Capítulo 5

La aventura de Caspian en las montañas

Después de aquello, Caspian y su tutor mantuvieron muchas más conversaciones secretas en lo alto de la Gran Torre, y con cada conversación Caspian aprendía más cosas sobre la Vieja Narnia, de modo que pensar y soñar en los Viejos Tiempos, y anhelar que regresaran, ocupaban casi todo su tiempo libre. Aunque desde luego no le sobraban demasiadas horas, pues su educación empezaba a ir ya muy en serio. Aprendió esgrima y equitación, natación y buceo, a disparar con arco y a tocar la flauta y la tiorba, que era una especie de laúd, a cazar el ciervo y a descuartizarlo una vez muerto, además de Cosmografía, Retórica, Heráldica, Versificación y, desde luego, Historia, con un poco de Derecho, Física, Alquimia y Astronomía. En cuanto a la magia, aprendió únicamente la teoría, pues el doctor Cornelius dijo que la parte práctica no era estudio adecuado para príncipes.

—Y yo mismo —añadió—, sólo soy un mago muy deficiente y puedo realizar apenas los experimentos más sencillos.

En lo referente a navegación, que, en palabras del doctor, «es un arte noble y heroico», no se le enseñó nada, porque el rey Miraz desaprobaba los barcos y el mar.

Aprendió también muchas cosas usando sus propios ojos y oídos. De pequeño a menudo se había preguntado por qué sentía antipatía por su tía, la reina Prunaprismia; comprendió entonces que se debía a que ella le tenía aversión. También empezó a darse cuenta de que Narnia era un país desdichado. Los impuestos eran elevados; las leyes, severas, y Miraz, un hombre cruel.

Al cabo de unos años llegó un día en que la reina pareció enfermar y se produjo un gran revuelo y alboroto a su alrededor en el castillo y llegaron doctores y murmuraron los cortesanos. Aquello sucedió a principios del estío; y una noche, mientras proseguía toda aquella agitación, Caspian se vio despertado inesperadamente por el doctor Cornelius cuando apenas llevaba unas pocas horas en la cama.

—¿Vamos a estudiar un poco de Astronomía, doctor? —preguntó.

—¡Chist! —indicó éste—. Confiad en mí y haced exactamente lo que os diga. Poneos todas vuestras ropas; os espera un largo viaje.

Caspian se sintió muy sorprendido, pero había aprendido a confiar en su tutor y se puso a hacer lo que le decía. Cuando estuvo vestido, el doctor dijo:

—Tengo un morral para vos. Debemos ir a la habitación contigua y llenarlo con vituallas procedentes de la cena de Su Alteza.

—Mis gentilhombres de cámara estarán allí —advirtió Caspian.

—Están profundamente dormidos y no despertarán —repuso su tutor—. Soy un mago menor pero al menos soy capaz de crear una pócima para hacer dormir.

Entraron en la antesala y allí, en efecto, estaban los dos gentilhombres, tumbados en sillones y roncando sonoramente. El doctor Cornelius se apresuró a cortar los restos de pollo y unas tajadas de carne de venado y lo colocó todo, junto con pan, unas manzanas y un pequeño frasco de buen vino, en el morral que a continuación entregó a Caspian. El muchacho se lo colgó al hombro mediante una correa, como haría cualquiera con la cartera de los libros de la escuela.

—¿Tenéis vuestra espada? —preguntó el doctor.

—Sí —respondió Caspian.

—Entonces colocaos este manto por encima para ocultar la espada y el morral. Eso es. Y ahora debemos ir a la Gran Torre y conversar.

Una vez que hubieron llegado a lo alto de la torre —era una noche encapotada, en nada parecida a la noche en que habían contemplado la conjunción de Tarva y Alambil—, el doctor Cornelius dijo:

—Querido príncipe, debéis abandonar este castillo de inmediato y partir al ancho mundo en busca de vuestra fortuna. Vuestra vida corre peligro aquí.

—¿Por qué? —preguntó el príncipe.

—Porque sois el auténtico rey de Narnia: Caspian X, el hijo legítimo y heredero de Caspian IX. Larga vida a Su Majestad.

Y de repente, ante el gran asombro del príncipe, el hombrecillo hincó la rodilla en tierra y le besó la mano.

—¿Qué significa todo esto? No comprendo.

