EL ARRESTO DE K.- CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA GRUBACH; MAS TARDE, CON LA SEÑORITA BÜRSTNER
Seguramente habían calumniado a Joseph K., pues, sin que nada malo hubiera hecho, fue detenido una mañana. La cocinera de su patrona, señora Grubach, que todos los días a las ocho le llevaba el desayuno, no se presentó aquella mañana. Nunca había ocurrido eso. K. aguardó todavía un cato; recostado, desde la almohada fijó su atención en la anciana que vivía enfrente de su casa y que lo observaba con una curiosidad nada habitual; después, sorprendido y a un tiempo hambriento, hizo sonar la campanilla. En ese instante llamaron a la puerta y entró en el dormitorio un hombre al que nunca había visto en la casa. Era un personaje esbelto, de constitución robusta; llevaba un traje negro, ajustado al cuerpo, con cinturón y con acopio de toda clase de pliegues, bolsillos, hebillas y botones, todo lo cual daba a su vestimenta una apariencia particularmente práctica, sin que se pudiese comprender con exactitud, sin embargo, para qué serviría todo aquello.
—¿Quién es usted? —preguntó K., incorporándose en su cama.
El hombre hizo caso omiso de la pregunta, como si fuese completamente natural que se le utilizase al venir, y se contentó con preguntar por su lado:
—¿Ha llamado usted?
—Anna debe traerme el desayuno —dijo K., tanteando con disimulo, para ver quién podía ser aquel hombre. El otro no se detuvo a dejarse observar, sino que volvió hacia la puerta para decir a alguien que parecía encontrarse justo detrás;
—¡Quiere que Anna le traiga el desayuno!
En la pieza vecina dejaron oír una leve risa. De acuerdo con el ruido, podía presumirse que estaban allí varias personas. Aunque el extraño no hubiera podido interpretar por esa risa lo que no sabía de antemano, dijo a K. en tono de orden:
—No es posible.
—¡Qué raro! —exclamó K., abandonando la cama para ponerse el pantalón—. Vamos a ver qué clase de gente es la que está en la pieza de al lado y cómo me explicará la señora Grubach el haber tolerado que se me venga a importunar de esta manera.
De inmediato pensó que no debió haber dicho aquello en voz alta, porque al hacerlo daba la impresión de reconocer, en cierto modo, el derecho del extraño a fiscalizarlo, pero no le dio más importancia por el momento. El otro, sin embargo, no podía dejar de entenderlo; así pues, le dijo:
—¿No preferiría quedarse aquí?
—No, no quiero quedarme aquí ni que usted me dirija la palabra sin antes haberse presentado.
—Lo hacía con buena intención —dijo el extraño, y abrió la puerta espontáneamente.
La habitación contigua, en la que K. entró no con tanta rapidez como hubiese querido, presentaba por lo pronto el mismo aspecto que el día anterior. Se trataba del salón de la señora Grubach. Tal vez ahora, colmado de los mismos muebles, alfombras, encajes, porcelanas y fotografías, daba la sensación de que gozaba de algo más de espacio, pero uno no lo advertía al entrar; mucho menos debido a que la más notoria diferencia consistía en que, junto a la ventana abierta, había un hombre hojeando un libro, del cual levantó la mirada al notar la presencia de Joseph K.
—Debió usted haberse quedado en su habitación. Y, pues, ¿no se lo ha dicho Franz?
—Dígame, quisiera saber claramente qué desean ustedes —dijo K., desviando la vista puesta en el recién conocido, para mirar, hacia la entrada, al que acababa de nombrar Franz, y volver a mirar, luego en dirección al otro.
Por la ventana abierta se alcanzaba a ver a la anciana que permanecía instalada en la suya, justo enfrente, con verdadera curiosidad senil, dispuesta a no perderse nada de lo que iba a suceder.
—A pesar de todo es necesario que venga la señora Grubach —añadió K., e hizo un movimiento para esquivar a los dos hombres que, sin embargo, se encontraban lejos de él, e intentó seguir adelante
—No —dijo el que estaba junto a la ventana, mientras que tiraba el libro sobre una mesita y se ponía de pie—; no le asiste el derecho de salir: está detenido.
—Todo me dice que así es —dijo K., y añadió enseguida—, y ¿por qué?
—No estamos aquí para decírselo. Regrese a su habitación y espere. El proceso ya está en curso; usted se enterará de todo en su oportunidad. Estoy excediéndome en mis funciones al hablarle con tantos miramientos. Espero que nadie me haya oído a excepción de Franz, que también trata a usted con cierta amistad, transgrediendo todas las reglas. Si continúa usted teniendo en lo sucesivo tanta suerte como con sus guardianes puede abrigar buenas esperanzas.
K. deseaba sentarse, pero se dio cuenta de que en toda la habitación no había otro asiento, excepto aquella silla colocada junto a la ventana.
—Ya comprobará usted más tarde que todo cuanto le decimos es la pura verdad —dijo Franz, al tiempo que avanzaba hacia él seguido de su compañero.
K. se sintió muy sorprendido, especialmente por la actitud de este último, el cual le dio varias palmaditas en la espalda. Los dos observaron su camisa de noche, declarando que haría bien en ponerse otra más corriente, pero que ellos habrían de velar con sumo cuidado acerca de aquella camisa así como de la demás ropa interior, devolviéndosela si su caso terminaba bien.
—Vale más —le dijeron— que nos confíe sus efectos a fin de guardárselos, pues en el depósito a menudo se cometen fraudes y, aparte de eso, venden todo después de un plazo determinado, sin que nadie se preocupe de si el proceso terminó. Así es pues; no se sabe nunca lo que pueden durar casos de esta índole, sobre todo en estos últimos tiempos. En resumidas cuentas, en el depósito le reintegrarían el dinero obtenido por la venta, que no sería mucho ya que no es el monto de la oferta lo que decide; sino que está de por medio la gratificación; y, luego, la experiencia demuestra ampliamente que, con los años, dichas sumas se reducen siempre al pasar de una a otra mano.
K. prestó poca atención a esas razones; no daba mucha importancia al derecho que aún podía tener sobre su ropa interior. Para él era de más urgencia esclarecer su situación; pero, delante de aquellos individuos, no se sentía capaz ni siquiera de reflexionar. El vientre del segundo agente —indudablemente, no podían ser sino agentes— se apretaba cada vez con más familiaridad contra él; sin embargo, cuando levantaba los ojos hacia ese hombre descubría una cabeza enjuta y huesuda, con una nariz al frente, grande y torcida que no concordaba con ese cuerpo grueso, sino más bien con la figura del otro agente. ¿Qué clase de hombres eran estos?, ¿de qué hablaban?, ¿a qué sección pertenecían? Con todo, ¡K. vivía en un Estado constitucional! La paz reinaba en todas partes. Se respetaba las leyes. ¿Quién osaba caerle encima en su propia casa? Siempre solía aceptar todo de la mejor manera posible, nunca prejuzgaba lo peor, ni tomaba precauciones para lo futuro, incluso cuando todo se tornaba amenazante. Tal actitud no le parecía razonable en este caso; sin duda se trataba de una broma, una broma burda, que intencionalmente había sido organizada por sus colegas del Banco, por razones que él ignoraba; pudiera ser porque en esa fecha cumplía treinta años de nacido. Era posible, evidentemente. Quizá no tendría más que estallar de risa para que sus presuntos guardianes también lo hicieran; quizás estos célebres guardianes no eran otros que los comisionistas de la esquina; de todos modos, se les parecían. Y, sin embargo, a partir del momento en que vio a Franz, decidió no ceder en la más mínima ventaja que pudiese tener sobre esa gente. Si luego se llegaba a decir que no había entendido la broma, qué más daba, no veía en ello ningún riesgo; sin ser una de esas personas que siempre sacan partido de la experiencia, recordaba algunos casos en los que, habiéndose comportado de manera imprudente, a diferencia de sus amigos, y sin preocuparse de las posibles consecuencias, se había visto castigado por los acontecimientos. Eso no se repetiría, por lo menos en esta ocasión. Si se trataba de una comedia, él también iba a representarla.
