Mientras nos alejábamos de la estación me quité la gabardina y la puse sobre los hombros de Fermín. La suya había quedado sobre el cadáver de Salgado. No me parecía que mi amigo estuviese en condiciones de dar grandes paseos y decidí parar un taxi. Le abrí la puerta y cuando estuvo dentro, sentado, cerré y subí por el otro lado.
—La maleta estaba vacía —dije—. Alguien se la ha jugado a Salgado.
—Quien roba a un ladrón…
—¿Quién cree que fue?
—Tal vez el mismo que le dijo que yo tenía su llave y le explicó dónde encontrarme —murmuró Fermín.
—¿Valls?
Fermín suspiró abatido.
—No lo sé, Daniel. Ya no sé qué pensar.
Advertí la mirada del taxista en el espejo, a la espera.
—Vamos a la entrada de la plaza Real, en la calle Fernando —indiqué.
—¿No volvemos a la librería? —preguntó un Fermín al que ya no le quedaba guerra en el cuerpo ni para discutir una carrera de taxi.
—Yo sí. Pero usted se va a casa de don Gustavo a pasar el resto del día con la Bernarda.
Hicimos el trayecto en silencio mientras Barcelona se desdibujaba bajo la lluvia. Al llegar a los arcos de la calle Fernando, donde años atrás había conocido a Fermín, aboné la carrera y nos apeamos. Acompañé a Fermín hasta el portal de don Gustavo y le di un abrazo.
—Cuídese, Fermín. Y coma algo o la Bernarda se va a clavar algún hueso la noche de bodas.
—Descuide. Si yo cuando me lo propongo tengo más facilidad para engordar que una soprano. Ahora cuando suba me pongo morado de polvorones de esos que se compra don Gustavo en Casa Quílez y mañana me tiene usted hecho un tocino.
—A ver si es verdad. Dele recuerdos a la novia.
—De su parte, aunque tal y como están las cosas en el plano jurídico-administrativo, me veo viviendo en pecado.
—De eso nada. ¿Se acuerda usted de lo que me dijo una vez? ¿Que el destino no hace visitas a domicilio, que hay que ir a por él?
—Tengo que confesar que lo saqué de un libro de Carax. Sonaba bonito.
—Pues yo lo creí y lo sigo creyendo. Y por eso le digo que su destino es casarse con la Bernarda en toda regla y en la fecha prevista, con curas, arroz y nombre y apellidos.
Mi amigo me miraba escéptico.
—Como me llamo Daniel que se casa usted por la puerta grande —prometí a un Fermín tan derrotado que sospechaba que ni un paquete de sugus ni un peliculón con Kim Novak en el Fémina luciendo brassieres en punta que desafiaban la ley de la gravedad conseguirían levantarle el ánimo.
—Si usted lo dice, Daniel…
—Usted me ha devuelto la verdad —dije—. Yo le voy a devolver su nombre.