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El paquete, rescatado del fondo de un armario, reposaba sobre el escritorio de Isaac. Cuando lo rocé con los dedos, la fina película de polvo que lo cubría se alzó en una nube de partículas encendidas a la lumbre del candil que Isaac sostenía a mi izquierda. A mi derecha, Fermín desenfundó su cortaplumas y me lo tendió. Nos miramos los tres.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo Fermín.

Pasé la cuchilla bajo el cordel que aseguraba el papel de estraza que envolvía el paquete y lo corté. Con sumo cuidado fui apartando el envoltorio hasta que el contenido quedó a la vista. Era un manuscrito. Las páginas estaban sucias, impregnadas de cera y de sangre. La primera página mostraba el título trazado en una caligrafía diabólica.

—Es el libro que escribió durante su encierro en la torre —murmuré—. Bebo debió de salvarlo.

—Debajo hay algo, Daniel… —indicó Fermín.

Una esquina de pergamino asomaba bajo las páginas del manuscrito. Tiré de ella y recuperé un sobre. Estaba cerrado por un sello de lacre escarlata con la figura de un ángel. Al frente, una sola palabra en tinta roja:

Sentí que el frío me subía por las manos. Isaac, que presenciaba la escena entre el asombro y la consternación, se retiró con sigilo hacia el umbral de la puerta seguido de Fermín.

—Daniel —llamó Fermín suavemente—. Le dejamos tranquilo para que abra usted el sobre con calma y privacidad…

Escuché sus pasos alejarse despacio y apenas pude oír el inicio de su conversación.

—Oiga, jefe, entre tanta emoción me he olvidado de comentarle que antes, al entrar, no he podido evitar oír que decía usted que tenía ganas de jubilarse y dejar el puesto.

—Así es. Son ya muchos años aquí, Fermín. ¿Por qué?

—Pues mire, ya sé que acabamos de conocernos como aquel que dice, pero a lo mejor estaría yo interesado…

Las voces de Fermín e Isaac se desvanecieron en los ecos del laberinto del Cementerio de los Libros Olvidados. A solas, me senté en la butaca del guardián y desprendí el sello de lacre. El sobre contenía una cuartilla plegada de color ocre. La abrí y empecé a leer.

Barcelona, 31 de diciembre de 1940

Querido Daniel:

Escribo estas palabras en la esperanza y el convencimiento de que algún día descubrirás este lugar, el Cementerio de los Libros Olvidados, un lugar que cambió mi vida como estoy seguro de que cambiará la tuya. Esa misma esperanza me lleva a creer que quizá entonces, cuando yo ya no esté aquí, alguien te hablará de mí y de la amistad que me unió a tu madre. Sé que si llegas a leer estas palabras, serán muchas las preguntas y las dudas que te embarguen. Algunas de las respuestas las encontrarás en este manuscrito en el que he intentado plasmar mi historia como la recuerdo, sabiendo que mi lucidez tiene los días contados y que a menudo sólo soy capaz de evocar lo que nunca sucedió.

Sé también que, cuando recibas esta carta, el tiempo habrá empezado a borrar las huellas de lo que pasó. Sé que albergarás sospechas y que si la verdad acerca de los últimos días de tu madre llega a tu conocimiento compartirás conmigo la ira y la sed de venganza. Dicen que es de sabios y de justos perdonar, pero yo sé que nunca podré hacerlo. Mi alma está ya condenada y no tiene salvación posible. Sé que dedicaré cada gota de aliento que me quede en este mundo a intentar vengar la muerte de Isabella. Es mi destino, pero no el tuyo.

Tu madre no habría querido para ti una vida como la mía, a ningún precio. Tu madre habría querido para ti una vida plena, sin odio ni rencor. Por ella te pido que leas esta historia y que una vez terminada la destruyas, que olvides cuanto hayas podido oír acerca de un pasado que ya no existe, que limpies tu corazón de ira y que vivas la vida que tu madre quiso darte, mirando siempre hacia adelante.

Y si algún día, arrodillado frente a su tumba, sientes que el fuego de la rabia intenta apoderarse de ti, recuerda que en mi historia, como en la tuya, hubo un ángel que tiene todas las respuestas.

Tu amigo,

DAVID MARTÍN

Releí varias veces las palabras que David Martín me enviaba a través del tiempo, palabras que me parecieron impregnadas de arrepentimiento y de locura, palabras que no acerté a entender completamente. Sostuve la carta en mis manos unos instantes y luego la acerqué a la llama del candil y la contemplé arder.

Encontré a Fermín y a Isaac al pie del laberinto, charlando como viejos amigos. Al verme aparecer sus voces se silenciaron y ambos me miraron expectantes.

—Lo que dijera esa carta sólo le concierne a usted, Daniel. No tiene por qué contarnos nada.

Asentí. El eco de unas campanas se insinuó tras los muros. Isaac nos miró y consultó su reloj.

—Oigan, ¿ustedes no iban hoy a una boda?