Por ahora, aún estaba libre.
—Permítanme —dijo, deslizándose entre sus guardianes, y entró rápidamente en su aposento.
—Parece razonable —oyó que decían detrás suyo.
En cuanto estuvo en su habitación, abrió con muchos bríos los cajones de su escritorio; todo se hallaba en perfecto orden; mas, la alteración le impedía dar con los documentos personales que buscaba. Al fin encontró su licencia de ciclista. Se preparaba a presentarla al agente cuando cambió de parecer por considerarla insuficiente; siguió buscando hasta que atinó con su partida de nacimiento. Al regresar a la habitación contigua, precisamente, se abrió la puerta de enfrente, por la que se disponía a entrar la señora Grubach, a la que sólo pudo ver un instante, pues, en cuanto ella lo hubo reconocido, se excusó, notoriamente turbada, y desapareció cerrando tras sí la puerta con las mayores precauciones.
—Pase usted… —fue todo lo que K. alcanzó a decirle.
Sin apartar la vista de la puerta, que ya no volvió a abrirse, K. permanecía inmóvil en medio de la habitación, con sus papeles en la mano. La voz de los guardianes, llamándole, lo hizo sobresaltar. Se hallaban, ahora, sentados a una mesa junto a la ventana, dispuestos a tomarse el desayuno que le pertenecía.
—Ella, ¿por qué no ha entrado? —preguntó K.
—No tiene el derecho —dijo el más corpulento de los agentes—. Ya sabe usted que está detenido.
—Luego, ¿por qué habría de estar detenido?, y, para colmo, ¿de esta manera?
—¡Toma! Ya vuelve usted a empezar —dijo el inspector, introduciendo un panecillo en el jarrito de la miel—. No hemos de responder a tales preguntas.
—Ya se verá si no están obligados a responder a ellas —replicó K.— Aquí están mis documentos de identidad; ahora, muéstrenme los suyos, en especial la orden de detención.
—¡Oh, Dios; oh, Dios! —exclamó el agente—. ¡Cómo es de testarudo para entrar en razón! Se diría que se empeña en irritarnos inútilmente, sí, a nosotros, que sin duda ahora somos quienes más le quieren bien.
—Ya que se le dice… —trató de explicar Franz, y en vez de llevarse a los labios la taza de café que sostenía en la mano, lanzó una larga mirada hacia K., tal vez muy significativa, pero en absoluto comprensible para él.
A ello siguió un prolongado diálogo de miradas, pese a lo cual K. se decidió a exhibir sus papeles, diciendo:
—Aquí tienen mis documentos de identidad.
—¿Qué quiere usted que hagamos de ellos? —dijo, alzando la voz, el agente corpulento—. Se comporta usted peor que un niño. ¿Qué es lo que quiere?, ¿se imagina que ha de acelerar el curso de este dichoso proceso discutiendo con nosotros, sus guardianes, acerca de su orden de detención y de sus papeles de identidad? Únicamente somos empleados subalternos; casi nada entendemos de papeles de identidad y no tenemos nada más que hacer sino permanecer en guardia junto a usted las diez horas del día y, luego, percibir nuestro sueldo. Es todo; sin embargo, ello no es obstáculo para saber que las autoridades que nos utilizan se informan con mucha minuciosidad sobre las causas de la detención antes de extender la orden. Ahí no se encierra ningún error. Las autoridades, a las cuales representamos y a las que aún no conozco más que en los grados inferiores, no son de aquellas que van tras los delitos de las masas, pero sí de la que, conforme la ley lo dice, son «atraídas», puestas en obra, por el delito; entonces es cuando nos envían, en calidad de guardianes. He ahí la ley. ¿Hay en ello error?
—No conozco en absoluto esa ley —dijo K.
—Le pesará —afirmó el agente.
—No hay duda de que esa ley sólo existe en la mente de ustedes —respondió K.
Se empeñaba en descubrir la manera de sondear el pensamiento de sus guardianes e inclinarlo a su favor o manejarlo por completo.
El guardián se escapó por la tangente, conminando:
—Cuando vea de cerca esta ley sentirá su rigor…
Franz se inmiscuyó:
—Lo ves, Willem —dijo—: Acepta que ignora la ley y, a un tiempo, asegura que él no tiene culpa.
—Tienes toda la razón; no hay nada qué hacer para que comprenda —dijo el otro.
K. no respondió. Pensaba: «¿Me dejaré inquietar por las habladurías de estos subalternos, ya que ellos mismos reconocen que no son más que eso? En todo caso, hablan de temas que desconocen enteramente. Su seguridad no tiene otra explicación que su estupidez. Un cambio de palabras con un representante de la ley, de una categoría semejante a la mía, será suficiente para esclarecer la situación, mucho más que si escucho los interminables discursos de esta pobre gente».
En pocos momentos paseó por el espacio disponible de la pieza, y vio a la anciana de enfrente, que había atraído hasta la ventana a un hombre, todavía más viejo que ella, al cual sostenía asido por la cintura.
K. sintió que era ya necesario poner fin a esa farsa; y dijo:
—Condúzcanme a su superior.
—Cuando él lo solicite; antes, no —contestó el agente, al cual el otro había nombrado Willem—. Y le aconsejo, ahora —añadió—, regresar a su habitación y esperar allí, tranquilamente, lo que decidan hacer con usted. No se deje consumir, atormentándose inútilmente; tómelo como una sugerencia; conserve más bien sus energías, porque necesitará mucho de ellas. No nos ha dado usted el trato que merecía nuestra presencia; olvidó que, no importa quiénes seamos, al menos ahora somos representantes de los hombres libres, y no es tan despreciable esta superioridad nuestra. A pesar de todo, estamos prontos, si es que usted tiene dinero, a ordenar que le traigan un desayuno del café de enfrente.
K. no respondió al ofrecimiento. Por unos instantes permaneció inmóvil, en silencio. ¿Y si intentase abrir la puerta de la pieza de al lado o la del vestíbulo?, ¿acaso se lo impedirían los guardianes?, ¿valdría más, tal vez, empeorar todo al máximo? Eso pudiera ser la piedra angular del caso. Pero, de hacerlo, tal vez los agentes se le echasen encima, y entonces la superioridad que de alguna manera conservaba sobre ellos podría irse a pique. Así pues, prefirió esperar la solución menos incierta, en la que desembocaría el curso natural de los acontecimientos. Regresó entonces a su habitación, sin pronunciar una sola palabra más.
Tendióse a lo largo de la cama y tomó del tocador una apetitosa manzana que había dejado allí la víspera, para la hora del desayuno. Era lo único que le quedaba; al primer mordisco que le hubo dado, se convenció de que era preferible a la pócima que aquellos agentes, como de favor, pudieran hacerle traer de cualquier asqueroso cafetucho noctámbulo. Se sentía bien dispuesto y confiado. Esta mañana fallaría, claro está, en su Banco; pero, dado el puesto relativamente elevado que ocupaba era seguro que le excusarían sin dificultad. ¿Debería apoyarse en la verdadera causa? Así pensaba hacerlo. Si no quisieran creerle, lo cual sería muy natural, tomaría como testigo a la señora Grubach o bien a los dos ancianos que estaban apostados en la ventana que daba frente a su habitación.
A K. le sorprendió mucho que, dada la posición de sus guardianes, lo hubieran despachado y lo dejasen solo en su cuarto, donde tanta facilidad tenía para suicidarse. Pero, al mismo tiempo, se preguntaba si, desde su propio ángulo de visión le asistía alguna razón para hacerlo. En absoluto podía ser así por el sólo hecho de que dos desconocidos estuvieran consumiendo su desayuno en la pieza vecina. Si matarse resultaba insensato, hubiera considerado igualmente estúpido intentarlo siquiera, tanto que jamás se hubiese decidido. De no ser sus guardianes personas tan notoriamente cortas de alcances, bien habría podido suponerse que, por esa misma razón, ellos no veían ningún riesgo al dejarlo solo. Podían observarlo, si así lo deseaban. Lo verían ir en busca de una botella de aguardiente añejo, que guardaba en lo más recóndito del armario de pared; asimismo, servirse un vaso para suplir el desayuno, y otro más para infundirse valor; pero sólo en previsión del improbable caso de que requiera de ese valor.
