Lo único que encontramos abierto a aquellas horas fue El Xampanyet en la calle Montcada. Tanta pena les debimos de dar que nos dejaron quedarnos un rato mientras limpiaban y, al cerrar, ante la noticia de que Fermín estaba a horas de convertirse en un hombre casado, el dueño le dio el pésame y nos regaló una botella de la medicina de la casa.
—Valor y al toro —aconsejó.
Estuvimos vagando por las callejas del barrio de la Ribera arreglando el mundo a martillazos, como solíamos hacer siempre, hasta que el cielo se tiñó de un púrpura tenue y supimos que ya era hora de que el novio y su padrino, es decir yo, enfilásemos el rompeolas para sentarnos a recibir el alba una vez más frente al mayor espejismo del mundo, aquella Barcelona que amanecía reflejada sobre las aguas del puerto.
Nos plantamos allí con las piernas colgando del muelle a compartir la botella que nos habían regalado en El Xampanyet. Entre trago y trago, contemplamos la ciudad en silencio, siguiendo el vuelo de una bandada de gaviotas sobre la cúpula de la iglesia de la Mercé trazando un arco entre las torres del edificio de Correos. A lo lejos, en lo alto de la montaña de Montjuic, el castillo se alzaba oscuro como un ave espectral, escrutando la ciudad a sus pies, expectante.
La bocina de un buque rompió el silencio y vimos que al otro lado de la dársena nacional un gran crucero levaba anclas y se disponía a partir. El barco se separó del muelle y, con un golpe de hélices que dejó una gran estela sobre las aguas del puerto, puso proa rumbo a la bocana. Docenas de pasajeros se habían asomado a popa y saludaban con la mano. Me pregunté si la Rociíto estaría entre ellos junto a su apuesto y otoñal chatarrero de Reus. Fermín observaba el barco pensativo.
—¿Cree que la Rociíto será feliz, Daniel?
—¿Y usted, Fermín? ¿Será usted feliz?
Vimos el barco alejarse y las figuras se empequeñecieron hasta hacerse invisibles.
—Fermín, hay una cosa que me intriga. ¿Por qué no ha querido que nadie le haga regalos de boda?
—No me gusta poner a la gente en un brete. Y, además, ¿qué íbamos a hacer nosotros con juegos de vasos y cucharitas con grabados de los escudos de España y esas cosas que la gente regala en las bodas?
—Pues a mí me hacía gracia hacerle un regalo.
—Usted ya me ha hecho el mayor regalo que puede hacerse, Daniel.
—Eso no cuenta. Yo hablo de un regalo de uso y disfrute personal.
Fermín me miró intrigado.
—¿No será una virgen de porcelana o un crucifijo? La Bernarda ya tiene tal colección que no sé ni dónde vamos a sentarnos.
—No se preocupe. No se trata de un objeto.
—No será dinero…
—Ya sabe usted que lamentablemente no tengo ni un céntimo. El de los fondos es mi suegro y no suelta prenda.
—Es que estos franquistas de última hora son agarrados como piñas.
—Mi suegro es un buen hombre, Fermín. No se meta con él.
—Corramos un velo sobre el asunto, pero no cambie de tema ahora que me ha puesto el caramelo en la boca. ¿Qué regalo?
—Adivine.
—Un lote de sugus.
—Frío, frío…
Fermín enarcó las cejas, muerto de curiosidad. De repente, se le iluminaron los ojos.
—No… Ya iba siendo hora.
Asentí.
—Todo a su tiempo. Ahora escúcheme bien. Lo que va a ver usted hoy no se lo puede contar a nadie, Fermín. A nadie…
—¿Ni siquiera a la Bernarda?