Una tarde, harto ya de perseguir fantasmas, cancelé mi sesión en la hemeroteca y salí a pasear con Bea y con Julián por una Barcelona limpia y soleada que casi había olvidado. Fuimos caminando desde casa hasta el parque de la Ciudadela. Me senté en un banco y vi cómo Julián jugaba con su madre en el césped. Contemplándolos me repetí las palabras de Fermín. Un hombre afortunado, ése era yo, Daniel Sempere. Un hombre afortunado que había permitido que un rencor ciego creciese en su interior hasta hacerle sentir náuseas de sí mismo.
Observé a mi hijo entregarse a una de sus pasiones: gatear hasta ponerse perdido. Bea lo seguía de cerca. De vez en cuando Julián se detenía y miraba en mi dirección. Un golpe de brisa alzó las faldas de Bea y Julián se echó a reír. Aplaudí y Bea me lanzó una mirada de reprobación. Encontré los ojos de mi hijo y me dije que pronto iban a empezar a mirarme como si yo fuese el hombre más sabio y bueno del mundo, el portador de todas las respuestas. Me dije entonces que nunca más volvería a mencionar el nombre de Mauricio Valls ni a perseguir su sombra.
Bea se acercó a sentarse a mi lado. Julián la siguió gateando hasta el banco. Cuando llegó a mis pies lo tomé en brazos y procedió a limpiar sus manos en las solapas de mi chaqueta.
—Recién salida de la tintorería —dijo Bea.
Me encogí de hombros, resignado. Bea se reclinó sobre mí y me asió la mano.
—Menudas piernas —dije.
—No le veo la gracia. Luego tu hijo aprende. Menos mal que no había nadie.
—Bueno, allí había un abuelillo escondido detrás de un diario que creo que se ha desplomado de una taquicardia.
Julián decidió que la palabra taquicardia era lo más gracioso que había oído en su vida y pasamos buena parte del paseo de vuelta a casa cantando «ta-qui-car-dia» mientras Bea, caminando unos pasos por delante de nosotros, echaba chispas.
Aquella noche, 20 de enero, Bea acostó a Julián y luego se quedó dormida en el sofá a mi lado mientras yo releía por tercera vez un ejemplar de una de las viejas novelas de David Martín que Fermín había encontrado en sus meses de exilio tras fugarse de la prisión y que había conservado todos aquellos años. Me gustaba saborear cada giro y desmenuzar la arquitectura de cada frase, creyendo que si descifraba la música de aquella prosa descubriría algo acerca de aquel hombre al que nunca había conocido y que todos me aseguraban que no era mi padre. Pero aquella noche era incapaz. Antes de finalizar una frase, mi pensamiento se levantaba de la página y todo cuanto veía frente a mí era aquella carta de Pablo Cascos Buendía en la que citaba a mi mujer en el hotel Ritz al día siguiente a las dos de la tarde.
Finalmente cerré el libro y contemplé a Bea, que dormía a mi lado, intuyendo en ella mil veces más secretos que en las historias de Martín y su siniestra ciudad de los malditos. Pasaba de la medianoche cuando Bea abrió los ojos y me descubrió escrutándola. Me sonrió, aunque algo en mi semblante le despertó una sombra de inquietud.
—¿En qué piensas? —preguntó.
—Pensaba en lo afortunado que soy —dije.
Bea me miró largamente, la duda en la mirada.
—Lo dices como si no lo creyeses.
Me levanté y le di la mano.
—Vamos a la cama —la invité.
Tomó mi mano y me siguió por el pasillo hasta el dormitorio. Me tendí en el lecho y la miré en silencio.
—Estás raro, Daniel. ¿Qué te pasa? ¿He dicho algo?
Negué ofreciéndole una sonrisa blanca como la mentira. Bea asintió y se desnudó lentamente. Nunca me daba la espalda cuando se desnudaba, ni se escondía en el baño o detrás de la puerta como aconsejaban los manuales de higiene matrimonial que promovía el régimen. La observé serenamente, leyendo las líneas de su cuerpo. Bea me miraba a los ojos. Se deslizó aquel camisón que yo detestaba y se metió en la cama, dándome la espalda.
—Buenas noches —dijo, la voz atada y, para quien la conocía bien, molesta.
—Buenas noches —murmuré.
Escuchándola respirar supe que tardó más de media hora en conciliar el sueño, pero finalmente la fatiga pudo más que mi extraño comportamiento. Me quedé a su lado, dudando si despertarla para pedirle perdón o, simplemente, besarla. No hice nada. Seguí allí inmóvil, observando la curva de su espalda y sintiendo cómo aquella negrura dentro de mí me susurraba que al cabo de unas horas Bea acudiría al encuentro de su antiguo prometido y que aquellos labios y aquella piel serían de otro, como su carta de bolero parecía insinuar.
