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El primer sol del día resbalaba como cobre líquido por las cornisas de la rambla de Santa Mónica. Era mañana de domingo y las calles estaban desiertas y en silencio. Al enfilar el angosto callejón del Arco del Teatro el haz de luz pavorosa que penetraba desde las Ramblas se fue extinguiendo a nuestro paso y, para cuando llegamos al gran portón de madera, nos habíamos sumergido en una ciudad de sombras.

Subí unos peldaños y golpeé con el picaporte. El eco se perdió lentamente en el interior como una ondulación en un estanque. Fermín, que había asumido un silencio respetuoso y parecía un muchacho a punto de estrenarse en su primer rito religioso, me miró ansioso.

—¿No será muy pronto para llamar? —preguntó—. A ver si se mosquea el jefe…

—No son los almacenes El Siglo. No tiene horario —le tranquilicé—. Y el jefe se llama Isaac. Usted no diga nada sin que él le pregunte antes.

Fermín asintió solícito.

—Yo no digo ni pío.

Un par de minutos después escuché la danza del entramado de engranajes, poleas y palancas que controlaban la cerradura del portón y bajé los escalones. La puerta se abrió apenas un palmo y el rostro aguileño de Isaac Monfort, el guardián, asomó con su habitual mirada acerada. Sus ojos se posaron primero en mí y, tras un somero repaso, procedieron a radiografiar, catalogar y taladrar a Fermín a conciencia.

—Éste debe de ser el ínclito Fermín Romero de Torres —murmuró.

—Para servirle a usted, a Dios y a…

Silencié a Fermín de un codazo y sonreí al severo guardián.

—Buenos días, Isaac.

—Bueno será el día que no llame usted de madrugada, cuando estoy en el excusado o en fiestas de guardar, Sempere —replicó Isaac—. Venga, adentro.

El guardián nos abrió un palmo más el portón y nos permitió escurrirnos al interior. Al cerrarse la puerta a nuestra espalda, Isaac alzó el candil del suelo y Fermín pudo contemplar el arabesco mecánico de aquella cerradura que se replegaba sobre sí misma como las entrañas del mayor reloj del mundo.

—Aquí un ratero lo tendría crudo —dejó caer.

Le solté una mirada de aviso e hizo rápidamente el gesto de mutis.

—¿Recogida o entrega? —preguntó Isaac.

—La verdad es que hacía tiempo que quería traer a Fermín a que conociese en persona este lugar. Ya le he hablado muchas veces de él. Es mi mejor amigo y se nos casa hoy, al mediodía —expliqué.

—Bendito sea Dios —dijo Isaac—. Pobrecillo. ¿Seguro que no quiere que le ofrezca aquí asilo nupcial?

—Fermín es de los que se casan convencidos, Isaac.

El guardián lo miró de arriba abajo. Fermín le ofreció una sonrisa de disculpa ante el atrevimiento.

—Qué valor.

Nos guió a través del gran corredor hasta la abertura de la galería que conducía a la gran sala. Dejé que Fermín se adelantase unos pasos y fuesen sus ojos los que le descubrieran aquella visión que las palabras no podían describir.

Su silueta diminuta se sumergió en el gran haz de luz que descendía de la cúpula de cristal en la cima. La claridad caía en una cascada de vapor por los entresijos del gran laberinto de corredores, túneles, escaleras, arcos y bóvedas, que parecían brotar del suelo como el tronco de un árbol infinito hecho de libros que se abría hacia el cielo en geometría imposible. Fermín se detuvo al inicio de una pasarela que se adentraba a modo de puente en la base de la estructura y, boquiabierto, contempló el espectáculo. Me acerqué a él con sigilo y le puse la mano en el hombro.

—Fermín, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.