentos con una sola ventana, que servían de cocina y de dormitorio. Mujeres cargando al menor de sus niños, aún de pecho, removían las cazuelas en el fogón valiéndose de la mano libre. Chiquillas cubiertas con un simple delantal realizaban al parecer todos los quehaceres. En algunos cuartos, las camas estaban aún ocupadas, ora por enfermos, ora por dormilones o personas que reposaban enteramente vestidas. Si una puerta estaba cerrada, K. llamaba y preguntaba si el carpintero Lanz vivía allí. Con frecuencia abría una mujer, escuchaba la pregunta y se volvía hacia alguien que, por lo regular, se incorporaba en la cama.
—Hay un señor que pregunta si vive aquí un carpintero Lanz.
—¿Un carpintero Lanz? —solían repetir desde la cama.
—Sí —decía K., si bien el juez de instrucción no estaba allí y sin que tuviera nada más que averiguar.
Muchas personas creían que debía ser de sumo interés para él dar con ese carpintero Lanz; reflexionaban largo rato y terminaban por nombrar a un carpintero, pero que no se llamaba Lanz, y mencionaban un nombre que ofrecía algún remoto parecido con aquel de Lanz; es más, había quienes iban a interrogar al vecino o, también, que conducían a K. hasta la puerta de algunos aposentos, por si acaso pudiera haber allí, a su parecer, alguien que respondiera al nombre que se les decía o alguna persona que supiese informar mejor a K.
Al fin, K. ya no tenía de por sí que preguntar; lo habían hecho ir de un lado a otro. Poco le faltó para arrepentirse del sistema que, en un principio, le pareció tan práctico. Al llegar al quinto piso resolvió renunciar a sus pesquisas; se despidió de un joven obrero que muy gentilmente se empeñaba en conducirlo algo más arriba, y bajó la escalera. No obstante, chasqueado por lo infructuoso de su tentativa, se resolvió después de todo a subir nuevamente y llamar a una puerta del quinto piso. Lo primero que vio en el interior del reducido espacio fue un gran reloj que marcaba ya las diez.
—¿Es esta la casa del carpintero Lanz? —preguntó.
—Pase usted —dijo una mujer joven, de ojos negros, que lavaba en un cubo ropa de niños, indicándole con la mano jabonosa la puerta de la pieza vecina.
K. se imaginó que había puesto los pies en una reunión pública. Una multitud de la más diversa gente llenaba un recinto con dos ventanas, a cuyo alrededor había, a poca distancia del techo, una galería repleta de espectadores, los cuales no podían tenerse sino encorvados, con la cabeza y la espalda topando arriba. Nadie advirtió su entrada.
K., sintiendo el aire cargado, retrocedió y dijo a la joven que indudablemente había entendido mal:
—Pregunté a usted por un tal Lanz, carpintero de oficio.
—Sí, claro —dijo la mujer—; no tiene más que entrar.
Sin duda, K. no lo hubiera hecho de no ser que en aquel momento ella se asió a la manija de la puerta, diciendo:
—Después de entrar, es necesario que cierre; nadie más tiene derecho a entrar.
—Es muy razonable —dijo K.—, pero el espacio está ya demasiado lleno…
No obstante, se introdujo. Entre dos hombres apostados contra la puerta, de los cuales uno hacía, con las dos manos, el ademán de dar dinero, y el otro le miraba a los ojos, surgió una mano que asió a K. Era la de un jovencito de mejillas coloradas.
—Venga, venga —le decía.
K. se dejó conducir. Advirtió que la muchedumbre dejaba un reducido paso, el cual separaba seguramente dos partidos; esto se hacía aún más evidente por cuanto a lo largo de las dos primeras filas, tanto a la derecha como a la izquierda, no vio un rostro siquiera vuelto hacia él, sino sólo las espaldas de la gente que dirigía sus parlamentos y sus gestos a cada mitad de la asamblea. La mayoría, vestía de negro, con grandes levitas de ceremonia que pendían holgadamente de sus cuerpos. K. se sitió confundido precisamente por estas vestimentas; de no ser por ellas, hubiera reafirmado su creencia de que se encontraba en plena reunión política.