—Me sorprende que no hayáis preguntado antes —dijo el doctor Cornelius— por qué, siendo el hijo del rey Caspian, no sois el rey Caspian. Todo el mundo excepto Su Majestad sabe que Miraz es un usurpador. Cuando empezó a gobernar ni siquiera pretendió ser el rey: se denominaba a sí mismo lord Protector. Pero entonces vuestra real madre murió, y tras la buena reina, el único telmarino que ha sido amable conmigo jamás. Y luego, uno a uno, todos los grandes lores que habían conocido a vuestro padre murieron o desaparecieron. No por accidente, además. Miraz los fue suprimiendo. Belisar y Uvilas murieron de un disparo de flecha durante una cacería: por casualidad, según se quiso hacer creer. A toda la gran casa de los Passarid la envió a combatir contra los gigantes en la frontera septentrional hasta que uno por uno fueron cayendo. A Arlian y Erimon y a una docena más los hizo ejecutar por traición basándose en una acusación falsa. A los dos hermanos del Dique de los Castores los encerró diciendo que estaban locos. Y finalmente persuadió a los siete nobles lores, que eran los únicos de entre todos los telmarinos que no temían al mar, para que zarparan en busca de nuevas tierras más allá del Océano Oriental y, como era su intención, jamás regresaron. Y cuando no quedó nadie que pudiera hablar en vuestro favor, entonces sus aduladores, así como él les había indicado que hicieran, le suplicaron que se convirtiera en rey. Y desde luego, eso hizo.

—¿Quieres decir que ahora quiere matarme a mí también?

—Eso es casi seguro —respondió el doctor Cornelius.

—Pero ¿por qué ahora? Quiero decir, ¿por qué no lo hizo hace mucho tiempo si quería hacerlo? Y ¿qué daño le he hecho?

—Ha cambiado de idea sobre vos debido a algo que ha sucedido hace sólo dos horas. La reina ha tenido un hijo varón.

—No veo qué tiene eso que ver —dijo Caspian.

—¡No lo veis! —exclamó el doctor—. ¿Acaso todas mis lecciones de Historia y Política no os han enseñado algo más que eso? Escuchad. Mientras no tenía hijos propios, estaba más que dispuesto a dejar que fueseis rey cuando él muriera. Tal vez no le importarais mucho, pero prefería que tuvierais vos el trono a que lo tuviera un desconocido. Ahora que tiene un hijo de su propia sangre querrá que su hijo sea el siguiente monarca. Vos os interponéis en su camino, y os quitará de en medio.

—¿Realmente es tan malo? —inquirió Caspian—. ¿Realmente me asesinaría?

—Asesinó a vuestro padre —dijo el doctor Cornelius.

Caspian tuvo una sensación muy rara y no dijo nada.

—Os puedo contar toda la historia —siguió su tutor—. Pero no ahora. No hay tiempo. Debéis huir de inmediato.

—¿Vendrás conmigo?

—No me atrevo —respondió el doctor—, porque empeoraría el peligro que corréis. Es más fácil seguir el rastro de dos que de uno. Querido príncipe, querido rey Caspian, debéis ser muy valiente. Debéis marchar solo y en seguida. Intentad cruzar la frontera meridional hasta la Corte del rey Nain de Archenland. Él os acogerá.

—¿No te volveré a ver nunca? —quiso saber Caspian con voz temblorosa.

—Espero que sí, querido rey —dijo el doctor—. ¿Qué amigo tengo yo en el ancho mundo excepto Vuestra Majestad? Y poseo algunos conocimientos de magia. Pero entretanto, la rapidez lo es todo. Aquí tenéis dos regalos para vos. Esto es una pequeña bolsa de oro; ¡ay!, y pensar que todo el tesoro del castillo debería ser vuestro por derecho. Y aquí tenéis algo mucho mejor.

Colocó en las manos de Caspian algo que éste apenas pudo ver pero que supo por su tacto que se trataba de un cuerno.

—Ése —explicó el doctor Cornelius— es el mayor y más sagrado tesoro de Narnia. Muchos terrores tuve que soportar, muchos conjuros tuve que pronunciar para encontrarlo, cuando aún era joven. Se trata del cuerno mágico de la mismísima reina Susan, que dejó atrás cuando desapareció de Narnia al final de la Edad de Oro. Se dice que quienquiera que haga sonar el cuerno recibirá una extraña ayuda; nadie es capaz de decir hasta qué punto extraña. Puede que posea el poder de traer a la reina Lucy, al rey Edmund, a la reina Susan y al Sumo Monarca Peter desde el pasado, y ellos lo arreglarían todo. Tal vez pueda invocar al mismo Aslan. Tomadlo, rey Caspian, pero no lo uséis si no es en vuestro momento de mayor necesidad. Y ahora, apresuraos, apresuraos. La puertecilla que hay al pie de la Torre, la puerta que da al jardín, no está cerrada con llave. Allí debemos separarnos.