Cuando me desperté Bea se había ido. No había conseguido dormirme hasta el amanecer y, cuando tocaron las nueve en las campanas de la iglesia, me desperté de golpe y me vestí con lo primero que encontré. Afuera esperaba un lunes frío y salpicado de copos de nieve que flotaban en el aire y se adherían como arañas de luz suspendidas de hilos invisibles a las gentes que pasaban. Al entrar en la tienda encontré a mi padre en lo alto del taburete al que todos los días se aupaba para cambiar la fecha del calendario. 21 de enero.
—Lo de que se le peguen a uno las sábanas se supone que no es de recibo después de los doce años —dijo—. Hoy te tocaba abrir a ti.
—Perdona. Mala noche. No se repetirá.
Pasé un par de horas intentando ocupar la cabeza y las manos en las tareas de la librería, pero cuanto ocupaba mi pensamiento era aquella maldita carta que recitaba en silencio una y otra vez. A media mañana Fermín se me aproximó subrepticiamente y me ofreció un sugus.
—Hoy es el día, ¿no?
—Cállese, Fermín —corté con una brusquedad que alzó las cejas de mi padre.
Me refugié en la trastienda y los oí murmurar. Me senté frente al escritorio de mi padre y miré el reloj. Era la una y veinte de la tarde. Intenté dejar pasar los minutos pero las agujas del reloj se resistían a moverse. Cuando volví de nuevo a la tienda Fermín y mi padre me miraron con preocupación.
—Daniel, a lo mejor quieres tomarte el resto del día libre —dijo mi padre—. Fermín y yo ya nos apañamos.
—Gracias. Creo que sí. Apenas he dormido y no me encuentro muy bien.
No tuve valor para mirar a Fermín mientras me escabullía por la trastienda. Subí los cinco pisos con plomo en los pies. Al abrir la puerta de casa oí el agua correr en el baño. Me arrastré hasta el dormitorio y me detuve en el umbral. Bea estaba sentada en el borde de la cama. No me había visto ni oído entrar. La vi enfundarse sus medias de seda y vestirse, con la mirada clavada en el espejo. No reparó en mi presencia hasta un par de minutos después.
—No sabía que estabas ahí —dijo entre la sorpresa y la irritación.
—¿Vas a salir?
Asintió mientras se pintaba los labios de carmesí.
—¿Adónde vas?
—Tengo un par de recados que hacer.
—Te has puesto muy guapa.
—No me gusta salir a la calle hecha unos zorros —replicó.
La observé perfilar su sombra de ojos. «Hombre afortunado», decía la voz con sorna.
—¿Qué recados? —dije. Bea se volvió y me miró.
—¿Qué?
—Te preguntaba qué recados tienes que hacer.
—Varias cosas.
—¿Y Julián?
—Mi madre ha venido a buscarlo y se lo ha llevado de paseo.
—Ya.
Bea se aproximó y abandonando su irritación me miró preocupada.
—Daniel, ¿qué te pasa?
—No he pegado ojo esta noche.
—¿Por qué no te echas una siesta? Te sentará bien.
Asentí.
—Buena idea.
Bea sonrió débilmente y me acompañó hasta mi lado de la cama. Me ayudó a tenderme, me arropó con el cubrecama y me besó en la frente.
—Llego tarde —dijo.
La vi partir.
—Bea…
Se detuvo a medio pasillo y se volvió.
—¿Tú me quieres? —pregunté.
—Pues claro que te quiero. Qué tontería.
Oí la puerta cerrarse y luego los pasos felinos de Bea y sus tacones de aguja perderse escaleras abajo. Cogí el teléfono y esperé a que la operadora hablara.
—Con el hotel Ritz, por favor.
La conexión llevó unos segundos.
—Hotel Ritz, buenas tardes, ¿en qué podemos atenderle?
—¿Podría usted comprobar si un huésped se aloja en el hotel, por favor?
—Si es tan amable de darme el nombre.
—Cascos. Pablo Cascos Buendía. Creo que debió de llegar ayer…
—Un momento, por favor.
Un largo minuto de espera, voces susurradas, ecos en la línea.
—Caballero…
—Sí.
—Ahora mismo no encuentro ninguna reserva al nombre que usted menciona…
Me invadió un alivio infinito.
—¿Podría ser que la reserva estuviese hecha a nombre de una empresa?
—Lo compruebo.
Esta vez la espera fue breve.
—Efectivamente, tenía usted razón. El señor Cascos Buendía. Aquí lo tengo. Suite Continental. La reserva estaba a nombre de la editorial Ariadna.
—¿Cómo dice?
—Le comentaba al caballero que la reserva del señor Cascos Buendía está a nombre de la editorial Ariadna. ¿Desea el señor que le pase con la habitación?
El teléfono me resbaló de las manos. Ariadna era la empresa editorial que Mauricio Valls había fundado años atrás.
Cascos trabajaba para Valls.
Colgué el teléfono de un manotazo y me fui a la calle siguiendo a mi mujer con el corazón envenenado de sospecha.