En el extremo opuesto de la sala, hacia donde era conducido, se hallaba una mesa, colocada a lo ancho sobre un estrado bajo, repleto de gente al igual que el resto de la sala. Sentado detrás de la mesa, a la orilla del estrado, un hombrecillo grasiento y sofocado hablaba, en medio de una batahola de risas, con un hombre que se hallaba de pie a sus espaldas, las piernas cruzadas y los codos apoyados en el respaldo de la silla de su interlocutor. En ocasiones, levantaba los brazos al aire para hacer burla de alguien. Al joven que conducía a K. se le hacía difícil cumplir con su cometido. Por dos veces intentó anunciar al visitante, estirándose sobre la punta de los pies sin que lograra hacerse ver por el hombrecillo. No fue sino hasta que uno de los individuos del estrado fijó su atención en el muchacho y cuando el hombrecillo se volvió para escuchar lo que aquel le comunicaba al oído, mientras consultaba su reloj y echaba un vistazo a K.
—Hace una hora y cinco minutos que debió usted haberse presentado.
K. iba a responder algo, pero no tuvo tiempo, pues apenas el hombrecillo terminó de hablar se levantó un murmullo general en la mitad derecha de la sala.
—Hace una hora y cinco minutos que debió usted haberse presentado —repitió el hombrecillo, con la voz más alta, lanzando la mirada sobre el público.
El murmullo se intensificó de súbito; después, al enmudecer el hombrecillo fue aplacándose paulatinamente. Ahora el silencio era más profundo que cuando K. había entrado. Tan sólo aquellos que ocupaban la galería hacían notar su presencia. Por lo que podía vislumbrarse en la penumbra, a pesar de] polvo y el humo, se diría que estaban peor vestidos que los de abajo. Varios de entre ellos habían llevado cojines para ponerlos entre el techo y la cabeza, y, así, no golpearse el cráneo.
Habiendo K. decidido observar más que hablar, se abstuvo de disculparse con respecto al supuesto retraso suyo y se concretó a declarar:
—Tarde o temprano, ya estoy aquí.
Los aplausos resonaron una vez más en la mitad derecha de la sala.
«Es fácil ganarse la voluntad de esa gente» pensó K., preocupado únicamente por el silencio de la mitad de la izquierda ante la cual se encontraba y de donde no se alzaron sino algunas aprobaciones aisladas. Para sus adentros, K. se preguntaba qué podría decir para ganarse a todo el mundo de una sola vez o, de no ser posible, captarse siquiera por un tiempo la simpatía de quienes permanecían callados hasta entonces.
—Sí —le respondió el hombrecillo—, pero ahora ya no estoy obligado a escucharlo.
El murmullo comenzó de nuevo; esta vez, se presentaba a equívocas interpretaciones, pues el hombre seguía hablando al mismo tiempo que hacía señas a la gente para que se callara.
El hombrecillo añadió:
—Sin embargo, lo haré hoy, una vez más, excepcionalmente. Y ahora, acérquese.
Alguien brincó al pie del estrado, dejando un espacio libre. K. lo ocupó. Se encontraba pegado contra la orilla de la mesa, y era tanta la presión detrás suyo, que estaba obligado a resistir el embate de la gente so pena de correr el riesgo de voltear la mesa del juez de instrucción y, tal vez, arrastrarlo con ella.
El juez de instrucción, sin embargo, no se intranquilizaba en absoluto; estaba confortablemente sentado en su silla. Después de decir algo al hombre que se encontraba detrás suyo, tomó un registro de escaso tamaño, el único objeto que allí figuraba, el cual parecía más bien un cuaderno escolar deformado de tanto haber sido hojeado.
—Veamos, pues —dijo el juez de instrucción, dando vuelta a las hojas del registro, y dirigiéndose a K. en un tono de verificación—: ¿Es usted pintor de brocha gorda?
—¡No! —respondió K.— Soy apoderado de un gran Banco.
Esta respuesta fue vitoreada por el bando de la derecha, con una risa tan amistosa que K. no pudo menos que hacerle coro. Aquellas personas tenían puestas sus manos en las rodillas y sus cuerpos se sacudían como si fueran presa de un tremendo acceso de tos; el juez de instrucción, hecho una furia, no pudiendo, sin duda, hacer nada frente a los espectadores de abajo, buscó resarcirse con los de galería y los amenazó frunciendo el ceño, con lo cual destacábanse sus cejas, que no se advertían de ordinario, erizadas, negras y terribles en ese momento de arrebato.