En ese preciso instante, al oírse llamar desde la habitación vecina, se sobresaltó de tal manera que el vaso chocó contra sus dientes.
—El inspector lo llama —oyó que le decían.
Si se atemorizó tanto fue sólo por el grito, ese grito breve, seco, como una orden militar, del cual nunca hubiera creído que fuese capaz el agente Franz. Por lo que respecta a la orden en sí, le complació mucho.
—¡Por fin! —exclamó, con tono de alivio, cerrando rápidamente con llave la pequeña alacena y apresurándose a entrar en la pieza vecina. Allí se encontraban los dos agentes, los mismos que lo volvieron a despachar de inmediato a su habitación, como si fuese muy natural.
—Pero ¡qué ideas! —decían a voz en cuello—. ¿Pretende presentarse en camisa ante el inspector? Le daría a usted una paliza y a nosotros otra por lo mismo.
—¡Al diablo!, ¡déjenme tranquilo! —exclamó K. dirigiéndose de nuevo a su armario—; ¡cuando se me viene a sorprender estando en la cama, nadie puede esperar encontrarme en traje de baile!
—Ahí, sí, nada podemos hacer —dijeron aquellos agentes, los cuales se entristecían cada vez que K. levantaba la voz, en tanto que él quedaba confundido o entraba en razón.
—¡Ridículas ceremonias! —murmuró entre dientes.
Sin embargo, ya había cogido una chaqueta del respaldo de una silla, y la mantuvo un momento suspendida sometiéndola al juicio de los guardianes. Estos desaprobaron, moviendo la cabeza.
—Es necesario un traje negro —dijeron.
Al oír eso, K. tiró al suelo la chaqueta y, a lo tonto, dije:
—¡Vaya!, ¡tampoco es el gran debate!
Los inspectores, a pesar de ponerse a sonreír, sostuvieron:
—Es necesario un traje negro.
—Si eso ha de servir para acelerar los acontecimientos, acepto —declaró K., poniéndose a buscar en el armario, por largo rato, entre sus numerosos trajes.
Eligió uno negro: el mejor de todos: un chaqué cuyo excelente corte había sido sensacional para sus conocidos; asimismo, escogió una impecable camisa, y comenzó a vestirse cuidadosamente. Para sus adentros, se decía que al propiciar el olvido de los agentes a obligarle a tomar un baño, había acelerado la marcha. Los observó, para ver si no iban ya a recordarle que era menester hacerlo; pero, por supuesto, a esa gente no se le podía ocurrir aquello; en cambio, a Willem no se le pasó por alto el enviar a Franz donde el inspector para anunciarle que K. se vestía.
Cuando estuvo del todo vestido, hubo de cruzar la pieza vecina seguido de cerca por Willem. La puerta se encontraba abierta de par en par. Dicha habitación estaba ocupada, K. lo sabía, por la señorita Bürstner, taquimecanógrafa, la cual se marchaba muy temprano a su trabajo para no regresar sino hasta muy tarde. K. sólo había intercambiado con ella algunas palabras de saludo al pasar. La mesita de noche, que habitualmente figuraba junto a la cama, había sido empujada hasta el centro de la habitación, para que sirviera de escritorio al inspector, quien se mantenía sentado detrás de ella. Había cruzado las piernas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla.
En un ángulo de la habitación, tres jóvenes miraban fotografías de la señorita Bürstner, sujetas a una esterilla colgada de la pared. De la manija de la ventana abierta pendía una blusa blanca. Enfrente, los dos ancianos habían acudido a observar; permanecían inclinados en el pretil, pero su grupo había aumentado, pues detrás de ellos se encontraba ahora un hombre que les llevaba medio cuerpo de altura, con la camisa abierta, dejando ver el pecho, y que retorcía su rojizo bigote.
—¡Joseph K.! —llamó el inspector, seguramente con la simple intención de atraer hacia él la mirada entretenida del inculpado.
K. hizo una inclinación de cabeza.
—¿Está usted, sin duda, sorprendido por los acontecimientos de esta mañana? —interrogó el inspector, cambiando de lugar con ambas manos algunos de los objetos que estaban en la mesita de noche, esto es: una veía, una caja de cerillas, un libro y un costurero, como si fueran objetos de los cuales tuviera necesidad para el debate.
—Indudablemente —afirmó K., alegrándose de estar ante un hombre razonable y de poder tratar su asunto con él—; sorprendido sin duda, pero no diría que muy sorprendido.
—¿No muy sorprendido? —preguntó el inspector, desplazando la vela al centro de la mesita y juntando las demás cosas en derredor.
—Usted se confunde en lo tocante al sentido de mis palabras —se apresuró K. a explicar—. Quiero decir… —pero aquí se detuvo para buscar dónde sentarse—. ¿Me puedo sentar, verdad? —preguntó.
—No es la costumbre —contestó el inspector.
—Quiero decir —repitió K., ya sin interrumpirse— que, a pesar de estar sorprendido, como sea que desde hace treinta años voy por el mundo, habiendo tenido que abrirme camino yo solo, estoy algo inmunizado contra las sorpresas, y ya no las tomo a lo trágico, especialmente la de hoy.
—¿Por qué especialmente la de hoy?
—No quiero decir que considero este embrollo como una broma; creo que todo el aparato desplegado es demasiado importante para ello. Si se tratase de una farsa, sería necesario que cuantos habitan en esta pensión estuviesen comprometidos en ella, incluso usted. Eso iría más allá de los límites de una broma. Así pues, no quiero decir que lo sea.
—¡Exactamente! —dijo el inspector, mientras contaba las cerillas de la caja.
—Pero, por otra parte —continuó K., dirigiéndose a todos los que allí estaban inclusive le hubiera gustado mucho que los tres apasionados por la fotografía se volvieran hacia él para escuchar también, por otra parte, el caso no ha de ser de gran importancia—. Lo deduzco por el hecho de que soy el acusado, sin que llegue a encontrar la menor falta que me pueda ser reprochada. Pero eso es secundario. La cuestión principal es saber por quién estoy acusado, cuál es la autoridad que encabeza el proceso, si son ustedes funcionarios. Ninguno de ustedes va de uniforme, como no sea que pretendan llamar uniforme a esta vestimenta… —dijo, señalando la de Franz— que más bien es un simple vestido de viaje. Estos son los puntos que le ruego aclararme. Estoy convencido de que, tan pronto me haya dado la explicación, podremos despedirnos del modo más amistoso.
El inspector dejó la caja de cerillas sobre la mesa y dijo:
—Está usted en un grave error. Estos señores que están aquí y yo únicamente jugamos un papel muy secundario en su asunto. Es muy poco o casi nada lo que sabemos de él. Podríamos usar el uniforme lo más correctamente posible y su asunto no cambiaría ni un ápice. No puedo decir, tampoco, que esté usted acusado: o, más bien, ignoro si lo está. Que está usted detenido es exacto, y no sé nada más. Si los guardianes le han dicho algo diferente, no fue más que palabrería. Ahora bien, si no contesto a sus preguntas, puedo, pese a todo, aconsejarle que piense un poco menos en nosotros y se cuide más de usted. Y, luego, menos monsergas sobre su inocencia, ello estropea la impresión, más bien buena, que da por otro lado. Sea más cauto en sus expresiones; si usted se hubiera limitado a unas cuantas palabras, habría sido suficiente para dar a entender casi todo lo que nos ha contado hace un rato… y que, por lo demás, no le favorece en absoluto.
