No había rastro de Bea entre el gentío que a aquella hora desfilaba por la Puerta del Ángel en dirección a la plaza de Cataluña. Intuí que aquél habría sido el camino elegido por mi mujer para ir al Ritz, pero con Bea nunca se sabía. Le gustaba probar diferentes rutas entre dos destinos. Al rato desistí de encontrarla y supuse que habría tomado un taxi, algo más acorde con las finas galas con las que se había vestido para la ocasión.
Tardé un cuarto de hora en llegar al hotel Ritz. Aunque no debía de haber más de diez grados de temperatura, estaba sudando y me faltaba el aliento. El portero me dirigió una mirada subrepticia, pero me abrió la puerta afectando una pequeña reverencia. El vestíbulo, con su aire de escenario de intriga de espionaje y gran romance, me resultaba desconcertante. Mi escasa experiencia en hoteles de lujo no me había preparado para dilucidar qué era qué. Vislumbré un mostrador tras el que un esmerado recepcionista me observaba entre la curiosidad y la alarma. Me acerqué al mostrador y le ofrecí una sonrisa que no le impresionó.
—¿El restaurante, por favor?
El recepcionista me examinó con cortés escepticismo.
—¿Tiene el señor una reserva?
—Estoy citado con un huésped del hotel.
El recepcionista sonrió fríamente y asintió.
—El señor encontrará el restaurante al fondo de ese pasillo.
—Mil gracias.
Me encaminé hacia allí con el corazón en un puño. No tenía ni idea de lo que iba a decir o a hacer cuando encontrase a Bea y a aquel individuo. Un maître salió a mi encuentro y me vedó el paso con una sonrisa blindada. Su mirada delataba la escasa aprobación que le merecía mi atuendo.
—¿Tiene reserva el caballero? —preguntó.
Le aparté con la mano y entré en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una pareja mayor de aire momificado y modales decimonónicos interrumpió su solemne sorbido de sopa para mirarme con disgusto. Un par de mesas más albergaban comensales con aspecto de hombres de negocios y alguna que otra dama de exquisita compañía facturada como gasto de representación. No había ni rastro de Cascos ni de Bea.
Escuché los pasos del maître y su escolta de dos camareros a mi espalda. Me volví y ofrecí una sonrisa dócil.
—¿No tenía el señor Cascos Buendía una reserva para las dos? —pregunté.
—El señor avisó para que se le subiera el servicio a su suite —informó el maître.
Consulté mi reloj. Eran las dos y veinte. Me encaminé hacia el corredor de ascensores. Uno de los porteros me había echado el ojo pero cuando intentó alcanzarme yo ya había conseguido colarme en uno de los ascensores. Marqué uno de los pisos superiores sin recordar que no tenía ni idea de dónde se encontraba la suite Continental.
«Empieza por arriba», me dije.
Me apeé del ascensor en el séptimo piso y empecé a vagar por ampulosos corredores desiertos. Al rato di con una puerta que daba a la escalera de incendios y descendí al piso inferior. Fui de puerta en puerta, buscando la suite Continental sin suerte. Mi reloj marcaba las dos y media. En el quinto piso encontré a una doncella que arrastraba un carrito con plumeros, jabones y toallas y le pregunté dónde estaba la suite. Me miró con consternación, pero la debí de asustar lo suficiente para que señalase hacia arriba.
—Octavo piso.
Preferí evitar los ascensores por si acaso el personal del hotel andaba buscándome. Cuatro pisos de escalera y un largo corredor más tarde llegué a las puertas de la suite continental empapado de sudor. Permanecí allí por espacio de un minuto, tratando de imaginar lo que estaba sucediendo tras aquella puerta de madera noble y preguntándome si me quedaba el suficiente sentido común para irme de allí. Me pareció que alguien me observaba de refilón desde el otro extremo del pasillo y temí que se tratase de uno de los porteros, pero al afinar el ojo la silueta se perdió tras la esquina del corredor y supuse que se trataba de otro huésped del hotel. Finalmente llamé al timbre.