La mitad del bando izquierdo de la sala había conservado su calma; las personas se mantenían bien alineadas, de cara hacia el estrado, escuchando sosegadamente tanto la algarabía de arriba como la del otro lado, sin que pusieran resistencia a que algunas de entre ellas salieran de las filas y se mezclaran, una que otra vez, con las del otro bando. Esa gente de la izquierda, menos numerosa, no tenía en el fondo más fuerza que aquella de la derecha, pero, eso sí, la serenidad con que se conducía le daba más autoridad. Cuando K. se lanzó a hablar tenía la seguridad de que esas personas eran de su parecer.
—Señor juez de instrucción, usted me ha preguntado —dijo— si yo soy pintor de brocha gorda, es decir, usted no me ha preguntado nada, usted ha querido asestarme esa suposición como una primera verdad; ello es característico del modo como todo este proceso ha sido llevado en contra mía. Por otra parte, usted puede objetarme que no se trata de un proceso. Siendo así, yo le concedo cien veces la razón; sus procedimientos no configuran una actuación, salvo en el caso de que yo la admita. Es lo que me dispongo a hacer por el momento. Sólo a este precio puede uno decidirse a concederle alguna atención. No digo que tales procedimientos representen un sabotaje a la justicia; pero quisiera haberle suministrado esta expresión a fin de que ella le venga en mente al considerarlos.
K. guardó silencio para observar el efecto en el público. Sus palabras fueron rigurosas, mucho más de lo que hubo planeado, pero se habían mantenido justas. Debieron merecer el aplauso de uno u otro bando; no obstante, todos callaron. Esperaban, evidentemente, la continuación, ávidamente curiosos; tal vez se preparaban en secreto para un estallido unánime que pusiera fin a todo. K. se contrarió también al ver que en aquel momento entraba la joven lavandera, la cual, habiendo indudablemente terminado su trabajo, acudía a tomar parte en el espectáculo, sin que pudiese evitar, pese a todas sus precauciones, que el público volviera por un instante la mirada. En realidad, sólo el juez de instrucción se sintió complacido, pues daba la impresión de estar sumamente interesado en las observaciones de K. Sorprendido por la interpelación en el preciso momento en que él, levantándose, se puso a apostrofar, encarándose con los de galería, había escuchado de pie hasta entonces. Aprovechó, pues, la interrupción para sentarse discretamente, como si hubiera sido necesario impedir que se destacara ese gesto. Luego, para poderse contener, probablemente, volvió a tomar el registro y lo retuvo en la mano.
—Todo esto no sirve para nada —dijo K.— Su registro, señor juez, corrobora en sí mis palabras.
Complacido de oír solamente su serena alocución en el seno de aquella asamblea, tuvo la osadía de apoderarse del cuaderno del juez de instrucción y enarbolarlo, sostenido con la punta de los dedos, por una página del medio, como si le atemorizara tocarlo, de suerte que las hojas quedaron al descubierto, balanceándose de cada lado, con los garabatos a la vista, así como sus manchas y sus señales amarillentas.
—Estos son los documentos del juez de instrucción —dijo K., soltando el registro sobre la mesa—. Continúe examinándolos cuidadosamente, señor juez de instrucción; no recelo de esas hojas acusadoras, aun cuando estén fuera de mi alcance, pues no puedo sino rozarlas con la punta de los dedos.
El juez de instrucción tomó el registro tal como cayó sobre la mesa, procurando arreglarlo un poco, y lo puso al alcance de su vista. Era una señal de profunda humillación; por lo menos no cabía más que interpretarlo así.
La gente de la primera fila tenía el rostro en dirección a K., denotando tal curiosidad que él no pudo menos que entretenerse un instante siquiera en mirarlos. Eran hombres de edad; varios de ellos tenían la barba blanca. Tal vez de aquellos ancianos dependía todo; pudiera ser que ellos lograran influir, mejor que otros, en esta asamblea a la cual la humillación del juez de instrucción no había alcanzado a hacerla salir de la impasibilidad en que se sumió después de los razonamientos de K.
