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Transcurrido el proverbial minuto de prudencia, nos echamos a la calle armados de sendas gabardinas oscuras y un paraguas del tamaño de un parasol que Fermín había adquirido en un bazar del puerto con la idea de usarlo tanto en invierno como en el estío para sus escapadas con la Bernarda a la playa de la Barceloneta.

—Fermín, con este armatoste cantamos como una escolanía de gallos —advertí.

—Usted tranquilo, que ese sinvergüenza lo único que debe de ver son doblones de oro lloviendo del cielo —replicó Fermín.

Salgado nos llevaba un centenar de metros de ventaja y cojeaba a paso ligero por la calle Condal bajo la lluvia. Acortamos un poco la distancia, justo a tiempo de ver cómo se disponía a abordar un tranvía que subía por la Vía Layetana. Plegando el paraguas sobre la marcha echamos a correr y llegamos de milagro a saltar al estribo. En la mejor tradición de la época, hicimos el recorrido colgados de la parte de atrás. Salgado había encontrado un asiento en la parte delantera cedido por un buen samaritano que no sabía con quién se jugaba los cuartos.

—Es lo que tiene llegar a viejo —dijo Fermín—. Que nadie se acuerda de que también han sido unos capullos.

El tranvía recorrió la calle Trafalgar hasta llegar al Arco de Triunfo. Nos asomamos un poco y comprobamos que Salgado seguía clavado en su asiento. El cobrador, un hombre a un frondoso bigote adosado, nos observaba con el ceño fruncido.

—No se crean que por ir ahí colgados les voy a hacer descuento, que les tengo el ojo echado desde que han subido.

—Ya nadie valora el realismo social —murmuró Fermín—. Qué país.

Le tendimos unas monedas y nos entregó nuestros billetes. Empezábamos a pensar que Salgado se debía de haber dormido cuando, al enfilar el tranvía el camino que llevaba a la estación del Norte, se levantó y tiró del cable para solicitar parada. Aprovechando que el conductor iba frenando, nos dejamos caer frente al sinuoso palacio modernista que albergaba las oficinas de la compañía hidroeléctrica y seguimos al tranvía a pie hasta la parada. Vimos a Salgado apearse con ayuda de dos pasajeros y encaminarse hacia la estación.

—¿Está usted pensado lo mismo que yo? —pregunté.

Fermín asintió. Seguimos a Salgado hasta el gran vestíbulo de la estación, camuflándonos, o haciendo nuestra presencia dolorosamente obvia, con el paraguas descomunal de Fermín. Una vez en el interior, Salgado se aproximó a una hilera de taquillas metálicas alineada junto a una de las paredes como un gran cementerio en miniatura. Nos apostamos en un banco que quedaba en la penumbra. Salgado se había detenido frente a la infinidad de taquillas y las contemplaba ensimismado.

—¿Se habrá olvidado de dónde guardó el botín? —pregunté.

—Qué se va a olvidar. Lleva veinte años esperando este momento. Lo que hace es saborearlo.

—Si usted lo dice… Yo creo que se ha olvidado.

Permanecimos allí, observando y esperando.

—Nunca me dijo dónde escondió usted la llave cuando se escapó del castillo… —aventuré.

Fermín me lanzó una mirada hostil.

—No pienso entrar en ese tema, Daniel.

—Olvídelo.

La espera se prolongó unos minutos más.

—A lo mejor tiene un cómplice… —dije—, y le está esperando.

—Salgado no es de los de compartir.

—A lo mejor hay alguien más que…

—Shhh —me silenció Fermín señalando a Salgado, que por fin se había movido.

El anciano se acercó a una de las taquillas y posó la mano sobre la puerta de metal. Sacó la llave y la introdujo en la cerradura. Abrió la compuerta y miró en el interior. En ese instante una pareja de la Guardia Civil dobló la esquina del vestíbulo desde los andenes y se aproximó al lugar donde Salgado estaba intentado extraer algo de la taquilla.

—Ay, ay, ay… —murmuré.

Salgado se volvió y saludó a los dos guardias civiles. Cruzaron unas palabras y uno de ellos retiró una maleta del interior y la dejó en el suelo a los pies de Salgado. El ladrón les agradeció efusivamente su ayuda y la pareja, saludándole con el ala del tricornio, continuó con su ronda.

—Viva España —murmuró Fermín.

Salgado asió la maleta y la arrastró hasta otro de los bancos, que quedaba en el extremo opuesto al que ocupábamos.

—No la va a abrir aquí, ¿verdad? —pregunté.

—Necesita asegurarse de que está todo ahí —replicó Fermín—. Son muchos años de sufrimiento los que ha esperado ese granuja para recobrar su tesoro.

Salgado miró alrededor una y otra vez para asegurarse de que no había nadie cerca y, finalmente, se decidió. Lo vimos abrir la maleta apenas unos centímetros y atisbar el interior.

Permaneció así por espacio de casi un minuto, inmóvil. Fermín y yo nos miramos sin comprender. De repente Salgado cerró la maleta y se levantó. Sin más, se encaminó hacia la salida dejando la maleta atrás frente a la taquilla abierta.

—Pero ¿qué hace? —pregunté.

Fermín se incorporó e hizo una señal.

—Usted vaya a por la maleta, yo le sigo a él…

Sin darme tiempo a replicar, Fermín se apresuró hacia la salida. Me dirigí a paso rápido hacia el lugar donde Salgado había abandonado la maleta. Un listillo que estaba leyendo el periódico en un banco próximo también le había echado el ojo y, mirando a ambos lados previamente para asegurarse de que nadie lo veía, se levantó y se aproximó como un buitre rondando su presa. Apreté el paso. Iba el extraño a cogerla cuando se la arrebaté de puro milagro.

—Esa maleta no es suya —dije.

El individuo me clavó una mirada hostil y aferró el asa.

—¿Aviso a la Guardia Civil? —pregunté.

Azorado, el pillo soltó la maleta y se perdió en dirección a los andenes. Me la llevé hasta el banco y, asegurándome de que nadie se fijaba en mí, la abrí.

Estaba vacía.

Sólo entonces oí el vocerío y alcé la vista para comprobar que se había producido una conmoción a la salida de la estación. Me levanté y pude ver a través de las cristaleras que la pareja de la Guardia Civil se abría paso entre un círculo de curiosos que se había formado bajo la lluvia. Cuando el gentío se apartó, vi a Fermín arrodillado en el suelo, sosteniendo en sus brazos a Salgado. El anciano tenía los ojos abiertos a la lluvia. Una mujer que entraba en aquel momento se llevó la mano a la boca.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Un pobre anciano, que se ha caído redondo… —dijo.

Salí al exterior y me acerqué lentamente al círculo de gente que observaba la escena. Vi que Fermín levantaba la vista e intercambiaba unas palabras con los dos guardias civiles. Uno de ellos asentía. Fermín se quitó entonces la gabardina y la tendió sobre el cadáver de Salgado, cubriéndole el rostro. Cuando llegué, una mano con sólo tres dedos asomaba bajo la prenda y en la palma, reluciente bajo la lluvia, había una llave. Cubrí a Fermín con el paraguas y le puse la mano en el hombro. Nos alejamos de allí lentamente.

—¿Está usted bien, Fermín?

Mi buen amigo se encogió de hombros.

—Vámonos a casa —acertó a decir.