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Según mi experiencia personal, cuando alguien descubría aquel lugar su reacción era de embrujo y asombro. La belleza y el misterio del recinto reducía al visitante al silencio, la contemplación y el ensueño. Por supuesto, Fermín tuvo que ser diferente. Pasó la primera media hora hipnotizado, deambulando como un poseso por los entresijos del gran rompecabezas que tramaba el laberinto. Se detenía a golpear con los nudillos arbotantes y columnas, como si dudase de su solidez. Se detenía en ángulos y perspectivas, haciendo un catalejo con las manos e intentando descifrar la lógica de la estructura. Recorría la espiral de bibliotecas con su considerable nariz a un centímetro de la infinidad de lomos alineados en rutas sin fin, recabando títulos y catalogando cuanto descubría a su paso. Yo le seguía a pocos pasos, entre la alarma y la preocupación.

Empezaba a sospechar que Isaac nos iba a echar a patadas de allí cuando me tropecé con el guardián en uno de los puentes suspendidos entre bóvedas de libros. Para mi sorpresa no sólo no se leía en su rostro signo de irritación alguno, sino que sonreía con buena disposición al contemplar los progresos que Fermín iba realizando en su primera exploración del Cementerio de los Libros Olvidados.

—Su amigo es un espécimen bastante peculiar —estimó Isaac.

—No sabe usted hasta qué punto.

—No se preocupe, déjele que vaya a su aire, que ya descenderá de la nube.

—¿Y si se pierde?

—Lo veo espabilado. Ya se las arreglará.

Yo no las tenía todas conmigo, pero no quise contradecir a Isaac. Lo acompañé hasta la cámara que hacía las veces de oficina y acepté la taza de café que me ofrecía.

—¿Ya le ha explicado a su amigo las reglas?

—Fermín y las reglas son conceptos que no cohabitan en la misma frase. Pero le he resumido lo básico y me ha respondido con un convencido «Evidentemente, ¿por quién me toma?».

Mientras Isaac volvía a llenarme la taza me sorprendió contemplando una fotografía de su hija Nuria que había colgado sobre su escritorio.

—Pronto hará dos años que se nos fue —dijo con una tristeza que cortaba el aire.

Bajé los ojos apesadumbrado. Podrían pasar cien años y la muerte de Nuria Monfort seguiría en mi memoria al igual que la certeza de que, si no me hubiera conocido nunca, tal vez seguiría viva. Isaac acariciaba el retrato con la mirada.

—Me hago viejo, Sempere. Ya va siendo hora de que alguien tome mi puesto.

Iba a protestar semejante insinuación cuando Fermín entró con el semblante acelerado y jadeando como si acabase de correr la maratón.

—¿Qué? —preguntó Isaac—. ¿Qué le parece?

—Glorioso. Aunque observo que no tiene lavabo. Al menos a la vista.

—Espero que no se haya hecho pipí en algún rincón.

—He resistido lo sobrehumano hasta llegar aquí.

—Esa puerta a la izquierda. Tendrá que tirar dos veces de la cadena, que a la primera nunca funciona.

Mientras Fermín se deshacía en orines, Isaac le sirvió una taza que le esperaba humeante a su regreso.

—Tengo una serie de preguntas que me gustaría plantearle, don Isaac.

—Fermín, no creo que… —intercedí.

—Pregunte, pregunte.

—El primer bloque tiene que ver con la historia del local. El segundo es de orden técnico y arquitectónico. Y el tercero es básicamente bibliográfico…

Isaac rió. No le había visto reírse en toda su vida y no supe si aquello era una señal del cielo o el presagio de un desastre inminente.

—Primero tendrá que elegir el libro que quiere usted salvar —ofreció Isaac.

—Le he echado el ojo a unos cuantos, pero aunque sólo sea por valor sentimental, me he permitido seleccionar éste.

Extrajo del bolsillo un tomo encuadernado en piel roja con el título en letras doradas en relieve y un grabado de una calavera en la portada.

—Hombre, La Ciudad de los Malditos, episodio trece: Daphne y la escalera imposible, de David Martín… —leyó Isaac.

