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Aquella misma tarde, mientras la lluvia seguía azotando las calles desiertas y encharcadas, la silueta torva y carcomida por el tiempo de Sebastián Salgado se perfiló a las puertas de la librería. Nos observaba con su inconfundible aire rapaz a través del escaparate, las luces del belén sobre su rostro. Llevaba el mismo traje viejo de su primera visita, empapado. Me acerqué a la puerta y se la abrí.

—Precioso el belén —dijo.

—¿No va a entrar?

Le sostuve la puerta y Salgado pasó cojeando. Se detuvo a los pocos pasos, apoyándose en su bastón. Fermín lo miraba con recelo desde el mostrador. Salgado sonrió.

—Cuánto tiempo, Fermín —entonó.

—Le creía muerto —replicó Fermín.

—Yo a usted también, como todo el mundo. Eso es lo que nos contaron. Que lo atraparon intentando fugarse y que le pegaron un tiro.

—No caerá esa breva.

—Si quiere que le diga la verdad, yo siempre tuve la esperanza de que se hubiera usted escabullido. Ya se sabe que mala hierba…

—Me conmueve usted, Salgado. ¿Cuándo ha salido?

—Hará un mes.

—No me diga que lo soltaron por buena conducta —dijo Fermín.

—Yo creo que se cansaron de esperar a que me muriera. ¿Sabe que me dieron el indulto? Lo tengo en una lámina firmada por el mismísimo Franco.

—Lo habrá hecho enmarcar, supongo.

—Lo tengo en un lugar de honor: sobre la taza del váter, por si se me acaba el papel.

Salgado se acercó unos pasos al mostrador y señaló una silla que quedaba en un rincón.

—¿Les importa si tomo asiento? Aún no estoy acostumbrado a caminar más de diez metros en línea recta y me canso con facilidad.

—Toda suya —lo invité.

Salgado se desplomó sobre la silla y respiró hondo, masajeándose la rodilla. Fermín lo miraba como quien observa una rata que acaba de trepar fuera de la taza del inodoro.

—Tiene narices que quien todos pensaban que iba a ser el primero en palmar fuese el último… ¿Sabe lo que me mantuvo vivo todos estos años, Fermín?

—Si no lo conociese tan bien diría que la dieta mediterránea y el aire del mar.

Salgado exhaló un amago de risa, que en su caso sonaba a tos ronca y a bronquio al borde del colapso.

—Usted siempre el mismo, Fermín. Por eso me caía usted tan bien. Qué tiempos aquéllos. Pero tampoco quiero aburrirles con batallitas y menos al joven, que a esta generación lo nuestro ya no les interesa. Lo suyo es el charlestón o como quiera que lo llamen ahora. ¿Hablamos de negocios?

—Usted dirá.

—Más bien usted, Fermín. Yo ya he dicho todo lo que tenía que decir. ¿Me va a dar lo que me debe? ¿O vamos a tener que organizar un escándalo que no le conviene?

Fermín permaneció impasible durante unos instantes que nos dejaron en un incómodo silencio. Salgado tenía los ojos clavados en él y parecía a punto de escupir veneno. Fermín me dirigió una mirada que no acabé de descifrar y suspiró abatido.

—Usted gana, Salgado.

Fermín extrajo un pequeño objeto del bolsillo y se lo tendió. Una llave. La llave. Los ojos de Salgado se encendieron como los de un niño. Se levantó y se acercó a Fermín lentamente. Aceptó la llave con la única mano que le quedaba, temblando de emoción.

—Si tiene planeado introducírsela de nuevo por vía rectal le ruego que pase al excusado, que éste es un local familiar abierto al público —advirtió Fermín.

Salgado, que había recuperado el color y el soplo de la primera juventud, se deshizo en una sonrisa de infinita satisfacción.

—Bien pensado, en el fondo me ha hecho usted el favor de mi vida guardándola todos estos años —declaró.

—Para eso están los amigos —replicó Fermín—. Vaya con Dios y no dude en no volver por aquí nunca más.

Salgado sonrió y nos guiñó el ojo. Se encaminó hacia la salida, ya perdido en sus elucubraciones. Antes de salir a la calle se volvió un instante y alzó la mano a modo de saludo conciliador.

—Le deseo suerte y una larga vida, Fermín. Y tranquilo, que su secreto queda a salvo.

Lo vimos partir bajo la lluvia, un anciano que cualquiera hubiera tomado por un moribundo pero que, tuve la certeza, en aquel momento no sentía ni las frías gotas de lluvia sobre el rostro ni los años de encierro y penuria que llevaba en la sangre. Miré a Fermín, que se había quedado clavado al suelo, pálido y confundido con la visión de su viejo compañero de celda.

—¿Lo vamos a dejar irse así? —pregunté.

—¿Tiene algún plan mejor?