K. miró al inspector con los ojos muy abiertos. Este hombre, que podía ser su hermano menor, le daba lecciones como a un colegial. ¿Se le castigaba con una reprimenda por su sinceridad? Y no se le enteraba de nada, ni del motivo ni de la autoridad que determinó su detención.
Encolerizado, se puso a dar pasos de un lado a otro con impaciencia, sin que nadie se lo impidiese; se arregló los puños de la camisa, deslizó su mano por la pechera, alisó sus cabellos y, al pasar ante los tres señores, dijo: «esto no tienen ningún sentido», lo cual les hizo volver la cabeza, incitándolos, por su parte, a una mirada plena de deferencia pero también de seriedad. Acabó por detenerse delante de la mesa del inspector.
—El señor Hasterer, el fiscal, es un buen amigo mío —dijo—. ¿Puedo llamarlo por teléfono?
—Naturalmente —dijo el inspector—; pero no veo a qué viene eso, a no ser que quiera usted tratar algún asunto particular.
—¿A qué viene? —prorrumpió K., más desorientado que iracundo—. ¿Quién es usted? Usted quisiera que mi conversación telefónica concordara con algo, y usted actúa sin ton ni son. ¿No es para quedar atónito? Para empezar, me caen encima, forman un círculo alrededor mío y me hacen hacer piruetas. ¿A qué viene hablar por teléfono a un fiscal, cuando se presume que estoy detenido? Está bien; no le llamaré por teléfono.
—Sí, sí —dijo—, el fiscal, —señalando, con la mano tendida, hacia el vestíbulo donde se encontraba el aparato telefónico—; llame, llame, por favor.
—No, ya no lo deseo —declaró K., encaminándose hacia la ventana.
Del otro lado, los tres curiosos permanecían en su ventana; no daban la impresión de estar azorados en su contemplación hasta que K. se acercó a mirarlos. Los dos ancianos querían irse, pero el hombre que se mantenía detrás suyo los contuvo.
—¡Tenemos ilustres espectadores! —vociferó K., volviéndose de cara al inspector y señalándolos con el índice—. ¡Largo de ahí! —dijo, con la voz sumamente alterada.
De inmediato retrocedieron unos pasos; incluso, los dos ancianos fueron a esconderse, detrás del hombre alto, el cual los cubrió con su voluminoso cuerpo; y algo debió decirles, a juzgar por el movimiento de sus labios, lo que, debido a la distancia, resultó imposible de captar. No se retiraron enteramente; se diría que esperaban el momento en que pudiesen volver a la ventana sin ser vistos.
—¡Qué impertinentes! —dijo K., dándoles la espalda.
Al fijar la vista en el inspector, sospechó que ese policía lo aprobaba. Pero también era factible que el inspector no lo hubiera oído, pues tenía su mano extendida sobre la mesa y, al parecer, estaba comparando el tamaño de sus dedos. Los dos guardianes estaban sentados sobre un arcón cubierto con un tapiz y se frotaban las rodillas. Los tres jóvenes habían puesto los brazos en jarras y miraban un poco por todas partes, con aire ocioso. Reinaba una gran calma, como en una oficina desierta.
—Y bien, señores —dijo K., imaginando por un momento que llevaba a cuestas a toda esa gente—, a juzgar por su actitud, mi caso parece estar terminado. Opino que lo mejor será no reflexionar acerca de lo bien o mal fundado del proceder de ustedes, y dar por concluida esta historia, estrechándonos mutuamente las manos. Si son ustedes del mismo parecer, hela aquí —y avanzó hacia la mesa del inspector, con la mano tendida.
El inspector levantó las cejas, se mordió los labios y miró la mano de K., el cual continuaba en la creencia de que el otro la iba a tomar. Sin embargo, el inspector se puso de pie, cogió el sombrero bombín, que estaba sobre la cama de la señorita Bürstner, y se lo puso valiéndose de las dos manos, muy mesuradamente, como suele hacerse para probar un nuevo peinado.
—Se imagina que todo es muy sencillo —iba diciendo a K.—. Según su parecer, ¿deberíamos dar por terminado este asunto? ¡Vamos!, ¡no, no es posible! Tampoco quiere decir que usted haya de desesperarse. ¿Por qué habría de desesperarse? Usted está sólo detenido, nada más. Esto es, precisamente, lo que debía informar a usted. Ya me di cuenta de cómo lo tomaba. Es suficiente por hoy; ya podemos separarnos. Se entiende, de un modo provisional. Bien, a usted le gustaría, sin duda, ir al Banco, ¿no es así?
—¿Al Banco? —preguntó K.—. Creí que estaba detenido.
K. se expresaba en un tono bastante altivo, pues, aun cuando su apretón de manos habia sido rechazado, se sentía con absoluta independencia en relación a esa gente, sobre todo desde que el inspector se puso de pie. Les hacía el juego. Tenía la intención de ir tras ellos hasta la puerta de la casa, si se iban, y proponerles que lo aprehendieran. De ahí que repitiese:
—¿Cómo se entiende que vaya al Banco, puesto que estoy detenido?
—¡Caramba!, ¡caramba! —exclamó el inspector, el cual se encontraba ya cerca de la puerta de salida—. Usted no me ha comprendido bien. Está detenido, sí, pero eso no impide que cumpla con sus obligaciones. Nadie le prohibirá llevar su vida normal.
—Entonces, esta detención no tiene nada de terrible —dijo K., acercándose al inspector.
—Siempre fue este mi parecer —respondió el inspector.
—En tales condiciones, la notificación para detenerme no era, pues, necesaria —añadió, aproximándose aún más a él.
Los demás iban llegando a su vez. Ahora formaban un grupo, estrechamente cerrado, cerca de la puerta.
—Era mi deber —dijo el inspector.
—Sí, ¡un deber estúpido! —afirmó K. despiadadamente.
—Es posible —respondió el inspector—; pero no disponemos de tiempo para perderlo en estas discusiones. Creí que su deseo hubiera sido ir a su Banco. Y, puesto que usted se fija en las más mínimas expresiones, he de añadir que no lo obligo a ello; había sólo pensado que a usted le gustaría; y, con el fin de que su entrada pasara lo más inadvertida posible, hice venir a estos señores, que son sus colegas, a quienes les he rogado mantenerse a su diposición.
—¿Cómo? —exclamó K., y miró, uno después de otro, a los tres acompañantes en cuestión.
Esos tres jóvenes insignificantes y con el semblante anémico, a quienes K. no los fijaba en su recuerdo sino agrupados enfrente de las fotografías de la señorita Bürstner, eran, en efecto, empleados de su Banco, mas no colegas; eso era demasiado decir; denotaba que había ahí, en la omnisciencia del inspector, una laguna. Pero, eso sí, en verdad eran empleados subalternos del Banco. ¿Cómo pudo escapársele aquello?, ¿por qué había tenido que ocurrir, precisamente, que su atención fuese acaparada por el inspector y los guardianes, de modo que él no reconociera a esos tres jóvenes? Sí, ahí estaban: Rabensteiner, el hombre rígido, aquel que siempre agitaba las manos; el rubio Kullisch, con las cuencas de los ojos hundidas; y Kaminer, el cual, debido a un tic nervioso, sonreía de continuo, de un modo insoportable.
—Buenos días, señores —dijo K., transcurrido un momento, al tender la mano a lo:; tres jóvenes, los cuales se inclinaron con toda corrección—. No los había reconocido. ¡Vámonos, pues, al trabajo!, ¿no?