—Lo que me ha ocurrido —prosiguió K., algo más apagado que antes, buscando continuamente ahondar en los rostros de la primera fila, actitud que daba cierta apariencia de distracción a su discurso—… lo que me ha ocurrido no es más que un caso aislado; no tendría, pues, gran importancia, aparte de que no lo tomo a lo trágico, si no reflejara el modo del que se valen para proceder con otros muchos al igual que conmigo. En nombre de ellos es que hablo, y no en el mío.
Había alzado la voz, involuntariamente. Alguien aplaudió, desde algún lugar, con los brazos extendidos, vociferando: «¡Bravo!, y ¿por qué no? ¡Bravo y más bravo!».
Uno que otro anciano de la primera fila deslizó la mano por sus barbas. La exclamación no había hecho volver a ninguno la cabeza. K. no le concedió tampoco ninguna importancia, a esto. Sin embargo, se sintió alentado: ya no consideraba necesario que todo el mundo le aplaudiese; era suficiente con que la mayoría de las personas se sintiera impelida a la reflexión y que él llegara a persuadir, una que otra vez, a alguna.
—No persigo el éxito del orador —dijo, según el hilo secreto de su pensamiento—; no llegaría, por lo demás, a lograrlo. El señor juez de instrucción habla, sin duda, mucho mejor que yo; ello forma parte de sus atribuciones. Deseo, simplemente, presentar al juicio de los asistentes una anomalía que es pública. Escuchen esto: Hace aproximadamente diez días fui detenido. El hecho en sí me divierte; sin embargo, no se trata de eso. Se me sorprendió estando acostado, una mañana muy temprano. Podría ser, y conforme a lo dicho por el juez de instrucción tal vez ello resulte muy posible, podría ser que se hubiera recibido la orden de detener a algún pintor de brocha gorda, tan inocente como yo; pero, de todos modos, a quien eligieron para efectuar la detención fue a mí. La pieza contigua a la mía fue ocupada por guardianes sin urbanidad. De haber sido yo un bandido peligroso no hubieran tomado más precauciones. Estos guardianes eran, por otra parte, individuos carentes de moralidad, que me dieron la lata para dejarse sobornar, para timarme mis trajes y mi ropa interior; me pidieron dinero para ir a buscar, dijeron, algo con qué desayunarme, después de haberse bebido descaradamente mi propio café con leche ante mis ojos. Pero ¡eso no es todo! Fui conducido a presencia del inspector, en una tercera estancia del piso. Era la habitación de una dama por la cual siento gran aprecio, y ha sido necesario que yo viera ese aposento profanado, en cierto modo por mi causa, con la presencia de los guardianes y del inspector. Se hacía difícil conservar la sangre fría. No obstante, lo conseguí y con la máxima serenidad pregunté al inspector, quien de encontrarse aquí estaría obligado a reconocerlo, la causa por la cual me habían detenido. ¿Qué creen ustedes que me respondió aquel inspector, al que me parece ver aún delante de mí, sentado en la silla de aquella dama, como un símbolo de la más estúpida soberbia? Señores, él no respondió nada: tal vez porque, después de todo, él no sabía realmente nada. Me había detenido: era suficiente. ¡Aún hay más! Hizo comparecer en la habitación de esa dama a tres empleados subalternos de mi Banco, los cuales se pasaron el rato en un continuo manoseo de los fotos de ella, desordenándolas. El hecho de disponer que comparecieran estos tres empleados obedecía, naturalmente, a otro fin: destinarlos, de igual modo que a mi patrona y su sirvienta, a divulgar la noticia de mi detención, perjudicando así mi prestigio y comprometiendo mi puesto en el Banco. Nada de eso ha prosperado en lo más mínimo. Mi propia patrona, dama muy sencilla (deseo nombrarla aquí con el propósito de rendirle homenaje, su nombre es Grubach), la propia señora Grubach ha sido razonable al admitir que semejante detención no tiene mayor importancia que la de un atraco ejecutado en la calle por individuos mal controlados. Todo eso no me ha causado lo repito, más que sinsabores pasajeros; pero, acaso, ¿no hubiesen podido ser peores las consecuencias?
