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Oí pasos aproximándose a la puerta. La imagen de Bea abotonándose la blusa se deslizó por mi mente. Un giro en la cerradura. Apreté los puños. La puerta se abrió. Un individuo con el pelo engominado, enfundado en un albornoz blanco y calzado con pantuflas de cinco estrellas me abrió la puerta. Habían pasado años, pero uno no olvida las caras que detesta con determinación.

—¿Sempere? —preguntó incrédulo.

El puñetazo le alcanzó entre el labio superior y la nariz. Noté cómo la carne y el cartílago se quebraban bajo el puño. Cascos se llevó las manos a la cara y se tambaleó. La sangre le brotaba entre los dedos. Le di un fuerte empujón que lo lanzó contra la pared y me adentré en la habitación. Oí a Cascos caer al suelo a mi espalda. La cama estaba hecha y un plato humeante estaba servido sobre la mesa, orientada frente a la terraza con vistas a la Gran Vía. Sólo había cubiertos para un comensal. Me volví y me encaré a Cascos, que intentaba incorporarse aferrándose a una silla.

—¿Dónde está? —pregunté.

Cascos tenía el rostro deformado por el dolor. La sangre le caía por la cara y el pecho. Pude ver que le había partido el labio y que, casi con certeza, tenía la nariz rota. Reparé en el fuerte escozor que me quemaba los nudillos y al mirarme la mano vi que me había dejado la piel partiéndole la cara. No sentí remordimiento alguno.

—No ha venido. ¿Contento? —escupió Cascos.

—¿Desde cuándo te dedicas a escribirle cartas a mi mujer?

Me pareció que se reía y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me abalancé de nuevo sobre él. Le propiné un segundo puñetazo con toda la rabia que llevaba dentro. El golpe le aflojó los dientes y me dejó la mano adormecida. Cascos emitió un gemido de agonía y se desplomó sobre la silla en la que se había apoyado. Vio que me inclinaba sobre él y se cubrió el rostro con los brazos. Le clavé las manos en el cuello y apreté con los dedos como si quisiera desgarrarle la garganta.

—¿Qué tienes tú que ver con Valls?

Cascos me observaba aterrorizado, convencido de que iba a matarle allí mismo. Balbuceó algo incomprensible y mis manos se cubrieron con la saliva y la sangre que le caía de la boca. Apreté más fuerte.

—Mauricio Valls. ¿Qué tienes tú que ver con él?

Mi rostro estaba tan cerca del suyo que podía ver mi reflejo en sus pupilas. Sus venas capilares empezaron a estallar bajo la córnea y una red de líneas negras se abrió paso hacia el iris. Me di cuenta de que lo estaba matando y lo solté de golpe. Cascos emitió un sonido gutural al aspirar aire y se llevó las manos al cuello. Me senté en la cama frente a él. Me temblaban las manos, las tenía cubiertas de sangre. Entré en el baño y me las lavé. Me mojé la cara y el pelo con agua fría y al ver mi reflejo en el espejo apenas me reconocí. Había estado a punto de matar a un hombre.