Los jóvenes dieron su aprobación con un movimiento de cabeza, sonrientes y plenos de celo, como si sólo aquello hubieran esperado desde un principio; tanto que, en cuanto K. advirtió que su sombrero había quedado en su habitación, se apresuraron, uno tras otro, a ir en su busca; lo cual era prueba, no obstante, de cierta turbación. K. se quedó ahí,, viéndolos irse por las dos puertas abiertas. El último en partir había sido, claro está, el indiferente Rabensteiner, que había adoptado un ligero trotecito elegante, de mero compromiso. Kaminer fue el que trajo el sombrero, y, en tanto que lo entregaban a K., este no pudo menos que decirse, como hacía en el Banco para llegar a dominarse, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada y que, inclusive, Kaminer jamás podría sonreír intencionalmente. En el vestíbulo, la señora Grubach abrió la puerta a toda aquella gente. La señora Grubach aparentaba no estar consciente de su error. La mirada de K. se sintió atraída, como de costumbre, por el lazo de su delantal, que le seccionaba el vientre extremadamente rollizo, hasta una profundidad excesiva. Una vez abajo, habiendo K. consultado su reloj, decidió coger un auto a fin de no aumentar con demasiado descaro su retraso. Kaminer corrió hasta la esquina en busca de un vehículo; los demás, se desvivían atropelladamente por distraer a K., cuando Kullisch señaló, de súbito, el portal de la casa de enfrente, por el que acababa de aparecer el descomunal hombre del bigote rojizo. Algo intimidado, en el primer instante, de que lo viera en todo su tamaño, el hombre retrocedió bruscamente, apoyándose contra la pared. Los ancianos debían encontrarse aún en la escalera. K. se molestó con Kullisch por llamarle de este modo la atención hacia aquel individuo del que ya se había dado cuenta y cuya aparición, incluso ya se la esperaba.
—No miren —dijo, sin perder la calma por lo que de sorprendente pudiera tener semejante observación para libres ciudadanos.
No hubo ya necesidad de explicarse: el automóvil acababa de llegar. Cada uno ocupó su lugar, y aquel se puso en marcha. K. cayó en la cuenta, entonces, de que no había advertido la partida del inspector y de los guardianes; el inspector le había ocultado a los empleados; estos, a su vez, le ocultaron al inspector. Le había fallado la presencia de ánimo, y se propuso cuidarse más al respecto. No obstante, no pudo abstenerse de volver la cabeza una vez más y acabó por inclinarse en la parte de atrás del auto para tratar de ver la ida de sus visitantes. Pero, en el acto volvió a sentarse, sin hacer el intento siquiera de buscarlos con la mirada, y se acurrucó cómodamente en el coche. No obstante las apariencias, le hacía falta ser alentado en tal momento, pero los jóvenes parecían fatigados: Rabensteiner miraba hacia la derecha; Kullisch, a la izquierda; el único que estaba disponible era Kaminer, con esa inextinguible risa burlona, a propósito de la cual no era posible que la compasión permitiera, desdichadamente, cualquier broma.
* * *
Al principio de ese año, K., que solía quedarse en la oficina hasta las nueve de la noche, tenía por costumbre al salir, dar primero un corto paseo, solo o en compañía de sus colegas; luego, acababa la jornada en el café, permaneciendo allí por lo regular hasta las once, sentado a una mesa entre señores entrados en años. Sin embargo, había ciertas excepciones a ese programa: el director del Banco apreciaba mucho su trabajo y su formalidad, y lo invitaba una que otra vez a pasear con él en automóvil o a comer en su residencia. Asimismo, era habitual en él, una vez por semana, acudir a la casa de una joven llamada Elsa, que trabajaba en un café sirviendo las mesas toda la noche y recibía a sus visitas de día y únicamente en la cama.
Aquella tarde —el tiempo se había ido con suma rapidez debido al trabajo continuo y a una infinidad de felicitaciones de cumpleaños, tan halagadoras como amigables—, K. decidió regresar de inmediato a su casa.
Durante las cortas pausas en su trabajo no había cesado de pensar en todo aquello; le parecía, sin suficiente razón, que los acontecimientos de la mañana debieron haber ocasionado gran desconcierto en toda la casa de la señora Grubach, y que su presencia haría falta para restituir el orden. Tan pronto como este orden fuese restituido, cualquier huella de los sucesos de la mañana desaparecería, y la vida reemprendería su curso normal. De los tres empleados del Banco nada había que recelar: se sumergieron de nuevo en el mar de gente y nada indicaba en ellos que hubiera cambiado su actitud. K. les había llamado a solas o simultáneamente, con objeto de observarlos. En cada ocasión pudo dejarlos ir satisfecho.
Cuando, a las nueve y media de la noche, se encontró de nuevo en casa, descubrió bajo el arco de la puerta cochera a un muchacho que estaba allí, con las piernas separadas, fumando tranquilamente en pipa.
—¿Quién es usted? —preguntó K. al punto, mirando de cerca el rostro del muchacho, pues no podía ver claro en la penumbra del corredor.
—Soy hijo del portero, señor —respondió el muchacho, apartándose a un lado y retirándose la pipa de la boca.
—¿Hijo del portero, eh? —interrogó K., golpeando el suelo con la punta del bastón, en prueba de cierta inquietud.
—¿El señor desea algo?, ¿debo ir en busca de mi padre?
—No, no —afirmó K., con un tono de tolerancia, como si el muchacho acabara de hacer algo malo y él se dignara perdonarlo—. Está bien —añadió al irse; pero al pie de la escalera, se volvió otra vez.
Aun cuando hubiera podido dirigirse directamente a su habitación, como fuese que quería hablar con la señora Grubach, primero llamó a su puerta. La señora Grubach se encontraba remendando una media, sentada frente a una mesa sobre la cual se amontonaban muchas medias más, todas viejas, K., despreocupadamente se disculpó de llegar tan tarde, pero la señora Grubach se mostró tan gentil que no quiso escuchar sus disculpas; bien sabía él —declaró ella— que estaba siempre ahí, dispuesta a dedicarle su atención, y que era el preferido de sus huéspedes. K. miró a su derredor, comprobando que la habitación volvía a tener el aspecto de antes: el servicio de desayuno, que quedó abandonado aquella mañana sobre la mesita frente a la ventana, ya había sido retirado. «Las manos femeninas —pensó— se mueven presurosas sin hacer ruido»; él hubiera sido capaz de romper aquella vajilla con sólo intentar transportarla. Miró a la señora Grubach con especial reconocimiento.
—¿Por qué está usted trabajando todavía tan tarde? —le preguntó.
Ahora se encontraban los dos sentados junto a la mesa. De cuando en cuando, él hundía sus manos en el cúmulo de medias.
—¡Es tanto el trabajo! —dijo ella—. En el curso del día me debo a mis pensionistas; si quiero ocuparme de mis quehaceres personales, no me resta sino la noche.
—Hoy debo haberle dado trabajo de más —dijo él.
—¿En qué? —preguntó ella, animándose, en tanto que dejaba en su falda la media que estaba remendando.
—Quisiera hablarle acerca de los hombres que vinieron esta mañana —aclaró K.
—¡Ah!, ¡los hombres de esta mañana! —dijo ella, volviendo a su actitud sosegada—, no, no me ha costado ningún trabajo.
K. miró en silencio cómo volvía a tomar su media para ponerse de nuevo a remendarla. «Da la sensación de estar asombrada porque he tocado el tema; se diría, incluso, que me lo censura. Es aún más apremiante que hable de ello. No hay nadie más que esta anciana con quien pueda hacerlo».
—Seguro —dijo él, al cabo de un momento—, es indudable que este embrollo le ha dado trabajo; pero ya no se repetirá.
—Claro que no; eso no puede repetirse —aseguró ella a su vez, prodigando una sonrisa a K., con aire poco menos que melancólico.
—¿Lo cree sinceramente? —preguntó K.