Al detenerse para lanzar una mirada al juez de instrucción, K. se dio cuenta que este hacía guiños a alguien entre el gentío. Entonces, sonrió y dijo:
—El señor juez de instrucción está transmitiendo a alguno de ustedes una señal secreta. Hay, pues, entre ustedes personas a las que ce dirige desde aquí. Ignoro si esta señal ha de promover, por parte de ustedes, silbidos o aplausos. Al revelar prematuramente el hecho, de manera voluntaria renuncio a enterarme de su significado. Me es del todo indiferente, y otorgo al señor juez de instrucción plenos poderes para dar órdenes en voz alta a sus empleados asalariados, en vez de valerse de señales secretas. No tiene más que decirles francamente: «¡Hay que silbar!», o bien «¡hay que aplaudir!».
El juez de instrucción, impaciente y contrariado, se movía en su asiento. El hombre que estaba detrás suyo y con el cual había hablado antes se inclinó una vez más hacia él, ya sea para alentarlo de manera general, ya para darle un consejo en particular. Abajo, la gente comentaba en voz queda, si bien con vivacidad. Los dos partidos, que habían dado la impresión de ser opiniones tan opuestas, se reunieron. Había quienes, con el dedo, señalaban a K„ y quiénes al juez.
Los efluvios de la concurrencia formaban un vapor molesto que impedía, inclusive, ver con nitidez a las personas que ese encontraban al fondo, incomodando sin duda a los espectadores de galería, los cuales, para mantenerse al corriente, precisaban preguntar a los de abajo, lo que sólo hacían sotto voce después de haber lanzado una mirada impaciente al juez de instrucción. Las respuestas iban también en voz lo más baja posible detrás de la mano que el interrogado ponía a guisa de pantalla sobre la boca.
—Voy a terminar —dijo K. golpeando la mesa con es puño, pues no había campanilla.
La cabeza del juez de instrucción y la de su consejero se separaron simultáneamente, con el sobresalto de su sorpresa.
——Este asunto no es de mi incumbencia: asi pues. Lo juzgo con sangre fría y, ante el supuesto de que usted conceda alguna importancia a este pretendido tribunal, sería muy provechoso para usted escucharme. Le ruego pues, dejar para más tarde sus reflexiones acerca de mis propósitos, ya que sólo dispongo de poco tiempo y voy a irme pronto.
De inmediato se hizo el silencio, hasta tal punto era K. dueño de la asamblea. Ya no se vociferaba como al principio, tampoco se plaudía, y se diría que los asistentes estaban convencidos o en vía de estarlo.
——No lo dudemos, señores —prosiguió K., bajito, pues estaba feliz de gozar de la atención apasionada de la asamblea, en cuya calma se producía una especie de zumbido más excitante que los más ruidosos bravos—; no lo dudemos, señores, detrás de las manifestaciones de esta justicia, detrás de mi detención, en consecuencia, para hablar de mí, y detrás del interrogatorio al que se me ha sometido hoy, se encuentra una gran organización; una organización que no sólo ocupa a inspectores venales, a funcionarios y jueces de instrucción estúpidos, sino que hasta mantiene jueces de alta categoría, con su imprescindible y numeroso séquito de lacayos, escribientes, gendarmes y demás auxiliares, tal vez hasta verdugos, y no retrocedo ante la palabra. Y ahora, señores, ¿cuál es el sentido de esta gran organización? Es efectuar la detención de inocentes y entablar procesos sin razón y, la mayor parte de las veces, como en mi caso, sin ningún resultado. ¿Cómo, en medio de lo absurdo del conjunto de un sistema tal, no habría de manifestarse la venalidad de los funcionarios?
Tras una pausa, K. continuó:
—Es imposible, señores, que no se ponga de manifiesto con toda claridad. El más grande juez no podría ahogarla ¡ni para sí! ¡Por eso los guardianes tratan de robar los efectos personales a espaldas de los acusados; por eso los inspectores se introducen en casa de los ciudadanos; por eso hay inocentes que se ven deshonrados ante asambleas enteras, en vez de que se les interrogue normalmente! Los guardianes sólo me han hablado de depósitos en los cuales se ponen las pertenencias de los acusados; ¡me gustaría ver esos depósitos en los que un haber penosamente amasado se estanca sin fruto, en espera de ser robado por funcionarios criminales!