—¿Puedo llevar a mi caballo, Batallador? —preguntó Caspian.

—Ya está ensillado y aguardando justo en la esquina del manzanal.

Durante el largo descenso por la escalera de caracol Cornelius susurró muchas más instrucciones y consejos. Caspian sentía que se le caía el alma a los pies, pero intentaba tomar nota de todo. Luego llegó el aire fresco del jardín, un ferviente apretón de manos con el doctor, una carrera a través del césped, un relincho de bienvenida por parte de Batallador, y así el rey Caspian X abandonó el castillo de sus progenitores. Cuando volvió la vista atrás, vio fuegos artificiales que celebraban el nacimiento del nuevo príncipe.

Cabalgó toda la noche en dirección sur, eligiendo caminos apartados y senderos de herradura a través de bosques mientras estuvo en terreno que conocía; pero una vez en terreno desconocido se mantuvo en el camino real. Batallador se mostraba tan excitado como su dueño ante aquel inusual viaje, y Caspian, a pesar de que sus ojos se habían llenado de lágrimas al decir adiós al doctor Cornelius, se sentía valeroso y, en cierto modo, feliz, al pensar que era el rey Caspian que cabalgaba en busca de aventuras, con su espada sujeta al costado izquierdo de su cadera y el cuerno mágico de la reina Susan en el derecho. Sin embargo, cuando llegó la mañana acompañada de unas gotas de lluvia, y miró a su alrededor y vio por todas partes bosques desconocidos, brezales salvajes y montañas azules, pensó en lo enorme y extraño que era el mundo y se sintió asustado y pequeño.

En cuanto se hizo totalmente de día abandonó la carretera y encontró un lugar despejado y cubierto de hierba en medio de un bosque en el que podía descansar. Le quitó la brida a Batallador y dejó que pastara, comió un poco de pollo y bebió un vaso de vino, y finalmente se quedó dormido. Despertó entrada la tarde. Comió un poco más y prosiguió el viaje, todavía en dirección sur, siguiendo innumerables sendas poco frecuentadas. Desde cada nueva colina podía ver como las montañas se tornaban más grandes y oscuras al frente, y cuando cayó la tarde, ya cabalgaba por sus estribaciones más bajas. Empezó a soplar el viento, y no tardó en llover a raudales. Batallador se tornó inquieto; el trueno flotaba en el aire. Entonces penetraron en un oscuro y aparentemente interminable bosque de pinos, y todas las historias que Caspian había escuchado durante su vida sobre árboles que se mostraban hostiles con el hombre se apelotonaron en su mente. Recordó que él era, al fin y al cabo, un telmarino, un miembro de la raza que talaba árboles allí donde podía y estaba en guerra con todas las criaturas salvajes; y aunque él pudiera ser distinto a otros telmarinos, no se podía esperar que los árboles lo supieran.

Evidentemente no lo sabían. El viento se convirtió en una tempestad, los bosques rugieron y crujieron a su alrededor. Se oyó un gran estrépito y un árbol cayó atravesado en el camino justo detrás de él.

—¡Tranquilo, Batallador, tranquilo! —ordenó Caspian, palmeando el cuello del caballo.

Sin embargo, también él temblaba y sabía que había escapado a la muerte de milagro. Centellearon los relámpagos y un sonoro trueno pareció hender el cielo en dos justo sobre su cabeza. Batallador se desbocó por completo, y aunque Caspian era un buen jinete, no tenía la fuerza suficiente para refrenarlo. El príncipe se mantuvo en la silla, pero sabía que su vida pendía de un hilo durante la salvaje carrera que siguió.

Un árbol tras otro se alzó ante ellos en el crepúsculo y fue esquivado en el último instante. Luego, casi demasiado inesperado para que doliera, aunque también le dolió, algo golpeó a Caspian en la frente y el muchacho perdió el conocimiento.

Cuando despertó, yacía en un lugar iluminado por la luz de una fogata con las extremidades magulladas y un terrible dolor de cabeza. Unas voces bajas conversaban a poca distancia.

—Y ahora —decía una—, antes de que despierte debemos decidir qué hacemos con eso.

—Matarlo —dijo otra—. No podemos dejarlo con vida. Nos delataría.