—Sí —dijo ella, bajando la voz—, pero no debe usted tomar el asunto demasiado a lo trágico. ¡Ocurre tantas veces por el mundo! Ya que usted me habla con esa confianza, señor K., debo confesarle que he escuchado un poco detrás de la puerta. Asimismo, que los dos guardianes me han hecho algunas confidencias. Está de por medio la felicidad de usted, y ello es algo que me llega verdaderamente hasta lo más profundo, más de lo conveniente, pues tan sólo soy su patrona. Me he enterado, pues, de una que otra nimiedad, pero no puede decirse que se trate de nada demasiado grave. Sé muy bien que está usted detenido, pero no en calidad de ladrón. Estar detenido como un ladrón es algo serio… mientras que esta detención de usted… me da la impresión de ser algo muy especial; disculpe si digo tonterías; me da la impresión, decía, de algo muy delicado que no alcanzo a comprender, ciertamente, pero que tampoco está una obligada a comprender.
—En absoluto es una tontería, señora Grubach —respondió K.— Estoy de acuerdo con usted, por lo menos en parte, pero veo algo más que usted; no es sólo algo extraño; es una minucia ridícula. He sido víctima de una agresión. He ahí el hecho. Si al despertar me hubiera levantado sin dejarme confundir por la ausencia de Anna; si hubiera ido al encuentro de usted, haciendo caso omiso de quien pudiese estorbarme el paso; de haberme desayunado por una vez en la cocina y haberme hecho llevar por usted mi ropa a la habitación; por último, si me hubiese comportado razonablemente, no habría ocurrido nada, todo hubiera sido cortado de raíz. Pero ¡estamos tan poco preparados! En el Banco, por ejemplo, siempre estaría listo, nada de esta índole podría acontecerme: dispongo de un ordenanza para mí, siempre a la mano; dispongo de teléfono para la ciudad, teléfono para dentro del Banco; la gente va y viene de continuo: clientes y empleados. Pero, en especial, me encuentro siempre en plena actividad. Así, nunca me falta la presencia de ánimo; me complacería mucho encontrarme allí ante una historia semejante. En fin, ¡dejemos esto!, ha concluido. No quería hablar de ello siquiera; sólo deseaba conocer su opinión, el parecer de una mujer razonable, y me siento dichoso al comprobar que coincidimos. Ahora, deme usted su mano; me es necesario este apretón de manos para confirmar nuestra afinidad de pensamiento.
«Me dará la mano —pensó—; el inspector no lo hizo». Quiso escudriñar a la señora Grubach con la mirada. Al ponerse él de pie, ella también se levantó, algo intimada por no haber comprendido del todo cuanto K. le hubo explicado. Y esta timidez le hizo decir lo que no habría querido y que caía, precisamente, en mal momento:
—No lo tome con tanta exageración, señor K.
Las lágrimas asomaban a sus ojos y por eso olvidó aquello del apretón de manos.
—No lo tomo con exageración —dijo K., súbitamente agotado, al darse cuenta de que los impulsos de aquella mujer eran en vano.
A punto de salir, preguntó:
—¿Está allá la señorita Bürstner?
—No —respondió la señora Grubach, esbozando una tardía sonrisa de simpatía, mientras daba esta información escueta—: Se encuentra en el teatro. ¿Desea usted algo de ella?, ¿debo transmitirle un recado?
—Sólo quería decirle unas palabras.
—Desafortunadamente no sé a qué hora vendrá; cuando está en e] teatro acostumbra regresar bastante tarde.
—No tiene importancia —dijo K., quien se dirigía ya hacia la puerta, cabizbajo, dispuesto a irse—. Simplemente quería pedirle disculpas por haberme valido de su habitación esta mañana.
—No hay necesidad de eso señor K., tiene usted demasiado miramientos; la señorita no sabe nada, había salido de casa muy temprano y todo vuelve a estar en su sitio. Usted puede comprobarlo —y se dirigió hacia la puerta de la habitación de la señorita Bürstner, abriéndola.
—Gracias, creo lo que dice —dijo K., avanzando para ver, pese a todo.
La luna se filtraba silenciosa, iluminando la estancia. Tanto como se podía distinguir, todo se encontraba en su lugar: la blusa ya no pendía de la manija de la ventana; las almohadas de la cama, las cuales estaban en parte bañadas por la luna, parecían extremadamente altas.
—La señorita vuelve a menudo muy tarde —dijo K., echando una mirada a la señora Grubach, como si la responsabilidad fuera de ella.
—Así es la juventud —dijo la señora Grubach, en un tono de disculpa.
—Ciertamente, ciertamente —dijo K.—; pero ello puede pasar de castaño a oscuro.
—¡Claro que sí! —dijo la señora Grubach—, ¡cuanta razón tiene usted, señor K.! Tal vez este sea el momento. No quiero hablar mal de la señorita Bürstner, es una buena muchacha, muy amable, muy decente, cumplida y laboriosa. Estimo todo eso, pero hay algo en verdad: debería ser más digna, debería tener más moderación. Ya van dos o tres veces en este mismo mes que la veo por algunas callejuelas y en cada ocasión con alguien diferente. Pero no podré abstenerme de comentarlo con ella. Y no es, por otro lado, únicamente esto lo que me hace sospechar de ella.
—Va usted totalmente desencaminada —dijo K., enfurecido e impotente para disimular la ira—; además, está usted evidentemente engañada acerca de mi reflexión a propósito de esta señorita. No quise decir lo que usted pensó. Le aconsejo, incluso, con toda franqueza, no comentarle nada; la conozco perfectamente: no existe ninguna verdad en lo que usted dijo. Pero tal vez exagero; no seré yo quien le impida a usted hacer lo que sea. Dígale lo que quiera.
—Pero, señor K. —dijo la señora Grubach, siguiéndole los pasos hasta la puerta que ya él había abierto—, en absoluto tengo la intención de hablar ahora con la señorita; antes es preciso, naturalmente, que la observe más. Sólo a usted he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo, es por el bien de todos los pensionistas si se quiere tener la pensión limpia. ¿No es esto lo que busco?
—¡Limpia! —le soltó K. desde el resquicio de la puerta—. Si usted quiere tener la pensión limpia, necesita empezar por despedirme…
Luego cerró con furia. Al poco rato llamaron suavemente, pero él no se preocupó.
Con todo, sin el menor deseo de dormir, decidió no acostarse; eso le procuraría a la vez la oportunidad de comprobar la hora en que volvía la señorita Bürstner. Tal vez le sería posible, entonces, cruzar unas palabras con ella, por más importuno que ello pudiera resultar. Mientras miraba a través de la ventana, llegó a tramar, por un momento, no obstante el cansancio, un castigo para la señora Grubach, convenciendo a la señorita Bürstner de perpedirse junto con él; pero le asaltó de pronto la idea de que este proceder fuese excesivo y le hizo juzgarse sospechoso de desear abandonar la casa debido a los acontecimientos de la mañana.
Cuando se hubo cansado de contemplar la calle vacía se recostó en el canapé, no sin antes dejar entreabierta la puerta del vestíbulo, a fin de que pudiera identificar, a primera vista, a quienes entraran. Allí permaneció, fumando un cigarro, hasta cerca de las once. Después, sin poder dominarse más, se dirigió al vestíbulo a pasear un poco, como si con ello pudiese acelerar el regreso de la señorita Bürstner. No le era muy necesaria, apenas la recordaba; pero había decidido hablar con ella y se impacientaba de ver que con su retraso entorpecía el orden de su jornada. Culpaba, también, a la señorita Bürstner de no haber cenado esa noche y de que no hubiera ido a ver a Elsa durante el día, conforme se lo había prometido. En realidad, para recuperar la cena y la visita no tenía más que acudir al café en el que Elsa trabajaba. Esto sería lo que haría en cuanto hubiera hablado con la señorita Bürstner.
Eran ya las once y media pasadas cuando oyó una pisada en la escalera, Tan ensimismado estaba en sus pensamientos, con sus idas y venidas en el vestíbulo, haciendo tanto ruido como si estuviera en su propia habitación, que, al oír que subían la escalera, se encontró sorprendido, refugiándose detrás de la puerta.