—Un viejo amigo —explicó Fermín.

—No me diga. Pues mire, hubo una época en que le veía por aquí a menudo —dijo Isaac.

—Sería antes de la guerra —apunté.

—No, no…, un tiempo después.

Fermín y yo nos miramos. Me pregunté si realmente Isaac tenía razón y empezaba a estar un tanto caduco para el puesto.

—Sin ánimo de contradecirle, jefe, pero eso es imposible —dijo Fermín.

—¿Imposible? Se va a tener que explicar mejor…

—David Martín huyó del país antes de la guerra —expliqué—. A principios de 1939, hacia el final de la contienda, cruzó por los Pirineos de regreso y fue detenido en Puigcerdá a los pocos días. Estuvo en prisión hasta entrado el año 1940, cuando fue asesinado.

Isaac nos miraba con incredulidad.

—Créaselo, jefe —aseguró Fermín—. Nuestras fuentes son fidedignas.

—Les puedo asegurar que David Martín estuvo sentado ahí en la misma silla que usted, Sempere, y estuvimos conversando un rato.

—¿Está usted seguro, Isaac?

—No he estado tan seguro de nada en toda mi vida —replicó el guardián—. Me acuerdo porque hacía años que no lo veía. Estaba maltrecho y parecía enfermo.

—¿Recuerda la fecha en que vino?

—Perfectamente. Era la última noche de 1940. Nochevieja. Es la última vez que le vi.

Fermín y yo andábamos perdidos en cálculos.

—Eso significa que lo que aquel carcelero, Bebo, le contó a Brians era cierto. La noche que Valls ordenó que se lo llevaran al caserón junto al parque Güell y lo mataran… Bebo dijo que luego oyó a los pistoleros decir que algo había pasado allí, que había alguien más en la casa… Alguien que pudo haber evitado que mataran a Martín… —improvisé.

Isaac escuchaba aquellas elucubraciones con consternación.

—¿De qué están ustedes hablando? ¿Quién quería asesinar a Martín?

—Es una larga historia —dijo Fermín—. Con toneladas de apostillas.

—Pues a ver si me la cuentan algún día…

—¿Le pareció que Martín estaba cuerdo, Isaac? —pregunté.

Isaac se encogió de hombros.

—Con Martín uno nunca sabía… Ese hombre tenía el alma atormentada. Cuando se iba le pedí que me dejase acompañarle al tren, pero me dijo que un coche lo esperaba fuera.

—¿Un coche?

—Un Mercedes-Benz nada menos. Propiedad de alguien a quien se refería como el Patrón y que, por lo visto, lo esperaba en la puerta. Pero cuando salí con él, allí no había ni coche, ni patrón, ni nada de nada…

—No se lo tome a mal, jefe, pero siendo Nochevieja, y en el espíritu festivo de la ocasión, ¿no podría ser que se hubiera usted excedido en la ingesta de vinos y espumosos y, aturdido por los villancicos y el alto contenido de azúcares del turrón de Jijona, se hubiera imaginado usted todo esto? —inquirió Fermín.

—En el capítulo espumosos yo sólo bebo gaseosa y lo más peleón que tengo por aquí es una botella de agua oxigenada —precisó Isaac, sin mostrarse ofendido.

—Disculpe la duda. Era mero trámite.

—Me hago cargo. Pero créame cuando le digo que a menos que quien viniera aquella noche fuera un espíritu, y no creo que lo fuera porque le sangraba un oído y le temblaban las manos de fiebre, por no decir que se pulió todos los terrones de azúcar que tenía en mi despensa, Martín estaba tan vivo como ustedes o como yo.

—¿Y no dijo a qué venía después de tanto tiempo?

Isaac asintió.

—Dijo que venía a dejarme algo y que, cuando pudiera, volvería a buscarlo. Él o alguien a quien él enviaría…

—¿Y qué le dejó?

—Un paquete envuelto en papel y cordeles. No sé lo que había dentro.

Tragué saliva.

—¿Y lo tiene todavía? —pregunté.