—Tendríamos que haberlo matado al momento, o de lo contrario haberlo dejado allí —indicó una tercera voz—. No podemos matarlo ahora. No después de haberlo rescatado y de haberle vendado la cabeza y todo eso. Sería asesinar a un invitado.

—Caballeros —dijo Caspian con voz débil—, sea lo que sea lo que hagáis conmigo, espero que seáis benévolos con mi pobre caballo.

—Tu caballo había huido mucho antes de que te encontráramos —dijo la primera voz; una voz curiosamente ronca y tosca, como Caspian advirtió entonces.

—Ahora no dejéis que os engatuse con su bonita palabrería —intervino una segunda voz—. Sigo diciendo que…

—¡Cuernos y cornejas! —exclamó la tercera voz—. Desde luego que no vamos a asesinarlo. Qué vergüenza, Nikabrik. ¿Qué dices tú, Buscatrufas? ¿Qué debemos hacer con eso?

—Le daré un trago —anunció la primera voz, presumiblemente Buscatrufas.

Una figura oscura se acercó a la cama, y Caspian sintió que deslizaban un brazo con suavidad bajo sus hombros; si es que se trataba exactamente de un brazo. La forma no parecía la habitual. El rostro que se inclinó sobre él tampoco parecía estar bien. Tuvo la impresión de que era muy peludo y con una nariz muy larga, y había unas curiosas manchas blancas a cada lado de él. «Es una especie de máscara —pensó—. O tal vez tengo fiebre y lo estoy imaginando». Le acercaron un tazón de algo dulce y caliente a los labios y bebió. En ese momento uno de los otros atizó el fuego. Saltó una llamarada y Caspian estuvo a punto de chillar del susto cuando la repentina luz le mostró el rostro que contemplaba el suyo. No era el rostro de un hombre sino el de un tejón, aunque más grande, afable e inteligente que el de cualquier tejón que hubiera visto jamás. Y sin duda le había hablado.

Descubrió, también, que estaba en un lecho de brezo, en el interior de una cueva. Junto al fuego estaban sentados dos hombres barbudos, aunque más estrafalarios, bajos, peludos y gruesos que el doctor Cornelius supo al instante que se trataba de enanos auténticos, antiguos enanos sin una sola gota de sangre humana en sus venas. Y Caspian comprendió que, finalmente, había encontrado a los viejos narnianos.

Durante los días siguientes aprendió a reconocerlos por sus nombres. El tejón recibía el nombre de Buscatrufas; era el más anciano y amable de los tres. El enano que había querido matar a Caspian era un avinagrado enano negro, es decir, sus cabellos y barba eran negros, espesos y duros como las crines de un caballo, y su nombre era Nikabrik. El otro enano era un enano rojo con los cabellos iguales a los de un zorro y recibía el nombre de Trumpkin.

—Y ahora —dijo Nikabrik la primera tarde que Caspian estuvo lo bastante bien como para sentarse en la cama y charlar—, todavía tenemos que decidir qué hacemos con este humano. Vosotros dos pensáis que le habéis hecho un gran favor al no permitirme que lo matara. Pero supongo que el resultado ahora es que tendremos que mantenerlo prisionero de por vida. Yo desde luego no pienso dejarlo marchar vivo, para que regrese con los suyos y nos delate a todos.

—¡Tablas y tablones, Nikabrik! —gritó Trumpkin—. ¿Por qué tienes que hablar de un modo tan descortés? No es culpa de la criatura haberse dado un porrazo contra un árbol frente a nuestro agujero. Y no creo que tenga aspecto de delator.

—¡Caracoles! —intervino Caspian—, pero si ni siquiera habéis averiguado si «deseo» regresar. No quiero hacerlo. Quiero quedarme con vosotros… si me dejáis. Llevo toda la vida buscando a gente como vosotros.

—Vaya cuento —gruñó Nikabrik—. Eres un telmarino y un humano, ¿no es cierto? Desde luego que quieres regresar con los tuyos.

—Bueno, incluso aunque quisiera, no podría —respondió Caspian—. Huía para salvar mi vida cuando tuve mi accidente. El rey me quiere matar. Y si me mataseis, harías justo lo que más le complacería.

—Vaya, vaya —intervino Buscatrufas—, ¡no me digas!

—¡Eh! —dijo Trumpkin—. ¿Qué es eso? ¿Qué has hecho, humano, para enemistarte con Miraz siendo tan joven?

—Es mi tío —empezó Caspian, e inmediatamente Nikabrik se puso en pie de un salto con la mano sobre su daga.