Era, precisamente, la señorita Bürstner que llegaba. Mientras cerraba la puerta, extendió, presa de escalofríos, un chal de seda sobre sus delicados hombros. Era de esperarse que, de un momento a otro, ella se introdujese en su habitación, con lo que K. no podría verla más, naturalmente, pasada de la medianoche; era, pues, necesario que le hablara de inmediato. Desdichadamente, había olvidado encender la luz en su habitación. De salir de esta estancia tenebrosa daría la impresión de saltar como un bandido sobre la joven, y le produciría un miedo terrible. No acertando cómo hacer y siendo que no debía desperdiciar el tiempo, llamó en voz queda, por el entrequicio de la puerta:
—Señorita Bürstner.
Se hubiera dicho que más que un llamado era una plegaria.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó la señorita Bürstner, echando una mirada en su derredor, con los ojos muy abiertos debido a la sorpresa.
—Soy yo —dijo K., adelantándose.
—¡Ah!, señor K. —dijo, sonriendo, la señorita Bürstner—; buenas noches, señor —y le tendió la mano.
—Tengo algo que decirle, ¿me permite usted hacerlo ahora?
—¿Ahora? —preguntó la señorita Bürstner—. ¿Es absolutamente necesario que sea ahora?, ¿no es un poco extraño?, dígame.
—La espero desde hace dos horas.
—¡Válgame Dios!, estando en el teatro no podía saberlo.
—Las razones que me mueven a hablar con usted han surgido precisamente hoy.
—Sí, comprendo; y no hay inconveniente para que lo haga; pero ¡estoy tan cansada! Pase, pase a mi habitación. No debemos hablar aquí porque despertaríamos a todo el mundo, y esto sería aún más desagradable para mí que para los demás. Espere ahí mientras enciendo la luz de mi cuarto; entonces, apague la del vestíbulo.
K. hizo tal como se le había indicado y aún esperó algo más, hasta que la señorita Bürstner lo llamó, en voz baja, desde su habitación.
—Siéntese, por favor —le dijo, señalándole un sofá.
Por su parte, no obstante el agotamiento del cual habló, se mantuvo de pie, adosada contra el borde de la cama, sin quitarse siquiera el sombrerito profusamente guarnecido de flores.
—¿Qué desea usted de mí? —dijo ella—. Me siento en verdad curiosa por saberlo —y cruzó ligeramente las piernas.
—Usted pensará, tal vez —comenzó por decir K.— que el asunto no apremiaba tanto como para comentárselo ahora, pero…
—Nunca escucho los rodeos —dijo la señorita Bürstner.
—Así facilita mi empeño —declaró K.—. Esta mañana el orden en su habitación se ha visto algo alterado, en cierto modo, por culpa mía; fueron unos desconocidos que lo hicieron, muy a mi pesar, y, sin embargo, por mi causa, como ya le dije. Por eso quería rogarle que me disculpara.
—¿Mi habitación? —preguntó la señorita Bürstner, ahondando en el rostro de K., en vez de pasar revista a la pieza.
—No pude evitarlo —dijo K.
Por primera vez, se miraron a los ojos.
—La forma como se han sucedido los hechos —continuó K.—, no merece una palabra en sí.
—Y, sin embargo es el punto más interesante —dijo la señorita Bürstner.
—No —dijo K.
—De no ser así —respondió la señorita Bürstner— no quiero forzar sus confidencias; admitamos que el caso no ofrece interés; yo no le reprocho nada. Por lo que se refiere a la disculpa que usted me pide, se la concedo con gusto, más aún puesto que no encuentro ninguna huella de desorden.
Apoyó sus manos en las caderas y recorrió la pieza. Al llegar frente a la esterilla en donde estaban colgadas las fotografías, se detuvo.
—Aparte todo, ¡vea! —exclamó—. Mis fotografías han sido en verdad desordenadas. ¡Qué poco amables!, así, ¿alguien se ha introducido verdaderamente en mi cuarto?
K. afirmó con un movimiento de cabeza, maldiciendo en su fuero interno al empleado Kaminer, que jamás podía reprimir su estúpida manía de moverse.
—Es raro —dijo la señorita Bürstner— que me sienta obligada a prohibirle algo de lo cual usted debiera abstenerse y que me fuerza a decirle que no vuelva a introducirse en mi habitación durante mi ausencia.
—Ya le he explicado, señorita… —dijo K. avanzando para ver también—, que no fui yo quien tocó sus fotos; pero como sea que usted no lo cree, debo confesarle que la comisión investigadora ha traido con ella a tres empleados del Banco y uno de ellos ha debido tomarse la libertad de cambiar de lugar esos retratos. Ya verá, en la primera oportunidad haré que lo despidan. Sí, señorita, ha estado aquí una comisión investigadora —añadió al ver que la joven le miraba con ojos interrogadores.
—¿Por causa de usted? —preguntó ella.
—Naturalmente —contestó K.
—¡No! —exclamó la señorita, soltando la risa.
—También… así, ¿me cree inocente?
—¿Inocente? —dijo la señorita—. No quisiera emitir un juicio que puede, tal vez acarrear consecuencias; además, no lo conozco a usted. Con todo, me figuro que para ordenar así, de repente, que una comisión investigadora vaya tras alguien sería preciso que estuviese de por medio un gran crimen, y como usted está en libertad, pues su calma me permite creer que no acaba de huir de la cárcel, usted no ha de haber cometido, naturalmente, un gran delito.
—La comisión investigadora —dijo K.—, puede haber reconocido perfectamente que soy inocente o, por lo menos, no tan culpable como lo pensaron.
—Cierto, es posible —dijo la señorita Bürstner, con repentina atención.
—Lo ve —dijo K.—: Usted no tiene gran experiencia en lo tocante a la justicia.
—No, en efecto —dijo la señorita Bürstner—; y a menudo lo he lamentado, pues quisiera saberlo todo; y lo que se cuenta acerca de la justicia me interesa enormemente. La justicia posee un raro poder de seducción, ¿no lo cree usted así? Por lo demás, aprenderé mucho más a propósito de este tema, pues a partir del mes que viene trabajaré en un despacho de abogado.
—¡Magnífico! —dijo K.—. Tal vez podrá usted ayudarme algo en mi proceso.
—¿Por qué no? —dijo la señorita Bürstner—. Me gusta valerme de lo que sé.
—Lo digo con toda seriedad —dijo K.—; o, por lo menos, con esta semiseriedad que usted pone. El caso es de poca importancia para que recurra a un abogado, pero un consejo no me perjudicaría.
—Si debo jugar ese papel de consejera —declaró la señorita Bürstner—, es necesario, no obstante, que yo sepa de qué se trata.
—Ahí está el impedimento —dijo K.—; ni yo lo sé
—Así, ¿se ha burlado de mí? —dijo la señorita Bürstner, extremadamente decepcionada—. Entonces, pudo usted escoger otro momento.
Y se alejó de las fotografías, después de haber permanecido tanto rato ante ellas, uno cerca del otro.
—Pero, señorita —dijo K.—, no bromeo; en absoluto. Al pensar que usted no quiere creerme… Ya le dije lo que sé, y hasta más de lo que sé, pues tal vez no se trataba siquiera de una comisión investigadora; si la llamé así se debió a que no encuentro otro nombre para dárselo. No se ha investigado nada; he sido detenido, simplemente, bien que por toda una comisión.
La señorita Bürstner, la cual se encontraba ahora sentada en el sofá, soltó de nuevo la risa.
—¿Cómo ocurrió todo eso? —preguntó ella.
—¡Fue algo horroroso! —exclamó K.
Pero había dejado completamente de pensar en ello. Se sentía emocionado ante el cuadro que ofrecía la señorita Bürstner, uno de cuyos codos estaba apoyado en un almohadón, sosteniendo la cabeza con una mano en tanto que paseaba lentamente la otra por su cadera.
—No ha dicho sino vaguedades —dijo ella.
—¿Vaguedades?, ¿sobre qué? —preguntó K. pero luego recordó, y volvió a preguntar—: ¿Debo mostrarle cómo se sucedieron los acontecimientos?
K. deseaba moverse un poco, pero sin irse.
—Estoy muy cansada —dijo la señorita Bürstner.