K. hubo de callarse a causa de un chillido procedente del fondo de la sala; llevó su mano hacia los ojos, a modo de visera, para ver con más facilidad, ya que la débil luz del día daba un tono blanquecino a los vapores de la sala y cegaba cuando se quería distinguir algo. El grito salió del lado de la lavandera, en la cual K. había ya presentido un grave elemento de perturbación. ¿Sería ella la culpable en esta ocasión? …Resultaba difícil darse cuenta. K. veía únicamente que un hombre estaba con ella en un rincón cerca de la puerta y la oprimía contra su cuerpo. Pero quien daba aquellas grandes voces no era ella, sino el hombre, el cual tenía la boca muy abierta y miraba al techo.
En torno a los actores de aquella escena se había formado un pequeño círculo y la gente de galería se mostraba encantada con esa diversión que venía a interrumpir la seriedad introducida por K. en la asamblea. K., a la primera impresión, quiso ir de inmediato a restablecer el orden, pensando antes que nada que todo el mundo tendría empeño en apoyarlo y, por lo menos, echar de la sala a la pareja; sin embargo, ya en las primeras filas se topó con personas que no se movían, y que no sólo le entorpecían el paso, sino que se lo impedían rotundamente y una mano, sin que le diera tiempo de volverse, lo sujetó por el cuello. K. dejó de pensar en la pareja; le pareció que se trataba de atentar contra su libertad y que su detención se volvía verdaderamente seria, por lo que pegó un salto al pie del estrado. Se encontraba ahora, cara a cara con la multitud. ¿Había juzgado mal a aquellas personas?, ¿había confiado demasiado en su discurso?, ¿era tanto lo que se había disimulado mientras él habló y, ahora que se trataba de actuar, caían las máscaras? ¡Qué rostros alrededor suyo! Diminutos ojos negros se movían en la penumbra; mejillas que colgaban como verdaderas mejillas de ebrios; luengas barbas hirsutas y ralas, que cuando pasaban las manos por ellas era como si arañasen el vacío con los dedos; pero, por debajo de las barbas… este era el verdadero descubrimiento de K.: en los cuellos de las camisas de esa gente resplandecían insignias de diferentes tamaños y colores. Por lo visto, todos ellos llevaban esa clase de insignias, todos pertenecían al mismo clan, tanto los de la derecha como aquellos de la izquierda, y, al volverse, súbitamente, K. también vio idénticas insignias en el cuello del juez de instrucción que, con sus manos cruzadas sobre el vientre, contemplaba tranquilamente el espectáculo.
—¡Ah, claro! —exclamó K., extendiendo los brazos hacia lo alto, como si este repentino descubrimiento le exigiera más espacio para explayarse—; todos ustedes, por lo que veo, son funcionarios de la justicia, forman esa cuadrilla de vendidos a la cual me refería y se han reunido aquí para escuchar y asechar; han simulado estar constituidos en dos partidos para engañarme. Si aplaudían era para tantearme; querían saber cómo arreglárselas para inducir a un inocente a la tentación. ¡Pues bien!, no merecía la pena. Ya sea que se hayan divertido al ver que alguien esperaba de ustedes la defensa de la inocencia, ya sea que… ¡suélteme o lo golpeo! —dijo, casi gritando, a un anciano tembloroso que se había acercado demasiado a él— ya sea que ustedes hayan aprendido vedaderamente algo, los felicito por su bello oficio.
Con suma rapidez tomó su sombrero del borde de la mesa y se precipitó hacia la salida, en medio de un silencio general, del que sólo cabía la explicación de haberse producido ante la más cabal sorpresa. Pero la evidencia demostró que el juez de instrucción reaccionó con mayor rapidez que él, puesto que estaba esperándolo frente a la puerta.
—Un momento —le dijo.
K. se paralizó, si bien no miró al juez; sólo le interesaba alcanzar la puerta, de cuya manecilla ya se había asido.
—Deseo, sencillamente —dijo el juez—, hacer resaltar que hoy usted sólo ha frustrado, sin darse cuenta al parecer, la ventaja que un interrogatorio representa siempre para el acusado.
K. soltó la risa, sin dejar de mirar la puerta:
—¡Haraganes, esto es lo que son! —exclamó K.—. ¡Quédense con sus interrogatorios!, ¡se los regalo!
Después abrió y, a todo correr, bajó la escalera. Detrás suyo oyó que iba en aumento el murmullo de la asamblea, reanimada para discutir, sin duda, los acontecimientos como en un aula en la que se comenta un texto.