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Barcelona, 1957

La claridad del alba me sorprendió en el umbral del dormitorio del pequeño Julián, que por una vez dormía lejos de todo y de todos con una sonrisa en los labios. Oí los pasos de Bea acercándose por el pasillo y sentí sus manos sobre la espalda.

—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó.

—Un rato.

—¿Qué haces?

—Lo miro.

Bea se acercó a la cuna de Julián y se inclinó a besarle la frente.

—¿A qué hora llegaste ayer?

No respondí.

—¿Cómo está Fermín?

—Va tirando.

—¿Y tú? —Sonreí sin ganas—. ¿Me lo vas a contar? —insistió.

—Otro día.

—Pensaba que no había secretos entre nosotros —dijo Bea.

—Yo también.

Me miró con extrañeza.

—¿Qué quieres decir, Daniel?

—Nada. No quiero decir nada. Estoy muy cansado. ¿Nos vamos a la cama?

Bea me tomó de la mano y me llevó al dormitorio. Nos tendimos en el lecho y la abracé.

—Esta noche he soñado con tu madre —dijo Bea—. Con Isabella.

El sonido de la lluvia empezó a arañar los cristales.

—Yo era una niña pequeña y ella me llevaba de la mano. Estábamos en una casa muy grande y muy antigua, con salones enormes y un piano de cola y una galería que daba a un jardín con un estanque. Junto al estanque había un niño igual que Julián, pero yo sabía que en realidad eras tú, no me preguntes por qué. Isabella se arrodillaba a mi lado y me preguntaba si te podía ver. Tú estabas jugando en el agua con un barco de papel. Yo le decía que sí. Entonces ella me decía que te cuidara. Que te cuidara para siempre porque ella tenía que irse lejos.

Permanecimos en silencio, escuchando el repiqueteo de la lluvia durante un largo rato.

—¿Qué te dijo Fermín anoche?

—La verdad —respondí—. Me dijo la verdad.

Bea me escuchaba en silencio mientras intentaba reconstruir la historia de Fermín. Al principio sentí cómo la rabia crecía de nuevo en mi interior, pero a medida que avanzaba en la historia me invadió una profunda tristeza y una gran desesperanza. Para mí todo aquello era nuevo y aún no sabía cómo iba a poder convivir con los secretos y las implicaciones de lo que Fermín me había desvelado. Aquellos sucesos habían tenido lugar hacía ya casi veinte años y el tiempo me había condenado al mero papel de espectador en una función en la que se habían tejido los hilos de mi destino.

Cuando acabé de hablar, advertí que Bea me observaba con preocupación e inquietud en la mirada. No era difícil adivinar lo que estaba pensando.

—Le he prometido a mi padre que mientras él viva no buscaré a ese hombre, Valls, y que no haré nada —añadí para tranquilizarla.

—¿Mientras él viva? ¿Y después? ¿No has pensado en nosotros? ¿En Julián?

—Claro que he pensado. Y no tienes por qué preocuparte —mentí—. Después de hablar con mi padre he comprendido que todo eso pasó hace ya mucho tiempo y no se puede hacer nada por cambiarlo.

Bea parecía poco convencida de mi sinceridad.

—Es la verdad —mentí de nuevo.

Me sostuvo la mirada unos instantes, pero aquéllas eran las palabras que ella quería oír y finalmente sucumbió a la tentación de creerlas.