—¡Vino usted tan tarde! —respondió K.
—¡Vamos!, ahora me hace usted reproches —replicó la señorita Bürstner—; pero, después de todo, tiene usted razón; no debiera haberle dejado entrar.
Por otra parte, no había necesidad: el resultado lo demuestra.
—Era necesario —afirmó K.—; usted lo comprenderá con su propia observación. ¿Me permite desplazar la mesita de noche?
—¡Qué mosca le ha picado! —exclamó la señorita Bürstner—. ¡Jamás en la vida!
—En este caso, no puedo demostrarle nada —dijo K. con un sobresalto, como si le hubieran ocasionado un perjuicio irreparable.
—Si lo requiere su explicación, a pesar de todo, pues empuje usted la mesa de noche… —dijo la señorita Bürstner, con la voz apagada; y, después de una pausa, añadió—: Me siento tan agotada esta noche; creo que lo consiento más de lo que puedo soportar.
K. arrastró hasta el centro del cuarto el mueblecito y se sentó detrás.
—Es necesario que usted se dé cuenta con exactitud de la posición de los actores. Es algo muy interesante. Yo represento al inspector; allí lejos, los guardianes están sentados sobre el arcón, y los tres jóvenes permanecen de pie delante de las fotografías. De la manilla de la ventana pende una blusa blanca, lo cual sólo menciono a título de precisión y entonces, digo, ahora, va a empezar. ¡Ah!, olvidaba de mí, que represento, después de todo, el más importante personaje. Yo estoy de pie, aquí, delante de la mesita de noche. El inspector está sentado de la manera más confortable del mundo, las piernas cruzadas, el brazo colgando de este modo, detrás del respaldo de la silla: un perfecto patán, porque no merece otro nombre. Y ¡bueno!, esto empieza realmente. El inspector me nombra, como si tuviera que despertarme: lanza un verdadero alarido. Es necesario, desafortunadamente, para que usted pueda comprender, que yo me ponga a dar de gritos también; no es más, después de todo, que mi nombre lo que él grita de tal manera.
La señorita Bürstner, que escuchaba sin poder contener la risa, puso en seguida su índice sobre los labios para advertir a K. que no gritase, pero ya era demasiado tarde. K., en extremo compenetrado con el personaje, lanzó el grito: «¡Joseph K.!», si bien no lo hizo tan fuerte como había amenazado, mas lo bastante, sin embargo, para que el grito, una vez en el aire, pareciera extenderse poco a poco por todo el ámbito.
En aquellos momentos se oyeron unos golpecitos secos y seguidos, dados en la puerta de la pieza vecina. La señorita Bürstner palideció, llevándose la mano al corazón.
El susto de K. fue tanto más fuerte que aun quedó por un momento incapaz de pensar en algo más que no fuera en los acontecimientos de la mañana y en la joven a la cual estos acontecimientos lo habían llevado. Apenas empezaba a serenarse cuando la señorita Bürstner se abalanzó hacia él y lo tomó de la mano.
—No tema —le dijo K. en voz baja—, no tema nada; yo lo arreglaré todo. Pero ¿quién puede ser? Aquí no hay más que el salón y nadie duerme en él.
—¡Oh, sí! —susurró la señorita Bürstner, al oído de K.—; desde ayer está aquí el sobrino de la señora Grubach, un capitán, que duerme ahí porque no hay una sola pieza libre. También yo lo había olvidado. ¿Qué necesidad había de que usted diera semejante grito? ¡Oh, Dios mío!, ¡qué desdichada soy!
—No tiene usted ningún motivo —dijo K., besándola en la frente, mientras ella se dejaba caer sobre los almohadones.
Pero ella se incorporó de golpe:
—¡Lárguese, lárguese!, ¡váyase, pues! ¿Qué quiere usted? El escucha detrás de la puerta, lo oye todo. ¡Cómo me martiriza usted!
—No me iré —dijo K.— sin antes verla un poco tranquilizada. Vayamos hacia la otra esquina, allí no podrá oírnos.
Ella se dejó conducir.
—Posiblemente es un incidente molesto para usted, pero no corre ningún peligro. Sabe bien que la señora Grubach, de la cual depende todo en este lío, principalmente porque se trata del capitán, que es su sobrino, me tiene una verdadera devoción y cuanto digo lo cree como palabra del evangelio. Por otra parte, ella está en mis manos, pues me ha pedido prestada una suma bastante considerable. Corre de mi cuenta darle la explicación que usted quiera por poco que se ajuste a la ocasión; y yo me obligo a inducir a la señora Grubach a que simule no sólo darle crédito ante la gente, sino a que ella lo crea verdaderamente. Nada obliga a usted a tratarme de manera indulgente; si usted quiere que se diga que la asalté, eso será lo que diré a la señora Grubach, y ella lo creerá sin negarme su confianza ¡tanto me es adicta esta mujer!
La señorita Bürstner, ligeramente postrada en su asiento, tenía la mirada baja y guardaba silencio.
—¿Por qué no habría de creer la señora Grubach que la asalté a usted? —añadió K.
Veía delante suyo el cabello de la joven, cabello corto, esponjado, con reflejos rojizos, partido por una raya. Esperaba que la señorita Bürstner iba a volver la mirada hacia él; pero, sin cambiar de posición, le dijo:
—Perdóneme, me sentí asustada por lo inesperado del ruido, mucho más que por las consecuencias que podría tener la presencia del capitán. ¡Hubo un silencio tal después del grito! Y fue durante este silencio que, de pronto, se pusieron a llamar a la puerta; ha sido esto lo que me ha dado tanto miedo, más aún porque me encontraba muy cerca. Agradezco sus proposiciones, pero no las acepto. Es a mí a quien corresponde responder por lo que ocurre en mi habitación, y no existe nadie que pueda pedirme cuentas. Estoy sorprendida de que usted no advierta lo que hay de hiriente en sus proposiciones, pese a lo inmejorable de su intención, lo cual me satisface mucho reconocer; pero ahora váyase; déjeme sola, lo necesito más que nunca. Los tres minutos que usted me había pedido se han transformado quizás hasta en más de media hora.
K. le tomó primero la mano; después, la muñeca.
—¿No está usted resentida conmigo, verdad? —dijo él.
Ella retiró despacio su mano, y respondió:
—No, no, nunca estoy resentida con nadie.
Él le tomó nuevamente la muñeca. Esta vez, ella le dejó hacer y le fue conduciendo hacia la salida. Él estaba resuelto a irse, pero al llegar frente a la puerta retrocedió como si no se esperara encontrarla allí. La señorita Bürstner se aprovechó de este momento para liberarse, abrir y deslizarse en el vestíbulo, desde donde le habló en voz baja:
—Vamos, venga, se lo ruego. Vea —y le señalaba la puerta del cuarto del capitán, por cuya parte baja se filtraba un rayo de luz—, ha encendido la lámpara, y se divierte en escuchar lo que decimos.
—Ya voy —dijo K., saliendo rápidamente.
La alcanzó y la besó en la boca; luego, en todo el rostro, como un animal sediento que al fin descubre el arroyo y se lanza para beber a golpe de lengua repetidas veces. Por último, la besó además en el cuello y a la altura de la garganta, en donde detuvo más tiempo sus labios. Un ruido que venía de la habitación del capitán lo hizo interrumpirse.
—Ahora ya me voy —dijo K.
Hubiera querido aún llamar a la señorita Bürstner por su nombre, pero lo ignoraba. Ella le dio a entender su cansancio con un gesto y le tendió la mano para que la besara; y volviéndose, como si ignorase todo aquello, alcanzó su habitación con la cabeza baja.
K. no tardó en acostarse. El sueño ya casi lo vencía. Antes de dormirse, reflexionó un poco acerca de su conducta; estaba satisfecho, si bien asombrado de no estarlo más aún; recelaba muy de veras del capitán con respecto a la señorita Bürstner.