La orquesta acudió al rescate de aquel momento con una guaracha y Oswaldo Darío de Mortenssen, que de tanto escribir cartas de amor se había convertido en un enciclopedista de melancolías, animó a los asistentes a regresar a la pista y a fingir que nadie había visto nada. Fermín, un tanto abatido, se acercó a la barra y se sentó en un taburete a mi lado.
—¿Está bien, Fermín?
Asintió débilmente.
—Creo que me iría bien algo de aire fresco, Daniel.
—Espéreme aquí, que recojo los abrigos.
Caminábamos por la calle Tallers rumbo a las Ramblas cuando, a una cincuentena de metros por delante, vislumbramos una silueta de aspecto familiar que caminaba lentamente.
—Oiga, Daniel, ¿ése no es su padre?
—El mismo. Borracho como una cuba.
—Lo último que esperaba ver en este mundo —dijo Fermín.
—Pues imagínese yo.
Apretamos el paso hasta alcanzarle y, al vernos, mi padre nos sonrió con ojos vidriosos.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Muy tarde.
—Ya me parecía. Oiga, Fermín, una fiesta fabulosa. Y qué chavalas. Había culos ahí que daban como para empezar una guerra.
Puse los ojos en blanco. Fermín asió a mi padre del brazo y guió sus pasos.
—Señor Sempere, nunca pensé que le diría esto, pero está usted en estado de intoxicación etílica y es mejor que no diga nada de lo que después vaya a arrepentirse.
Mi padre asintió, súbitamente avergonzado.
—Es ese demonio de Barceló, que no sé qué me ha dado y yo no estoy acostumbrado a beber…
—Nada. Ahora se toma un bicarbonato y luego duerme la mona. Mañana como una rosa y aquí no ha pasado nada.
—Creo que voy a vomitar.
Entre Fermín y yo lo mantuvimos en pie mientras el pobre devolvía todo lo que había bebido. Le sostuve la frente empapada de sudor frío con la mano y, cuando estuvo claro que ya no le quedaba dentro ni la primera papilla, lo acomodamos un momento en los escalones de un portal.
—Respire hondo y despacio, señor Sempere.
Mi padre asintió con los ojos cerrados. Fermín y yo intercambiamos una mirada.
—Oiga, ¿usted no se casaba pronto?
—Mañana por la tarde.
—Hombre, pues felicidades.
—Gracias, señor Sempere. Qué me dice, ¿se ve con valor de que nos acerquemos a casa poco a poco?
Mi padre asintió.
—Venga, valiente, que no queda nada.
Corría un aire fresco y seco que consiguió despejar a mi padre. Para cuando enfilamos la calle Santa Ana diez minutos después, ya había recuperado la composición de lugar y el pobre estaba mortificado de vergüenza. Probablemente no se había emborrachado en toda su vida.
—De esto, por favor, ni palabra a nadie —nos suplicó.
Estábamos a unos veinte metros de la librería cuando advertí que había alguien sentado en el portal del edificio. El gran farol de Casa Jorba en la esquina de la Puerta del Ángel perfilaba la silueta de una muchacha joven que sostenía una maleta sobre las rodillas. Al vernos se levantó.
—Tenemos compañía —murmuró Fermín.
Mi padre la vio primero. Advertí algo extraño en su rostro, una calma tensa que le asaltó como si hubiera recuperado la sobriedad de golpe. Avanzó hacia la muchacha pero de repente se detuvo petrificado.
—¿Isabella? —le oí decir.
Temiendo que la bebida todavía le nublara el juicio y que fuera a desplomarse allí en plena calle, me adelanté unos pasos. Fue entonces cuando la vi.