—¡Lo veis! —gritó—. No sólo es un telmarino sino que es pariente cercano y heredero de nuestro mayor enemigo. ¿Seguís estando todavía tan locos como para permitir que esta criatura viva?

Habría apuñalado al príncipe allí y en aquel momento, si el tejón y Trumpkin no se hubieran interpuesto, lo hubieran obligado a regresar a su asiento y lo hubieran retenido allí.

—Ahora, de una vez por todas, Nikabrik —dijo Trumpkin—. ¿Vas a dominarte o tendremos Buscatrufas y yo que sentarnos sobre tu cabeza?

Nikabrik prometió de mala gana comportarse bien, y los dos pidieron a Caspian que contara toda su historia. Cuando lo hubo hecho se produjo un momento de silencio.

—Es la cosa más rara que he oído nunca —declaró Trumpkin.

—No me gusta —dijo Nikabrik—. No sabía que todavía se contaban historias sobre nosotros entre los humanos. Cuanto menos sepan sobre nosotros mucho mejor. Esa vieja aya, por ejemplo. Habría sido mejor que se hubiera callado. Y está todo mezclado con ese tutor: un enano renegado. Los odio. Los odio más que a los humanos. Fijaos bien en lo que os digo; nada bueno saldrá de esto.

—No te pongas a hablar de cosas que no entiendes, Nikabrik —reprendió Buscatrufas—. Vosotros los enanos sois tan desmemoriados y variables como los mismos humanos. Yo soy una bestia, eso soy, y un tejón, además. Nosotros no cambiamos. Nos mantenemos firmes. Yo digo que un gran bien saldrá de esto. Éste es el auténtico rey de Narnia. Y nosotros, las bestias, recordamos, aunque los enanos lo hayan olvidado, que Narnia sólo estaba bien cuando un Hijo de Adán era rey.

—¡Torbellinos y remolinos!, Buscatrufas —dijo Trumpkin—. ¿No estarás diciendo que quieres entregar el país a los humanos?

—No he dicho nada de eso —respondió el tejón—. No es país de humanos, ¿quién podría saberlo mejor que yo?, pero es un país hecho para que un humano sea su rey. Nosotros los tejones poseemos una memoria lo suficientemente larga como para saberlo. Además, que el cielo nos asista, ¿no era el Sumo Monarca Peter un humano?

—¿Crees en todas esas viejas historias? —inquirió Trumpkin.

—Ya te digo que nosotros, las bestias, no cambiamos —respondió él—. No olvidamos. Creo en el Sumo Monarca Peter y los otros reyes y reinas de Cair Paravel tan firmemente como creo en el mismo Aslan.

—No dudo que lo creas tan firmemente como «eso» —repuso Trumpkin—. Pero ¿quién cree en Aslan actualmente?

—Yo creo —dijo Caspian—. Y si no hubiera creído en él antes, lo haría ahora. Allá entre los humanos, las gentes que se reían de Aslan se habían reído de las historias sobre bestias parlantes y enanos. A veces me preguntaba yo también si realmente existía alguien como Aslan: pero también en ocasiones me preguntaba si existía gente como vosotros. Sin embargo, aquí estáis.

—Es cierto —dijo Buscatrufas—. Tienes razón, rey Caspian. Y mientras seas fiel a la Vieja Narnia serás mi rey, digan lo que digan. Larga vida a Su Majestad.

—Me pones enfermo, tejón —refunfuñó Nikabrik—. El Sumo Monarca Peter y el resto tal vez fueran humanos, pero eran una clase distinta de humanos. Éste es uno de los malditos telmarinos. Ha cazado animales por diversión. ¿Lo has hecho, verdad? —añadió, enfrentándose repentinamente a Caspian.

—Bueno, para ser sincero, sí lo he hecho —reconoció éste—. Pero no eran bestias parlantes.

—Da lo mismo —repuso Nikabrik.

—No, no, no —intervino Buscatrufas—, sabes que no es así. Sabes perfectamente que las bestias de Narnia hoy en día son diferentes y no son más que las pobres criaturas mudas y estúpidas que encontrarías en Calormen o Telmar. También son más pequeñas. Son mucho más diferentes de nosotros que los semi-enanos de vosotros.

La conversación se prolongó un buen rato, pero todo finalizó con el acuerdo de que Caspian se quedaría e incluso con la promesa de que, tan pronto como estuviera en condiciones de salir, lo llevarían a ver a quienes Trumpkin llamaba «los otros»; pues al parecer en aquellos territorios inhóspitos todavía vivía toda clase de criaturas procedentes de la Narnia de los viejos tiempos.